TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 11

 

Capítulo 11

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

28 de febrero de 1620

 

Lunes. A las ocho de la mañana ya me encontraba trabajando. Un grupo de leñadores y yo retirábamos unos cuantos maderos caídos de la parte este de la muralla que con el viento que esa misma noche hizo se habían descolgado o desprendido del todo. La tarea era más que sencilla, pero no solo supervisé sino que eché una mano. Las altas estacas, colocadas en fila de a una, se sujetaban entre ellas con dos filas de cuerda, una a un metro de altura y otra a un metro desde la parte superior hacia el centro. Esta, con el fuerte viento y el hecho de que la cuerda estaba ya desgastada y deshilachada, se había soltado provocando que varias de las estacas cayesen o quedasen colgando de la cuerda.

La alarma al despertar el pueblo fue mayúscula pues todos pensaron que algo o alguien habría aprovechado la noche para entrar en el pueblo. Era evidente que aquel desastre era producto del viento y los efectos meteorológicos, pero costó calmar a cuatro paisanos que alarmaron a todo el pueblo con sus conjeturas. En cuanto hube reunido a unos cuantos hombres dispuestos a echar una mano nos pusimos a ello. Primero retiramos todos los maderos dañados o partidos al medio y cortamos las cuerdas que se habían roto o deshilachado. Después varios carpinteros se hicieron con unas nuevas estacas y ayudaron a su talla para que encajasen en los huecos debidos. Cuando quisimos terminar la obra ya pasaba de la hora de comer. Yo había manchado toda mi ropa con el barro del suelo fangoso que había quedado tras la noche y del que bañaban los maderos que hubimos de retirar.

Despedí a los trabajadores que se dirigían a sus casas o a la casa de comidas por la calle principal hacia la plaza y yo me desvié hasta mi hogar. Bajo el brazo llevaba algunos de los trozos de las estacas que tras romperse solo nos servirían como leña. Mis hermanas y mi tío ya habían comido y los restos que habían quedado apenas si alcanzaban para una comida completa así que me dirigí a la casa de comidas y allí me senté en una pequeña mesa apartada del resto de comensales y llamé a la tabernera para que se acercase.

—¿Cómo? Capitán. ¿Usted va a concedernos el honor de comer en nuestra casa de comidas? —Bromeaba.

—¡Qué remedio! En mi casa ya han comido y son tan glotones que no han dejado nada. ¿Qué tenéis hoy?

—Un puchero de alubias que está de muerte. ¿Os place?

—Cualquier cosa que tengáis será un placer degustar. —Dije mientras le sonreía y ella me devolvió el gesto con un golpecito en el hombro. Antes de la comida llegó el agua y una cuchara de madera. Después el cuenco con las alubias. El olor era tan penetrante e intenso que el estómago me rugió con fiereza. Dejé limpio el cuenco para que cuando ella llegase me sonriese como una madre orgullosa, y me contuve incluso de lamer los bordes. Me retiró el plato con gusto y me puso en su lugar un pequeño platito con dos pastelitos como los de la última vez. Los miré con entusiasmo y ella me guiño un ojo.

—A estos invita la casa. —Dijo ella mientras se alejaba. La imagen de aquellos dos pastelillos me evocó un recuerdo que por aquél día había apartado de mi mente. Hacía mucho que no acordaba de ella, cuando el mucho para mí significaban al menos cinco horas. Aquellos pasteles me trajeron su recuerdo, y con ello, su olor, el olor de su casa, la extraña sensación de su cocina, con ella en aquella estancia, recorriéndola de un lado a otro. El vuelo de su falda yendo y viniendo, la fuerza de sus palabras y la decisión de sus manos. Aquel todo que me producía mil sensaciones en el estómago. Cuando cogí uno de los pastelitos y me lo llevé a la boca y saboreé la crema, el tacto del bizcocho en mis labios, el sabor, el olor, todo aquello era ella. De súbito tuve la necesidad de verla, de volver a oírla, a olerla, a permanecer a su lado en silencio si era necesario. Tenía que volver a poseerla con la mirada y deseaba ser tan insignificante a su lado como lo había sido la última vez. Y la primera.

Cuando pagué la cuenta y partí a mi casa ni siquiera deseé entrar en ella. Habría de dar explicaciones por mi marcha y aunque me estaba escaqueando en horario laboral no me importó en absoluto. Me vi en la necesidad de irme de aquél pueblo cuanto antes, deseaba salir de sus murallas que yo mismo reconstruía con ciega dedicación. Si alguien me preguntaba, estaba merodeando por los alrededores, comprobando que ciertamente nadie se había colado ni había dañado la muralla adrede. Si alguien me encontraba por el camino diría que solo estaba ejercitando al caballo para que no se apalancase, pues era joven y necesitaba correr. Las excusas eran miles, y todas saltaban en mi cabeza alentándome a marcharme. Incluso yo mismo me coaccionaba a partir, pues bien merecido me tenía un par de horas de descanso.

El caballo partió al trote enseguida y pronto estuve oculto por la maleza. El camino fue fugaz, y antes de darme cuenta estaba ya frente a su casa. No me atreví esta vez a dejar al caballo atrás porque ni siquiera humo salía de la chimenea. Llamé a la puerta, pero nadie contestó, como la última vez. Pero en este caso ella tampoco estaba por los alrededores. La decepción me sobrecogió en primer lugar, después la desazón, inquietándome. Por último la preocupación. Después me di cuenta de que no le había traído ningún presente y me sentí herido en mi propio orgullo. Debí guardar aquellos dos pastelitos para ella, me dije, pero ya era tarde. Sin más meditación espoleé al caballo para peinar la zona. Comenzaba a desazonarme porque sus terrenos eran muy amplios y no estaba seguro por dónde comenzar a buscarla.

Rodeé la casa para descubrir las cuerdas de tender enganchadas a ramas de árboles, vacías. Troté más allá. Internándome en terrenos mucho más llanos y cuidados, donde un huerto crecía de forma natural en el propio terreno. Había de todo, o prácticamente de todo. Siendo aún una estación fría solo había verduras y frutas de temporada, y algunos tubérculos. Sentí una especie de orgullo al verlo todo allí, tan ordenado, tan bien cuidado, tan libre y hermoso. La tierra era realmente fértil y todo lo que había tenía un aspecto maravilloso. En una zona más apartada había una explanada de trigo, unas enredaderas con tomates y más cosas que no advertía a distinguir.

Siguiendo el camino que dejaba un lado el terreno curvo me conduje a una pequeña cerca donde varios cerdos y gallinas pastaban libremente. Comparado con nuestras gallinas, todas arremolinadas en nueve metros cuadrados, aquellas tenían al menos una hectárea para caminar y picotear. Había también un caballo blanco, varias ovejas y una oca que me ahuyentó con un graznido al verme y yo azucé a mi caballo para seguir adelante. Allí no había rastro de ella, pero todo lo que veía me deslumbraba. Era aquello algo parecido al edén, con color y vida por todas partes. Me conduje finalmente al río.

Cuando salí a la ladera de este dejando el bosque atrás la encontré varios metros bajando el cauce. Con un gran cesto de mimbre lavaba la ropa concentrada en su trabajo. La miré unos instantes desde la distancia, en silencio, aún montado en el caballo. Tenía una pastillita cuadrangular en la mano con la que frotaba las prendas y las restregaba unas contra otras para enjuagarlas después. Era meticulosa y dedicada. Me bajé del caballo y ese gesto la puso en alerta, irguiendo la cabeza en mi dirección. Tras reconocerme a lo lejos me saludó con una mano, de brazo remangado y brillante por el agua. Yo le devolví el saludo con una sonrisa bobalicona. Dejé al caballo allí y me conduje poco a poco hacia ella. No volvió a mirarme hasta que no estuve a su lado.

—Buenas tardes. —Le dije y me sentí avergonzado por mis palabras.

—Buenas. —Dijo ella con una sonrisa y yo se la devolví, aunque no me estaba mirando en ningún momento. Se concentró en dejar la pastilla en una de las rocas a su lado y frotó una mancha que parecía de grasa sobre un trapo. Frotó con insistencia. Hasta que no hube estado a su lado, no me di cuenta de que llevaba el vestido arremangado, metido entre el cordón del mandil y podía ver perfectamente sus piernas hasta bien ascendida la rodilla. Estaba en el agua, claro, —me dije—, tiene que mojarse para lavar bien las ropas. No hay desnivel en el terreno para que pueda inclinarse y lavar sin mojarse. Le retiré la mirada avergonzado pero ella no mostró signo de pudor—. ¿Hoy no me traéis nada? —Me preguntó directa y yo enrojecí, negando con el rostro.

—Lo siento. No he tenido tiempo de compraros nada. —Dije avergonzado pero ella se rió, demostrándome que solo estaba poniéndome en una situación incómoda.

—No os acerquéis a mi ropa. —Dijo con fiereza—. Estáis sucio hasta en el rostro. ¿Os habéis rebozado con cerdos en el barro?

—He estado trabajando. —Dije mientras ella aclaraba la prenda.

—¿Trabajar? ¿Y en qué trabajáis?

—Soy capitán. Me encargo de que todo esté bien, como debe estar. Castigo a malhechores y arreglo tejados rotos… esas cosas.

—Hum. —Dijo, no muy sorprendida—. ¿Os pagan por ese trabajo?

—Así es. —Asentí—. También he estudiado mucho para conseguir el puesto que tengo.

—Que bien. ¿Cuáles son vuestros estudios?

—Estudié para ser cazador de brujas. Me instruyó un clérigo. —Ella me lanzó una mirada curiosa y esta desapareció a los segundos. Siguió lavando con tranquilidad—. ¿Po-Podríais bajaros la falda? —Le pregunté sintiendo como el rubor ascendía a mis mejillas sin poder dirigirle miradas directas por culpa de la visión de sus piernas. Ella se miró a sí misma y después me miró a mí sin entender a qué venía aquella pregunta.



—¿Por qué? Si lo hago la mojaré y como veréis estoy haciendo la colada. No tendré con qué cambiarme hasta mañana por lo menos. ¿Queréis que coja una pulmonía?

—No. —Dije mordiéndome el interior del carrillo—. Pero puedo veros las piernas. No es adecuado y es bastante indecente. —Volvió a mirarse como antes y se sonrió a sí misma.

—Mi abuela solía decir que la decencia y el “saber estar” no casan con el trabajo. Si quiero lavar la ropa sin mojar la que llevo, esta es la única manera. Bien podría quitármelo todo y lavar desnuda. —Dijo con todo el garbo que pudo y yo entonces sí que hube de retirarle la mirada del todo—. Pero eso me llevaría tiempo y no tengo un instante que perder. Los días son cortos y las tareas son muchas.

—¿Podría ayudaros en algo?

—Hum. —Meditó mientras terminaba de escurrir una prenda con fuerza—. ¿Sabéis coser? —Negué con el rostro—. ¿Sabéis moler trigo?

—No.

—¿Sabéis preparar aceites?

—No. —Dije algo furioso—. ¿No podéis encomendarme alguna tarea para hombres?

—¿Tarea para hombres? —Preguntó divertida—. No entiendo eso. ¿Acaso no lo hago yo todo sola? No hay tareas de hombres para mí. Todas son mías.

—¿Quién os arregla el tejado cuando se os forman goteras por la lluvia? ¿Quién os arregla una silla cuando se rompe? ¿Quién os tala leña para la chimenea?

—Yo. —Dijo como si realmente me estuviese burlando de ella—. Mira que es especial. —Decía para sí misma—. Ni coser sabe y piensa que yo no puedo talar un arbolito para la leña. Yo sé hacer de todo. —Dijo con orgullo—. Yo me hago mis propias velas, mis propios muebles. Desde los seis años se hacer todo tipo de comidas, y desde los diez puedo cuidar del huerto y de los animales. También recolecto mis frutas y verduras. Yo me curo cuando tengo una herida y me baño cuando estoy sucia. Lavo mi ropa y me hago mis propios perfumes. Hago mi jabón, hago mis ropas. Cuando alguna tabla del granero se cae, yo lo arreglo, cuando hay que matar a un cerdo, yo sola lo hago. Claro que es difícil, pero es la vida que llevo.

Yo no dije nada más. Ella me había dejado las cosas bien claras y me había puesto en mi sitio con un par de palabras. Me sentí avergonzado por mi comportamiento y la miré de soslayo, admirándola con la nueva luz que ella misma se había infundado. Me pregunté como un ángel como aquél había caído tan duramente del cielo, en aquél edén y como quedaba ella tan lejos de mí sin yo saberlo. Estaba a mi lado y sin embargo me llevaba años de distancia, décadas.

—Pim. —Me llamó casi al instante y yo reaccioné como un resorte para mirarla. Su voz había sido por primera vez cándida y suave—. Venid aquí. —Dijo con ternura, se subió en una piedrecita del río y estando a mi altura con un paño húmedo en las manos me lo pasó por el rostro salpicado de barro. Me quitó el sombrero y me limpió la frente, las mejillas, después el cuello y por último la barbilla. Fruncía el ceño mientras lo hacía, de seguro que porque algunas motas de barro no querían irse del todo. Después volvió a colocar el sombrero sobre mi cabeza y se sonrió. Lavó de nuevo el pequeño paño y lo puso en la cesta con el resto de la ropa limpia.



Después caminamos hasta el lugar en donde solía tender y allí dejé al caballo y me quité los guantes, el abrigo y el sombrero. Estaba decidido a ayudarla a tender la ropa. Al principio dudó pero entonces le sonreí con orgullo.

—Sé tender la ropa. En mi casa suelo ayudar a ello.

—Entonces os dejaré ayudarme. —Sonrió y puso el cesto entre ambos. Realizamos toda aquella tarea en completo silencio. De vez en cuando una leve brisa revolvía las mantas y camisas tendidas esparciendo entre nosotros el olor de la lavanda. Lo único que se oía eran las hojas chocando entre ellas y el vuelo de las prendas revoloteando en las cuerdas. Cuando todo estuvo tendido se hizo con el cesto vacío, tan solo ocupado por la pastilla de jabón, y me miró esperando que la siguiese, pero en realidad estaba tan atemorizado por quitarle parte de su tiempo por egoísmo que no sabía si debía marcharme.

—Si estáis ocupada, puedo venir en otro momento.

—¿Os habéis cansado con solo tender la ropa?

—No he dicho eso. —Dije divertido pero ella me miró triste.

—Si queréis marcharos, podéis hacerlo. Aunque tal vez deseéis ayudarme a hacer unos pasteles.

Supo que la palabra pasteles me haría temblar. Sonreí sin poder evitarlo y ella me imitó.

 


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