TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 16

 

Capítulo 16

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

Granja abandonada a las afueras de CHINON.

 

Rápido anocheció. Ambos protagonistas, al ponerse en marcha dejaron a un lado los caminos transitables y se adentraron entre caminos de tierra y campos sembrados para intentar camuflarse lo mejor posible de la vista. Si hubieran habido bosques por aquellos parajes no habían dudado un instante en internarse en ellos pero la mayoría eran campos de cultivo de tierras aradas y de propiedad de algún feudo cercano. Los caballos estaban un poco reacios al trato de desconocidos, y al principio estaban un tanto asustados por la escena que habían presenciado, pero pasadas un par de horas estaban tranquilos y deseando descansar. La noche era muy densa y oscura y en el cielo se rebelaban todas las estrellas a la vista.

Desde que se habían subido a los caballos no se habían vuelto a dirigir ni siquiera una mirada. El mayor iba delante y el joven le seguía completamente silencioso. De vez en cuando se detenían oteando el horizonte y continuaban a los segundos. A veces el mayor le hacia alguna indicación a menor para que tuviera cuidado por algún  bache en el camino o para que se detuviera. Pero eso era todo. Muy de vez en cuando Louÿe volvía ligeramente el rostro escrutando por encima de su hombro hacia el menor, seguramente para asegurarse de que seguía ahí y de que no estaba agotado o desmayado sobre el caballo.

Pasada la una de la mañana, rodeando Chinon divisaron un enorme granero dentro de una propiedad. La casa a la que pertenecía estaba a bastante distancia, la suficiente como para que nadie pudiese oírles si se colaban en él. Ambos tuvieron la misma idea porque se lanzaron una mirada cómplice y se bajaron del caballo a la par.

—Con suerte tendremos una mullida cama de heno o paja. —Dijo el mayor mientras rodeaba la propiedad seguido del joven y se topaban con la puerta de entrada del cercado—. Habéis de ser silencioso. Si alguien sale de la casa con una escopeta estamos muertos. Más vale que los caballos no sean muy ruidosos esta noche y que el propietario esté bien sordo.

—Estamos allanando una propiedad. —Dijo Armand mientras entraba tras el mayor en el recinto, tirando de las riendas de su caballo tras él. Con la mano libre se sujetaba el costado y aguzaba la vista para no tropezarse en aquellas tinieblas.

—No le estamos haciendo ningún mal a nadie. Nadie tiene porqué saberlo. Solo tomaremos prestado un poco de la paja del granero para descansar. Los caballos comerán un poco de heno y todo arreglado. Además, esta noche lloverá, estoy seguro de ello. Más tarde agradeceréis tener un techo bajo el que descansar.

Armand caviló un par de cuestiones más pero no salieron de su cabeza. Pensar en que estaban haciendo algo malo acaparaba todos sus sentidos y era todo lo cuidadoso que podía para evitarle más disgustos al mayor. Le temblaron las manos cuando azuzó un poco a su caballo que se había detenido a pastar en medio de la nada. Ese tirón le costó un relincho de este que los puso a ambos tensos. En la casa no parecía haber vida alguna y con más prisa que precaución alcanzaron el granero. En la puerta no había cerrojo y cuando entraron confirmaron que en aquella finca no debía de habitar nadie desde hacía tiempo.

Nada más atravesar la puerta se podía percibir que la madera no estaba en las mejores condiciones. Que se derrumbase no era un riesgo pero tendría cientos de goteras, por no hablar de termitas o moho pudriendo algunas vigas. La oscuridad de la noche les había confundido, haciéndoles ver el contorno de aquél granero como un lugar perfectamente habitable. Pero no eran más que tablones sueltos, colocados unos encima de otros formando una estructura de al menos seis metros de alto que bien se podía estar manteniendo en pie por divina misericordia de Dios. Ambos se quedaron igual de alicaídos al asomarse dentro. La imagen era deplorable, pero la idea de que no hubiese nadie por los alrededores era alentadora.

—No seáis tan optimista. —Le dijo el mayor mientas entraba primero con el caballo y lo dejaba a un lado cerca de un bloque de heno revuelto—. Bien podría haber alguien oculto en la casa, el dueño mismo, o ermitaños, o forajidos como nosotros.

—¿Ahora somos forajidos? —Le preguntó el joven mientras le pasaba las riendas del caballo al mayor y este lo llevaba al lado del suyo propio y después cerró la puerta. Por los huecos del tejado se podría ver la luz de la luna entrando parcialmente. Estaba casi llena.

—Ahora somos prófugos. Los dos. —Aquellas palabras fueron demoledoras, no solo para quien las escuchó, sino también para quien las emitió, pues ambos fueron entonces plenamente conscientes de su nueva posición social, y de las consecuencias de sus actos.

Cuando hubieron atendido a los caballos se decidieron a mirar alrededor nuevamente con el optimismo restablecido. El granero constaba de dos plantas. La planta baja donde ellos estaban situados estaba plagada de chatarra, maquinaria para arar el terreno y un variado surdido de herramientas en muy malas condiciones. La mayoría inútiles. Todo con grandes capaz de óxido, revuelto y tirado como si más de uno hubiese escarbado en busca de algo útil. Si hubo algo de valor, hacía ya tiempo que se lo habían llevado. La parte de arriba solo ocupada la mitad del granero. Allí arriba quedaban restos de paja y algún que otro rastrillo. Para ascender solo había una escalerilla de madera que parecía más endeble que el propio cobertizo.

—Dormiremos aquí. No me parece mal lugar. —Dijo el mayor mientras el joven se resignaba con un encogimiento de hombros.

—En peores lugares he dormido este último mes. —Se sonrió a sí mismo—. Esto es casi un palacio. ¿Veis? Un dormitorio de colchón de plumas de ganso, un techo de cristal para ver el cielo y buena compañía.


—Sois demasiado optimista. —Dijo el mayor mientras se dirigía a rescatar sus cosas del caballo. Las dos cantimploras, su botiquín, algunas prendas más y le pasó al joven su espada, cogiendo él la suya—. Lleváosla con vos, nunca se sabe quién puede aparecer de repente. Un mosquetero no es nada sin su espada.

—Ninguno de los dos es ya mosquetero. Vos ya no, y yo nunca lo fui.

—Para mí eres un excelente espadachín y tienes el valor y la moral de uno. Aunque no llevas la toga pertinente o no se te reconozca como tal, hubieras sido buen mosquetero.

—Gracias. —Dijo el joven sin querer alargar por más tiempo aquella alabanza. Fue el primero en encaminarse a las escaleras, con la espada agarrada al cinto y la cantimplora colgada del hombro. Subió poco a poco y muy lentamente por aquellas escaleras, midiendo bien sus pasos y procurando estar bien sujeto. Cuando al fin alcanzó la tarima se arrastró sobre la paja para dejarle espacio al mayor para subir. Había espacio para otras cuatro personas pero de seguro hubiera cedido la madera. Sonaba a cada uno de sus movimientos y ambos se miraban divertidos y aterrorizados a la par—. Si esto cede en medio de la noche y caemos, seguro que me rompo la espalda.

—Con la suerte que tienes seguro que caes encima de mí y soy yo quien se la parte.

Ambos se miraron con picardía pero después se concentraron en acomodarse aunque fuese sentados en aquel hueco. El mayor fue el primero en hacerse con un espacio y poner a mano el botiquín y las cantimploras.

—Desnudaos. He de veros la herida. Seguro que os duele.

El joven respondió con la mayor diligencia tumbándose y comenzando a desabrocharse la cuera y la camisa. Louÿe se deshizo también de su cuera y la dejó a un lado, arremangándose la camisa y rasgando las mangas de la camisa rota que había guardado en su petate. Se hizo con el vino y vertió un poco de este en la prenda con intención de desinfectar la herida pero tras observarla decidió que era oportuno deshacerse de los puntos, pues uno de ellos se había desgarrado y otro estaba oculto tras una costra de pus.

—¿Cómo os habéis hecho este desgarro?  ¿Os habéis caído del caballo?

—Sí, pero supongo que fue antes. El maldito mosquetero me apretó el costado para asegurarse de que era yo al que perseguían. Maldito. —Repitió—. Bien pudo darme en el costado con la culata del mosquete que me habría dolido menos. Me dejó sin aire del dolor.

—Yo soy el maldito que os hizo la herida. Subestimé vuestra debilidad. Puede costarnos caro.

—¿Tan mal aspecto tiene? —Dijo el joven incorporándose levemente para intentar retorcerse y verse la herida pero apenas si había visto algo de sangre bañando su costado el mayor volvió a tumbarlo y se dejó caer de lado, con un brazo bajo la cabeza y el otro levantado para no molestar a Louÿe.

—No tiene tan mal aspecto como podría. Pero bien puede empeorar con los días. Os saldrá un moratón por el apretón que os dio.

—Me saldrán moratones por todas partes. El maldito caballo cayó y me tiró a mí de la montura. Con suerte no me he partido el cuello.

—Ya he visto que tenéis rasguños por todas partes. En la cara, en la mejilla, en las manos. —Armand rápido dirigió las yemas de sus dedos a su rostro para intentar buscar a tientas las pequeñas marcas y arañados que allí había mencionado el mayor y se sorprendió al enconarse más de los que esperaba.

—Debo tener un aspecto desagradable.

—Solo como si una docena de caballos os hubiese pasado por encima.

—Por suerte no ha sido una centuria de romanos. —Se rieron los dos.

—Voy a quitaros los puntos. Será rápido, lo prometo.

—Tengo el cuerpo tan magullado que no me quejaré. —Dijo pero a los segundos, cuando el mayor escarbaba en la carne para sacar, con la poca luz de la luna que entraba en el granero, los hilos negros, el joven se mordió el puño cerrado, intentando no quejarse para no inquietar al mayor. Cuando hubo extraído los puntos puso el paño manchado de vino sobre la herida y el joven se tensó al instante, contrayendo todo el cuerpo en un quejido mudo.

El mayor se dedicó a empapar bien la herida con el alcohol y frotar suavemente para llevarse las costras de sangre seca y pus. Con esas friegas el joven iba poco a poco insensibilizándose ante el dolor pero a cada nuevo toque temblaba y cuando el dolor parecía dominarle soplaba el mayor en la herida para que el frescor le aliviase por unos instantes el escozor. En una de estas el joven desvió la mirada hacia el mayor cuando le soplaba la herida y le devolvió una mirada de alivio que era recibida con media sonrisa.

—¿Mejor? —Preguntó el mayor cuando consideró que no debía hurgar más en la herida, y menos con tan poca luz.

—¿Habréis de coserme de nuevo?

—No tengo buena luz para ello. Me temo que habré de esperar hasta mañana. Tampoco creo que os mováis mucho como para hacer que se abra más de lo debido. Me preocupa la infección, más que su profundidad.

—¿Creéis que puedo ponerme peor?

—No lo creo. Pero espero que no sea así. No tengo los cuidados necesarios para asegurarlo y no estamos en disposición de lisiaros con un dolor de costado en estas circunstancias.

—Confió en vos. —Musitó Armand mientras volvía su atención a las cueras de ambos puestas a un lado de la cabeza de este. El librillo de poemas de Louÿe sobresalía por el borde de la cuera de este y el joven se lo quedó mirando con más curiosidad infantil de poseerlo que con verdadero interés por indagar dentro. El mayor notó aquél repentino interés pero no dijo nada. Humedeció un poco de tela limpia con agua y limpió bien todo el costado del joven mientras este divagaba en la idea de coger o no la libreta. Si al mayor le molestaría o si sería una falta de respeto. Estaba seguro de que nada tenía el mayor que esconderle, y que para él sería todo un placer abrir sus poemas para él, pero el gesto de rescatarlo por si mismo era impropio de él y se contuvo recordándose la buena educación que había recibido de su madre. Comenzó a preguntarse si el tallo de lavanda seguiría dentro o si lo habría tirado al ras del camino. O tal vez se le hubiese caído. Tal vez lo había regalado a alguna posadera que hubiese conocido en la últimas horas, o tal vez su general le hubiera preguntado por él y lo hubiese despreciado para no darle importancia.

—Desnudaos completamente. Quedaos con los calzones. Tenéis mugre en la cara y algo de sangre salpicada. Os limpiaré los rasguños y os daré unos ungüentos en donde os hayáis golpeado al caer del caballo. No notáis ningún hueso roto, ¿cierto?

—Ninguno. Pero me duele un poco la rodilla y el codo derechos.

—¿Caíste de ese costado?

—Creo que sí.

—También un poco la muñeca y puede que el hombro.

—Para habéroslo dislocado. —Murmuró el mayor mientras humedecía nuevamente el paño y se sentaba al lado del chico, alzando su rostro impulsándolo con una mano en su nuca. El joven se apoyó en ambas manos detrás de él situadas. Apartándole el pelo de la cara al joven le limpió la frente, teniendo especial cuidado cuando pasaba por encima de alguna herida o algún rasguño. Cuando pasó por las mejillas el joven cerró os ojos, pero no pudo hacerlo cuando se pasó a las orejas y al cuello. La mano en su nuca, una mano tan grande y fuerte le hacía sentir desprotegido. Estaba casi desnudo tan solo sujeto por la mano del mayor. Habría podido hacerle lo que quisiera, Armand no se habría negado a nada.

—Habladme. No os quedéis en silencio. —Le dijo el joven, temiendo más al silencio que cualquier otra cosa. Él mayor resopló, concentrado más en la tarea de limpiarle que en buscar un tema de conversación.

—¿Estáis seguro de que no tenéis más dolor que en las articulaciones? Si os habéis roto algo…

—Seguro. —Dijo el joven—. Pero esperaba que la conversación no fuera solo sobre medicina.

—¿Deseas que hablemos del tiempo? ¿Del estado de la siembra en esta época? —Su tono no era muy suave, era más bien resentido. El joven podía haberse atrevido a preguntarle si seguía enfadado con él, o simplemente estaba cegado por su preocupación, pero decidió no decir nada y cerrar los ojos, disfrutando del tacto del paño húmedo por su cuerpo.

Después del cuello recorrió los hombros, parcialmente el pecho y se concentró en los antebrazos y las manos, que estaban terriblemente sucias y magulladas. Tuvo que mojar nuevamente el paño y limpiarlo. Después las rodillas y por último los pies, que apenas hacían falta. Cuando se despidió del frescor del agua y del tacto de las manos de aquél por su cuerpo se sentía renovado, casi renacido, como recién salido el útero esperando por un nombre nuevo y un abrazo de bienvenida. Pero nada de eso obtuvo. Cuando abrió los ojos el mayor estaba hurgando en la cajita de hojalata buscando algún  trozo de gasa. La puso sobre el costado del joven y rescatando un trozo de la camisa rota le vendó.

—Comprobaré que no tenéis nada roto. —Vertió en sus manos un poco de aceite con olor a romero que había sacado de un pequeño frasquito y se sentó de forma que pudo levantar una pierna del joven y colocársela sobre el regazo. Acaricio su rodilla, después su gemelo y poco a poco ascendió llevándose con sus manos la pernera del calzón. Los dedos del mayor poco a  poco profundizaban más entre los huesos de su rodilla y lo que para el joven al principio había sido un cálido masaje comenzaba a molestarle. El dolor se iba intensificando y tuvo que posar sus manos sobre las del mayor.

—Me hacéis daño.

—No aguantáis nada. —Replicó el mayor deshaciéndose de las manos del chico sobre las suyas y se volvió de forma que quedó a un costado de él. El joven le siguió con la mirada, esta vez más temeroso que antes y le extendió la mano que tocaba comprobar. De nuevo ese sutil masaje al principio y poco a poco se intensificaba hasta que sentía como las yemas del mayor se internaba entre los espacios de los huesos de sus falanges. Apartó la mano, molesto.

—Tened cuidado.

—Estoy comprobando que no os falta un solo huesecillo.

—Estáis torturándome como castigo por haberos abandonado en la posada. —Dijo el menor soltando las palabras como si no tuviera control sobre ellas. A estas le siguió una mirada cargada de resentimiento pero a los segundos se suavizó, extendiéndole de nuevo la mano al mayor. Este no cambió su expresión ni un ápice. Con el codo fue algo más delicado, comprobando bien que podía moverse y que no tenía tendones dañados. Para el hombro hizo erguirse al joven y le sujetó el brazo como si fue un muñeco y lo movió en varias direcciones. Tras comprobar que solo eran contusiones y que mañana tendría el cuerpo lleno de moratones se dignó a aplicarle un suave masaje sobre el hombro. Armad era incapaz de relajarse porque temía que de nuevo le molestase pero sus manos se notaban más suavizadas y el tacto no era tan brusco. Ni siquiera estaba ya concentrado en los huesos o músculos. Vagaban sus dedos a través de la piel del muchacho con la simple intención de proporcionarle un agradable consuelo. Cuando Armand soltó un suspiró placentero paró y se separó de él para limpiarse las manos con el trapo húmedo.

—Puedes vestirte ya.

—Me duele también la espalda. —Dijo Armad posando su mano cerca de las lumbares y mostrando una mueca de queja. El mayor sonrió con amargura.

—Más os vale que no hagáis esas bromas. La próxima vez que os dañéis no pienso cuidar de vos.

—Claro que lo haréis. —Dijo el joven divertido y se dejó caer sobre la paja, exhausto—. Podría acostumbrarme a esto, masajes y curas todos los días.

—Os he curado más en dos días que a pacientes míos en muchos años de trabajo. Eso significa una cosa, que sois un desastre.

—O que vos sois un terrible médico. —Se chanceó el joven sacándole la lengua ante el ceño fruncido del mayor y mientras este recogía sus utensilios de vuelta a la cajita de hojalata el joven se irguió volviendo a apoyarse sobre sus manos—. Debo ser un paciente horrible. Un quejica y un desagradecido. Tendréis pacientes de tres años mucho mejores que yo.

—No creas. —Dijo el mayor con un tono calmado y casi melancólico—. Hace un par de meses, a un compañero en una pequeña escaramuza, nos dispararon y él se calló por un pequeño barranco, cuando salió de allí dijo que le habían disparado y soltaba alaridos que podrían habernos localizado desde Suiza. Fuimos con él cojeando hasta el campamento, diciéndonos este que le habían disparado en el trasero. Cuando me dispuse a sacarle el proyectil, resultó que solo eran un par de espinas de un cactus sobre el que se habría caído en el barranco. ¡Qué aullidos soltaba el condenado! Pensábamos que lo habían matado, nuestro superior ya estaba redactando la carta a su viuda cuando le llevé las tres espinas que el buen hombre traía en el trasero. “Al parecer los enemigos ahora disparan púas de cactus, general” le dije. —El joven se desternillaba y el mayor debía chistarle para que no hiciese tanto ruido, pero reía a la par.

—Venid, contadme más cosas. —Dijo el joven extendiendo un brazo para atraer al mayor a su lado. Antes de tumbarse este bebió un trago de agua, ahuecó la paja bajo su cabeza y se tumbó con el brazo del joven bajo su cuello. El otro lo traía encogido.

—Otra vez, hube de ir a una casa a la que me llamaron para hacerle una sangría a la esposa de un comerciante de muebles. Traía varios días unos mareos incomprensibles y a pesar de que ya le había pedido que se quedase en cama no me había hecho caso. “Quién hará las tareas del hogar”, se lamentaba el marido. Así que el hice una sangría. Le clavé la navaja, en el antebrazo y un reguero de sangre salió disparado directo a la mesa de la cocina. Cuando me volví al marido para pedirle que me trajese un barreño o una cuba, estaba desmayado en el suelo, a mi lado. Busqué a alguno de los niños de la casa pero todos habían salido corriendo y la mujer se había desmayado en la silla. Fue un desastre. Me puse perdido de sangre y hube de dejarla allí recostada hasta que hallé un barreño. Después me recorrí la casa buscando algo de coñac que restregarles por los labios para despertarles y cuando el hombre despertó y me vio con el coñac de la mano me llamó aprovechado, borracho y me culpó de haber abierto una botella que tenía reservada para grandes ocasiones.

—Ojalá hubieseis atendido a mi madre. —Dijo el joven haciendo que el mayor se volviese a él—. No se habría muerto.

—Eso no lo sabemos. Pero soy feliz sabiendo que os atiendo ahora a vos.

—¿Podéis leerme alguno de vuestros poemas? Dijisteis que habíais escrito uno pensando en mí. ¿Podéis leerme ese?

—No está terminado. Pero puedo leeros otros que he compuesto.

—¿Pensando en mí?

—Siempre en vos. —Aquello pareció convencer a ambos para leer aquellos poemas y el mayor se irguió para alcanzar su cuera y la agenda que guardaba dentro. Volvió a tumbarse sobre el brazo del joven, pero se retractó y fue él el que cedió su brazo como almohada para el joven que se tumbó sobre su hombro y el mayor puso la agenda entre ambos para que los dos observasen por igual los poemas. La oscuridad les impedía ver con claridad, y el joven apenas si distinguía una palabra, pero el mayor era el autor y se conocía los poemas como si los llevase grabado en la piel.

—Ojalá tuviéramos una vela. —Dijo el joven chasqueando la lengua.

—¿No sabéis lo peligroso que es encender fuego aquí dentro? Con toda esta paja reseca y la madera podrida… Arderíamos aquí dentro antes de poder salir.

—No lo digáis ni en broma. —Se quejó el joven con una mueca de dolor por la idea y el mayor le acarició el cabello con la mejilla. Después depositó allí un beso y leyó un par de poemas, que surgían del papel entre garabatos, algún  que otro boceto y borrones del carboncillo.

 

Poema 2

La oscuridad nos rodea.

El caldero burbujea.

Rosas silvestres en agua.

Alguien llora tras la puerta.

 

Cupido me lanza su amor,

Vulcano me esconde de él,

yo me resguardo en su fragua.

Oigo como quema la piel.

 

Campanillas de oro rosa,

manuscritos dibujados.

El incienso nos rodea,

su dios me ha desollado

 

El disparo no es certero,

pero me ha lanzado al suelo

Su sonrisa prevalece,

Ya soy suyo por entero.

 

 

Poema 3

 

En este peso doliente y eterno,

en la noche de luna llena y fuego.

Quiero que sepas de mí que te adoro.

Pero no es suficiente y ya te añoro.

 

Aquí acompañado de los recuerdos,

de cada uno de tus castos besos.

La fugacidad del humo alejados,

uno por uno y de mí arrancados.

 

Cargaba flores en su gruesa falda.

Noche tras noche a la luna aullaba.

Día tras día solo a mí me amaba.

 

Hoy soy aquí el espejo de su alma.

Yo me convierto en ella y ella yace

a mi lado en la memoria quemada.

 

El joven puso su mano sobre la mano del mayor que sujetaba el librillo. Rozó con sus dedos los dedos del mayor y los delineó como si necesitase ponerle un cuerpo físico a las palabras que había escuchado, como si estuviese necesitado de esa empírica experiencia, de ese calor y esa frialdad corporal. O tal vez solo lo hizo pro ver la nimia expresión del mayor.

—¿Seguro que habláis de mí? —Preguntó el joven sonriéndose—. ¿Cuándo me habéis visto recogiendo flores en mi falda? ¿Cuándo me habéis besado?

—No hablo de vos en los poemas. Ni de mí.

—¿No habláis de mí, ni de vos?

—Pienso en vos, y en mí. Pero no como nosotros. Somos nosotros, pero no vos y yo.

—¿Cómo es eso? —Preguntó el joven volviendo el rostro al mayor mientras este cerraba su libro y lo dejaba a un lado, volviendo el rostro al joven que le miraba con una expresión de curiosidad extrema, ansiando una expresión y una respuesta a todas las cuestiones que se le acumulaban en la mente.

—En el mismo momento en que te miré por primera vez, prométeme que no sentiste como te quemaba todo el cuerpo. Prométeme que no te dolía el cuerpo y sentías que no podías respirar. ¿Solo era yo? No, es imposible. Esas cosas no las siente una sola persona, pude verlo en tu mirada. Estabais tembloroso, asustado y completamente fuera del control de vuestro cuerpo. Elevasteis vuestra alma a otro mundo, a otro tú. A otro yo, tal vez.

—¿Sugerís que intercambiamos nuestras almas?

—No, es algo más complicado que eso. Digo que os conozco de antes, de otros tiempos, nunca mejores. Y los recuerdos de aquellos, trasportados hasta mí, me atormentan desde el mismo instante en que os he visto. Ya los sentía antes, pero conoceros los ha dotado de sentido.

—Dejad de hablar. Sois un hombre de ciencia. No podéis hablar en esos términos. Ni siquiera creo que un sacerdote tenga tanta voluntad para hablar del ama con tanta libertad. —El mayor se dio cuenta que se había excedido en narrar aquellas fantasías y resopló turbado pero el joven no se dio por venció—. Enseñadme vuestro primer poema. El que no está terminado. Deseo leerlo. —El mayor accedió con resignación.

Poema 1

Una tarde de poniente

Una noche de solsticio

La luna escapa lúgubre

Y la bruja pide auxilio

 

El fuego en su mirada

Resplandece la mañana

El corazón clama de amor

Ella parece lejana.

 

El silencio se ha agotado

La madera cruje, llora.

No confieso mis pecados

A Satanás no le importa.

 

Lleno el rostro de lunares

Cristales llenos de ranas

Huesos bajo las cenizas

Dos corazones en llamas.

 

—Yo no tengo el rostro lleno de lunares. —Dijo el joven con una mueca de disgusto. No hablan de mí. Hablan de vos. —Sentenció el joven y rebuscó en la cuera del mayor el lápiz de grafito con el que le había visto antes escribir, cuando lo halló, comenzó a murmurar—. Mosquetero egocéntrico… —Y con la libertad que le otorgaba el conocimiento y la confianza sostuvo él el cuadernillo y terminó el poema, meditando apenas para escribir los últimos cuatro versos.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás escribiendo?

—No sois vos el enamorado. Sois la bruja.

Terminado el poema cerró el cuadernillo dejando el lápiz en el interior y cuando el mayor quiso alcanzarlo el joven se revolvió lo suficiente como para librarse de ello y guardar de nuevo el cuadernillo dentro de la cuera. Louÿe apenas si le dio importancia, al contrario, admiró con qué soltura había escrito sobre el cuadernillo y cómo las palabras del joven le habían enmudecido.

—Durmamos. Es tarde. —Dijo el joven y se puso la camisa. Después ambos se cubrieron con su cuera y se quedaron en sileno. Sus respiraciones llenaron el espacio, las estrellas se veían a través de las maderas. En un par de horas el mayor se despertaría por el golpeteo de un par de gotas de lluvia sobre su rostro y aprovecharía que el joven aún estaba dormido para acurrucarlo aún más sobre su pecho, ocultándolo con la cuera lo suficiente como para que ni una sola gota de lluvia le despertase.



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