TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 11

 

Capítulo 11

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

Posada “LAS COLMENAS”. TOURS.

 

Tras terminar de cenar Armand se levantó del suelo con un quejido y se condujo hacia su ropa colgada de la silla. La observó, meditó unos instantes y se hizo con la cuera, golpeándola unos segundos hasta quitarle la mayor parte del polvo acumulado del día. Después rescató del ojal la pequeña ramita de lavanda y se la llevó a los labios para olerla en completa intimidad, con los ojos cerrados y una leve sonrisa saliendo de sus labios. Toda su expresión se relajó y el mosquetero se preguntó qué clase de pensamientos estarían pasando en ese instante por la mente del joven para haberle vuelto repentinamente apacible y sereno. Con ambos objetos de la mano se encaminó al colchón en el suelo, donde el mosquetero seguía sentado del borde de este apurando el vino y se tumbó a lo largo del colchón, ahuecando un poco la lana debajo de su cabeza y cubriéndose al menos el pecho con la cuera. Sujetó la ramita con la mano y miró directamente al mosquetero el cual le devolvía una mirada curiosa y más confusa que divertida.

—Vos dormid cuando os venga en gana. —Le dijo Armand—. No tengo inconveniente en que os paseéis toda la noche por el cuarto si lo deseáis. Pero no me dejéis solo aquí. —Musitó con un deje de pena.

—No voy a ir a ningún lado. —Le aseguró el mosquetero y este observó como el joven asentía complacido y besaba nuevamente la lavanda para acariciar una de sus pequeñas flores con el índice y dejarla en el suelo, al lado del colchón. Se hizo el joven una bola y se cubrió mejor con la cuera—. Pensé que vos querríais dormir mejor en la cama.

—No. Vos habéis pagado la habitación, es justo que yo duerma aquí.

—Está bien. —Sentenció el mayor y apuró el vino tardando más de lo que era lógico por el poco vino que se quedaba solo por el placer de estar sentado en la misma cama en la que ahora descansaba el muchacho.

Entre que vaciaba la copa se preguntaba qué sucedería si se decidía a desmayarse a su lado, exhausto. Lo acusaría al vino, o al cansancio. Pero se deshizo rápido de esa idea cuando en la copa no quedaba una sola gota que exprimir. Se levantó colocando la bandeja lejos de ambos y apagó todas las velas de la habitación quedándose con la única aún con la llama encendida que colocó en el cabecero de la cama. Después se condujo a su propia cuera y sacó de un bolsillo interior un pequeño librillo con un lápiz. Se encaramó en la cama y colocando la espalda en el cabecero y la vela a un lado abrió el librillo que apoyó en sus rodillas con las piernas encogidas y se dispuso a escribir, o más bien, garabatear. Al rato se detuvo, se golpeó repetida veces el lápiz contra la barbilla y prosiguió escribiendo. El sonido del lápiz vagando por las hojas llamó la atención del joven que se volvió en el colchón y se quedó observando de donde procedía el ruido.


El cuadernillo del mosquetero era no más que una funda de cuero negro con una serie de papeles en el interior. Por el ángulo del cierre de este era imposible leer que estaba haciendo pero el joven no pareció sino interesado por la expresión concentrada del mosquetero. Le recordó al momento en que furtivamente le observaba en la taberna, y cuando el mayor se volvió a él esos ojos azules, intensificados por la llama de la vela cerca de él, se volvieron mucho más fieros y sorprendidos.

—¿Os molesto?

—En absoluto. —Dijo el joven, tumbándose de cara a él y colocando una mano debajo de la mejilla. A pesar de estar exhausto no pudo cerrar los ojos en al menos quince minutos que el mosquetero estuvo escribiendo. Al final, en uno de esos lapsus de la corriente de su escrita, el joven se atrevió a preguntar—. ¿Escribís una carta?

—No. —Dijo meditabundo el mayor—. A veces. Ahora no.

—¿Puedo saber qué es?

—Poesía. —Contestó el mayor casi como un impulso pero rápido se arrepintió, pensando que el joven no apreciaría aquella tarea pero más que apreciarla le impresionó, abriendo aún más los ojos si era posible.

—Bromeáis. —Dijo Armand—. Leedme qué habéis escrito hasta ahora.

—Vos sí que bromeáis pensando que os leeré mis poemas. —Dijo el mayor tranquilo pero tajante. El joven se desanimó pero no pareció menos interesado.

—Médico, mosquetero y poeta. Vos sí que sois un buen partido. —El mosquetero se sonrió—. ¿Son para alguna mujer?

—A veces. —Dijo él mientras se mordía le labio inferior con los ojos fijos en algún punto del papel.

—¿La tabernera?

—No. —Negó, pero pareció divertido por la ocurrencia.

—Apenas sé de vos. ¿Estáis casado? ¿Prometido, tal vez?

—No.

—¿Enamorado, pues? —El mosquetero no contestó pero pareció meditabundo—. Solo los enamorados escriben poesías, y los poetas deben escribir a alguna enamorada.

—Solo por ese comentario sois indignos de leer mis poemas. Sois mucho más corto de miras de lo que yo pensaba. Escribo por el placer de hacerlo, porque me gusta escribir y le envío poemas a conocidos, amigas, familiares y a todo aquél que tenga en bien apreciar mis humildes chapuzas.

—Seguro que os menospreciáis. —Dijo el joven pero ante el silencio del mayor, añadió—: ¿Para quién es el poema que estáis escribiendo ahora?

—Para vos. —Soltó el mosquetero haciendo que el joven enmudeciese y quedase completamente quieto sobre la cama. Miró de nuevo al mosquetero de arriba abajo apreciando como renovado todo su aspecto. Desde aquellas dos palabras no se atrevió a decir una sola más y realmente se sintió indigno de seguir indagando en aquella empresa. Pasados unos diez minutos el mayor soltó un bufido exasperado y cerró el cuadernillo dejando el lápiz en el interior y bajándose de la cama para meterlo de nuevo en la cuera. Cuando regresó a la cama se metió en las sábanas, observó por última vez al joven que permanecía despierto en el colchón con los ojos oscuros, grandes y brillantes mirándole y sopló sobre la llama de la vela para apagarla—. Buenas noches. Dormid bien. Mañana será un día largo.

—No más que el de hoy. —Dijo el joven mientras se reía—. Me parece haberos conocido hace cientos de años.

—Igual opino yo.

Cuando ambos se acostumbraron a la nueva oscuridad comenzaron a distinguir los retazos de la habitación gracias a la luz del exterior, al igual que cuando habían entrado en la habitación. A lo lejos se escuchaba el sonido de los clientes de la taberna y en alguna habitación cercana alguien discutía acaloradamente. El sonido de las respiraciones llenaba los pequeños espacios que quedaban en la habitación y aunque ambos estaban derrotados, ninguno de los dos podía conciliar el sueño. El mayor se movía dentro de la cama, de un lado a otro, haciendo que el joven no le perdiese de vista. Acabó riéndose y ambos terminaron por desvelarse.

—¿Cómo no podéis dormir con el día que habéis tenido? —Le preguntó el mayor al pequeño. Este se rió.

—Sois vos el que no paráis de dar vueltas dentro de vuestra cama.

—No consigo sacar un verso. Me he quedado en blanco y ahora no puedo sacarme ese vacío del cerebro, como si no consiguiese conciliar le suelo por un picor dentro de mi cabeza. ¿Y vos? ¿Por qué no podéis conciliar el sueño?

—Porque no paráis de moveros. —Ambos rieron. El joven suspiró poniéndose boca arriba y el mayor le imitó—. ¿Puedo preguntaros por qué hacéis todo esto por mí? La intriga y la curiosidad han superado a la desconfianza, os lo prometo. No alcanzo a comprender por qué un desconocido habría de arriesgar su carrera y su vida en ayudar a un prófugo y un asesino a marcharse del país. De verdad que estoy desconcertado. ¿Cuándo os decidisteis a ayudarme? ¿Cuando me derrotasteis a punta de espada? ¿Cuando rechacé vuestra comanda?

—Hace cinco años. Antes de que yo ingresase con los mosqueteros.

El joven se incorporó en la cama y se quedó mirando la silueta recortada por la luz del exterior que debía ser el rostro del mosquetero.

—¿Cómo es eso? ¿Alguna especie de juramento hipocrático…?

—No hablo de eso. Os conocí hace cinco años. Más o menos. Algo más. Tal vez. Vos apenas erais un adolescente. Ni me reconoceréis. Yo apenas os vi por unos instantes.

—¿Qué demonios estáis hablando?

—Antes de ingresar con los mosqueteros ya os dije que era médico en París. Vuestro padre me hizo llamar porque al parecer no se había entendido con su médico de toda la vida y estaba buscando médicos jóvenes, según él, con los que poder entenderse, pero en realidad lo que vuestro padre deseaba era un médico o muy estúpido o sin escrúpulos. Me hizo llamar por unos dolores de rodilla que para mí que eran más ficción que realidad y cuando el receté una serie de pomadas y unos masajes determinados temiendo que tuviese algunos tendones dañados él comenzó a interrogarme sabiendo cuanto le costarían ciertos medicamentos, qué clase de químicos podrían afectar a la circulación de una persona… —Meditó en silencio—. Apenas recuerdo la clase de preguntas y peticiones que me hizo pero en cierto puto vos pasasteis por el salón donde estaba atendiendo a vuestro. Este callo al instante y tuvisteis una conversación acerca de que vuestra madre os había dado permiso para asistir a una fiesta el sábado que daba el marqués de sabe Dios quien. Y a vuestro padre no le hacía gracia ninguna que os gastaseis el dinero en un trae de fiesta. No recuerdo muy bien aquella discusión, solo recuerdo sentirme tremendamente incómodo. —Se rió—. Después de que vos desaparecieseis él comenzó a desvariar alardeando de lo que su mujer ganaba al año y lo poco que a él le dejaba tocar ese dinero. Y casi como iluminado comenzó nuevamente a preguntarme si le podía conseguir ciertos productos que él había leído eran buenos para ciertos achaques que padecía su mujer. Los productos que me estaba pidiendo son compuestos altamente tóxicos que al parecer él hubo estando estudiando antes.

—¿Vos se los disteis? —Preguntó el joven anonadado.

—¡Ni en broma! Nada más que le di las pomadas para la rodilla me marché de allí asegurándole a tu padre que de ninguna manera dejaría que él maniobrase con productos similares y que si su mujer necesitaba aquellos medicamentos antes tendría que auscultarla primero. Él se negó y llegué a la conclusión de que sus intenciones no era nada buenas, ni para vuestra madre ni para vos. No volví a atenderle pero me fui de aquella casa con un mal sabor de boca que me duró meses. Al poco ingresé con los mosqueteros pero siempre que pasaba por París me informaba sobre vuestra familia por otros médicos que sí os habían tratado…

—Por el amor de Dios. —Dijo el joven, cayendo exhausto sobre el colchón.

Cuando hace algo más de un año estaba en París me enteré de la muerte de vuestra madre. Apenas lo supe se me pasó por la mente la idea de que él habría tenido algo que ver. —El joven enmudeció, conmovido—. Habladme de su muerte. Si deseáis hacerlo. —Suavizó.

—Un día empezó a encontrarse mal. Y así continuó los siguientes tres años. Creo que mi padre probó diferentes venenos con ella. No sé qué debía de estar administrándole pero poco a poco ella empeoraba, cambiaba de síntomas, parecía mejorar y repentinamente volvía a caer enferma por otra cosa completamente diferente. Empezó con malestar en el estómago, después mareos y cansancio. Murió desangrada. Empezó a vomitar sangre, orinar y excretar sangre… al final murió por múltiples razones. En todo el transcurso de aquel malestar de tres años mi padre despedía y contrataba a gente del servicio. Él lo achacaba a que tenía miedo a que alguno de aquellos trabajadores la estuviese envenenando, pero no podía ser posible. Todos la amábamos en casa. Estoy seguro de que más de uno debió pillarle in fraganti y tuvo que despedirle.

—¿Cómo supisteis que fue culpa de tu padre? Alguna vez…

—Sospeché nada más que ella murió. Antes de que falleciese ella me recomendó que me mudase con familiares que tenía al norte de París, que ellos me recogerían sin problema. Pero no entendí que me estaba advirtiendo de no vivir bajo el mismo techo que mi padre por miedo a que él me hiciese a mí algo similar.

—¿Por qué no lo hicisteis?

—Lo hice. Pero allí empecé a soltar calumnias contra mi padre, acusándole de haber provocado la muerte de mi madre y me llevaron de vuelta a casa, pensando que habría enloquecido. Al poco tiempo, tal vez menos de unos meses comencé a tener problemas de estómago como le había pasado a mi madre. No quise decir nada, pero yo mismo me sentía a las puertas de la locura de tan solo pensar que mi propio padre me estaba matando. A los días aquello empeoró y mi padre lo descubrió porque vomité sangre. ¡No sabéis el escándalo que montó! “El mismo mal que me ha arrebatado a la mujer de mi vida se llevará ahora a mi hijo”. Era una comedia, lo juro. De las malas.

—¿Qué hicisteis entonces?

—Desde entonces él se ocupaba personalmente de mis cuidados, preparándome él mismo las comidas, las bebidas y las curas. Me prometí que no volvería a enloquecer como cuando mató a mi madre porque de lo contrario me encerrarían. Pensé en callármelo, aceptar todos los cuidados de mi padre y despreciarlos cuando él no mirase. Un día, alentado por un compromiso que tenía me dejó un té en la mesilla de noche y se marchó. Yo me tomé la libertad de utilizar una camisa para colar el té esperando encontrar aquél mal que me estaba matando depositado en la prenda, y así fue. Cristal molido. Aquello era una locura.

—Debéis estar bromeando…

—No. Aquello mismo hizo con mi madre, estoy seguro. Le destrozó todos los órganos, y lo mismo me estaba sucediendo a mí. Aprovechaba cuando no miraba para deshacerme de sus comidas y bebidas y prepararme yo mis alimentos. No podía hacer nada estando en el estado que me encontraba así que aguanté unos meses más para recuperarme, fingiendo que mi estado no mejoraba y cuando tuve el valor me hice con mis pertenencias, algo de dinero y estaba listo a fugarme, pero mi padre me observó recogiendo mis cosas con brío y me detuvo, más paranoico que ofendido. El resto ya lo sabéis. Discutimos, la ira pudo conmigo, y le asesiné. Desde entonces me persiguen. No puedo demostrar que nos mataba a mi madre y a mí y yo no tengo intención de enfrentarme a la justicia de este país ni a la de ninguno. Quiero ser libre, quiero que me dejen vivir mi vida. Después de que Dios se llevase a mi madre, arrojada a sus brazos por un empujón de mi padre, ya no me queda nada en este mundo.

El mayor se había quedado sin palabras. Había escuchado la historia que tantos años se había formado en la mente pero ahora se había tornado realidad y delante de él tenía a aquel joven inocente que peleaba con su padre por comprarse un traje de fiesta. Se incorporó un poco en la cama para verle mejor y este estaba boca arriba, con una lagrima resbalándole por la sien que rápido borró de una pasada de su mano. Le volvió la espalda al mosquetero y acarició la ramita de lavanda en el suelo.

—Cuando mi madre vivía teníamos plantadas alrededor de la casa varias plantas de lavanda. A ella le gustaba perfumar la ropa con ella y hacía pequeños abalorios con lavanda y aceites que colocaba por la casa. Cuando ella murió mi padre quitó todas las plantas de lavanda. Y ahora este olor me recuerda a ella.

—Ahora ese olor me recordará siempre a vos. —Dijo el mosquetero a lo que el joven se volvió con una sonrisa triste y volvió a enjuagarse las lágrimas del rostro. Con un resoplido el mosquetero abrió las sábanas de la cama y dejó hueco al chico que se coló en ellas casi al instante. Como si ese contacto lo necesitasen ambos del contario. Se fundieron en un abrazo cálido y con olor a lavanda.

 



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