TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 19

 

Capítulo 19

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

Posada “VIRGEN DE LOS MARES” en LA ROCHELLE.

 

Ya en la habitación se encerraron por dentro. Dejaron, como la última vez que estuvieron en una posada, sus cosas desperdigadas por doquier pero con un orden muy concreto. Dejaron los mosquetes y las espadas cerca del camastro, la ropa que les sobraba como botas y cueras dobladas a los pies del colchón y cuando quedaron a gusto se pasearon sin sentido por la habitación, tal vez haciéndola suya o simplemente explorándola hasta los más pequeños rincones para no tener sorpresas inesperadas. El mayor encendió la vela y la llevó consigo a todas partes mientras iba de un lado a otro colocando las cosas, rescatando algunos objetos de su mochila, después rescatando su librillo de la cuera.

El joven, sentado en el camastro lo miraba admirado. Recordaba como la primera vez que le había visto así, tan solo en camisa y pantalones, se había sonrojado y temido que se evidenciara su vergüenza, pero ahora sin pudor lo miraba como si desease grabarse aquella forma de su cintura en su retina. La luz de la vela que portaba se colaba por cada pliegue de su camisa, atravesándola y revelando la forma del interior. Los cabellos rizados del mayor brillaban como pequeñas hebras de oro blanco y su piel se mostraba lisa, blanca y con las sutiles arugas que se formaban en su comisura cuando mostraba alguna expresión algo confusa.

—¿Escribiréis antes de dormir?

—Puede. —Dijo el mayor que se había colocado el librillo en la cintura, sujeto por el cinto del pantalón.

—¿Queréis curarme la herida antes de acostarnos o por la mañana?

—Mejor ahora. —Dijo, iluminado ante la idea—. Puede que mañana tengamos que levantarnos precipitadamente. 

—Lo tenéis todo pensado, ¿no es cierto? Hasta habéis pensado en los imprevistos.

—Solo intento ser precavido. —Dijo el rubio con una sonrisa y Armand rodó los ojos mientras se arrodillaba en el camastro y comenzaba a descamisarse—. ¿Os sigue doliendo el brazo?

—Menos. Lo noto algo resentido. Pero mientras no tenga que usar la espada no me impide hacer nada más.

—Bien. ¿Y la rodilla? Mejor, ¿no?

—Algo, sí. Solo tengo el cuerpo fatigado después de tantas horas a caballo.

El mayor asintió y se internó dentro de su caja de hojalata para sacar un pequeño recipiente de hojalata igual, decorado con pequeñas florecitas y hojas de color verde. Eran dibujos artesanales del lugar en donde lo hubiese comprado, pero se notaba el recipiente ya muy manoseado y desgatado. La base tenía un pequeño golpe y a Louÿe le costó abrir la tapa, emitiendo un “pop” al conseguir destapar el interior. Se sentó en la cama al lado del joven y antes de quitarle el vendaje acercó la vela sobre su rostro y manos para ver los rasguños que tenía, ya cicatrizados, y se volcó en la labor de aplicar una pequeña capa de aquella crema sobre la piel en los lugares donde tuviera rasguños.

—¿Qué es ese ungüento? —Preguntó el joven, olfateando.

—Crema de aloe vera. Yo mismo la hago. —Dijo el mayor con una sonrisa—. Ayuda a cicatrizar. Pero es mejor solo aplicarlo en heridas ya cerradas, de lo contrario se pueden infectar.

—Huele raro. —Se quejó le joven—. No es agradable pero tampoco molesto.

—Es lo que hay. —Se encogió de hombros el mayor mientras le acariciaba la mejilla aplicándole la crema. El joven cerraba los ojos de continuo pero no podía evita abrirlos cuando dejaba de notar la presión de los dedos sobre su piel—. Madre mía—. Se lamentaba el mayor—. Sois todo rasguños y moretones. —Alumbrando con la vela su cuerpo se dio cuenta de que le habían comenzado a salir moretones a causa de la caída del caballo. Tenía el brazo sobre el que había caído cubierto de marcas, al igual que el costado—. Sois un desastre.

El joven no dijo nada. Cuando hubo terminado con la crema él mismo se deshizo del vendaje que le cubría la cintura y poco a poco despegó la gasa de su piel. El mayor alumbró la zona y tras toquetearla unos segundos acabó sonriendo con ternura.

—Remite la infección. Tiene mejor color y aspecto. aún tenemos algo de vino en la cantimplora. Os la coseré de nuevo tras desinfectarla. ¿Os parece bien?

—Si creéis oportuno hacerlo… —Dijo el menor sin gana alguna de sentir la aguja de nuevo—. Pero, ¿Cómo me desharé de los puntos cuando esté en España?

—Está bien. —Desistió le mayor—. Pero os quedará una marca muy fea. —Se quejó con un mohín.

—Vuestra marca. La exhibiré orgulloso. —Sonrió le joven mientras el mayor vertía vino en una gasa nueva—. Les diré a mis amigos, orgulloso, “un maravilloso mosquetero que se jugó la vida por mí me hizo esto el día que nos conocimos, porque no quise venderle mi caballo”. —Ambos se rieron. 

Cuando hubieron limpiado la herida y sustituido la gasa volvieron a vendarle la cintura y se puso la camisa de nuevo, ayudado del mayor cuando debía torcer el brazo dañado. Mientras Louÿe se dedicaba a guardar todo de nuevo en la caja de hojalata y ésta en la mochila, el joven se arrodillo de nuevo en la cama y se asomó al ventanuco que había en el techo sobre esta. Lo primero que pensó fue que debían tener cuidado al levantarse a la mañana siguiente, porque sentados en el camastro no daba con la cabeza al techo, pero de pie se romperían el cuello. Aquella idea le hizo gracia. Llegar a España con un coscorrón de aquella misma mañana.

Pensar en España había sido hasta entonces un sueño, una meta a alcanzar, pero ahora que se sentía tan cerca de ella, de la propia idea de macharse, le sobrevino una oleada de sentimientos que no se había esperado recibir. Todas esas emociones convulsionaban dentro de él, agitadas por la emociones del momento y sosegadas por el confort y el silencio a su alrededor. Miró afuera, y solo se veía unas cuantas luces desperdigas por las ventanas de los edificios contiguos. La habitación daba la espalda a la plaza y la ventana se dirigía hacia las callejuelas de alrededor. El muchacho se lamentó.

—No veo el mar desde aquí. —Musitó con disgusto mientras el mayor terminaba de recoger sus pertenencias y se hacía de nuevo con el librillo y la vela.

—¿No? Seguro que estamos de espaldas al mar. —Se sentó de rodillas como estaba le joven para asomarse de igual modo a la ventana y oteó el horizonte con una mueca pensativa—. Es de noche, está todo oscuro, es normal que no veas dos calles más bajo. Como para ver el mar desde aquí. —Subordinado ante la oscuridad el mayor se tumbó, cuan largo era, sobre el colchón, puso la vela al lado de su cabeza en el suelo y cubrió su rostro a la vista del joven con el librillo para comenzar a escribir y garabatear. El joven seguía allí encaramado mirando a ninguna parte. Tal vez a su futuro, pero no lo consideraba demasiado brillante o llamativo, no al menos desde la perspectiva de esa ventana.

—¿Alguna vez habéis visto el mar?

—Sí, claro. —Dijo el mayor con rotundidad.

—¿De veras? ¿Y habéis navegado alguna vez?

—Sí. Dos veces. Las dos para ir a Inglaterra.

—¿Trabajo? —Preguntó Armand viendo brillar una vela en una ventana lejana a ellos—. ¿Cómo médico o ya como mosquetero?

—Mosquetero. —El joven asintió a la respuesta del mayor y se mordió el labio inferior.

—¿Cómo es? El mar…

—Sabéis como es. No os hagáis el pánfilo. Lo habéis conocido descrito en novelas o poemas, representado en cuadros o pinturas murales. ¿Conocéis la pintura de nuestro contemporáneo flamenco Jacob Von Ruysdael? —El joven asintió meditabundo—. Pues la realidad no es mejor que la representación de sus marinas. Y el hecho de navegar tampoco es nada del otro mundo. Si os mareáis con frecuencia os pasaréis el viaje en la cubierta vomitando y si os gusta la humedad y el olor a marinero sin duchar de hace más de un mes, es vuestro lugar.

—Que desagradable sois. —Dijo el joven, desanimado por las palabras del mayor y perdiendo de nuevo la vista en el paisaje oscuro de fuera. Tras varios minutos de silencio en donde solo se oía el grafito garabateando sobre el papel, Armand volvió a romper el silencio—. ¿Es probable que mañana parta para España?

—Sí, más que probable. Ojalá así sea. —Aquello molestó al joven que se esperaba una respuesta más dulce y compasiva con su marcha. Pero rápido justificó al mayor, dado que marcharse era algo que ambos deseaban y esperaban que sucediese con la mayor celeridad. Antes de poder cambiar el ceño fruncido el mayor levantó la mirada por encima del borde de su cuadernillo y pilló infraganti al muchacho con aquella expresión desdeñosa. Sin querer interrumpir sus meditaciones volvió a su cuadernillo pero el joven volvió a interrumpir el silencio.

—¿Será esta la última noche que pasemos juntos? ¿Mañana será la última vez que nos veamos?

—Puede que de por vida. —Asintió el mayor con rotundidad.

—¿Es que no tenéis compasión de mí? —Se lamentó el joven que rápidamente lagrimeaba tembloroso—. ¿Cómo podéis ser tan frío?

El mayor bajó el libro por completo irguiéndose sobre el camastro y apoyando la espalda sobre la pared, sorprendido por la repentina reacción del joven, completamente inesperada. Dejó el libro a un lado pero sin llegar a soltarlo.

—¿No es esto lo que deseabais desde hacía tiempo? Desde el instante en que os conocí deseabais ir a España, marcharos del país. ¿No es esto lo que estamos haciendo? ¿No es esto lo que os he conseguido? ¿Vais a echaros atrás ahora? ¿Qué más tengo que daros? ¿Algo más necesitáis que haga por vos?

—Sed un poco más compasivos. Os lo ruego. Me matáis con vuestra rotundidad.

—No habéis conocido ser más compasivo con vos que yo. —Le espetó el mayor con el ceño fruncido y una mueca de ofensa—. ¿Acaso queréis oírme decir que me duele veros marchar? Más me dolería si os viera caer bajo la espada de un gendarme o un mosquetero.

El joven se llevó las manos a los ojos, ocultando su rostro, apretándose la frente.

—No tenía que haberos amenazado. Debería haberos vendido mi caballo y listo. Os he traído hasta aquí para esto, para ahora lamentar dejaros aquí.

—Lo hecho ya no se puede remediar. Estamos aquí y debéis ser fuerte y haceros con la situación.

—Siento que me viene todo de golpe. —Dijo abrumado—. El cansancio, el dolor, el miedo y la angustia. La ansiedad por perderos, el miedo al viaje y a lo desconocido. La alegría por logar escapar y el arrepentimiento por dejaros aquí tirado. ¡Venid! Venid conmigo en el barco. Si el permiso me sirve para entrar también puede servíos a vos.

—No, nada de eso. Es un permiso individual. Nada de acompañaros a ninguna parte. Mi sitio está aquí. He de aceptar las consecuencias de mis actos.

—¿Y esa regla no debe aplicárseme a mí por igual?

—Vos sois víctima de una injusticia, yo soy obrador de mis propias acciones. —El chico no dijo nada, quedó sentado sobre sus talones en el camastro, al lado de la pierna extendida del mayor. La miró, se le quedó grabada la forma de su rodilla que se desdibujaba bajo la prenda.

—Debéis venir conmigo. —Suspiró el joven con la voz más calmada—. Nunca podré perdonarme haberos metido en esta situación y dejaros aquí a merced de la mano de esta justicia tan arbitraria. ¿No lo comprendéis? Desde el momento en que os he visto no he pensado en otra cosa que en protegeros alejándome de vos, en no pensaros, no hablaros, no involucraros en nada relacionado conmigo porque sabía que os traería problemas. Así soy yo, llevando los problemas allá donde vaya. Y vos, vuestra mirada, era tan dulce, tan pura y encantadora que haberos causado la mínima molestia me habría dolido como un tizón clavado en el pecho. Pero ahora os he involucrado y no hallaré descanso hasta asegurarme de que estéis bien y a salvo, porque siento que moriría por vos y moriría feliz si así debiera ser, porque si os pasase algo, enloquecería de la peor manera.

El mayor golpeteaba la libreta sobre su regazo mientras escuchaba atento al joven, sin cambiar la expresión de su rostro en absoluto. No dijo nada una vez Armand finalizó y el joven bajó la mirada exhausto.

—¿Veis? Tan cruel, ni siquiera me decís que estoy demente. Os limitáis a quedaros ahí, en silencio, dejando que me devoren los pensamientos. —El mayor bajó la mirada, dejando el librillo en el suelo al lado del colchón, pero siguió en silencio—. En tres días habéis hecho que os adore. Os doro, lo confieso. Desde el dorado de vuestro cabello, la forma de vuestras manos, como me miráis cuando os ofendéis y cuando me sonreís cuando os contentáis con una tontería. He de reconocerlo, he escrutado la forma de vuestro cuerpo en esa camisa cuando jugueteabais con la vela de un lado a otro. Adoro vuestros cuidados, y me dañaría con tal de ser siempre vuestro paciente, me encanta como leéis entre mis pensamientos y como sabéis juagar con mis hilos para sacarme todo a la fuerza. Pero se viene aquí una contradicción pues cada una de las cosas que he mencionado también las odio. Profundamente. Me producen súbitos dolores de cabeza y una picazón como si me diesen urticaria, tal como si fuese alérgico a vuestras sonrisas o enfados. Como si detestase cada vez que debo ser tratado por vos, cuidado y alimentado. Odio que estéis aquí, conmigo, pero no puedo soportar la idea de que deba despedirme de vos. Y la conjetura de no volveros a ver en mi vida, ¡qué vida más miserable me espera, pues!

La vela chisporroteó un par de veces. No duraría demasiado tiempo encendida. La mirada de ambos se dirigió a ella y después se miraron el uno al otro. El mayor sin inmutarse y el menor con una vergüenza que le enloquecía.

—Estáis agotado, y el vino era fuerte. —Sentenció el mayor con clama y se limitó a dejar todo a un lado, meterse debajo de las apolilladas mantas y volver el rostro hacia la vela para apagarla, escrutando que le joven entendía que era tarde como para seguir hablando y que debían dormir si mañana debían emprender un viaje, el uno de ida y el otro de vuelta.

Armand resopló casi agradecido de no verse obligado a seguir aquel monólogo y cuando la vela se apagó todo quedó oscurecido. La luna ya no alumbraba y el joven se coló dentro de las sábanas, con cuidado de no dañarse el cuerpo magullado y de encontrar una postura agradable pero el mayor se encargó de ello recogiéndolo en sus brazos y acurrucándolo en su pecho. El chico se dejó hacer mientras el mayor lo acunó unos instantes resoplando.

—Ojala fuese la mitad de valiente que vos. —Susurró el mayor, de forma casi imperceptible.

—Sois el doble de bueno.

El mayor dejó un beso en la frente de Armand y después de aquello se hizo un profundo silencio.




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