EMPÉDOCLES (JiKook) - Capítulo 1
CAPÍTULO 1
JungKook POV:
El sol ciega parcialmente mi visión y por ello
entrecierro los ojos disfrutando del resto de mis sentidos al alcance de mi
sensibilidad. Mi olfato capta el rocío ya casi inexistente en la hierba bajo mi
cuerpo sentado en ella. El olor a campo nunca ha sido muy agradable para mí
pero ya que ha formado parte de mi infancia desde hace muchos años he aprendido
a acostumbrarme e incluso a valorarlo de una manera personal. Un día de verano
en medio de la nada se me hace muy familiar e incluso puedo recordar como
perdido entre toda esta hierba sin cuidar perdí mi preciada pulsera de plata
que mi padre me regaló cuando tenía cinco años.
Por aquel entonces veníamos aquí todos los
veranos y aquél en especial me lo pasé haciendo brillar la plata circular en el
reflejo del sol. Aún recuerdo los grabados en su contorno. Una cenefa de
símbolos extraños la decoraba y tras jugar con ella durante horas regresé a
casa sin ella. Cuando quise recuperarla, ya nunca la encontré. Lloré por días
aunque a mi padre no pareciera darle mucha importancia. Hoy me acuerdo de ella
igual que me acuerdo de mi infancia. Con una fina tela borrosa que no me deja
traslucir la luz de infancia que antes me rodeaba. Hoy con diecisiete años, ya
no tengo infancia.
Con mis manos acaricio la hierba a cada lado de
mi cuerpo. Es alta y descuidada y paso mis manos por ella enredándola en mis
dedos como si acariciara los cabellos de una mujer. Son suaves y saben
juguetear con mi tacto. Cuando me canso y lo veo necesario, aferro mi mano a un
mechón y estiro de él hasta que su estructura cede y se desprenden de la tierra
o se parten y quedan en mis palmas abiertas. Las miro y tiro los trozos para
regresar a acariciar el césped.
Suspiro pesadamente mientras me veo rodeado de
esta inmensa explanada con la casa a mi espalda. Ya oigo los pasos de mi madre
acercarse y salir al porche para gritar mi nombre. Antes de oírlo lo siento
rebotar en su cabeza.
-¡Jeon! –Me llama pero no contesto, no me
giro-. ¡A comer! ¡La comida está lista! –Suspirando de nuevo me levanto y me
dirijo dentro limpiando mis manos en los pantalones vaqueros en mis piernas.
Llevamos aquí ya una semana. Mi madre y yo nos
hemos venido a vivir aquí porque el banco ha embargado nuestra casa en Seúl ya
que estaba a nombre de mi padre, el cual, reside en la cárcel desde hace un mes
por impago y estafa a hacienda. Este caserón de madera roñosa aunque muy bien
conservado, estaba a nombre de mi madre ya que lo heredó de sus padres. Gracias
a ello tenemos un lugar donde refugiarnos pero dado que no tenemos más dinero
que el que se han podido permitir ahorrar, nos limitamos a permanecer
exclusivamente en la planta inferior donde podemos encender la calefacción o
donde la temperatura no es tan mala. Yo más bien creo que es una excusa de mi madre
para no tener que hacer el esfuerzo de limpiar las plantas superiores y por
ello ambos dormimos en dos cuartos alejados el uno del otro en la planta
inferior.
Una vez entro en casa me siento a la mesa de la
cocina mientras mis pies crujen bajo la madera. Las paredes en blanco se
desteñían desde el techo por la humedad y los electrodomésticos no podían ser
más antiguos. Todo ello provoca en mí una extraña sensación de añoranza pero a
la vez me inquieta. Me hace pensar que no saldré de aquí nunca.
-¿Has hablado con papá? –Le pregunto porque sé
que lo ha hecho.
-Sí hijo.
-¿Y qué tal? –Mi madre me da la espalda
mientras termina de remover los espaguetis con tomate en la cazuela.
-Bien, el abogado está buscando una solución
para sacarlo cuanto antes. Tu padre es inocente y no tiene que permanecer ahí
mucho más. –Asiento mientras veo como sirve la pasta en dos platos y me entrega
uno que devoro rápidamente. No es algo delicioso pero me muero de hambre. El
sabor a tomate es mucho más intenso y la pasta está al dente, como me gusta.
Sin embargo, extraño el sabor al que estoy acostumbrado.
-¿Estás a gusto viviendo aquí? –Me pregunta por
primera vez en una semana y detengo el tenedor a medio camino completamente
sorprendido por su pregunta.
-¿Tú qué crees, mamá? He dejado la escuela, ya
no veo a mis amigos, apenas tengo cobertura para hablar con ellos. Me aburro
como una ostra…
-Ya lo sé, no es fácil para mí tampoco.
-No digo eso, solo que no creas que me lo paso
pipa. –Me encojo de hombros.
-Cuando eras más pequeño te encantaba venir
aquí. Cuando hiciste trece años preferías quedarte con tu tía en la ciudad para
poder salir con tus amigos.
-Cuando eres pequeño te diviertes con todo.
–Ella asiente. Mi madre es una mujer normal. Como cualquier madre. Lleva siempre
el pelo recogido en un moño, con ropa recatada y simple. Sin mucha
personalidad, como toda madre de familia tradicional. Esa es ella. Yo por el
contrario, soy un chico aburrido, escéptico, siempre de morros y con una fría
expresión en mi rostro. No soy más que un adolescente.
-¿Qué harás hoy?
-Me lo preguntas como si tuviera opción de
hacer algo. –Le espeto.
-Más que preguntar te iba a pedir que limpiases
el desván. Tal vez haya algo que nos pueda servir.
-¿Algo como qué?
-A lo mejor tus abuelos tenían algún juego de
cocina nuevo, o sábanas de recambio, yo qué sé…
-Pero es muy grande, tardaré horas. Además, eso
debe estar lleno de telarañas y polvo. No. –Me niego al fin de mi
argumentación.
-No lo hagas todo hoy. Vete por partes y ya
está.
-No quiero, mamá.
-¿Acaso tienes algo mejor que hacer o te vas a
pasar la tarde ahí sentado en la hierba como estás siempre? –Ante su pregunta
recriminatoria acabo cediendo con un suspiro e incluso el hambre ha
desaparecido de mi cuerpo.
…
El sol ya no está en todo lo alto sino que
sigue su trayectoria en descenso. Lo miro unos segundos desde la ventana de mi
nuevo cuarto hasta que unos golpes en mi puerta interrumpen mi descanso
parcial. Mi madre entra con un trapo húmedo y una mascarilla de papel. Sin
necesidad de que me diga nada cojo ambas cosas y cubriéndome el rostro con la
mascarilla, angustiado por la cantidad de polvo que debe haber para que ella se
esfuerce en darme esto, asiento a su comportamiento y me encamino escaleras
arriba mientras ella se sienta en la mesa de la cocina a leer algo en una
revista antigua que ha encontrado por ahí.
Subo hasta el último piso y desde el pasillo
busco con los ojos una pequeña bolita colgante que tras tirar de ella
descienden unas escaleras que me conducen al desván. Con el trapo al hombro
subo con ambas manos en los laterales de la escalera y me asomo por encima del
nivel del suelo comprobando la atmósfera cargada de polvo que inunda la
estancia. Las pequeñas motas, pequeñas partículas, flotan y nadan en el aire
como una masa compacta en la que tengo miedo de internarme. Suspirando cansado
termino de subir las escaleras y una vez arriba cierro las escaleras quedándome
yo solo en medio de la nada.
Hay algunos muebles viejos cubiertos con
sábanas blancas y dado que están aquí debo suponer que no están en muy buen
estado. Entre yo y la ventana, la única en todo el lugar, hay cientos de cajas
de cartón cubiertas de una capa gris de polvo y al fondo, una estantería
repleta de libros. Lo primero que hago, viendo el deprimente panorama que se me
presenta, es sortear las miles de cajas apiladas para alcanzar la ventana con
forma redondeada y abrirla dejando que entre el aire limpio y salga el
estancado y polvoriento del interior. El sol golpea en el suelo y con el trapo
limpio el cristal manchando por completo toda la bayeta. Suspiro apesadumbrado
y comienzo caja por caja para mirar dentro y rebuscar cualquier cosa que pueda
usar. En la primera encuentro ropa de mis abuelos demasiado estropeada ya como
para usarla por lo que la aparto a un lado que he denominado “zona de cosas
inservibles” y continúo con la siguiente. Más ropa. Así prosigo con dos cajas
más.
En la quinta me sorprenden unos cuantos álbumes
de fotos que considero demasiado importantes como para deshacerme de ellos.
Inducido por la curiosidad abro el primero de ellos encontrándome fotos de mis
abuelos cuando compraron esta casa hace años. Se ve preciosa e imponente y lo
que queda de ella no es más que la estructura ajada. Toda la belleza y
personalidad que infundía ha desaparecido ya. Más fotos de la casa y de mis
abuelos. Por entonces deberían tener menos de diez años más que yo. Menos de
veintisiete, sin duda porque mi abuela es muy joven y mi abuelo se denota
fuerte y vivaracho.
Seleccionando otra parte del desván para este
tipo de cosas paso a la siguiente y nada más abrirla siento un vuelco en el
estómago. Algo dentro de mí que debería ser nostalgia se torna ira por la
situación que vive mi familia. Ver mis juguetes de infancia aquí dentro y
recordarme mejores tiempos me hace enfadar como a un crío. Cojo de entre todos
los juguetes el que fue mi favorito que es un pequeño oso de peluche no más
grande que mi mano. Lo pongo sobre ella y le doy un par de vueltas con el ceño
fruncido. Creyéndome ya adulto y con la suficiente madurez como para deshacerme
de él. Ojalá fuera así porque lo único que se me ocurre es levantarme del suelo
y conducirme a la ventana para arrojarlo con todas mis fuerzas. Lo veo por un
momento describir una perfecta parábola pero termina en el césped y se interna
entre la hierba desapareciendo de mi vista. Algo dentro de mí se calma por lo
que he hecho pero otra parte se arrepiente.
Ya no hay vuelta atrás –Me digo en mi mente.
Continúo con unas cuantas cajas más hasta que
me aburro y me dirijo a la estantería de libros para verme envuelto en ella por
no saber por dónde empezar. No queriendo quitar libro por libro me limito a
pasar el trapo sobre ellos y tirando de él hacia abajo para que la gruesa capa
de polvo caiga al suelo. Repito esto desde el estante inferior hasta el más
alto de todo donde está la mayor cantidad de polvo. Al hacerlo en esta parte
algo suena en el suelo. Algo metálico que se ha caído desde arriba y que yo he
hecho caer al pasar el trapo.
Dirijo mi vista al suelo donde veo algo
brillante recubierto de polvo. Me agacho y lo recojo en mis manos. Una llave.
Una llave de hierro bañado en oro. Oxidada y sucia. En su mango se dibuja la
forma de un círculo. Es una llave antigua. Muy, muy antigua.
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