TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 18
Capítulo 18
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
A
las afueras de LA
ROCHELLE.
Ya había pasado un día entero. Estaban
a menos de una hora a caballo del centro de La Rochelle, y un par de veces
habían tenido que detenerse en el camino tanto para comer como para cambiar de
caballos y tomar otros de refresco que les pudiesen ayuda para seguir camino
adelante. Se había despejado un poco el tiempo y volvía a salir el sol tras las
nubes pero eso no había evitado que de vez en cuando refrescase y la brisa les
revolviese las ropas. La noche anterior habían tenido que dormir al raso bajo
las cueras y la túnica de mosquetero. Se acurrucaron al lado de los caballos y
tiempo antes de que amaneciese ya estaban de camino, recorriendo la última
parte del tramo que les quedaba.
El mayor no paraba de insistir en que
tenían que llegar cuanto antes, o al menos, antes de tres días desde que habían
salido desde Tours, pero el joven no decía nada al respecto. Había aprendido a
dejarse llevar y seguir adelante con el exmosquetero a su lado. Él mismo había
llegado a la conclusión de que no podría deshacerse de él por mucho que lo
intentase y tenerle al lado no era sino una forma más fácil de sobrellevar la
huida. Pensaba en perspectiva y recordaba las terribles horas que había pasado
sin él hacía dos días y prefería no tener que volver a lidiar con ello. Estaba
contento con la situación actual, incluso si aquel camino les estaba
conduciendo a la muerte. De alguna u otra manera era incapaz de formarse una
idea de una situación mejor para ambos que no fuera la de recorrer aquellos
caminos el uno al lado del otro.
A Louÿe le resultaba aparte de extraño
algo incómodo que el joven no le hubiese preguntado cómo iban a conseguir un
pasaje de barco, o cómo es que repetidamente estaban con menos dinero desde que
el mosquetero había regresado de su encuentro con el general. O el por qué de
su insistencia en recorrer la distancia rápidamente. Por qué los caminos que
elegía o por qué él mismo no le había hablado del tema. Eso explicaba, le
parecía a él, que el joven aún sospechaba de él, y de la idea de que le
estuviese conduciendo a una trampa o emboscada. Pero cuando desviaba la mirada
al joven y le descubría sonriendo y con un aire calmado y confiado se le
borraban todas esas ideas de la cabeza. Tendría que contarle todo el plan, se
decía, al menos antes de llegar a la Rochelle. Estuvo apurando hasta que se
hizo al fin de noche y cuando el sol parecía haberse ocultado, ya guiados nada
más que por las luces que llegaban desde la ciudad, se atrevió a hablarle del
tema. Como si el sol hubiese sido una amenaza al conocer aquella información.
—Pasaremos la noche en la posada
“Virgen de los Mares”. Está cerca de la costa, pero no demasiado.
—¿Cómo? ¿Dormiremos en una posada?
¿Eso no será arriesgado?
—Es nuestra única opción. He hecho
mandar allí tu pasaje de barco. Deberá llegar mañana como muy pronto. Aunque
ojalá ya esté allí.
—¿Habéis hecho comprar un pasaje de
barco con vuestro dinero? —Preguntó el joven mientras le miraba de arriba
abajo.
—Técnicamente era vuestro. Era el
dinero que había conseguido vendiendo vuestras pertenencias. Y entre las
comidas y los caballos de refresco no tengo más que para pasar una noche en la
posada, con alimentos frugales.
—A mi aún me queda un escudo. Con eso
podemos tener una mejor cena, si lo necesitarais. Vendamos estas cosas. —Dijo
hablando de su espada y el mosquete—. No las necesitaré allí a donde voy.
—Guardaos vuestro escudo y estas
pertenencias. No sabéis a donde vais, y puede que las necesitéis antes de
subiros a ese barco. Gastemos lo poco que me queda, y con suerte será más que
suficiente. —El mayor lo dijo con tal seguridad que Armand no tuvo nada más que
objetar. Se resigno con un encogimiento de hombros y a los segundos comenzó a
sonreír. El mayor le miró extrañado—. ¿Qué pensáis?
—El momento en que nos conocimos. Yo
quería atravesaros con mi espada por tocar mi caballo y ahora sería capaz de daros
hasta mi ropa si me lo pidieseis. Y apenas han pasado un par de días de
aquello.
—Es cierto. —Dijo el mayor, sumándose
a la risa.
—¿Entonces haremos noche en la
Rochelle?
—Sí. —Suspiró el mayor, volviendo a la
seriedad de la conversación—. Y espero que solo una vez.
—¿Habéis mandando a vuestro general
que os compre el pasaje de barco?
—¡No! —Negó el mayor con rotundidad—.
Mi general es un hombre egoísta y desinteresado de toda bondad humana. Siempre
me ha odiado desde el momento en que ingresé bajo su mando, solo por el hecho
de ser médico y arriesgar de más para procurar que mis compañeros estén en las
mejores condiciones. Regresar al campo de batalla para rescatar compañeros,
obligar a los heridos al reposo y no regresar a la escaramuza. Eso, dice, retrasa
la guerra. No, a él no le pediría ni que me matase, seguro que lo haría mal. Además,
él fue el que nos ha ordenado que nos pongamos a buscarte como están haciendo
los mosqueteros del cardenal.
—¿Entonces?
—A mi compañero. Al hombre con el que
me visteis en la taberna el primer día.
—¿Cuándo casi os atravieso con la
espada? —Preguntó el joven rompiendo en una carcajada.
—Cuando casi os corto el cuello, sí.
Ese día. —Apuntó el mayor—. Pues bien, a ese hombre se lo he pedido. Y le he
dado gran parte del presupuesto que tenía para que lo pagase en caso de que no
se lo concediesen por bondad.
—¿Es un hombre de fiar? A mí no me lo pareció. —Preguntó, pero sin
atisbo de desconfianza.
—Para mí sí que lo es. Nunca me ha
fallado. Es cierto que no es un santo. Tiene problemas con el juego y la
bebida, pero es un buen hombre, no se mete en peleas si no es por su honor y no
suele endeudarse demasiado. Tiene suerte, pero es mal jugador.
—Si es vuestro hombre de confianza,
entonces lo acepto como mío también. Si realmente nos consigue el pasaje de
barco le estaré muy agradecido.
—No ha sido fácil convencerle sin
explicarle la situación. Él debía acompañarme por el camino del Sena para
encontrarnos con vos y mataros, pero le supliqué que él fuese a París, y nos
mandase desde allí a la posada de La Rochelle el pasaje. Debía pedírselo a
nuestro Comandante.
—¿No había camino más fácil?
—Me temo que no. Un permiso del
Comandante para ingresar en un barco os adjudica prácticamente a navegarlo vos
si lo deseáis. No os pondrán pegas por nada ni os harán preguntas. Es la mejor
manera de pasar desapercibido, siendo un privilegiado al que no se toca.
—Entiendo. —Dijo el joven mientras
meditaba—. Pero, ¿Qué será de vos cuando yo me haya ido?
—Eso déjamelo a mí. No hay motivo para
pensar en ello.
…
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
Posada
“VIRGEN DE LOS MARES” en LA ROCHELLE.
Era la primera vez en días que volvían
a adentrarse en una ciudad, con su alboroto y sus calles atestadas de personas.
Ya era de noche, casi noche cerrada, y todas las cosas se veían iluminadas por
el candor de algunas velas, igual que los farolillos de la entrada a la
taberna. Estaba tras la bajada de una pendiente que desembocaba una plaza más o
menos céntrica en la ciudad, a menos de cinco kilómetros del puerto. Tal vez
desde las ventanas más altas de los edificios se divisaba el mar, y nuestro
protagonista disfrutaba de cada bocanada de aire que inhalaba y sonreía al
soltarlo, con una extraña mueca de desconcierto.
—¿No conocíais el olor del mar?
—Nunca he visto el mar. —Dijo el joven
cuando se internaron en la plaza, iluminada con farolillos y con el alboroto
cercano de una taberna a la otra puta de la plaza, de donde salían un par de
cortesanas riendo y agarradas del brazo.
—¿Nunca? —Preguntó el mayor—. Pensé
que los adinerados viajaban por todas partes, visitando parientes o conocidos…
—Cuando yo era pequeño no viajaban
conmigo, pero cuando fui creciendo sí que hacíamos viajes, pero nunca a lugares
de costa. Hablábamos mis padres y yo de ir un día a Niza, donde tenemos unos
conocidos, pero después mi madre enfermó y después de aquello no volvimos a
salir a ningún lado.
—Hum. —Dijo el mayor mientras señalaba
la taberna con la mano enguantada. Se había puesto la túnica de mosquetero para
no levantar sospechas—. Allí es. Ya he hecho noche aquí un par de veces. Me
gusta porque la zona de comidas es muy pequeña, y así nos evitamos fiestas de
mosqueteros del cardenal como la última vez.
—Apenas he visto mosqueteros. —Dijo el
joven mirando a todas partes.
—Yo también me he dado cuenta, pero
debéis temer de todos. Incluso de los gendarmes. También deben estar
informados. Incluso el niño más inocente de la comarca puede estar enterado de
vos y puede dar la voz de alarma. Así que sed bueno con todo el mundo, no
alcéis la voz y juguemos al mismo juego que la última vez. —Le dijo al joven
con una mueca perversa y divertida—. ¿Os acordáis?
—Sí, el juego del mosquetero y su
sirviente. Muy bien. —Suspiró el joven con desgana—. ¿Aquí también habrá una posadera
joven con la que os deshagáis en halagos y carantoñas?
—Para seros sinceros no recuerdo
quienes regentaban este negocio. Puede que incluso haya cambiado de dueños. —Se
encogió de hombros el mayor con desinterés, pero no pasó por alto el mal genio
del menor—. Aunque ojalá haya una muchachita linda ateniéndonos en el
mostrador. Con las manos enharinadas y el rostro sonrojado y fatigado. —El
joven se revolvió en su asiento, murmurando insultos mientras el mayor sonreía.
—Sois un completo pervertido. —Soltó
Armand ante la risa que le había provocado al mayor su ceño fruncido y hubiera
deseado no ser tan evidente en sus emociones para evitar que Louÿe jugase con
él de aquella manera, pero en cierto modo le gustaba que estuviese tan
pendiente de sus expresiones y reacciones, y que jugase con él era delicioso de
cualquier manera en que se plantease el juego.
Ambos desmontaron del caballo y
rescataron sus pertenencias de estos cuando un chico de la edad de Armand salió
al encuentro de ambos para llevar los caballos al establo.
—Dales avena y mucha agua. —Le dijo
Louÿe al chico que asintió con diligencia mientras rodeaba el establecimiento
tirando de las riendas de los caballos. Ambos ingresaron por la única puerta de
la posada para dar a un recibidor oscuro y apenas iluminado por un par de velas
sobre la mesa que hacía de mostrador. Detrás de ella, sentada en un rincón
oscuro, casi como si formase parte del escaso mobiliario que había en la
estancia, se hallaba una anciana repanchingada en un taburete, con las manos
sobre el vientre y los ojos fijos en algún punto del suelo delante de ella.
Estaba tan arrinconada en aquella oscuridad que bien podría haber pasado
desapercibida si no hiciese de vez en cuando unos sonidos parecidos a unos
carraspeos que se entremezclaban con palabra sueltas al azar. Una verruga sobre
el labio superior, un moño de pelos canos y un pestilente olor añejo eran sus
señas de identidad y su carta de presentación. Apenas si los vio entrar el
carraspeo se hizo mayor, pero nada en ella varió en absoluto.
En aquella estancia había una pequeña
puerta que daba seguramente a las cocinas, otra abierta de par en par tras la
que se podía vislumbrar un comedor con dos o tres mesas y un pequeño mueble con
algunos platos y vasija variada, unas escaleras de piedra que subían a ninguna
parte. Ambos dedujeron que eran habitaciones lo que había tras ellas, pero
ninguno de los dos lo habría asegurado porque aquella oscuridad que inundaba la
boca de las escaleras podía conducir a cualquier parte. A ninguno de los dos
les hubiera extrañado que al subir aquellas escaleras no se encontrasen en los
aposentos del rey.
—Buenas noches, buena mujer. —Dijo el
mayor acercándose a la mesa de recepción, que no era más que una mesita de
madera con un cajón para llaves y una cajita a los pies donde seguramente
recaudaban el dinero ganado—. ¿Tendría usted una habitación para nosotros?
Haremos noche aquí.
La anciana se levantó casi de mala
gana del taburete y se condujo al cajón donde hurgó largo rato, buscando una
llave determinada.
—Con la habitación más pequeña que
tengáis es suficiente. Con una sola cama. Él dormirá en el suelo. —Señaló a
Armand detrás de él que sujetaba su mosquete con una sonrisa triunfante al ver
a la anciana devolverle al mayor una mirada que irradiaba indiferencia y
desinterés ante las expiaciones del mayor—. ¿Por cuánto saldría la noche?
—Cuatro escudos. —Dijo la anciana con
una voz rasgada y un tono malhumorado.
—¿Si os doy cinco nos subiríais la
cena?
—Seis. Y la serviremos en el comedor.
En las habitaciones no se come. —Dijo tajante, en tal tono que al mayor le dio
miedo replicar nada, sin embargo lo hizo.
—Mi acompañante tiene una herida en el
costado y necesito que se tumbe cuanto antes. La cena es toda para él, está
convaleciente. —La expresión el mayor exageraba en sobremanera el estado de
Armand, que enrojeció al instante al verse objeto de sus mentiras. La anciana
miró al chico de arriba abajo con tal desvergüenza que no pudo sino apartar la
mirada, acomodándose las pertenencias mejor sobre los hombros.
—No parece tan convaleciente. Y si os
da problemas cambiadlo por otro. —Justo el joven que había recogido los
caballos pasaba por la estancia para dirigirse a las cocinas—. Mi nieto estaría
encantado de hacer de ayudante de un mosquetero si le pagaseis bien. Está en
plena forma.
—Págale lo que pide y vayamos a cenar.
—Le dijo Armand a Louÿe en un susurro casi inaudible, pero con un tono mucho
más brusco del que le hubiera gustado mostrar. El mayor se sonrió y le puso a
la anciana los seis escudos sobre la mesa.
—Una cosa más. —Le dijo Louÿe cuando
la anciana le ponía a la par la llave de una habitación sobre la mesa—. Debería
llegar una carta para mí a esta dirección. ¿Ha llegado algo al nombre de Louÿe
d’Aramitz?
—No. —Contestó la anciana con
rotundidad. Dio la impresión de que ni siquiera pensó en lo que le había dicho
Louÿe.
—¿Cuándo pasa el correo?
—Pasa a las doce, en unas dos horas.
—Dijo ella rumiando algo dentro de su boca—. Y de nuevo mañana a las cinco de
la mañana.
—¿Seríais tan amable de subir a la
habitación aquello que tiene que venir a mi nombre?
La respuesta de la anciana fue una
mueca de disgusto pero no una negativa, volviendo a sentarse sobre el taburete
como si el deber de lo cumplido la obligase a repanchigarse de nuevo sobre su
rincón. No quedó muy claro si iba a cumplir con aquello pero Louÿe no indagó
más en la petición. Recogió la llave de la mesa y se volvió a la anciana con
una sonrisa.
—En un rato cuando hayamos dejado las
cosas en la habitación bajaremos al comedor. Estamos famélicos.
—¡Carmen! ¡Dos bajan a cenar! ¡Pon el
puchero al fuego! —Fue la única respuesta de la anciana, no dirigida a ellos,
que tomaron como respuesta y sin decir nada mas ambos ascendieron las oscuras
escaleras en silencio, intentando contener una mueca de disgusto y confusión y
aguantando las ganas de reír por la incomodidad del momento. Cuando se metieron
en la habitación se sorprendieron del cuchitril donde los habían alojado.
Estaba en el piso superior, en una de esas bohardillas donde el techo se
inclina hasta tocar el piso. Donde solo un hombre de dos cabe de pie y donde
han de agacharse ambos para poder pasear por la habitación. Dejaron las
pertenencias en un rincón y se miraron ambos con una expresión de conformidad.
La noche anterior la habían pasado a campo descubierto, y aquello era un
palacio en comparación. Un colchón en el suelo, un ventanuco en el techo
inclinado y un par de velas apagadas, medio consumidas ya. La poca luz que
entraba era de la luna que estaba comenzando a contraerse sobre el cielo y por
suerte había noche despejada.
Bajaron al comedor pasando por el
recibidor. La anciana seguía en su sitio como si en ningún momento se hubiese
movido de allí. Desde la cocina salía un intenso olor a sopas de ajo y cuando
se sentaron en la única mesa de todo el salón donde había dos platos el
muchacho que les había recogido los caballos apareció por la cocina para traer
dos copas y servirles algo de vino. El mayor ni se digno a mirar al joven que
vertía el vino en su copa, sin embargo el menor sí que lo analizó por completo
con una rápida mirada. Era incluso más joven que él o al menos su expresión era
más dulce, aunque sus manos estaban más estropeadas y sucias. Tenía el caballo
rubio recogido con un lazo detrás de la cabeza y una gorrita agujereada en la
cabeza. La camisa blanca manchada con algo de salsa y los pantalones le
empezaban a quedar pequeños. Pero era de la misma altura que él y tenía la
mirada viva. Cuando el joven se puso de cara a Armand apartó la mirada temiendo
ser reconocido y jugueteó con el plato delante de él. Cuando se internó de
nuevo en la cocina Louÿe levantó la mirada con una mueca sonriente y el joven
la apartó avergonzado.
—Que evidente es vuestro pensamiento.
—Dijo el mayor con una mueca de disgusto pero con media sonrisa divertida
asomándose de sus labios—. Ojalá no fueseis tan fácil, os falta edad.
—¿La edad me hará disfrazar mejor mis
emociones?
—Eso creo. —Asintió el mayo—. Sois un
niño aun. Celando de un joven que no conocéis de nada por un trabajo que ni
tenéis. —Meditó el mayor unos segundos—. Aunque puede que cuando os deje en el
puerto regrese aquí para sugerirle al joven que me acompañe. Ya tengo treinta
años, no tengo esposa y es hora de que empiece a instruir a un aprendiz con mis
conocimientos de medicina. Tal vez me ayudase…
—¡Basta! —Dijo el joven encogiéndose
en sí mismo al darse cuenta de que había alzando demasiado la voz. El mayor
frunció el ceño disgustado con ese gesto y Armand comenzó a susurrar—. Sois un
desgraciado, y vos también debéis aprender a no ser tan infantil como para
seguirme el juego. Si veis mis celos debéis obviarlos o ignorarlos. Lo que
hacéis es alentarlos porque os divierte. Maldito.
—Si os oyen hablarme así, se acabó el
juego. —Advirtió le mayor volviéndose brusco y responsable repentinamente—. Y
guardaos esas miradas indiscretas. No queremos que se queden con vuestra cara
más de lo debido.
La cocinera salió cargando con un
puchero de sopas de ajo que puso en medio de ambos comensales con el cazo en el
interior.
—Servíos vosotros mimos. Bon apettite.
—Gracias. —Dijo el mayor mientras ella
desaparecía dentro de la cocina y se hizo con el cazo para servirse primero y
dejó que el joven se sirviese solo después de él. Comieron en silencio los
primeros diez minutos pero cuando los platos estaban vacíos y el vino apenas
bañaba los fondos de las copas ambos se rieron satisfechos con el estomago
lleno y el cuerpo molido por le viaje.
—Caeré rendido esta noche. —Dijo
Armand, destrozado, con el cuerpo molido por la noche anterior y por el viaje
en caballo—. No sé si llegaré a la habitación siquiera.
—No me hagáis cargar con vos hasta
allí arriba. Entre la poca luz de la que disponemos y los escalones que aquello
parece la boca del lobo, puede que ninguno de los dos llegue. —Ambos se rieron.
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