TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 4
Capítulo 4
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
Y nos dirigimos al momento actual. Finales del invierno del año mil seiscientos veinte. Los campos habían estado durante meses escarchados, llenos de nieve y helados. Por las mañanas el sol no calentaba lo suficiente como para derretir la nieve, por la tarde comenzaban las nevadas y por la noche se acumulaba la nieve formando una capa de al menos un metro en las zonas más llanas. Nadie salía de sus casas cuando el sol se alejaba y todas las chimeneas permanecían encendidas todo el día. La casa de comidas estaba desierta y solo se veía movimiento al medio día, pero nunca nadie osaba quedarse demasiado más que para llenar el estómago de comida caliente.
Algunas calles del pueblo, pocas, se volvieron inservibles porque unos arreglos que debieron hacerse antes de llegar el invierno se retrasaron y el pavimento estaba encharcado por el barro y helado la mayor parte del día, por lo cual una persona fácilmente podía romperse la crisma y un carro derrapar por el terreno hasta estrellarse. Los animales pasaban la mayor parte de las penurias porque al menos nosotros teníamos chimenea en nuestros hogares pero los pobres caballos y corderos en los establos se helaban de frío en las noches más gélidas y no había semana en la que al menos un cordero o alguna gallina apareciese muerta a la mañana siguiente. La ropa no se secaba, lo poco que teníamos en el huerto se helaba. Eran días complicados, pero poco a poco desaparecían.
Con el final de febrero poco a poco todo volvía a su cauce. De vez en cuando salía el sol para abastecernos de una cálida caricia de cándida compasión. Algunos días incluso no nevaba y nos veíamos regalados de largos paseos por las calles del pueblo. De vez en cuando algunas mujeres se atrevían a tender la ropa fuera para que al menos el aire las secase, pero siempre con la mala suerte de que al menos dos o tres gotas de agua caían. Con la aparición del sol también regresaban todas las tareas que habían quedado sin concluir del otoño, y sumadas a estas, todas las complicaciones y problemas que habían surgido por todo el invierno. Algunos tejados caídos por el peso de la nieve, algunas ventanas rotas, las chimeneas obstruidas y los huertos destrozados. Algunos animales muertos y algunas personas que no habían superado el frío también. Todos los inviernos se llevaba Dios algunas almas bajo su abrazo. Siempre dos o tres ancianos y dos o tres chiquillos recién nacidos. Cuando nos sorprendía la muerte de algún joven robusto todos temblábamos de miedo.
Fue el tercer invierno para mi caballo. El alcalde, al cedérmelo el anterior otoño me advirtió que no le pusiese nombre porque había nacido dificultosamente y muy dificultosamente terminaría el año, pero por suerte ya había sobrevivido a tres de los peores inviernos que habíamos conocido y aunque de vez en cuando yo le dejaba un par de mantas en el establo era un caballo fuerte y alegre. Era negro, con ojos castaños y de vez en cuando algo de mal genio. Con el sueldo que me daban desde el ayuntamiento pude mantenerle a él, a un chiquillo de doce años que me ayudaba con su cuidado y el resto dejarlo para mis hermanas y mi tío. No necesitábamos a nadie más.
Mi vida en aquellos momentos era sencilla y alegre. Fácil y organizada. Me levantaba antes del alba y ayudaba a mis hermanas a preparar el desayuno para todos y a organizar al menos mi cuarto. Después me vestía con mi indumentaria, que consistía en las prendas básicas de un jubón, unos pantalones, las medias, los zapatos, un grueso abrigo negro, el cuello blanco y el sombrero. También un mosquete a la espalda y un cuchillo escondido en mi pechera. Me dirigía al ayuntamiento y recibía órdenes. Siempre eran tareas sencillas como la organización de una partida de búsqueda para alguien que se hubiera perdido por los lares, coordinación para arreglar algunos desperfectos del pueblo, investigación del robo de unos huevos o unas liebres… Después el tiempo sobrante me dedicaba a patrullar por el pueblo o bien por las afueras de este, procurando que no hubiese merodeadores, gente desconocida, o conocidos no deseados.
En mis ratos libres me dedicaba a visitar la casa de comidas o a Sr Williams en su morada. Le había cogido un malsano gusto a estar con ese hombre, ya fuera porque llamaba mi curiosidad o porque saciaba mi soledad. Estar con él me recordaba a todas aquellas tardes en los prados antes del bosque, donde me quedaba hasta que el cielo mostraba un claro anochecer y podía regresar a casa con la satisfacción de haber visto una ardilla trepar a un árbol o una mariposa sobrevolar mi rostro. Al contrario de lo que yo pensaba, a Sr Williams mi presencia no le desagradaba. Supongo que en el fondo ambos suplíamos carencias del otro. Para mí, él era una fuente de pecado y yo un pozo de piedad. A mis superiores, el alcalde y sus secuaces, no les hacía demasiada gracia la idea de que yo me arrejuntara con aquella “calaña” pero yo objeté que mejor tenerlo controlado como aliado que descontrolado como enemigo. Nadie dijo nada más.
Esa era mi vida por entonces. Larga introducción me temo, pero lo que viene a continuación no es sino un caos de metafísica y confusión que bien podrían difuminarse entre todo el entorno de sobriedad y tinieblas.
Mi historia comienza en el momento en que un 20 de febrero me dirijo, pasadas las cinco de la tarde, a la casa de Sr Williams, pues me había convidado a cenar allí. Mi caballo apenas había salido de la cuadra en toda la semana y estaba nervioso y cargado de energía. Habían sido meses duros y fríos pero él estaba lleno de calor y ganas de cabalgar, así que hice con él todo el camino hasta la casa de Sr Williams al galope. El sonido del crujido de las ramas en el suelo, el de la nieve bajo el peso del caballo y el vaho saliendo de la boca de ambos nos acompañó todo el trayecto. Cuando llegamos el propio caballo reconoció el lugar y aminoró el paso.
La finca estaba rodeada de un muro de piedra por donde ascendía hiedra a placer por algunas zonas. Otras dejaban al descubierto la piedra gris. Era un gris muy diferente al color que bañaba el pueblo. Era un gris con vida, animado y complaciente, invitándote a pasar adentro. Una puerta de rejas metálicas con un escudo sobre ella, un escudo nobiliario, adornaba el dintel de esta. Estaba bañado en llamativos colores que con el temporal habían perdido su brillo, pero seguían siendo intensos. La puerta estaba siempre abierta, solo había que empujarla para acceder al jardín interior de la casa. Al principio esperaba porque alguien me recibiese, pero acabé cogiéndole gusto a entrar por mí mismo. Arrastraba al caballo conmigo mientas nos dirigíamos hacia la puerta principal de la casa cuando la puerta se abrió quedándome aún medio trayecto y un querubín moreno y en vestido de terciopelo rojo salió a recibirme, al principio permaneciendo en el umbral de la puerta pero después atreviéndose a salir al exterior y correr en mi dirección para abrazarme las piernas. La cogí en mis brazos y ella reía entusiasmada.
—¡Pequeña Victoria! —Gritaba una de las cuidadoras desde dentro, saliendo sofocada al umbral y asustándose al verme pero sonriéndose al reconocerme—. ¡Qué niña tan traviesa! Os ha visto desde el salón y ha salido más veloz que un galgo.
—No tiene mayor importancia. —Le dije mientras me cargaba con la niña en un brazo y tiraba del caballo con la otra—. Sabe cómo recibir a las visitas.
—Lo sé, pero no os había reconocido desde el ventanal, parecéis un cuervo, no os quepa duda. —La mujer salió por entero al exterior. Portaba un atuendo de cocinera y trabajadora de hogar, gris y beige con una cofia blanca impoluta y una camisa beige. Era mayor pero bien podría haber sido aún madre. Se hizo con el caballo y se aseguró de llevarlo al establo—. Llegáis pronto, —me dijo desde la distancia antes de que entrase por la puerta—, pero la cena se adelantará.
—Entonces Dios ha previsto mi pronta partida con muy buena mano diestra.
Nada más poner un pie dentro del hogar pude percibir un maravilloso olor a patatas asadas y guiso de carne de cordero. Se me hizo a boca agua y la niña pareció entender mis pensamientos.
—¡Guiso de cordero! —Dijo divertida y yo asentí relamiéndome los labios delante de ella, de forma exagerada para hacerla reír. Se desternillo y se volvió a abrazar a mi cuello. Al cerrar la puerta la esposa de Sr Williams, Dafne, apareció por las escaleras entre confusa y preocupada por el sonido de esta.
—¿Mari? —Llamó a su sirvienta pero mi presencia en el recibidor fue suficiente carta de presentación.
—Ha ido a llevar mi caballo al establo. —La niña se volvió a su madre preocupada por si la regañaría por haberse escapado pero como no dijo nada volviose a mi hombro.
—Bienvenido. La cena estará en quince minutos. —Dijo ella convencionalmente pero con una sonrisa alegre. Me extendió la mano y yo al alcancé para besarla y sonreírle de vuelta—. Mi marido está terminando de redactar unas cartas. Bajará enseguida. Conducidos al salón si gustáis, os acompañaré enseguida. ¡Y tú! —Le dijo a la niña que rápido se encogió de nuevo en mi hombro, entre divertida y nerviosa—. Tienes los zapatos llenos de nieve. ¿Has salido a recibir a nuestro invitado?
—Sí. —Dijo ella con entusiasmo.
—¿Y le has invitado a entrar dentro?
—¡Sí! —Dijo ella sonriente.
—Muy bien hecho. Pero la próxima vez asegúrate de que no le manchas el abrigo con los zapatos. —Dijo ella con una sonrisa cogiéndola de mi abrazo. La niña me miró con preocupación pero yo me sacudí el abrigo sin darle importancia—. Disculpe las molestias que le causa. Es indomable.
—Nada podría hacer la niña que me importunase. —Le contesté y acaricié la mejilla de esta—. Iré al salón.
La madre asintió a mis palabras y se llevó a la niña consigo en dirección a las cocinas mientas yo me deslicé al salón a paso lento. Lo primero que hice fue quitarme el abrigo y después asegurarme de que mis pies no estaban demasiado sucios como para ser una molestia.
Su casa me impresionó desde el primer día en que puse un pie en ella. Era amplia y con las habitaciones bien distribuidas. Tenía un cálido color hogareño que jamás había conocido en ninguna otra parte. Las gruesas alfombras granates del suelo amortiguaban los pasos y los amplios cuadros en las paredes eran vistas a ilusiones o momentos históricos que bien podrían haber sido ventanas a otras estancias, pero cuando te acercabas y podías apreciar la textura de la pincelada la magia se rompía, fascinando aún más al espectador. Las paredes que no estaban forradas de cuadros lo estaban con caros e imponentes muebles de caoba y dentro de estos o bien había extravagantes vajillas y cuberterías o bien había libros o manuscritos. Tenía un par de jarrones antiguos, alguna que otra reliquia de sus viajes, algunas postales. En el salón se encontraba el mini bar donde residían sus botellas de brandy y ron, y por el suelo siempre había, como un pequeño recordatorio de la presencia infantil de su hija, algún juguete abandonado. Su mobiliario era magnífico, y aunque los primeros meses apenas vivían con las paredes descubiertas, por entonces se habían instalado completamente.
La noche se aproximaba y Mari, la misma mujer que me había recibido a la entrada, se dedicó a colocar un candelabro encima de la chimenea del salón. Alumbró la pared de piedra con ese intenso color de la vela y volvió aún más hogareño aquel ambiente tan familiar. El sonido de la risa de la chiquilla llegaba desde la cocina, igual que el olor del guiso. En la pared contraria a la chimenea había un pequeño cuadro, de al menos un metro de alto por setenta centímetros de ancho con el rostro de algún antepasado de Sr Williams, o puede que de su esposa. Era una obra modesta, simple y con muy buen gusto. El hombre, con una mano sobre un tablero y un anillo entre los dedos miraba de frente al pintor, con una intensa expresión de dominio y autoridad sobre sí mismo. Vestido con ropas costosas pero con una pose tan humilde que parecía un completo oxímoron. Siempre que llegaba a aquella casa y me dejaban a solas en el salón no podía por menos que saludar con una mirada a aquel hombre que había presidido tantas conversaciones y charlas.
—Mi abuelo. —Dijo la mujer con una sonrisa, regresando al salón con la niña en brazos y esta con una muñeca entre sus manitas. Ambas me miraban con la misma noble expresión de amabilidad—. Murió en Florencia. Viajó allí cuando tenía ya treinta años y por muchos esfuerzos de su familia para hacerle regresar dijo que se había enamorado de aquella ciudad y se negó a abandonarla hasta el día de su muerte. Vivió allí la mayor parte del siglo XVI.
—Debe ser una ciudad preciosa para no querer abandonarla.
—Creo que se enamoró de más cosas que de la ciudad… —Dijo ella con una sonrisa, sin remordimiento o pesar alguno. Más bien divertida. La conversación terminó allí hasta que notó el abrigo en mis manos y se encargó de retirármelo y colgarlo en la entrada. Yo mismo quise negarle aquél gesto pero antes de darme cuenta me había cambiado el abrigo por su hija. Esta me miraba divertida y me enseñaba la muñeca de trapo con la que se divertía zarandeándola.
—¡Cómo! ¿Ya estáis aquí, coronel Davies? —Exclamó con fingido entusiasmo Sr Williams al llegar al salón y extendió los brazos como dándome la bienvenida. Cuando me miró de arriba abajo y me apreció con más detalle, soltó la broma que no podía evitar repetir siempre que cenábamos juntos—. ¿Cómo no le habéis servido, Dafne querida, una copa de mi mejor brandi a este hombre? —La mujer se rió por lo bajo, doblemente cansada de la broma—. ¿No bebéis, decís? Entonces yo beberé por los dos.
Y con desparpajo y ante la sonrisa de su hija se acercó al mini bar para servirse una copita de coñac. Aunque bebía con frecuencia no solía vérsele ebrio, ni mucho menos. Y al contrario de ser de esos hombres a los que se les agria el carácter por el efecto del alcohol, era un ser que más bien le templaba el carácter y le hacía más apacible y risueño. Menos melodramático y algo más cuerdo, efecto extraño producido por el alcohol. Su mujer apenas bebía una décima parte de lo que bebía él y aún así solía ser cauta porque no soportaba bien los licores fuertes. Pero yo no bebía, así que él se encargaba de beber mi parte y la de su mujer si le era necesario.
—Espero que vengáis con hambre. —Dijo Dafne—. Os hemos preparado un guiso de cordero que os chuparéis los dedos.
—Es todo un detalle. —Dije yo mirando a Sr Williams—. ¿Hoy no habéis ido a cazar liebres?
—No. —Se encogió de hombros—. A medio día hemos sacrificado un cordero de los que tenemos en el establo en nombre de los dioses para que nos traigan pronto lluvias abundantes y sol intenso. Necesitamos sacarle partido al huerto. —Dijo, solo para molestarme.
—Os caerán tormentas que devastarán vuestro huerto solo por semejante blasfemia. —Dije pero él se rió a carcajadas y la niña se apoyó en mi hombro, rendida. Ya había cenado y pronto le tocaría su hora de dormir.
—¿Debería haberlo sacrificado en nombre de los querubines y las serpientes?
—Lo que deberíais haber hecho es deshaceros de ese carnero negro que tenéis en el corral. —Musité, casi por lo bajo—. No necesitáis que os defienda el rebaño, bien resguardadas están ya en vuestro establo las ovejas y cabras.
—Solo le tenéis manía porque os mira de forma extraña. —Dijo Dafne con una sonrisa mientras se sentaba en uno de los sofás. Yo me senté a su lado y su marido en una butaca cerca de la chimenea, con la copa de coñac de la mano.
—No me mira de ninguna forma. —Me defendí, ofendido—. Pero es revoltoso y sombrío. Negro como un tizón e inútil como un madero. Se pelea hasta con los postes de madera, bien le habéis visto hacerlo.
—Siento decepcionaros. —Dijo Sr Williams—. Pero esta noche no degustaréis su carne. Habrá de ser en otra ocasión. Le he llegado a coger cariño, incluso. Tal vez por vuestra reticencia a que lo mate. —Yo rodé los ojos—. No seáis tan supersticioso. Serlo solo os causará úlceras.
—La mesa está puesta. —Dijo una de las cocineras, apareciendo por el salón—. La cena se servirá de inmediato. Tal vez quieran los señores pasar ya al comedor.
…
La vajilla sobre la que nos servían la comida era de una porcelana estupenda. No era china pero era inglesa, de muy buena calidad. En aquella casa fue la primera vez que comí sobre platos que no eran de madera o hierro. Era más frío, más impersonal, pero mucho más colorido y alegre. Los platos tenían unos dibujos alrededor imitando flores y jardines. Y en el centro casas campestres y algunos bosquejos. El guiso estaba, como siempre que comía en aquella casa, delicioso. Con la salsa espesa y la carne tierna. Sabrosa y jugosa. Odiaba que me viesen comer, porque era incapaz de contenerme y me relamía hasta los dedos. Yo me avergonzaba pero ellos se entusiasmaban y honraban con mis actos, a veces me sentía como un huérfano al que acogían de vez en cuando, lo mimaban y alimentaban solo para saciar su ego y perdonar su culpabilidad.
La niña a mitad de la cena se ausentó, despidiéndose de todos con un beso en la mejilla, y Mari la acompañó a su cuarto para acostarla. Para terminar la cena nos dieron un pedazo de tarta de ciruela delicioso, con la corteza crujiente y la melaza dulce. Después de la cena el matrimonio se sirvió una copita de coñac cada uno y regresamos al salón.
—Esta semana ha sido difícil. —Dije en alto mientras me sentaba en uno de los sofás. Dafne se sentó en el mismo pero al otro extremo y Sr Williams se sentó de nuevo en la butaca de antes. Encendieron la chimenea y llenaron el salón con varios candelabros. Fuera ya era noche cerrada—. Hubo varias disputas ayer en la casa de comidas. Al parecer varios pedidos de carne que los dueños pidieron y no se entregaron a tiempo, por eso no querían pagarlos. Y bueno, podéis hacerlos una idea. Después, a uno de mis vecinos se le ha desplomado parte del tejado en la zona de las habitaciones, así que también he tenido que echar una mano en ello…
—Sois un hombre con muchos recursos. —Dijo Dafne sonriendo y dándole vueltas a su copa, apoyada en su codo sobre el reposabrazos del sofá.
—No me interesan los cotilleos de pueblo. —Dijo con un mohín Sr Williams y su esposa le respondió—.
—No seáis tan desagradecido. Willem os ha estado escuchando toda la cena vuestras batallitas en viajes.
—No me comparéis ver presenciar un naufragio con los chanchullos del dueño de una casa de comidas…
—Sois un completo egocéntrico. —Le dijo ella con una sonrisa conformista y su marido le devolvió una mirada suplicante.
—Está bien, está bien, contadme más andanzas del pueblo…
—La verdad es que no hay mucho más que contar. Sabéis que es un sitio tranquilo.
—Confundís tranquilidad con aburrimiento. Si se mueren de algo es de pena y mediocridad.
—Y sin embargo vos vais cada dos por tres a pasear.
—El suelo es estable y el aire es limpio. Paseamos de igual manera por estos senderos. Y a veces estos resultan más interesantes. Aquí los animales también pelean por comida y los árboles a veces caen.
—Sois maquiavélico. —Dijo su esposa, con una sonrisa no menos maquiavélica y yo les sonreía a ambos—. No sé de veras por qué insistes en seguir invitando al capitán, si cada vez que viene no paras de azuzarle con tu lengua bífida. —Yo la miré sorprendido por sus palabras—. El pobre seguro que acepta tu invitación por compromiso, pero está harto de tu palabrería.
—¡Nada más lejos de la realidad! —Le dije yo asustado de que sus palabras fuesen enserio—. Me encanta venir aquí y es todo un honor para mí que me abráis las puertas de vuestra casa…
—Solo os estaba tomando el pelo. —Me dijo Sr Williams con una sonrisa infantil—. Puede ser mucho más malvada que yo. —Los miré a ambos y sonreí, cándido—. En realidad os he invitado a cenar porque hace unas semanas mandé una carta a Londres interesándome por los terrenos, al norte del pueblo. Pasando el bosque. Esos que os han llamado tanto la atención.
—No me han llamado la atención. —Me deshice de mi parte de responsabilidad pero a él no le importó mi respuesta. Se limitó a encogerse de hombros y continuar.
—Ya había preguntado por ellos, como os dije, cuando me planteaba agrandar mi terreno, pero en ese momento solo me advirtieron que no estaban en venta. He hablado con un administrador de fincas amigo mío que tengo en Londres para que se enterase por el propietario de los terrenos y por saber cuál es su estado actual.
—No era necesario que hicieseis eso… —Dije pero él volvió a ignorarme.
—Al parecer pertenece a una familia, la adquirieron hace más de sesenta años cuando el precio de estos terrenos estaba más bajo que el césped y nadie quería venir a vivir a estas zonas por la situación climática, las malas comunicaciones y la distancia a pueblos o aldeas cercanas. Al instauraros vosotros, bueno, vuestras familias, en esta zona, el terreno del norte subió su precio pero ya estaba adquirido. Al parecer alguien tuvo la misma idea que vuestros antepasados, venir a un lugar alejado de la mano de Dios, plantar una casa, cultivar un terreno y hacer de la nada un lugar donde vivir.
—¿Familia numerosa?
—No lo sé. —Dijo encogido de hombros—. En el registro ni siquiera hay un nombre, solo una cruz como firma. El terreno, por lo que sé, consta de varias hectáreas, y parte de estas hectáreas abarcan un trozo del bosque. Pero hay al parecer mucha leyenda negra con esos terrenos. Ya cuando los compraron dijeron que esos terrenos estaban malditos o sabe Dios la sarta de bobadas que contarían por aquellos tiempos para que la gente no se estableciese en estos lugares. Es sin embargo de las zonas más fértiles de todos estos cenagales.
—¿Por qué no vais a investigar? —Me preguntó Dafne con una sonrisa infantil, casi entusiasmada.
—No tengo jurisdicción para salir de los límites de nuestro pueblo a no ser que sea de estricta necesidad. —Dije firme, con el pecho henchido.
—Y sin embargo estáis aquí. —Dijo ella, con una sonrisa malvada.
—Estoy en mis horas libres. Ya no estoy de servicio.
—¡Un capitán tan necesario como vos debe estar siempre al servicio! —Dijo Sr Williams divertido.
—Ya me habéis entendido… hasta yo necesito un par de horas de libre albedrío.
—¿Y por qué no vais en esas horas libres? —Preguntó Dafne pero su esposo nos miró, negando en rotundo.
—No os lo aconsejo. No creo que sea una familia tan supersticiosa como vos y tenga su terreno amurallado como lo tenéis los vuestros. Si por casualidad os encontrarais en sus terrenos y os ven como una amenaza bien pueden plantaros una bala en el pecho. A nadie le importaríais un comino si allanáis terrenos que no son de vuestra propiedad.
—¡No seáis así! —Le fustigó su mujer con la mirada y yo lo miré directamente.
—Tenéis toda la razón. No hay motivo para indagar por esos lares.
—Exacto. —Dijo Sr Williams, pero de sus labios apareció una lúgubre y mezquina sonrisa que le desfiguró el rostro a una expresión diabólica—. A las brujas y a los monstruos es mejor no perturbarlos. Porque… no les tendréis miedo, ¿no?
—Sois un infantil. —Le regañó su mujer pero yo le miré con una expresión desafiante.
—No hay brujas en estos terrenos. Yo lo sabría.
—Bien pues. —Sentenció.
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