TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 3
Capítulo 3
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
Desde los doce años a los dieciocho estuve bajo la protección del sacerdote del pueblo, el padre Spencer. Fui tanto su pupilo como su alumno. Aprendí tanto las materias básicas como historia y matemáticas como latín, las santas escrituras, historia, todo lo relacionado con nuestra religión y todo en cuanto a la moral que debíamos seguir, tanto yo como todo mi pueblo. Las clases eran entretenidas algunas veces y otras terriblemente tediosas. Los primeros años solía atizarme con una vara que usaba para caminar y me golpeaba en el costado o en la espalda hasta hacerme aullar siempre que no me hubiese aprendido la lección. Cuando fui creciendo y superándole en envergadura dejó de azotarme porque o bien consideraba que ya no era castigo suficiente para hacerme entrar en razón o bien temía que un día me armase de valor y fuese yo quien le golpease. Con el tiempo sus castigos se fueron haciendo más laxos y sus métodos de enseñanza más filosóficos. Tal vez simplemente se hizo mayor.
De todas las enseñanzas que me inculcó la más intensa fue, claro está, el aprendizaje para identificar a las brujas o magos, los métodos de tortura, el análisis en cuanto al tato con ellos y todos los entresijos de una detención y condena. Los procesos en caso de brujería se hacían según el siguiente sistema:
Acusación. A menudo precede a la acusación una fase de rumores que podía durar años. La acusación puede ser debida a una denuncia de una bruja o brujo que ya había sido detenido, posiblemente bajo tortura. Rara vez se permitía a las presuntas brujas una defensa.
Detención. Se mantiene a los presos en mazmorras o torres.
Interrogatorio. Normalmente se distinguen tres fases: el interrogatorio por las buenas, el interrogatorio con explicación y muestra de los instrumentos de tortura y el interrogatorio doloroso, en el que se empleaba la tortura.
Pruebas a las brujas.
Prueba del agua (judicium aquae, también llamada baño de la bruja), de la que existen dos variantes. Con agua caliente, el acusado debe sacar un objeto del agua hirviendo. Con agua fría, se desciende a la víctima atada a un pozo y si se hunde resulta inocente (proceso en el que puede morir ahogada).
Prueba del fuego (empleada rara vez) agrupa a diversas pruebas en las que la bruja o brujo tiene que andar sobre o transportar hierro candente o meter la mano en el fuego.
Prueba de la aguja. Si se encuentra una marca del Demonio, se pincha con un hierro. Si la zona sangra se considera buena señal.
Prueba de las lágrimas, puesto que se cree que quien ejerce la brujería no puede llorar.
Prueba del peso, porque se afirmaba que una bruja o brujo no puede pesar más de 5 kg, ya que tenía que poder flotar (prueba del agua) y volar.
Confesión. A comienzos del Renacimiento, nadie podía ser juzgado sin confesión — lo que también era válido para los casos de brujería. Pero, debido a que se ignoraban las habituales reglas durante la tortura, la probabilidad de obtener una confesión se multiplicaba enormemente con respecto a los procesos normales.
Interrogatorio para obtener cómplices. Según la ciencia de la brujería, las brujas deben encontrarse en aquelarres y por lo tanto una bruja debe conocer a otras. En un segundo interrogatorio se pregunta a las acusadas por los nombres de otras brujas o brujos, a veces bajo nuevas torturas. Así se alarga siempre más la lista de sospechosas, ya que, bajo tortura, siempre se acusa a más personas. El resultado son procesos en cadena.
Condena. Se dicta sentencia.
Ajusticiamiento. Al delito de brujería le correspondía muerte por fuego, es decir, la hoguera, en la que son quemadas vivas. A veces, como acto piadoso se considera la decapitación o ahorcamiento previo y quemar el cadáver, o colgar un saco de pólvora al cuello.
Y bajo este sistema se basaba mi trabajo. A los veinte años me convertí en el primer caza—brujas de todo el pueblo donde vivíamos y aunque con el paso de los años hubo más que se apuntaron y comenzaron a trabajar a mi servicio, ninguno había pasado años estudiando sobre ello como yo y era el único al que se le podía llamar jefe de caza—brujas y el único que dictaba sentencia, después del alcalde, sobre estos temas. A partir de entonces solo respondía al grado de Capitán. ¿Y a quien capitaneaba? A nadie, tan solo a unos borregos que por casualidad quisiesen seguirme arrastrando conmigo las cadenas de una moral demasiado pesada.
Con el paso de los años los terrenos limítrofes al pueblo fueron ampliándose. Llegó más gente de pueblos cercanos o de la propia capital para vivir. Compraban una parcela cercana o dentro del propio poblado, se instalaban el dueño y toda una familia y se acomodaban a la vida que ya se había instaurado en el pueblo. Todo el que venía era recibido con brazos abiertos y bolsillos cerrados. Nadie ayudaba en nada a los recién llegados y muchos de ellos a los meses de llegar volvíanse a sus ciudades natales incapaces de mantenerse desde cero. Los bancos no les prestaban dinero, el alcalde no les facilitaba el asentamiento y los apabullaba de papeleo y los propios ciudadanos les hacían la vida lo más complicada posible. Si llegaba un herrero ningún caballo necesitaba herraduras nuevas, si se instalaba un maestro, ningún niño necesitaba estudiar y si llegaba un médico, ninguno de nosotros confiaba en la medicina moderna, cegados como estábamos, por la cualidad curativa de la fe a Dios. Cierto era que en el poblado ya teníamos maestros y médicos, pero ninguno realizaban realmente ninguna función social, el primero se dedicaba a dar lecciones de historia en la taberna tras tres o cuatro chatos de brandy y el segundo a sacar muelas y dictaminar la muerte médica de quienes fallecían.
Ante la imposibilidad de forasteros por instaurarse en las zonas colindantes o en el propio pueblo desistieron de llegar. Sin embargo los terrenos en las zonas de alrededor eran fértiles y vírgenes, llamativos para los grandes empresarios, nobles y otra calaña que se vio imbuida por la idea de asentarse allí y sacar beneficios de aquellas tierras. De seguro, nobles y acaudalados que no habían podido permitirse marchar al nuevo mundo para poner en marcha todas aquellas ideas de comercio y explotación. Se hablaba de la tala de árboles como una de las mayores fuentes de riqueza de aquellas personas codiciosas aunque no eran muchos los valientes que se atrevían a recorrer kilómetros de la soledad más profunda para asentarse allí. Dos sí que fueron valientes, y aunque prevenidos de todos los rumores y peligros esparcidos por nuestro pueblo, ninguno de los inversores quiso achantarse ante aquellos cuentos de brujas y monstruos.
Uno de ellos, Sr Williams, se instaló en un gran terreno que compró al sur de nuestro poblado. Era una villa tanto o más grande que nuestro pueblo entero y desde el primer momento en que apareció por las calles de nuestra pequeña comunidad, buscando con la mirada el ayuntamiento, erigiendo un bastón con una piedra de cristal en el pomo, todo el mundo lo tildó de arrogante y peligroso. No era mucho mayor que yo por entonces. Tenía solo veintisiete años cuando se hizo llamar dueño de aquellas tierras y llegó a esa zona de York con toda la clara intención de abastecerse de toda la tierra que poseía. Talaría los árboles, haría grandes zonas de cultivo de todo lo que la tierra le quisiese proporcionar y se enfangaría en ella como un cerdo feliz revolcándose en su barro. Había llegado solo pero al tiempo su esposa y su hija de dos años llegaron a al pueblo. Tras subsanar unos cuantos asuntos legales con el alcalde, límites del terreno, cálculo de impuestos y rutas a compartir, todo el mundo esperaba no volverlos a ver pisar por nuestras calles, pero nos equivocamos. A sr Williams le encantaba pasearse por aquellas calles grises y enmohecidas, señalando con una mirada desdeñosa y arrogante todos los pequeños detalles que le describía a su mujer con palabras como “Mediocre” “Superfluo” o “ridículo”.
Era apuesto, sin embargo. Tan alto como yo, con el cabello rubio y recogido en la nuca por un lazo. Siempre vestía de forma impecable por lo que todos dedujimos que jamás habría cogido un hacha o una pala. Eran sus gestos y expresiones lo que le hacían desagradable y arrogante, eran sus formas y sus modales. Sin embargo en su mirada podía verse toda la astucia de un ave de caza y la perseverancia y esfuerzo propios de alguien que debe ganarse la vida en los despachos. Era inteligente, no me cabía la menor duda, pero hacíase el ignorante y superficial, no sé aún si como método de supervivencia dentro de su propia casta o era un papel que le divertía interpretar. Su esposa era cándida y dulce, casi como una niña. Jamás se la oía hablar a no ser que fuese con su marido y en voz baja, era ancha de caderas pero de cuello fino como un cisne, morena, como yo y con la piel algo más bronceada. Paseaba siempre del brazo de su marido y jamás se la veía sin él. La niña por el contrario era inquieta, llamativa y revoltosa. Siempre curiosa iba de un lado a otro y cuando paseaban por el pueblo se la notaba excitada y tentada a jugar con el resto de chicos que por ahí correteaban, pero a la voz de su padre regresaba a aferrarse al vestido de su madre avergonzada y reprimida.
Todo el mundo pensó que sus fincas estarían desastrosas, aún ni empezadas a edificar. Pero cuando un par de nosotros nos acercamos por aquellos lares, con permiso de Sr Williams, pudimos ver que habitaban en una hermosa casa de piedra de tres pisos, construida hace ya tiempo y que al parecer habían heredado de unos antepasados. Solo se habían hecho con los terrenos colindantes a su finca para aumentar las dimensiones y obtener beneficios de aquellas tierras. Su casa era encantadora, dulce y hogareña. Tenían un ama de llaves y varias cocineras. La mujer ayudaba en todo lo que podía y la niña se divertía con varios perros de caza que tenía el padre al cuidado, al igual que algunos animales de granja.
—Todo el que pase por estas zonas envidiaría nuestra casa, estoy seguro de ello. —Dijo una vez Sr Williams cuando visité su casa y tomamos té juntos en su despacho. Era amplio, forradas las paredes de madera y con una estantería plagada de libros. Me quedé asombrado, nunca había visto tantos libros juntos, ni siquiera sabía que existiesen tantos.
—No creo que ninguno de nosotros podamos sentir envidia de vos, señor. Nos han educado para reconocer a la envidia como un pecado. —Le dije en el mejor tono que pude. El té estaba delicioso.
—Miel. —Me dijo con una sonrisa—. A mi hija y a mí nos gusta tomarlo con miel. Le da un dulzor especial.
—Es delicioso. Tomaré vuestro consejo de buen grado.
—Tomad este también: Reconocer la envidia como un pecado no os exime de poder sentirlo. —Medité sus palabras mientras paladeaba la miel en mis labios—. Es humano sentir, capitán. La religión os oprime hasta que no sentís nada más que vergüenza, miedo y odio.
—¿No profesáis religión alguna? —Pregunté, conocedor de que no era protestante pero esperanzado de que al menos fuese cristiano.
—Profeso mi propia religión, capitán. Una en la que Dios nos ama, tal como somos. Sintiendo envidia, celos, pasión y deseo. ¿Si nos creó con tan abundante mezcla de sentimientos por qué habría de reprimirlos?
—Sois extravagante hasta en vuestras ideas, Sr Williams. —Dije con una mueca de incomodidad. Era consciente de que era muy difícil ofender al hombre delante de mí, hecho como estaba a la barbarie y la libertad, pero yo soy francamente frágil, y más temía por mi propio bien que por el suyo.
—Lo bueno de la extravagancia es que no tiene límites.
El segundo hombre que se mudó a unas tierras cercanas se llamaba Mr Harrys. El hijo de un burgués, comerciante en las indias, que adquirió el terreno a muy bajo coste porque era irregular y muy malo para cultivar, pero vivía allí una insólita cantidad de zorros rojos que estaban en auge para consumo de ropa y otras áreas del mundo textil. Aquél sí que era un hombre que no pisó ni una sola vez por el pueblo más que cuando le era necesario la compra de productos de primera necesidad o la recepción de correo o similar. No se conocía de nadie con quien hubiese venido, por lo que se intuía que vivía solo en una cabaña grande como dos de nuestras casas del pueblo, que salía a capaz por la mañana, llegaba a casa de noche y nunca hablaba más de la cuenta. Siempre con un mosquete colgado del brazo y una mueca desagradable para todo el que quisiera contrariarle.
Este buen hombre se había hecho con unos terrenos al este de nuestro pueblo. Esta inesperada compraventa de terrenos cercanos a nuestro pueblo impulsó la idea de poner un muro alrededor de nuestro propio terreno. Un muro a base de estacas de madera de varios maestros de alta. Unas gruesas puertas de madera en la entrada principal y un par más discretas por los laterales. Sin embargo y a pesar de todo esto, las tierras al norte de la ciudad seguían sin comprarse o venderse, o construirse o modificarse. aún entonces aunque hubiera agradecido que por aquellas zonas habitasen personas, en el fondo me era gratificante la idea de que nadie las habitase, porque seguirían siendo para mí los terrenos donde más me gustaba pasear, meditar o simplemente observar. Eran mi remanso, mi paraíso.
—¿Sabéis por qué nadie quiere comprar los terrenos al norte? ¿Pasando las llanuras? —Le pregunté un día a Sr Williams, cuando paseábamos por el pueblo y su mujer se entretenía conteniendo a su hija de escaparse—. He oído que van a comprar unos terrenos al oeste de aquí, o al menos que están en venta. Pero no he oído nada del norte…
—Tal vez vuestras historias de lobos y brujas hayan calado en la gente y sean algo escépticas a hacerse con aquellos terrenos. ¿Habláis de los que están antes del bosque, capitán?
—Esos mismos.
—Esos creo que sí están en venta. Pero en otoño se anegan y en invierno se congelan. No son buenos terrenos. Algo cenagosos al este. —Negó con el rostro mientras se agarraba las manos a la espalda. Con la mirada seguía a su hija que se asomaba a la fuente de la plaza y se humedecía las manos, seguida de la regañina de su madre.
—¿Y la zona del bosque? ¿Y más allá?
—Esos son terrenos ocupados. No se venden. —Dijo él, tajante—. Buenos terrenos, no me cabe la menor duda. Yo mismo quise hacerme con ellos, pero quedaban muy lejos de mi finca y al parecer no están en venta.
—¿Ya pertenecen a alguien?
—Eso parece. No constaban en los registros de compraventa de terrenos. —Se encogió de hombros y me miró de arriba abajo con recelo. ¿Acaso viviendo aquí nunca habéis ido más allá del bosque?
—No. —Negué en rotundo—. A nadie de nosotros se nos permite siquiera salir de este pueblo. Cuando salimos, somos cautos y no nos alejamos demasiado.
—Habéis venido a visitarme, a menudo.
—Tengo jurisdicción para ello. —Le dije firme pero yo mismo me estaba contradiciendo—. No son buenos esos bosques.
—No me digáis que vos también os creéis esos cuentos para niños. Entiendo que a los chiquillos hay que tenerles atados con cuerda, mira a la mía, si por ella fuera se iría al Nuevo Mundo a nado, pero hay que ser firme y cauto. Sin embargo usted ya es un hombre. Veinticinco años es ya edad suficiente como para ser libre, capitán.
—No me habléis con esa condescendencia. —Le dije con el ceño fruncido—. Apenas tenéis dos años más que yo.
—Y conozco más mundo que vos. A pesar de mi corta edad—. He viajado a las indias, al Nuevo Mundo, conozco Barcelona y Viena, algo de Florencia y mucho de Paris. Pero vos no conocéis más que las maderas que os rodean.
—Solo son bosques. —Recriminé, quitándole importancia.
—Los hombres como vos, los vuestros, habláis de Dios como si fuese el todo y apenas si conocéis algo fuera de estas murallas de madera.
—Dios es lo único que debemos conocer. No se necesita más para la salvación de nuestras almas. Conociendo a Dios, estamos completos.
—¡Já! —Exclamó—. Yo también pensé que sería el hombre más completo del mundo cuando me casase, pero he descubierto que mis ambiciones son mucho más grandes que un papel firmado y una mujer en el lecho. —La esposa le lanzó una mirada furiosa pero no del todo, pues no parecía ser la primera vez que dijese algo parecido.
—Soy ministro del señor, alguacil, hermano y buen hombre. Soy capitán. Tal vez sea poco para vos, pues no soy lord, pero mis ambiciones no son tan grandes.
—Claro que no lo pueden ser. —Sonrió, ladino—. Si vuestra mente se limita a estas murallas ¿qué curiosidad vais a satisfacer, si no existe? Cuando salgáis de ellas, os daréis cuenta de que cuanto más ampliéis vuestro terreno, mayor serán vuestras ambiciones.
—Ambicionar está mal. Conduce a la insatisfacción.
—Solo si no lográis lo que deseáis.
Sr Williams tenía más razón de la que en ese momento era yo capaz de adjudicarle. Conocerle a él supuso que mi mundo, hasta entonces conocido, se tambalease por mareas de viento fresco allegados de la capital, pero no todo el mundo recibió aquellas bellas ideas con los brazos tan abiertos como yo, pues mis conciudadanos eran escépticos a las ideas liberales, a las personas con autodominio de sí mismas y aún peor, a aquellos que intoxicaban su cuerpo tanto con ideas como con brebajes alcohólicos o hierbas de tabaco. Las tres monjas que teníamos en el pueblo evitaban pasar al lado de aquél hombre y los dos sacerdotes se santiguaban a su paso. Algunos les era como cruzarse con el mismo demonio, pero otros tantos se veían beneficiados de su presencia, pues en la casa de comidas dejaba muy buenas propinas y al carpintero y al herrero siempre les traía trabajo en las épocas de vacas flacas. No hay fe más grande que la que inspira el propio poder del dinero. Solo se necesitan dos cosas para ser recibido con una sonrisa, el dinero y el miedo. Y este hombre influía ambas cosas.
En una ocasión habló con el maestro del pueblo para que de aquí a unos años asistiese de forma regular a casa de su hija y le diese clases particulares en vez de que la niña se trasladase al pueblo para recibir una educación, pero en palabras de Sr Williams, “aquél maestrillo de tres al cuarto apenas si sabe distinguir entre el latín macarrónico que repiten los curas como loros de los versos de Julio cesar. Yo mismo instruiré a mi hija”.
—¿Seréis capaz de tal tarea? —Le pregunté.
—¡Cómo! Y tanto. Entre mi mujer y yo la instruiremos. Ella le enseñará el arte de la música y la danza y yo el de los idiomas y la historia. La cocina la aprenderá con el tiempo y la práctica, y las matemáticas y la escritura se la enseñaremos entre los dos. Mi mujer tiene una caligrafía hermosa.
—¿Sabe escribir vuestra mujer? —Le pregunté asombrado mientras él me miraba de la misma manera. Ambos estábamos admirados con el otro, y ojalá no hubiese sido mi sorpresa excusa para su risa.
—Claro que sabe… ¿Cómo si no ha llegado a ser mi esposa? Es la mujer más inteligente de este planeta. —Miró en derredor cuando caminábamos en uno de nuestros paseos por los terrenos de su finca—. O al menos de este pueblo, pero tampoco se necesita demasiado para eso.
—Mis hermanas no saben escribir ni leer. —Me encogí de hombros.
—Es lógico. —Dijo como si fuese lo más normal y me regaló una mirada compasiva que me hirió el orgullo—. Vuestro Dios os quiere ignorantes e indefensos.
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