IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 7
CAPÍTULO 7
Jimin
POV:
A mitad de la mañana, sobre las doce o antes, dependiendo el día, las clases teóricas, por decirlo de alguna forma, las clases convencionales, terminaban e íbamos a las aulas de entrenamiento donde nos enseñaban diferentes artes marciales. Los primeros años tan solo fueron simples clases de taekwondo, judo o kárate. Eran muy graciosas al principio y nuestro profesor se lo tomaba casi como un juego. Era un hombre joven, de unos treinta años, que siempre estaba con una sonrisa amable en su rostro.
Normalmente las clases consistían en llegar al aula, cambiarnos la ropa por kimonos o el material que necesitáramos y sentarnos en círculo para escuchar media hora de teoría sobre la materia. En todo momento nos avisaron de que eran clases muy complicadas y que irían requiriendo más esfuerzo, perseverancia y paciencia con el tiempo. Nos advirtieron que tener estos conocimientos físicos supondría tener un mayor control sobre nuestro cuerpo porque podríamos herir a alguien, o algo peor. Nosotros no éramos capaces de comprender qué había de malo en nosotros que pudiera herir a nadie. Nuestros cuerpos, pequeños y debiluchos, no eran rivales de nadie. Poco a poco eso iría cambiando.
Cuando comenzaban las prácticas el profesor nos separaba por parejas de dos y comenzábamos a practicar las llaves que habíamos aprendido en el día. Como Xiumin y Chanyeol siempre se ponían juntos yo me veía obligado a buscar a un tercero que me acompañase en mis clases, para mi desgracia éramos números impares y siempre era el que se quedaba solo. Los demás me miraban con soberbia y una sádica sonrisa en sus labios. Aquello me dejó marcado, obligándome a entrenar solo, a estirar o a hacer abdominales mientras esperaba el turno en que alguien se quedaba libre. Xiumin sucumbía a la pena que sentía por mí a veces para dejar de lado a Chanyeol para entrenar conmigo y al contrario, pero eso no hacía sino hacerme sentir mal.
El profesor varias veces intentó hacer de mi compañero pero la diferencia de altura me dotaba de una inferioridad irremediable. Desistí y me limité a mirar. He de reconocer que no me arrepiento de ello, pues observando fue la mejor manera que tuve de aprender. Ver en cada uno de ellos sus debilidades, sus puntos flacos, sus fortalezas, el foco de su violencia. Había un niño en mi clase que siempre intentaba, aunque el movimiento no resultara efectivo, golpear a la cabeza de su rival con la pierna derecha. No le importaba que no llegase o que el otro lo esquivara con facilidad. Al parecer no sabía hacer otra cosa. Otro, un poco más alto, le gustaba presumir de su altura mirando por encima del hombro a sus contrincantes, lo que le dotaba de una estúpida debilidad, cuando golpeaban sus partes bajas se derrumbaba en el suelo y se encontraba en un universo que no había conocido nunca. Mirar a su rival alzando el cuello.
Aprender de las debilidades de otros es la mejor forma de conocer tus propias debilidades y taras. El primer año fue en lo que me fijé. Fue para lo que me sirvió. Soy irascible, me dije, me enfado con facilidad y debo aprender a controlar la ira. Soy bajito, pero eso puede convertirse en una ventaja si fortalezco mis músculos y ataco por sorpresa. El rival se verá sorprendido y desorientado. Perfecto para ganarle. Todo era un juego que yo veía como unas fichas sobre un tablero de ajedrez. Aun éramos peones con movimientos limitados que estábamos en camino de convertirnos algún día en torres que protegerían al rey de sus contrincantes. Yo no sabía que yo me desvelaría y sería la reina de un rey con necesidad de una mano ejecutora.
Durante el primer año de estudiante mis calificaciones nos fueron nada del otro mundo. No eran las peores pero tampoco destacables. Mediocres. En arte y filosofía fue el mejor de mi case, sin embargo, pero eso no me sirvió para que nadie me mirase con otros ojos. Sin embargo, con cinco años, a nadie le importaba en absoluto nada de eso. Las notas, las calificaciones. Éramos niños y solo deseábamos por todos los medios que llegaran las horas y los días de descanso para jugar por horas en los jardines o en alguna de las habitaciones donde pudiéramos dejar volar nuestra imaginación. Xiumin y yo solíamos jugar a menudo en su cuarto fingiendo ser espías infiltrados en una mansión. Chanyeol al otro lado de la pared en su propio cuarto golpeaba la pared con unas señales que nos habíamos inventado tan solo como entretenimiento.
Después, con unas pistolas de juguete que hicimos con cartón y palos salíamos del cuarto y nos adentrábamos en el fuerte de Xiumin para acorralarle y dispararle. Era muy divertido dentro de nuestra mente porque una vez el juego terminaba, todos quedábamos vivos y no había sangre derramada. Eso era lo mejor que recuerdo y sin embargo dentro de mí, en aquél entonces, hubiera matado por tener entre mis manos una pistola de verdad. ¿Irónico? Tal vez.
Durante los años siguientes nos comenzaron a adiestrar con armas blancas. Primero pequeños cuchillos y material básico. Unas tijeras, una navaja… poco a poco y a medida que crecíamos las armas pequeñas se sustituyeron por catanas y el filo, por armas de fuego. Pero aún no hemos llegado a eso. Mis primeras experiencias con cuchillos, he de reconocer, no fueron muy favorables. No recuerdo muy bien cómo fueron aquellos primeros días pero no me siento a gusto con ellos porque tenía miedo de herirme, o de herir a algún compañero sin querer. Se me resbalaba el mango de los pequeños cuchillos y estaba tembloroso. Me hicieron luchar contra Chanyeol después de haber practicado a solas los movimientos que nos habían enseñado y comprobé que yo no era el único que estaba dubitativo ante la idea de tener algo tan afilado en nuestras manos.
Tras unas endebles estocadas ambos dos nos animamos pero era evidente que teníamos miedo de herir seriamente a alguien, pero el profesor dio por válido nuestro esfuerzo por intentar al menos parecer interesado así que no insistió demasiado y nos dejó seguir practicando. A lo largo del año conseguí un pequeño corte en el brazo derecho y otro en la pantorrilla izquierda. Nada de gran importancia ni que hayan dejado marca, pero aun así, siempre recordaré como los ojos de todos se volvían a mí y a mi mano manchada de sangre apoyada en mi cuerpo. Cada vez que alguien resultaba herido todos nuestros cuerpos se detenían a la par y se giraban para escuchar atentamente el lloro o los lamentos de aquél herido. Creo que eso era lo único que se pretendía de nosotros, que nos familiarizáramos con el sonido del dolor y el sufrimiento. Era lo único que debíamos aprender ese año.
Antes de cumplir diez años comenzaron a mostrarnos armas de fuego. Unas simples revolver y poco más. Lo más básico para que nos fuéramos familiarizando y conociendo su peso, su forma, la textura del metal y la rugosidad del plástico. Cómo apuntar, como soportar el reprís, como matar. Esta vez no era el sonido de los lamentos a lo que debiéramos acostumbrarnos sino al grito sordo de las balas al salir disparadas por el cañón y al fuerte rugido de estas al estamparse contra el objetivo. Mis manitas pequeñas se ajustaban fácilmente al gatillo y me permitían manejar el arma mucho mejor de lo que me habría imaginado. Alguien con dedos largos se habría visto incómodo para ajustar la yema del dedo en el gatillo pero a mí me venían perfectas y sumando esto a mi buena visión, comencé a destacar en algo, el tiro al blanco.
Era sin embargo lo único de lo que enorgullecerme. Las clases de artes marciales se redujeron en horas a la semana a sustituidas por clases de disparo y lucha con arma blanca. Sin embargo nos aconsejaron que siguiéramos haciendo deporte por nuestra cuenta para poder utilizar lo avanzado unos años después, donde nos enseñarían a luchar de otra forma. Dijeron. Yo pregunté si no habíamos estudiado ya a luchar con nuestro cuerpo. El profesor nos dijo que había muchas formas de matar, y que lo que habíamos aprendido hasta ahora era solo a defendernos. Por lo que decidí mantenerme en silencio cavilando seriamente la posibilidad de que yo tuviera que matar a nadie. Nunca hasta ese momento se me habría ocurrido que nadie muriese en mis manos pero con el paso del tiempo no era una posibilidad, era una verdad que cuanto antes asumiera como propia, mejor.
Salgamos un poco de referencias espacio—temporales y situémonos en un punto en concreto. El verano de mi décimo cumpleaños cuando estaba a punto mudarme de cuarto a uno del piso superior, ya con los mayores. Cuando estábamos a punto de subir de escalafón. Yo aquél verano me sentía sorprendentemente deprimido porque mis calificaciones no eran las que se esperaban de mí y poco a poco comenzaron a perder la paciencia conmigo asumiendo que yo ya no tenía remedio y que debían dejarme de lado. Pero un día todo lo cambió. Recuerdo estar subiendo las escaleras para conducirme a mi cuarto un domingo por la tarde cuando la mayoría de los niños están descansando después de la comida y cuando los profesores y tutores están ocupados corrigiendo exámenes o cualquier cosa parecida. Tal vez en aquel momento estuvieran ya preparando las materias para comenzar las clases al día siguiente, pero la realidad es que había un silencio extraño por los pasillos que poco a poco se fue amortiguando por unos gemidos que provenían de una de las aulas de entrenamiento.
Yo estaba decidido a ignorarlos y seguir ascendiendo las escaleras pero me di cuenta que de cada gemido le seguía un latigazo. Había dos personas ahí y yo me asomé al pasillo para ver una de las puertas de entrenamiento entreabiertas. Se veía la sombra de una de las dos personas moverse de pie, alzando algo en su mano y dejándolo caer con violencia. Los gemidos seguían y los golpes no se detenían. Algo me decía que no debía entrometerme y que lo mejor era salir corriendo escaleras arriba pero no pude evitar acercarme. Seguí caminando hasta quedar al borde de la puerta y quedarme escuchando atentamente.
—Pe—pero solo era un niño… —Se queja uno de los dos, supuse que el que estaba siendo golpeado, porque su voz estaba distorsionada por el dolor y los gemidos.
—¡No vuelvas a desobedecer una orden! –Gritó una voz que me resultó tremendamente familiar y entonces sí que no pude evitar asomarme lentamente por la puerta para ver un rostro de cara a mí caído en el suelo, vuelto en mi dirección porque intentaba protegerse de los golpes de una fusta en las manos de un hombre de pie sobre él. El chico en el suelo tendría alrededor de catorce o quince años, pero aparentaba más. Estaba vestido con un uniforme parecido al mío pero arrugado y manchado de sangre. Él hombre sobre él tendría unos veinticinco o treinta años, de pelo rapado, negro, con un uniforme militar. Le vi de espaldas y no pude identificarle, y tampoco tenía el tiempo de quedarme a mirar porque el chico en el suelo se había percatado de mi presencia allí y era mejor salir corriendo cuanto antes.
Recuerdo bien la expresión dolorida que irradiaba su rostro con una amarga mueca. Sus ojos, pequeños y rasgados, sus labios grandes e hinchados, con un hilo de sangre recorriéndole. En un futuro nos asignarían una misión juntos y entonces nos presentaríamos como era debido. Él no me reconocería como el chico de ojos curiosos que se atrevió a cotillear en su castigo pero yo si vería en él a un niño golpeado. También pasaría a formar parte de un círculo muy cercano dentro de mi familia, como un hermano más. Mi querido Jin. Le debo la vida, y la verdad es que no le vendría mal.
El hombre que le golpeaba, él… me recordó a un caramelo de fresa. Mis favoritos.
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