TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 2
Capítulo 2
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
La primera vez que vi quemar una bruja tenía doce años. Habían pasado dos tranquilos años desde que había vivido aquella terrible experiencia. Para mí era casi por entonces una mala pesadilla que me acechaba de vez en cuando entre mi conciencia y mis remordimientos. Aquella imagen de aquella anciana se había instaurado en un pequeño rincón de mi memoria y se había hecho un nido entre el miedo a la oscuridad y el miedo a mi tío. Había comenzado a ser nada más que algo aterrador a lo que recurrir en mis noches de insomnio y en mis plegarias. Llegue a convencerme incluso de que podría ser cualquier anciana del pueblo, pero mientras caminaba por él la buscaba con la mirada sin llegar a encontrarla, y eso lo hacía más irreal aún. Con el tiempo perdió importancia, casi lo había olvidado, cuando un día detuvieron a la esposa del alcalde del pueblo. La encerraron y la interrogaron. Resultó ser una bruja.
Recuerdo que un domingo a media tarde comenzaron a apilar troncos y yesca en el centro de la plaza. Yo verlos desde la ventana de la cocina de mi casa ir en dirección a la plaza a un montón de jóvenes y adultos llevando maderos o tablas y regresar con las manos vacías para poder regresar de nuevo con más de aquella madera. Mi tío no había aparecido por todo el día en casa, trabajando en el ayuntamiento como pensábamos que estaba. Siempre creí que su trabajo se limitaba a administración o papeleo en respecto al cobro de impuesto o pago de alquileres, pero en realidad también entraba dentro de sus funciones el juzgar a las personas si practicaban realmente el protestantismo o solo era fachada, si practicaban otro tipo de religiones menos morales como el satanismo o la brujería, si una persona había sido corrompida por el diablo o similar o si alguien merecía que la justicia cayese sobre él, porque sí. De los ladrones y bandidos ya se encargaba nuestro alcalde, pero como éramos una comunidad muy pequeña, al ladrón se lo conocía y al vándalo se le quería.
Cuando hubieron llevado maderos suficientes se reunió a todo el pueblo en la plaza. Las campanas de la iglesia sonaron distribuyendo por el pueblo el sonido del triunfo de Dios sobre la barbarie y el mal, comunicando el veredicto de quienes eran nuestros jueces y ejecutores. También nuestros confesores y nuestros padres. Nosotros mismos. Éramos nosotros. Yo, agarrado de la manga del vestido de mi hermana contemplaba aquel poste de madera erguido entre los montones de maderos y leños rodeándolo. Era un poste grueso e imponente, alto como una casa y rudo como el mejor menhir. Se erguía hacia el cielo como el tejado de nuestra iglesia, y a los pies, se hundía entre las maderas como si fuese un cuchillo hundiéndose en manteca. Varios de nuestros ciudadanos más respetados aguardaban allí en la plaza, no muy cerca de los leños, con varias antorchas encendidas. Eran mi tío y el alcalde, acompañados de otros cuantos trabajadores del ayuntamiento más. El cura del pueblo, al lado de ellos, aguardaba pacientemente con una biblia en una mano, un rosario en la otra y el rostro impasible. Eran la mayor representación de la autoridad y yo me henchía de orgullo al verles, al sentirme representado por ellos y protegido a la par. Eran mi símbolo y mi escolta.
Los tres alguaciles que trabajaban para el ayuntamiento, y hacían las veces de policías, bomberos y consejeros, llevaban a rastras a una mujer encadenada. Caída hacia delante como estaba, la sujetaban por los brazos y la arrastraban por toda la grava del suelo de la plaza. Le sangraban los pies, pero ya le sangraban de antes. Todo su cuerpo estaba exhausto, como si no hubiese dormido durante días, sus ropas arañadas, arrancadas y vueltas a colocar a prisa. Sucias, manchadas de todo menos de agua, arrugadas, con los pies descalzos y el pelo suelto, alborotado y en algunas zonas mucho más sucio que la ropa. Sus manos, encadenadas con una gruesa cadena, caían por los brazos de los alguaciles y se balanceaban con el movimiento del arrastre. Nada en ella indicaba que hubiese vida, y mucho menos maldad. Pero era un monstruo. Todo en ella lo decía, bien se encargaron de que así lo pareciese. Yo mismo me alegraba de que la arrastrasen hacia su condena, pues esperé ver en el rostro de esa mujer a la anciana que dos años antes me había sorprendido en el bosque, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando la irguieron frente al poste y de entre los cabellos castaños apareció el rostro de la esposa del alcalde.
Me sentí confuso ante aquella mujer, ante su marido enarbolando la antorcha y ante el pueblo entero que estaban a favor de su condena. El alcalde se adelantó para determinar una sentencia y pronunciarla al pueblo y el cura le siguió, para bendecir el alma de aquella mujer, y rogar que, si al menos no iba al cielo, que le guardasen un buen sitio en el infierno. Qué inútil, pensé en aquél entonces, bendecir un alma que se castiga por ser culpable de un delito contra Dios, y aún así esperar que vaya al cielo.
—Esta mujer ha sido condenada por adulterio reiterado. Ella misma ha confesado estar poseída de una maldad inhumana que la ha obligado a copular con uno de nuestros conciudadanos, que ella misma ha reconocido como el diablo encarnado. ¡El mal ha llegado a nuestro pueblo! ¡Sed cautos! Hombres, mantened a vuestras mujeres encerradas y bien cuidadas; Mujeres, someteos a la voluntad de vuestros maridos. Después serán nuestras hijas e hijos, y ellos son débiles y puros.
Mientras el alcalde soltaba aquél discurso, el cura murmuraba unas cuantas oraciones mientras bendecía el aire en dirección a la mujer que, herida allí en el poste, con las manos encadenada tras él y medio desfallecida, no decía una palabra. De milagro estaba consciente, con el rostro destrozado a golpes, bien podría haber intentado hablar que no se le habría entendido.
—…Y rogamos por esta alma corrupta que ha envenenado su cuerpo con el mayor de los pecados para el hombre, arruinando la vida de su esposo y de sus hijos, que ahora quedan huérfanos, faltándoles el cuerpo de su madre, que arderá en las llamas purificadoras, regresando este de nuevo al campo y a la tierra de donde procede la vida de nuestro señor. El alma la elevamos al cielo y que sea el propio señor quien juzgue sus actos con benevolencia. La recordaremos en nuestras oraciones…
—¡Satanás te aguarda, Bruja! —Gritaba de vez en cuando alguno de los espectadores que alentando al alcalde le pedía que la sentenciase de una vez.
—¡Quemadla! ¡Deshaceos de ella!
—¡Purificar su cuerpo con el fuego!
Mi hermana mayor quiso evadirse y retroceder dentro del tumulto de personas pero Lili la detuvo agarrándola por el brazo, lanzándole una mirada acusadora y temerosa. Seguro que le pidió que se quedase por miedo a la reacción de su tío si la veía escabullirse, pero también por el pueblo que si la veían retroceder podría pensar que ella era cómplice de la bruja o algo parecido. Así que se quedó a mi otro lado pasándome la mano por el cuello y el hombro.
—¡A los delitos de brujería les merece la muerte por fuego! —Gritó el alcalde, el esposo de la víctima y el hombre que dictaminaba justicia y enarbolaba la antorcha en llamas.
Fue el primero en lanzar la antorcha sobre la pila de maderos y el que más tiempo quedó allí plantado, mirando cómo ardía la pila y el humo envolvía a su esposa. Se deleitó en ver las llamas colándose por las faldas del vestido de ésta, quemándole la piel de las piernas y ahogándola con el humo y las cenizas que se levantaban. Ella comenzó a gritar en cuanto un par de lenguas de las llamas le rozaron los pies y no se detuvo en sus gritos hasta que no estuvo bien cubierta de fuego por todos los costados. Incluso hubo un momento en que ella misma era todo fuego, y se la veía revolverse y retorcerse enganchada a aquel estandarte mientras agonizaba, su piel se derretía y ella misma se chamuscaba, junto con la madera y el aceite de las antorchas. Los gritos eran desgarradores y se colaron por cada uno de mis huesos, revolviéndome el cuerpo y atenazándome hasta quedar paralizado al lado de mis hermanas. La mayor quiso abrazarme pero yo estaba tan tenso que le resultó extraño. Cuando los gritos se detuvieron su cuerpo aún seguía ahí. Por un momento pensé que con la desaparición de los gritos ella también se habría evaporado, pero no. Su cuerpo seguía allí y yacía aún atada al palo con la cabeza caída a un lado y el cabello en llamas. La piel quemada, la ropa incendiada por entero.
Nadie la lloró. Todos habíamos derrotado juntos al demonio un día más, y era algo que festejar. Pero en mi cuerpo de doce años yo apenas podía entender qué estaba sucediendo hasta bien mayor. En aquel momento nada parecía real, y solo era otro cuento de los que nos contaban para asustarnos y temer a un ente superior a nosotros mismos, bueno o malo. Pero nunca volví a ver a esa mujer por el pueblo y aquello lo hizo real, su ausencia hizo de su muerte algo a lo que temer. El carpintero del pueblo había desaparecido el día de antes. Nunca se le volvió a ver pero nadie le extrañó. El pequeño taller que tenía se lo quedó el ayuntamiento y contrató a varios trabajadores que hacían las de carpinteros allí dentro. Mi hermana mayor no habló por días, y mi tío no cejó en rememorar aquella fatídica tarde de domingo en que habían descubierto a una mujer malvada, mentirosa y sádica que copulaba con el diablo. Yo mismo me hacía preguntas sobre lo que había sucedido, pero le temía más a mi tío que al propio diablo y esperé a que mi hermana mediana durmiese una noche conmigo para preguntarle al respecto, pero sus respuestas eran más escuetas de lo que me hubiese gustado.
—¿Por qué la quemaron? —Le pregunté de repente, y ella ya se esperaba que le hablase del tema—. Lili, ¿por qué mataron a esa mujer?
—Le fue infiel al alcalde, su marido. Y eso es una falta grave. Las personas en matrimonio debemos mantenernos fieles.
—¿Eso la convierte en una bruja?
—Todo nos convierte en brujas.
—¿Tú eres una bruja?
—No. —Dijo ella, tajante—. Yo no he hecho nada malo.
—¿Y Amanda? ¿Es una bruja?
—No. —Dijo ella, de nuevo tajante—. Ninguna lo somos.
—Cuando yo sea mayor os protegeré de las brujas. —Le dije convencido de mis palabras, pero ella pareció incluso más asustada que cuando la hube llamado bruja. No dijo nada, y sin embargo en su mirada pude ver lo poco que le entusiasmaba aquella idea. Sin embargo, a mi no me pareció tan mala. Al poco tiempo le insinué a mi tío la idea de querer trabajar para el alcalde y librar al pueblo de las brujas y de todo ser maligno que nos amenazase a nosotros o a cualquier ciudadano del pueblo y mi tío se entusiasmó en sobremanera. Mi hermana mayor palideció, pero mi tío me abrazó y me felicitó por mi iniciativa. Jamás antes sintió al menos una pizca orgulloso de ninguno de nosotros, pero mis palabras le volvieron henchido de orgullo el pecho para conmigo. Aquél día comí doble ración de la comida que escaseaba en el hogar y a los días él habló con el sacerdote del pueblo para que me diese la educación necesaria. Yo ni siquiera sabía en qué estaba a punto de convertirme, pero me lo había buscado por mis propias palabras. No sería un sacerdote, ni tampoco un sargento. No trabajaría para el ayuntamiento pero sí para todo el poblado. Me harían cazador de brujas.
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