TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 17
Capítulo 17
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
De
camino a PARTHENAI. A mitad de camino de LA ROCHELLE.
Pasado el medio día aún seguían
subidos a sus caballos
Cuando despertaron aún era de noche
cerrada. Estaba lloviendo y el sonido de las gotas de lluvia golpeando la
madera de la techumbre que les cubría los sobresaltó a ambos. Faltaba una hora
para que amaneciera y en unos minutos el cielo comenzaría a clarear. Eran casi
las siete de la mañana cuando al fin se incorporaron, se vistió Armand con la
ropa limpia que le habían quitado al mosquetero abatido y tras recoger se
pusieron en marcha. Ambos divagaron acerca de la casa del terreno. Se
preguntaron si realmente alguien la habitaría, si deberían haberse arriesgado a
colarse dentro y tal vez dormir en camas agradables. Tal vez recoger algo de
dinero o algún objeto valioso.
—No deberías pensar de esa manera.
—Dijo el mayor, que sin embargo también se divertía fantaseando con aquellas
divagaciones—. ¿Qué crees que podríamos habernos encontrado en una casa
abandonada? Ratas y alguna que otra culebra.
—Tal vez una bajilla de plata, o algún
traje a estrenar…
—Claro, un campesino va a tener un
traje de domingo, de esos que os ponéis los señoritos. ¡Abrid los ojos! venís
de una familia adinerada, habéis vivido con unas comodidades que muy pocos
tienen en este país. Bueno, en este país y en cualquiera. Sois noble, hijo de
un noble...
—Solo era una broma. —Musitó le joven
con la voz apenada—. Os lo ruego, no me martiricéis con eso. Soy plenamente
consciente de mi sangre, de mis antecedentes familiares. —Suspiró meditando sus
siguientes palabras y al ver que el mayor no decía nada, él prosiguió—. No soy
nadie, no me creo con el derecho de decir nada, pero este último mes de mi vida
he pasado las mayores penurias de mi vida. He pasado hambre, frío, miedo,
dolor. Sé que esto no es nada en comparación con lo que puede pasar algún
gentil hombre de tantos que hay en este mundo, sé que los hay que se sacan los
dientes para venderlos, que se rapan la cabeza para vender sus cabellos, niños
que se ponen a trabajar en cuanto se ponen en pie y mujeres que no les queda
más remedio que prostituirse, porque no tienen más bienes que vender que su
propio cuerpo. Solo he sufrido penurias durante un mes, y sé que no es justo
hablar de penas cuando hay personas que no han cocinado en décadas de su vida
otra cosa aparte de eso, pero hay una cosa que me diferencia de ellos. Y es que
yo ya me creía muerto antes de arrojarme al mundo real, y no me importaría
morir, si he de hacerlo. El pobre está hecho a la penuria y sigue adelante,
pero yo dentro de mi hogar, dentro de mis lujos, detestaba mi vida y huí de
allí pensando que mejor habría sido descerrajarme un tiro en los sesos que
morir lentamente a causa del veneno de mi padre. —El mayor le lanzo una mirada
donde se mezclaba la pena y el espanto—. Me lancé al mundo consciente de que
pasaría frío y hambre, consciente de que no tenía adonde ir y de que me
perseguirían hasta darme caza. Pero ¿qué me importaba? Tenía al propio cazador
en mi casa, lo había tenido durante años. No he pasado más miedo o dolor que
cuando me hallaba en mi hogar.
—No me digáis eso. Me rompéis el
corazón.
—Es cierto. —Asintió le joven con
convicción—. Por la mañana me encerraba en mi cuarto, leía, de vez en cuando me
paseaba, pero temblaba cuando oía a mi padre cerca de mi cuarto, temblaba cada
vez que le veía, cada vez que me acercaba comida o bebida. Las horas de las
comidas eran terroríficas. Mientras él se descuidaba bebiendo vino o partiendo
un poco de pan con la mano yo escarbaba con la cuchara en la sopa por si notaba
cristales condensados en el fondo del plato, bebía con los labios apretados
para que apenas pasase líquido, todo con una sonrisa inocente y mirado de
soslayo a la nueva cocinera que había contratado esa semana. Pero las noches.
¡Ah, las noches! Había noches que era incapaz de dormir. Mientras mi padre
pululase por la casa estaba más o menos calmado, pero cuando todo se quedaba en
silencio me aterraba cerrar los ojos y pensar que al abrirlos mi padre me
esperaría, como una sombra alargada y lúgubre, al lado de mi lecho con una
almohada apara ahogarme.
—Dios santo…
—Desde que murió mi madre y yo puse el
grito en el cielo acusándole a él de haberla asesinado, de haberla envenenado
lentamente durante mucho tiempo, él se encargó de que diese la imagen de
lunático, tanto para las gentes de París, sus conocidos y mis familiares más
lejanos. ¿Sabéis en qué situación me dejaba eso? Era no solo un apestado en mi
propio circulo social, sino un divertimento para mi padre, porque el juego en
el que me metí yo solo era tan macabro como cínico. Ambos sabíamos del otro, él
era plenamente consciente de que yo conocía sus intenciones, y pensaba que no
descansaría hasta haber acabado conmigo. Si no me envenenaba, acabaría por
enloquecerme. Me hubiera mandado a un manicomio de no ser porque entré en razón
y me alejé de seguir culpándole de aquello. Pero sus miradas, sus expresiones
para conmigo, era lo peor de todo. Esa malévola sonrisa de complacencia y
cinismo, de condescendencia y falsa paternidad. Acabó por convertirse en el
hombre del saco, el mismo demonio, una horrible pesadilla con la que tuve que
convivir durante mucho tiempo. ¿El frío y el dolor físico? No son nada
comparado con ser engendrado por el mismo demonio. Eso me duele más que el
hecho de que me insultéis llamándome noble o adinerado. Ojalá poder haberme
deshecho de todo mi dinero si eso me libraba de mi padre. Ahora solo me queda
rezarle a Dios porque me perdone, por haber matado a mi padre, y que me reúna
pronto con mi madre, a la que tanto extraño.
Cuando el joven terminó quedó exhausto
y bajó los hombros, completamente decaído. El mayor no encontraba palabras que
pudieran al menos consolar a Armand lo suficiente, pero tampoco se le ocurría
algo más que aportar. No era capaz de darle la razón, pero tampoco de
desmentirle. Simplemente, el único sentimiento que predominaba en él, era el
alivio de saber que ahora Armand estaba bien, con él, a su lado, y que estaba
conduciéndole a la libertad.
—Supe por mi general ayer que se ha
abierto el testamento de vuestro padre. Al no encontraros y todo el revuelo que
se ha formado han decidido abrir su testamento a pesar de vuestra ausencia.
—No os molestes hablándome de eso. Sé
que no me ha dejado nada en absoluto.
—¿Lo sabíais?
—¡Cómo! Mi padre en persona me hizo
ver el testamento cuando lo redactó. Fue su burla más diabólica. A todo el
mundo que nos visitaba, a nuestros familiares lejanos, a todos nuestros
conocidos les mentían haciéndoles entender que todos nuestros terrenos y
posesiones eran posesiones nuestras y que yo las heredaría y haría un buen trabajo
con ellas. Cuando mi madre murió decisión que sería buena idea que ambos
redactásemos nuestros testamentos. El muy, —contuvo un insulto—, redactó ambos
delante de mí. Lentamente, y tal como si estuviese redactando mi sentencia de
muerte él escribió en mi testamento que todas mis posesiones pasaban a ser de
él si fallecía temprano mientras que en el suyo figuraba que todas las
posesiones, tanto suyas como heredadas de su esposa, quedaban a cargo de la
hacienda del Cardenal en caso de fallecer. ¿El chiste? Yo no tengo posesión
alguna. Nada había a mi nombre. En el testamento de mi madre, seguramente
redactado de igual manera por mi padre, todo quedaba en posesión de su esposo.
Me sentí impotente y dolido mientras veía como se firmaban ambos testamentos.
Mi única posesión era mi cuerpo, y al igual que una prostituta, lo mantuve allí
demasiado tiempo dejando que lo mancillase con sus macabras ocurrencias.
>>El último año de mi existencia
lo he pasado encerrado en casa, enloqueciendo poco a poco, mortificándome entre
la culpabilidad por no haber podido salvar a mi madre, la idea de matar a mi
padre y el miedo a escapar de todo aquello. No tenéis idea de cómo duele saber
que te están matando, poco a poco y de forma imperceptible, ver la sangre en el
pañuelo tras toser, sentir el dolor y el ardor en el estómago, saber que es la
mano de vuestro padre la que hurga en vuestras entrañas matándoos poco a poco
por simple avaricia. Ojalá hubiera sido por un interés personal, ojalá le
hubiese faltado al honor o le hubiese insultado de alguna manera que
justificase su inquina conmigo, pero era tan simple su motivación que aquello
lo convertía en una crueldad mucho mayor. Los peores momentos sin duda era
cuando recibíamos visitas, y me obligaba de alguna u otra manera a asistir a
sus fiestas o cenas solo para que los demás fueran partícipes de mi mal estado,
de mi mala cara o de los vómitos de sangre. A veces, era incluso más mórbida su
maldad de lo que yo esperaba, y me sorprendía cuando soltaba comentarios como
“pronto se reunirá con mi querida esposa” o “morirá sin haber conocido mujer,
la única teta que ha probado ha sido la de su madre”. Esos comentarios me
dejaban tan helado que palidecía y no era por el dolor sino por la vergüenza y
el terror.
—Es suficiente, Armand. —Le detuvo el
mayor mientras le retiraba la mirada y la fijaba en algún punto del camino—. Eso ha quedado en el
pasado y no debéis pensar más en ello.
—Es el pasado de lo que huimos, de lo
que queréis ponerme a salvo. ¿He de recordároslo? Aunque haya matado a mi padre
la sombra de la muerte que él pronosticó para mí aún se cierne sobre mi
persona. Pero he de reconocer que prefiero morir a manos de un mosquetero,
acuchillado por un bandolero o golpeado a palos por un tabernero que a manos de
la crueldad de mi padre. —Miró fijo a Louÿe—. Por eso os supliqué que me
mataseis cuando tuvisteis la oportunidad. Vi en vuestros ojos que me hubieseis
dado una muerte rápida y digna. Aunque después hubieseis dejado mi cadáver bajo
el sol, a merced de cuervos y buitres.
—Si visteis eso en mi mirada en vez de
comprensión y misericordia tal vez no me estabais viendo a mí. —Se quejó el
mayor.
—Sé que ya queda lejos, a pesar de que
haya sido hace un par de días, pero habréis de disculparme por haberos tratado
tan fríamente al comienzo. Me he pasado los últimos años de mi vida
atormentado, recluido en mi propio terror. Debéis comprender que desconfiase de
alguien que tan gratuitamente me ofrecía su ayuda. Aunque he de reconocer que
no me sorprendería si a las puertas de la libertad me cortáis la cabeza y
decidís entregarla por una gran recompensa.
—¡¿Cómo osáis pensar eso de mi?!
¿Acaso no os he demostrado ya que soy de vuestra confianza? He renunciado a mi
puesto entre los mosqueteros traicionando a mis compañeros y a mi comandante
por vos. —El joven volvió el rostro a él con una sonrisa tranquila y serena,
mostrándole que era mucha la confianza que había puesto en él y toda la
gratitud que le profesaba por ello.
—Incluso si paraseis ahora el caballo
y me descerrajaseis un tiro en el pecho, os lo perdonaría. Creo que podría
perdonaros cualquier cosa que quisieseis hacer conmigo.
—¿Solo por un poco de pan con carne y
unos brazos para dormir?
—Desde el mismo instante en que os vi.
Vos mismo lo dijisteis. Desde el primer momento os lo perdono todo.
—¿Incluso si os vendiese a vuestros
perseguidores? ¿Incluso si os encierran de por vida u os matan? —El joven
asintió—. Entonces es que o bien ciertamente estáis demente o sentís empatía
con esa traición, porque vos en mi lugar lo haríais. Podéis hacerlo, ¿sabéis?
Si denunciáis mis cuidados a vos a mi coronel bien pueden encerrarme por alta
traición a la corona. O incluso ahorcarme. —El joven meditó largamente mientras
miraba camino adelante—. ¿Me delataríais?
—¿Vos me perdonaríais si lo hiciese?
—El joven lo preguntó con una malvada sonrisa en el rostro pero al volver la
mirada hacia el mayor, esa sonrisa se congeló en una mueca de disgusto.
—No. No podría hacerlo. —El joven
paladeó aquella respuesta con amargura y desconsuelo. El mayor frunció el ceño
y meditó aquellas palabras con algo de arrepentimiento pero sin enmendarlas—.
He puesto demasiados sentimientos en vos como para que me traicionéis.
—No lo haré. —Se apresuró a decir
Armand pero el mayor negó con el rostro.
—Claro que no lo haréis. Sería vuestra
perdición a la par. Demasiado deberíais odiarme para condenaros a vos también
solo por el placer de compartir orca conmigo.
—No os odio. —Volvió a precipitarse—.
Pero lamento deciros que a cada paso que dais conmigo a vuestro lado vos mimos
os estas encaminando a la orca. El cadalso os espera el La Rochelle.
—Puede, pero soy feliz con esa muerte
que me aguarda. Mejor es morir por los principios que por el honor a la corona.
—Vuestros principios son bien
extraños. Ayudáis a un asesino prófugo a escapar de la justicia.
—Me siento en deuda con vos. —Dijo el
mayor mientras apretaba el paso de su caballo. Debían aligerar el paso para
poder llegar a su destino pronto—. He matado a muchos en nombre del rey. Ya es
hora de que salve a alguien del peso de la corona.
…
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
A
las afueras de PARTHENAI. A mitad de camino de LA ROCHELLE.
El día seguía oscuro, el cielo seguía
cubierto pero no les había llovido en todo el trayecto. El suelo estaba húmedo
por la tormenta de la noche y los riachuelos llevaban bastante caudal. El
terreno estaba blando y la hierba cubierta de rocío. Hacía algo de fresco pero
nada que una túnica no pudiese cubrir. El gorro bajo, las manos metidas en
guantes y la expresión ansiosa. Armand se encontraba solo, sentado en una roca
ya seca por el escampado y las manos entrelazadas entre ellas, atusándose los
dedos metidos en guantes y los pies descalzos. Las piernas cruzadas sobre el
asiento improvisado y las botas a un lado de suelo, caídas y vencidas por
tantos pasos dados. Sus pies respiraban al fin, tras haber caminado los últimos
kilómetros a pie y haberse dado cuenta de que una de las botas tenía la suela
desgastada hasta el punto de que habían recogido parte del agua que había
acumulada por el camino.
De vez en cuando se masajeaba los pies
embutidos en gruesos calcetines. aún arrasaba el dolor de pies que venía
acumulando de las últimas semanas, pero ahora el dolor se degustaba de una
forma mucho más dulce y conformista. Se habían detenido antes de cruzar por el
interior de Parthenai y habían rodeado la ciudad con intención de buscar una
posada o alguna taberna donde poder conseguir alimento. Habían hecho un alto a
las afueras de toda área de civilización y mientras Armand esperaba con su
caballo cerca de una charca para refrescarse tanto él como el caballo, Louÿe se
dirigió a una taberna cercana donde conseguir alimento para los dos. La noche
se acercaba, habían cabalgado todo el día haciendo varios parones de vez en
cuando para que respirasen los caballos y para que ellos pudiesen pisar tierra
y beber agua o buscar algún sitio donde poder dar una cabezada sobre hierba
fresca y con olor salvaje. Por desgracia no habían podido detenerse en ninguna
taberna durante todo el día y al fin habían dado con una a las afueras de
Parthenai.
—Quedaos aquí mientras yo voy a ver si
tienen algo de cenar que pueda traeros. Diré que un mosquetero y yo tenemos que
alimentarnos para seguir camino adelante. —Le había dicho Louÿe cuando dejaba
al muchacho en aquella piedra sentido, algo recogido tras unos árboles de un
camino secundario por donde no pasaba nada ni nadie.
—Os preguntarán porque no os quedáis a
comer en la taberna.
—Les diré que solo recojo la comida
para llevárnosla al camino. Que no podemos detenernos. —El joven asintió
mientras se acomodaba mejor en la roca y se acurrucaba en su cuera cuando la
briza se arremolinaba a su alrededor. Aquello fue como una llamada de atención
para el mayor que desmontó del caballo y sacó de su petate la túnica con el
emblema de los mosqueteros del general y la cruz en el centro del pecho.
También unos guantes de cuero.
—Ponéosla. No abriga demasiado pero
algo os cortará el viento. —El joven lo recogió en sus manos con una mueca de
confusión pero de sus labios apareció una sonrisa de gratitud.
—Gracias. Pero no debería, no soy
mosquetero.
—Ni yo tampoco. —Dijo el mayor
mientras se montaba de nuevo en el caballo—. Volveré enseguida.
Y allí seguía, acurrucado dentro de la
túnica y de vez en cuando no podría evitar olerla en la zona del cuello, y
apretar sus manos dentro de los guantes del cuelo, también llevándoselos al
rostro para oler el intenso aroma del cuero. El interior era suave y caliente,
y se sentía extraño al pensar que las manos de Louÿe habían estado
anteriormente en aquel espacio que ocupaban las prendas donde ahora él se
situaba. Con la espada sujeta en el cinto y el sombrero caído ocultando el
rostro se sentía seguro de sí mismo y protegido tras la apariencia, pero quien
lo hubiera visto desde fuera no se hubiera encontrado más que a un chiquillo
muerto de frío y aburrido, mirando a todas partes distraído. Veía a su caballo
unos pasos más adelante bebiendo de la charca donde se habían detenido, los
piececillos encogidos y las piernas cruzadas como un indio. Las manos
estrujadas y los labios sedientos de agua y comida.
El día había transcurrido mucho más
tranquilo de lo que hubiera imaginado. El mosquetero sabía muy bien como
esquivar los caminos más concurridos y en qué momento detenerse para no fatigar
demás a los caballos, intentando no perderlos por el camino. Seguir a pie no
era una opción, decía, debemos llegar cuanto antes y si es necesario domaremos
vacas o ciervos para llegar a nuestro destino. Cuando se cansó de juguetear con
las bolillas de lana que soltaban sus calcetines, a los que les hacía falta un
par de remetidos, comenzó a oír los pasos de un caballo que se acercaba al
trote. Quiso inquietarse, aferrar a mano al puño de la espada y acercar el
mosquete. Pero estaba tan seguro de que era Louÿe que solo pudo pensar en la
emoción que le producía al fin comer algo.
—No ha sido fácil convencerla de que
metiese algo del pollo en la maldita bolsa, pero al fin, pagando algo de más,
se ha dejado convencer. —Comentó Louÿe nada más que llegó, bajando de un salto
del caballo, con el ceño fruncido.
—¿Por qué no deseaba hacerlo?
—No lo sé. Me ha hecho mil preguntas,
apenas si había empezado a llenarme la cantimplora de agua ya me había
interrogado como para narra todo un libro sobre mí.
—Tengo hambre. —Dijo el joven,
enterneciendo al mayor y rescatando la pequeña mochila del caballo para
sentarse al lado de Armand y abrirla, desprendiendo de inmediato un intenso
olor a pollo asado y arroz cocido.
—No es mucho, suficiente para aguantar
los dos hasta mañana.
—No hemos comido nada en todo el día,
cualquier cosa es bien recibida. —Sonrió el joven mientras ayudaba al mayor a
sacar el contenido envuelto en un trapo. La cantidad de comida era menor de la
que Armand habría imaginado pero él mismo se animó con sus palabras anteriores
y cogió un puñadito de arroz con los dedos, llevándoselo a la boca sin derramar
ni un solo grano. El muslo y la pechuga de pollo que había estaban deshuesados
y con los dedos era fácilmente desmenuzable. Se relamieron los dedos, se
comieron hasta el último pedacito de carne que quedó enganchado en el trapo y
no dejaron un solo grano de arroz sin engullir. Mutuamente se dejaban los
trozos más grandes, o más jugosos, o las partes de arroz humedecidos con la
salsa del pollo. Daban largos tragos del agua y de vez en cuando se mojaban los
labios con el vino.
Con el estómago no lleno pero sí
saciado después de horas de hambre se sentaron directamente en la hierba y se
recostaron con la espada en la roca o en la mochila vacía que hacía de
amortiguador. Al joven no le importó apoyarse directamente en la roca pero el
mayor ya estaba más que dañado por el tiempo y se puso la mochila en las
lumbares.
—Puede que esta noche también llueva.
—Dijo Louÿe mientras miraba directo al cielo recogiendo al menor con su brazo
sobre los hombros de Armand. El pequeño se recostó sobre el abrazo de este y se
acurrucó encogiendo las piernas y los pies.
—Seguramente. —Olfateó el aire—. Me
encanta la lluvia, el olor de la humedad en el ambiente antes de una tormenta.
—Puede que tengamos que dormir al raso
si no encontramos nada antes de que anochezca.
—Puede. —Corroboró el menor pero con
una expresión más optimista y resuelta, casi como si no fuese gran cosa. Ante
aquel silencio del mayor alzó el rostro para mirarle y sonreírle, dándole a
atender que por él no había problema, ni sería la primera vez ni de seguro
sería la última. Esa sonrisa provocó que el mayor se resignase y advirtiese esa
jovialidad en el menor. Apretó su abrazo y recorrió al joven con la mirada.
Jugueteó con las mangas de su túnica en el hombro del chico.
—Os queda bien la vestimenta de
mosquetero. Bien podríais haber servido al coronel.
—Os adoro. —Dijo el menor con una
sonrisa bobalicona—. Ojala habernos conocido en otra situación, de verdad lo
digo. Haber servido a vuestro mando, sin huir de nadie, sin pasar noches al
raso y sin mendigar comida. Ojalá haber sido vuestro hijo, o vuestro hermano.
Vuestra esposa o vuestro sirviente. Cualquier cosa me parece bien.
—Lo sois todo en este momento. ¿Os
parece suficiente? —Preguntó el mayor con una sonrisa mientras sujetaba unas
manos enguantadas entre la suya. Estas le devolvieron el apretón y quedaron
allí, como si ese hubiese sido su lugar siempre. Hubiera deseado que no estuviesen
los guantes para llevárselas a los labios igual que hizo el joven con las
suyas.
—Quedo agradecido.
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