IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 8
CAPÍTULO 8
Jimin
POV:
Cuando cambiamos Xiumin, Chanyeol y yo de piso al pasar el curso comenzamos las clases como si nada pero nos vimos sorprendidos por un nuevo profesor de entrenamiento. Las asignaturas tradicionales seguían siendo las mismas insulsas y aburridas patrañas, pero en las clases de lucha nos vimos ante un cambio que no imaginábamos. No sabíamos si el profesor era nuevo o simplemente el que nos educaría a partir de la edad que teníamos, como un cambio más, pero yo solo le había visto una vez en todo el tiempo que llevaba aquí y no me hacía gracia volver a verle. El mismo corte de pelo, el mismo uniforme militar que ejercía un poder de sumisión sobre nosotros, el mismo gesto de ira. Y sin embargo, no pude evitar que al sentir su mirada sobre la mía en el primer día de clase, viniese a mí un sabor de fresa a mis labios. El recuerdo de su mano extendida con aquél dulce aún perdura en mi memoria mucho más intensamente que el de su mano con una fusta partiendo en dos a un chico.
Yo no sabía su nombre aun y no esperaba a que él me lo dijera porque yo siempre lo conocería como aquél chico tímido y callado que se postraba a la vera del señor que me llevó con Sehun. El chico que me dio un caramelo de fresa. El que me sonrió con tanta dulzura y el que me prometió que nos veríamos pronto. Al parecer el tiempo no solo me había hecho cambiar a mí, sino a él también. Ambos habíamos crecido, levemente madurado, pero la gran diferencia era la situación que se nos planteaba. El contexto alrededor era totalmente diferente. Yo no estaba en los brazos de Sehun ni él a la sombra de nadie. No al menos aquel día.
—Buenos días. –Nos dijo con voz grave y firme. El resto estábamos con los kimonos que nos habían asignado y en calcetines puestos en pie todos en una fila. Diez alumnos por dos filas. Yo frente a todos y él delante nuestro paseando. Sus manos a la espalda imitando el comportamiento de un soldado. Él había dejado de ser soldado hacía tiempo y seguramente se le habría quedado ese gesto. Tendría alrededor de veinticinco años e hice una cuenta mental. Si yo tenía diez y le conocí con tres, él debería tener por aquel entonces dieciocho. La edad justa para entrar en el ejército y pasar allí cinco años. Todo encajó de repente. Aquél hombre sentado en aquel despacho con tanta soberbia y dignidad, era su padre. Y él su hijo.
—Buenos días. –Contestamos toda la clase a la par y nos inclinamos frente a él como saludo, tal y como nos habían enseñado. Él no se sorprendió de nuestro comportamiento y tras una breve pausa se presentó.
—Soy Kim NamJoon. Seré vuestro nuevo profesor de artes marciales y vuestro preparador para ser hombres de provecho para la nación.
Escuchar su propio nombre de sus labios me resultó una extraña experiencia. Siempre había sido en mi recuerdo “el hombre del caramelo de fresa”. Pero hoy esa imagen se distorsionaba. Ya ni siquiera estaba seguro de que el hombre delante de mí, con facciones endurecidas y pelo corto, fuera el mismo que me ofreció un dulce para calmar el llanto. Me pregunté si tendría más caramelos en el caso de que alguno se pusiera a llorar, pero el único premio que me vino a la mente fue no sufrir el abuso por el que pasó aquel chico en sus manos. Miré por todos lados. No encontré la fusta.
—Hoy quiero comprobar vuestras capacidades de lucha cuerpo a cuerpo. –Ahora que lo pienso debió sonar raro en oídos de terceros decirle aquello a niños de diez años, pero habíamos sido entrenados para obedecer, no para juzgar.
—¿Por parejas? –Preguntó uno de los alumnos y recibió una fría mirada de parte de NamJoon por no hablar cuando él lo pidió, por sorprenderle con una estúpida pregunta y, seguramente, por interrumpir el flujo de sus pensamientos.
—Sí. Pero no será voluntario. Yo os asignaré.
Algo me decía, muy dentro de mí, que yo era el único que antes había pasado por los ojos de NamJoon. Algo muy dentro me decía que yo iba a ser su preferencia, su debilidad, pero que sería el que más golpes me llevaría. Tenía un miedo atroz a estar bajo el peso y la violencia de la fusta. Tenía miedo de ver mis labios sangrantes, de ver mis manos magulladas. De verme en el suelo cubriéndome con mis brazos de los golpes indiscriminados de sus manos enfundadas en acero. Él me sacaba, posiblemente, cinco cabezas. Y la imagen que yo tengo de él en mi mente es, sin exagerar, la de un monstruo tan alto como una montaña, tan fuerte como un toro. Seguramente ahora igualaría con él en altura y fuerza, pero los diez años son una edad de distorsiones de la realidad cuando la fantasía da lentamente sus primeros pasos a convertirse en la más dolorosa realidad.
No tuve su benevolencia ni siquiera el primer día pues me emparejó con aquel chico del que te he hablado antes. Ese que como todos tiene una debilidad psicológica y no es capaz de no golpear con su pierna derecha se encuentre en la situación que se encuentre. Pero no estábamos hablando de defendernos usando el judo o el kárate. Simplemente había que inmovilizar al contrincante usando la fuerza bruta y yo no estaba preparado física ni psicológicamente para ello, por lo que me limité a ponerme frente a él y esperar a recibir un golpe que me iluminara en cómo continuar. Haciendo justo lo que yo creería que sucedería, NamJoon no nos quitó los ojos de encima a pesar de que debería haber estado atento al resto de la clase por igual. Sus ojos me decían que yo no estaba ahí por voluntad propia, ni por la de mis padres. Sino por la suya y la de su padre, por lo que me tratarían de forma diferente que al resto. De eso no me cabía la menor duda.
Antes de darme cuenta el chico me había empujado al suelo con las manos y caí de espaldas. No pareció haberse sentido satisfecho con lo poco que había trabajado por lo que me animó a levantarme con una sonrisa cínica y me miró desafiante. Yo me incorporé rápido temiendo una represaría en el suelo y cuando me dispuse a avanzar un solo paso, sus largas piernas me golpearon en la cabeza haciéndome caer al suelo de nuevo. Me llevé una de mis manillas a un lado de la frente y respiré profundo intentando calmar mi respiración. Él aún no se abalanzaba sobre mí para ganar, no le parecía suficientemente divertido y, medio mareado, me incorporé una segunda vez. La última, pensé para mí: No volvería a caer.
Cogí aire de nuevo y a mi mente acudieron los recuerdos de mis calificaciones. No sé por qué pero necesitaba tenerlas en mente y al recordarlas, me invadió un extraño sentimiento de insatisfacción y vergüenza que no había tenido nunca, pero estaba mezclado con una ira ciega que se distorsionaba en frustración. Una pequeña voz dentro de mí comenzó a susurrarme dulcemente: Hagas lo que hagas, pase lo que pase, no tienes capacidad de elección. Así que, al menos, haz algo por ti y logra sobrevivir dignamente.
La impotencia y el miedo se cruzaron con las palabras de mi rival que solo intentaba provocarme, pues al igual que yo, conocía mi debilidad.
—Vamos, pequeño. ¿A qué esperas? ¿A crecer unos centímetros más? –Se rió de mí descaradamente pero ya era demasiado tarde para refrenarme. Cuando mordió sus labios se dispuso a coger carrerilla para golpearme de nuevo. Yo sabía que no me dejaría levantar una vez más y me agaché, aprovechando mi altura, para que su pierna pasara de largo por encima de mi cabeza y con mi pierna extendida golpeé la suya quitándole el único punto de apoyo sobre el que se sustentaba, para hacerle caer. Yo me incorporé para caminar cerca de él y pisarle la espalda cuando intentaba levantarse. No tenía los conocimientos necesarios para saber que si pisas demasiado fuerte sobre una vértebra puedes partirla y desencajarla, haciendo que la persona se quede paralítica, o que si le pateas la cabeza a alguien puedes partirle el cuello obteniendo la muerte instantánea. No me importó. Lo hice de todas formas y cuando lo tuve atontado me senté sobre él en el suelo y me desfogué golpeándole con mis puños cerrados.
A esa edad no pude haberle hecho demasiado daño, ni si quiera a mi me dolieron después las manos, pero él se quedó medio atontado y el resto de la clase se quedó expectante mirando atentamente cada uno de mis movimientos. Cuando me cansé de golpearle y había quedado demostrado que era más que capaz de inmovilizarle, miré a lo alto con la respiración entrecortada buscando la mirada de NamJoon observando con una sonrisa lo que acababa de suceder. Le respondí con jadeos entrecortado y él asintió, en señal de que me retirara de mi contrincante. No volví a escuchar a nadie llamarme bajito. Al menos por entonces.
…
Recuerdo un hecho memorable de aquél entonces. Yo tenía apenas once años cuando en una tarde que dediqué a estudiar mientras Xiumin y Chanyeol se divertían, algo extraño sucedió. Era una cálida tarde de primavera en el que el viento nos había dado una tregua, en la que el sol salía por entre unas vergonzosas nubes. La ventana de mi cuarto daba a los jardines traseros y podía ver como poco a poco y muy lentamente con la progresividad de los días la hierba crecía haciendo acto de presencia. Había un par de columpios y algún que otro juguete perdido por ahí entre la tierra.
Yo estaba centrado en el libro de matemáticas delante de mí y a pesar de todo el esfuerzo no conseguía que las palabras tomaran conciencia en mi mente de una forma u otra. A lo lejos, por un camino de tierra rodeado a ambos lados por arboles, vi llegar un par de autobuses negros. Eran grandes, y seguramente repletos de personas. Hacía mucho tiempo que nadie pasaba por aquí a parte de los habituales camiones de suministros alimenticios y necesidades varias. Parecían visita más que necesidad y por la lenta forma en la que el autobús se desplazaba por la tierra me daba la impresión de que debería ir cargado de personas. Sonreí excitado y a pesar de no ser asunto mío cerré el libro de matemáticas y salí del cuarto en busca de Xiumin y Chanyeol, pero no los encontré a ninguno suponiendo que estarían en la biblioteca o en cualquier otra parte. Había un dulce y leve barullo alrededor. Algunos alumnos caminando de un lado a otro en calma y sosiego, y algunos profesores bajando las escaleras hacia el recibidor. Yo mismo me dirigí disimuladamente tras ellos, pareciendo desinteresado.
Cuando estuve en lo alto de las escaleras que daban al recibidor me quedé ahí agazapado mientras el resto de personas bajaban del todo a recibir a los chicos que acababan de llegar. Hombres y mujeres por igual, todos con uniformes militares con nuestra bandera cosida en la parte exterior de su brazo derecho. Sin embargo en sus rostros denotaba una extraña sensación de desconcierto y desorientación. Miraban a todas partes como un grupo de turistas extranjeros que intentan familiarizarse con el ambiente. Nada más oírles hablar entre ellos lo supe. No eran norcoreanos, pero aun así portaban nuestras ropas. Fruncí el ceño y agudicé el oído para escuchar la voz de nuestro subdirector recibirles en nuestro idioma.
—Bienvenidos. Ahora que formáis parte de nuestro ejército queremos enseñaros de donde vienen las grandes mentes espías de nuestro país. Como podéis comprender las clases son por la mañana así que podemos enseñaros las instalaciones sin ningún problema. –Todos los chicos parecieron entenderle y asintieron. La edad de estos chicos rondaba entre los diecisiete y los diecinueve años. Entonces me acordé, habían estado hablando de que había jóvenes chinos que habían sido reclutados por el ejército de nuestro país por la carencia de efectivos. Ellos debían ser y aunque no teníamos a los chinos en gran estima, se hablaba muy bien de ellos y de uno en especial, como el mejor—. ¿Quién de vosotros es LuHan? –Preguntó nuestro subdirector y uno de ellos dio un paso al frente. Un chico de cabellos negros, rapado en la nuca y con un flequillo que cubría parte de su frente. Su rostro era aniñado, su expresión seria pero sin dejar de ser dulce. ¿Ese era el famoso Luhan? Negué con el rostro decepcionado y nuestras miradas se cruzaron cuando él alzó la vista momentáneamente. Le miré y rápido mis mejillas enrojecieron haciéndome salir corriendo escaleras arriba.
Sí mi amor, ese fue el hombre que no arruinaría la vida tiempo después, pero entonces él solo era un adolescente en un país que no era el suyo. Había sido muy alabado por su facilidad para aprender idiomas y su manejo de la tecnología y la psicología. Era un sociópata innato. Yo, y debes perdonarme, solo era un niño avergonzado por unos ojos que me miraron demasiado pronto. Debí quedarme unos segundos más para analizar mejor las facciones de su rostro y quedarme bien con su nombre. Un nombre del que pronto me olvidaría.
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