TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 1

 

Capítulo 1

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

 

Cuando tenía apenas cinco años me encantaba el sonido del rumor del viento a través del pasto y la hierba fresca. Ese escalofrío inconcebible recorriéndome las piernas y los brazos desnudos, colándose en los interiores de mi ropa y elevándome, rodeándome como en un abrazo humilde y necesitado. Como el beso de una madre o el aleteo de una golondrina posándose en el nido de sus crías. Allí, en esos momentos en que gustaba de recostarme en medio del campo y escuchar entorno a mí, es cuando más cerca estaba de Dios. La calidez de la luz del sol reposando sobre mis mejillas, el sonido de algunos pájaros yendo de un lado a otro, las golondrinas regresando a casa cuando atardecía y los jilgueros al amanecer.

Solía acudir a aquellos campos desiertos y perdidos de la mano del hombre cuando tenía tiempo libre para jugar. Nuestro pueblo es una pequeña villa, al norte de York donde todos los aldeanos viven regiamente bajo la moral de nuestro Dios, donde nos ayudamos entre nosotros y somos una colonia que sobrevive a través del esfuerzo y del trabajo duro. Somos una unidad forjada a través del trabajo duro, el respeto y la comprensión de la ley de Dios. Mis abuelos huyeron de la perversión y el libertinaje de Londres, atestado de todos aquellos católicos que corrompieron con su avaricia y corrupción toda imagen de Dios, nuestro Dios, convirtiéndola en objeto de burlas y agresiones.

Nuestra familia de protestantes se trasladó al lugar más apartado de York donde comenzar con otras tantas familias una comunidad para nosotros, destinada al culto de nuestro Dios y el enriquecimiento personal a través del trabajo y la unidad. Desde que era pequeño me educaron en la palabra de Dios, bajo la moral protestante, y en ella sigo hasta el día de hoy, convencido y completamente satisfecho con este estilo de vida, que vaga entre la humildad y el esfuerzo. Tampoco conocía nada más que aquello, mi mundo se componía de los alrededores de mi casa en horas de trabajo, la iglesia los domingos y estos campos que he mencionado antes los días en que tenía un par de horas para disfrutar de la soledad y la introspección.



Volviendo a remontarme a los tiempos de mis abuelos, ellos llegaron aquí ya con mi abuela embarazada y junto con la ayuda de otras personas construyeron una maravillosa finca. No es demasiado grande, pero tiene una hermosa casa y unas tierras que podemos cultivar con las frutas y verduras necesarias para nosotros y algunos vecinos más. En total no llegamos a trescientos habitantes, pero cada año somos más. El año pasado nacieron diez niños y siete niñas. Murieron cinco de ellos, pero los demás siguieron adelante. Después de construirse mis abuelos aquella casa en la que hoy seguimos viviendo y que se mantiene fuerte y robusta como el primer día, se asentaron en estas tierras con toda la comodidad. Construyeron una iglesia, adecentaron los caminos que llevaban al pueblo más cercano y a la ciudad. No necesitábamos nada más, con el tiempo se instalaron un médico y un maestro que atendían en sus propias casas. Varios de los que llegaron en primer lugar eran albañiles y herreros, así que comenzaron con buen pie. Lo tenían todo. Eran felices. No pedían más.

Mi madre nació prematuramente pero sobrevivió. Fue la chica más hermosa de todo el pueblo, o al menos eso me contaban mis abuelos. Supongo que todos los abuelos dicen lo mismo de todas sus hijas a sus nietos, pero para mí siempre había sido una mujer muy hermosa. Lo poco que recuerdo de ella la mostraba como una mujer perfecta, todos los hombres la amaban por su candidez y todas mujeres la odiaban por su sororidad. Jamás osó alzar la voz para nada, y nunca jamás se quejó de ningún dolor o de algún resentimiento. Cuando algo le molestaba, siempre actuaba de la misma manera, ignorando su resquemor o disimulando lo que le molestaba. Era esbelta, pero no muy alta. No recuerdo el color de su pelo, siempre recogido en una cofia blanca y ataviada hasta la babilla con un cuello blanco. El resto de sus ropas, negras. Como las de todos. Sus manos si las recuerdo, blancas impolutas, sin una sola herida pero delgadas. Sus dedos se estrechaban demasiado en las falanges y se agrandaban protuberantes en las uniones de los huesos. Con las uñas siempre limpias y bien recortadas, con un suave aroma a jabón y siempre con una caricia para regalarme. Era un ángel, y siempre lo ha sido.

Mi padre murió cuando yo era muy pequeño, apenas un bebé, en un viaje que hizo a Londres. Su caballo resbaló por un terraplén, la carreta en la que estaba venció y cayeron él y su cuñado —el hermano de mi madre— por un barranco. Muertos ambos mi madre entró en una profunda depresión de la que salió con el duro trabajo y el amor de sus hijos. Yo fui su tercer y último hijo. Tengo dos hermanas mayores, una llamada Amanda, la mayor, y la mediana Liliana, pero le decimos Lili, por ser la menor de las dos con solo un año de diferencia entre ambas. Yo nací tres años más tarde que Lili y siempre fui su juguete, su pequeño hermanito a quien cuidar y a quien proteger. Con dos hermanas y una madre yo fui un dulce bebé mimado y oculto de la realidad durante mucho tiempo. Como mi madre no podía sola con tres hijos el hermano de mi padre ocupó el lugar de este haciendo de patriarca de la familia. No tenía esposa y pronto optó por utilizar a mi madre como una.

Mi madre falleció cuando yo tenía cinco años. Aunque nació pronto nunca tuvo ninguna enfermedad, nunca tenía frío o fiebre. Siempre había tenido una salud de hierro. De vez en cuando tenía algunos moretones en su faz, pero siempre se le pasaban. Un día, al despertarme yo por unos ruidos, mi tío cubría con tierra un agujero en el jardín, no me dejo asomarme pero me dijo que mi madre se había tenido que ir al cielo y ya no regresaría. Yo no entendía nada y acudí a mi hermana mayor para sollozar que mamá se había ido. Ella no pareció sorprenderse por mis palabras, enterada como estaba de que mi tío la había matado. Lili aún seguía durmiendo en su cama y cuando despertó y se dio cuenta de lo sucedido estuvo a punto de salir de casa para denunciar lo ocurrido, pero mientras que a mí me encerraban en un armario la mayor intentó calmar a su hermana menor. Nadie dijo nada más de aquello nunca más.

Nuestros padres forman parte de un pasado que ni se menciona ni se rememora, pero no se ha perdido, porque puedo verlo en los ojos de mis hermanas, en sus actos, en cada uno de sus gestos, son mis padres, y yo también. Y nos reconocemos entre nosotros, porque aún los recordamos con cariño y aprecio. Amanda es la más corpulenta de las dos, pero con el rostro más dulce y el cabello más largo. Gusta de tenerlo siempre recogido como solía hacer mi madre incluso cuando está a punto de acostarse. Tiene las manos de mi madre y su actitud, su mirada, pero en su decisión y carácter es mucho más fuerte que ella y cuando toma una decisión siempre es definitiva. La hermana menor es más menuda pero más habladora e inteligente. Puedo ver como se esfuerza por conocer siempre más y es terriblemente curiosa. Es la mujer más inteligente que conozco y estoy seguro de que algún día podría ser una maestra maravillosa. Es más extrovertida pero también más irascible. Se enfada con facilidad y a veces me hace chinchar a mí. Siempre lo ha hecho así.

El pueblo consta de una plaza central con un cadalso, una fuente de agua fresca, la mejor que hay por estas zonas, el ayuntamiento y la casa del curandero. La iglesia está subiendo por una cuesta por la calle lateral del ayuntamiento. Es imponente y hermosa, el edificio más alto de todo el pueblo, pero el interior es sobrio y equilibrado. Desde que mi madre murió yo me encargaba de muchos más trabajos de los que hacía antes. Mientras que mi tío trabajaba en el ayuntamiento como secretario del alcalde, mis hermanas y yo hacíamos las tareas de la casa. Mi hermana mayor con diez, la mediana con nueve y yo con seis fue una tarea ardua poder hacernos nosotros solos con todo. De vez en cuando alguna vecina nos auxiliaba y las hijas de los vecinos, más mayores que todos nosotros, solían ayudar también en las tareas de casa, sobre todo en lo relacionado a la comida. Yo ayudaba a mi hermana Lili a hacer las camas, barrer la casa, limpiar el polvo, lavar la ropa en la fuente y ordenar nuestros pocos y escasos juguetes. Mi hermana mayor se ocupaba de la comida, lo cual ya le llevaba todo el día, el cuidado del huerto que se fue echando a perder con los años, y los temas más delicados como coser algunas prendas o hacer algo de punto. Se convirtió pronto en la madre de todos.

Los domingos siempre parecían para todos un remanso de paz, pues por la mañana madrugábamos para ir a la iglesia, nos arreglábamos con nuestras mejores prendas, nos reconciliábamos con Dios al final de la semana y cuando regresábamos a casa era volver a comenzar con la rutina de todos los días, pero esta vez con mi tío vagando por la casa, quejándose por la comida o la limpieza de la casa. A veces mi hermana mediana se venía a mi cuarto algunas noches y se dormía conmigo abrazada a mí. Esas noches, mi hermana mayor lloraba en su cuarto hasta más tarde de las doce. Esas eran noches tristes para todos menos para mi tío. Por eso me gustaba alejarme del pueblo, incluso a las más recónditas cordilleras donde los niños y adultos se supone que no deberían ir si no querían encontrarse problemas. Me gustaba alejarme de la presencia de personas alrededor, de miradas, de llantos o gritos. De la idea de la responsabilidad y el deber. Me alejaba para estar con Dios, o tal vez para no estar conmigo mismo. Pues yo estaba en conflicto con el resto del mudo.

Desde los cinco años siempre me gustó vagar por aquellas tierras alejadas de la mano de Dios, según algunos pueblerinos, y alejada también de la justicia del ser humano. Eran tierras de nadie, bosques y praderas que no pertenecían más que al mismísimo diablo. Tierras de cristianos a veces, o de paganos otras. Nadie sabía lo que había por aquellos lares, o al menos fingían no saberlo. O no querer saberlo. Los ignorantes son miedosos, y los inteligentes son cautos. Los idiotas que se creen inteligentes son el verdadero peligro. El alcalde, un completo borrego que con el derecho de autoridad se cree superior al resto de todos sus conciudadanos, y con la ayuda del cura y los secretarios que tiene, puede hacer lo que le plaza con el pueblo. Todo correcto según él, todo endiabladamente chapucero, creo yo.

Aquellos lares, más al norte del pueblo, donde los caminos se difuminaban entre la tierra y los bosques nacían de entre la nada, los niños teníamos prohibido pasear por allí. Y mucho menos ir allí solo por pasar el rato, como yo. Los propios adultos no recorrían aquellas tierras para darnos ejemplo a nosotros, los niños, pues antes lo hicieron sus padres con ellos y ahora nos tocaba a nosotros ser víctimas de sus engaños y mentiras. Nos contaban historias horribles que sucedían en aquellos parajes, hombres que aparecían como sombras para secuestrar a niños inocentes, bestias y monstruos que aullaban y gruñían para advertir a los transeúntes que diesen media vuelta. Había todo tipo de imaginativas historietas que nos hacían temblar de miedo. Pero había una en concreto que era mi favorita.

La historia hablaba de una mujer que, encamándose con el diablo, este le confirió la juventud eterna, pero solo de noche, mientras que de día volvía a su forma original, como una anciana que se arrastraba y cuyas pieles le colgaban por los tobillos. Cuando era de noche la mujer, de nuevo rejuvenecida, salía en busca de hombres con los que copular, se los llevaba a su casa, los amaba toda la noche, y cuando estos despertaban a su lado descubrían que se habían encamado con una bruja y esta les mataba, les sacaba los órganos y hacía pociones y conjuros con ellos. El cuerpo se lo regalaba a Satanás para que el demonio pudiera vestirse con la piel de un hombre y vagar por la tierra buscando a otras mujeres a las que convertir en brujas.

Esta historia era tan demacradamente erótica y compleja que no era capaz de creerla. El resto podían incluso llegar a asustarme y mantenerme alejado, pero la sospecha siquiera de que una mujer viviese por allí sola se me hacía inconcebible... Era estúpido e infantil, pero todo el mundo parecía creer en ello y cuando me veían regresar a casa por aquellos caminos, sospechando que me había escabullido a tierras más lejanas que las propias del pueblo, murmuraban un “La bruja te cogerá…” Yo a veces respondía con un “Aun no soy un hombre, no puede encamarse conmigo…” Y corría horrorizado por mi propio comentario, enloquecido entre la risa y el temor.

Nadie me decía a donde podía o no caminar, nadie me obligaba a quedarme el poco tiempo libre que tenía al día antes de cenar en mi hogar, desperdiciando tantos minutos de libertad. Cuando cumplí diez años aprendía a apreciar con nuevo vocabulario y nuevo conocimiento toda aquella belleza que se extendía por aquellas praderas, por aquella libertad natural. Era hermosa toda ella, las pequeñas flores, las grandes copas de los árboles. Los pequeños claros y los entramados más complejos entre ramas. Era todo confusión al principio pero yo mismo me hice mis caminos con el paso del tiempo. Me acostumbré a ir todos los días un poco más lejos, siempre que el tiempo me lo permitiese. Me quedaba embobado mirando los pájaros surcando el cielo, las grandes aves devorando las nubes, y las pequeñas mariposas que se balanceaban en algunas ramas lejanas. Las hojas que se arrastraban por el suelo en otoño y los frutos silvestres que allí crecían. Todos los olores impregnando mis ropas al llegar a casa, mi pelo, mis manos. Todo quedaba en mí unos instantes pero al entrar en casa, todo parecía desvanecerse.

Aquella fue mi vida hasta los diez años. Entonces, en un día de primavera, todo cambió para mí. El bosque dejó de ser un lugar seguro y las historias de fantasmas se volvieron reales. Paseando por unos límites del terreno que desconocía pero que el camino ya andado me condujo allí acabé desembocando en un pequeño claro entre árboles donde había crecido de forma espontánea una pequeña alfombra de lavandas. Y allí situada, como si formase parte del paisaje, como una roca más, una cestilla de mimbre forrada con un paño a cuadros rojos y blancos sosteniendo unas cuantas ramitas de lavanda. Me quedé atontado y confuso, pues aquello no parecía llevar demasiado tiempo allí y tampoco era probable que alguien del pueblo caminase tan lejos con tal de recoger algo de lavanda. Sin embargo allí estaba aquella cesta, inmaculada y preciosa sobre el terreno. Súbitamente lo sentí, no estaba solo.

Al darme media vuelta una mujer me hacía sombra, una anciana encogida en sí misma y con una expresión tan sorprendida como la mía al vernos me miró de arriba abajo y chasqueó la lengua como si estuviese rumiando algo que acabase de comer. Tal vez solo se pasaba la lengua por sus encías descubiertas y yo le diese hambre o ganas de comer a una criatura inocente como yo, pero aquello me aterrorizó y contuve un alarido, retrocediendo por el claro hasta caer sobre el montón de lavandas que impregnaron mis ropas con aquél detestable olor que me recordaría el trauma de por vida. Me recompuse como pude, consciente de que ella era la representación de todos los males que me habían vaticinado, de los que me habían advertido durante tantos años, del ser que yo no creía y que ahora estaba delante de mí. Era horripilante, un ser nauseabundo que me miraba de una manera tan fría y desnaturalizada que removió algo dentro de mí, lo suficientemente fuerte como para rodearla y salir corriendo sin mirar atrás, como si sintiese su aliento sobre mi nuca, persiguiéndome, como si sus manos me acariciasen la espada en mi huida, advirtiéndome que no me dejaría escapar por más que pudiese correr. Incluso sin olerlo podía sentir su aliento podrido con resquicios de sangre y huesos humanos. Era un engendro que dejé atrás cuando me interné de nuevo en las lindes de nuestro pueblo y me prometí no hablarle nunca a nadie de aquello. Sería un secreto, pues temía que si lo contaba, sería real y me perseguiría hasta en mis pesadillas. Pero si me lo guardaba para mí quedaría en mi retina y nada más. Nunca habría salido a la realidad.


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