IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 5
CAPÍTULO 5
Jimin
POV:
Cuando cumplí cinco años y me vi obligado a dejar la guardería me llevaron a la escuela especializada de personal cualificado del ejército. Lo que en otras palabras quería decir “internado para adiestrar niños”. No quiero hacerte pensar que nos lavaron el cerebro ni nada de eso. No fue llegar y darme una pistola. Bueno, en realidad casi pero no como lo piensas. Se parecía más a los colegios de pago occidentales, en donde el niño se queda interno y asiste a clases por la mañana y tiene horas libres por las tardes. Te lo explicaré paso a paso, no seas ansioso.
El día en que llegué, una ajuma me recibió en la entrada. Cuando me despedí durante largos minutos de Sehun ella me dio cálidamente la mano y con la otra me portaba la pequeña mochila con las pocas pertenencias que me habían dejado llevarme. Mi ropa, mis pocas cosas de aseo y el regalo de Sehun. En mi mano libre yo llevaba agarrado de la manita mi osito de peluche. Tenía miedo de que de un momento a otro apareciese un hombre y me lo arrebatara, me lo quitara de las manos y lo quemara o lo despedazara. Lo agarre contra mí y lo olí, para darme seguridad. Su olor siempre me reconfortaba hasta hacerme dejar de temblar. La señora era al parecer la cuidadora de los niños entre cinco y diez años. No recuerdo bien su nombre, la verdad. No sé si era Yoona, o Gyiona. Algo parecido, no tengo muy buena memoria para los nombres, la verdad. Tampoco es que nos cuidase las veinticuatro horas del día.
El edificio desde el exterior estaba construido según la arquitectura occidental, como ya he dicho antes, imitando una especie de escuela rica y adinerada. Las paredes eran de un color rojizo marrón y los tejados, de pizarra negra. Era impactante y sorprendente. No estaba situado en el centro de la ciudad sino más bien a las afueras. Recuerdo haber tenido que ir en coche hasta allí y no haber salido de aquel recinto en mucho tiempo. Las puertas que cruzamos eran de madera oscura y enormes. Hicieron un extraño crujido al abrirse y se repitió al cerrar. Me agarré a la mano de la señora y ella me miró sonriéndome. Me habló con una voz dulce y acaramelada pero al mismo tiempo desgastada por la edad, tal vez tuviera más de cincuenta años. No eran tantos, pero para mí, era toda una anciana.
—Este será tu nuevo hogar. Aquí compartirás estancia con niños de tu misma edad.
—¿Sehun hyung vendrá a verme?
—Claro, puedes recibir visitas una vez al mes. –Asentí ilusionado. Cuando entramos me sorprendió una gran estancia, las paredes forradas de madera y con cuadros y estanterías a los lados. Una gran estancia por la que había dos puertas a cada lado y una gran escalera frontal que se bifurcaba en dos rodeando el perímetro. Estando fuera calculé que tal vez tuviera entre cinco y seis pisos, pero desde dentro y teniendo en cuenta mi altura, aquello parecía un castillo encantado. Esa era la impresión que me daba, la de una escuela encantada como la de los cuentos infantiles. Las escaleras brillaban con un lujo presupuestario y la alfombra marrón del suelo era acogedora y suave. Me sentí como un extraño al pisarla y tuve la extraña sensación, algo que no me pasaba con frecuencia, de que no sería capaz de encajar en un sitio así. Volví a tener esa sensación años después cuando me mudé al sur para conocerte, y meses después cuando ambos estuvimos en Barcelona. Créeme, es una sensación de desamparo, humillación, temblor, tristeza y miedo que te rodea y te abraza con brazos inmovilizadores. Te oprime el pecho, te zarandea. Te marea. Y antes de darte cuenta te has consumido en ti mismo creyéndote que realmente no encajas.
Aún me quedaba mucho por conocer, apenas he cruzado la puerta, —me dije—, pero el miedo no desaparecía. Subimos escaleras arriba. El primer piso estaba repleto de aulas entreabiertas. De soslayo pude ver las mesas y las sillas de madera oscura en medio de un espacio solitario y silencioso. Era por la tarde por lo que no había personas impartiendo asignaturas, lo cual me resultaba lógico, pero entre espacio y espacio de un pupitre a otro permanecía un vacío extraño, un silencio doloroso. Como el fantasma de un niño esperando por algo. Un aire frío a punto de quebrar el silencio.
La segunda planta eran también aulas pero estas no estaban llenas de pupitres, sino de equipo de ejercicio y lucha. Vi kimonos colgados de perchas, algunas colchonetas en el suelo. Nada extraño, nada de lo que debiera preocuparme. En la cuarta planta estaba mi habitación y los de los chicos de entre cinco y diez años. En la última planta estaban las habitaciones de los chicos entre once y dieciocho años. A partir de esa edad, los chicos se iban. Terminaban sus estudios, por decirlo de alguna manera. Todos lo que sobreviviesen, claro
La señora me acompañó a una de las habitaciones, y cuando nos paramos enfrente, pude ver como las vetas de la madera levemente ajada me daban la bienvenida a lo que sería mi habitación durante los próximos cinco años de vida. Al abrir la estancia, no sé porque, me esperaba encontrar mis muebles, mis juguetes. Pero no fue así. La habitación era una extraña personalidad vacía y hueca, amoldaba a unas muy altas expectativas. Me quedé paralizado frente a ella unos segundos buscando algo de mí allí. Deseaba con todas mis fuerzas que aquello no fuera real. Se sentía tan frío, tan triste, tan inhumano. Tal vez me consumí en ella convirtiéndome en lo que soy hoy, pero creo que aquello fue a posta. La personalidad nos dota de elección a decidir. Si no tenemos personalidad, no tenemos voz, ni voto. Y a veces, hubiera jurado que era incluso mejor así.
Cuando entré, la señora entró a mí a mi lado y levantó las persianas para que la cálida luz de la tarde penetrara en el frío aroma a polvo y humedad. ¿Te creerías que no me sorprendí cuando vi aparecer tras los cristales unos barrotes de hierro? No pensé en una cárcel, mi amor. Pensé en la imposibilidad del suicidio de querer lanzarme por ella. Borré rápido ese pensamiento cuando comencé a ver a mi alrededor los muebles. Una cama individual, postrada sobre la pared de la derecha. Un pequeño armario a sus pies. Un escritorio frente a la ventana y una pared desierta con dos estantes vacíos. Una foto de nuestro presidente, enmarcada. Una bandera, de igual forma a su lado. Y sobre el escritorio, un pequeño detalle que me había pasado desapercibido. Un uniforme con un folio sobre todo ello. Unos zapatitos de charol adornando todo el conjunto.
—Aquí tienes tu uniforme. Tienes que ponértelo en las horas de clase y cuando haya reuniones y celebraciones. En las comidas también. Las horas de desayuno, comida y cena hay que ir a la última planta, al salón. –Asentí. En ese momento fui consciente de que no había vuelto a pronunciar una sola palabra desde que entramos—. Aquí tienes tu horario de clases, de lunes a viernes, de siete de la mañana a tres de la tarde. Los libros los tienes aquí. –Dijo rebuscando en uno de los cajones del escritorio y sacando junto con ellos una mochila y un pequeño estuche—. Tendrás que ponerte un poco al día, pero no es mucho. –Dijo y me miró con tristeza fingida. Por culpa del papeleo de mis padres presos tardaron más tiempo en admitirme. Alguien movió hilos. Al parecer pensé que todos los niños aquí estaban en la misma situación que yo. Me temo que fui el único con padres encarcelados. El resto eran simples niños con padres normales y corrientes, con presupuesto para permitirse su estancia aquí.
La señora se fue y me dejó la mochila sobre la mesa. Yo me abracé con fuerza al oso en mis brazos y caminé con él nervioso por el cuarto hasta pararme frente al uniforme y tocar con los deditos la suavidad de la tela en la corbata. Era un uniforme normal, simple pero elegante. Pantalones, americana y corbata azul oscuro y camisa gris. Los zapatos eran negros y en pequeños detalles podía apreciar un color rojo como en la costura de los botones, en pequeños detalles de la corbata y en el escudo de la americana. Un escudo que en un principio me hizo gracia, pero que con el tiempo comencé a reconocer la sangre en el rojo de la tela.
Comencé a oír murmullos a mi espalda. Me giré a la puerta abierta pero no había nadie allí. Sin embargo seguía escuchando esos infantiles y temblorosos murmullos. No alcancé a saber qué decían, ni si estaban tan cerca como yo me creía, pero me abracé con fuerza al peluche y me escondí el rostro tras él, dejando tan solo mis ojos a la vista por entre la cabeza del oso. De la nada y en el borde de la puerta apareció un rostro espiando dentro del cuarto. Con él, los murmullos cesaron pero no pude evitar enrojecer cuando esos grandes ojos felinos me miraron con descaro. Cuando cayeron en mí, se escondieron de nuevo tras la puerta. Era un rostro pequeño, infantil, de mi estatura probablemente y con una expresión curiosa. Pelo castaño, cortado con un dulce y travieso flequillo. Los murmullos volvieron cuando desapareció y esta vez eran más evidentes.
—Me ha visto. –Se lamentaba uno excitado.
—¡Vuelve a asomarte! –Le pidió un segundo.
—Me da vergüenza. –Dijo el primero. Por la conversación deduje que había dos personas al otro lado de la puerta.
—Vamos, ve. –Dijo el otro y debió empujar al primero haciendo que saliera completamente a mi vista. Este se avergonzó tras quedarse paralizado frente a mí, y salió corriendo de nuevo a su escondite. Yo no pude evitar sonreír a pesar de todo y me acerqué silencioso y a paso lento hacia el borde de la puerta. Ellos dos siguieron discutiendo.
—¿Por qué me has empujado? ¡Me ha visto!
—¿Cómo es? –Peguntó con curiosidad el que aún se mantenía oculto.
—Pues… yo que sé. Normal.
—¿Normal?
—Sí. Bueno… —Dudó y yo me quedé escuchando, con curiosidad—. Tiene los cachetes así de grandes.
—¡Oh! ¿Tan grandes? –Preguntó el otro y me sentí levemente ofendido pero a la vez, divertido.
—¡Sí! ¡Así de grandes!
—¡Auch! ¡Eso ha dolido! –Dijo y el primero rió. Supuse que le había tirado de los cachetes.
—Sí, sí, y los labios muy grandes. Y rosas.
—¿De veras?
—¡Sí! Parece… —pensó—. Parece un mochi de fresa. –Dijo el primero y yo fruncí el ceño, confuso.
—¡Quiero verle! –Dijo el segundo y mientras yo esperaba al borde de la puerta, unos ojos aparecieron a mi altura. Tardaron unos segundos en enfocarme, los suficientes como para que yo le mirase a él con la misma curiosidad. Abrí mis ojos con fuerza y él se asustó retrocediendo muy nervioso—. ¡Está ahí!
Me decidí a salir al exterior del cuarto para ver a dos niños de mi edad aproximada zarandeándose nerviosos. Cuando me vieron aparecer agarrado de mi peluche, ellos se detuvieron, avergonzados, y se quedaron parados frente a mí, firmes e inclinándose en disculpas.
—Lo sentimos. –Dijeron a la vez. Me tomé ese tiempo para mirarles de arriba abajo a cada uno. El primero al que vi lo reconozco al instante. Sus ojos alargados y sus grandes mofletes me saludaban con una avergonzada sonrisa. El otro tenía los ojos mucho más grandes, a juego con sus orejas. Su rostro no era feo, no me malinterpretes. Era tremendamente adorable. Yo me limité a hacer un gran puchero avergonzado tras mi peluche y ellos se miraron entre sí. El de orejas grandes le susurró al otro.
—Es verdad, parece un mochi. –Ambos asintieron y yo pronuncié más mi puchero, aunque creo que no debí hacerlo—. Hola niño mochi. –Yo no respondí y me quedé mirándoles con ojos nerviosos—. Yo soy Chanyeol. –Dijo y se señaló el pecho y después señaló a su compañero—. Y él Xiumin. –Asentí y me incliné levemente como saludo—. ¿Y tú, niño mochi?
—Jimin. Park Jimin. –Dije y ellos asintieron. Se miraron y me habló el de ojos más rasgados con una sonrisa adorable.
—¿Eres nuevo? Vaya tontería. –Asintió nervioso—. Eres nuestro compañero ahora. ¿No? ¿Tienes cinco años? –Asentí—. Nosotros somos vecinos. –Dijo gracioso y señaló las dos puertas contiguas a la mía hacia la derecha. Asentí mirando las puertas exactamente igual que las mías y me cuestioné cómo iba yo a saber cuál era mi cuarto. Mirando arriba del todo pude distinguir tres números. 422. Suspiré e intenté retener ese número en mi mente.
Ambos portaban el uniforme aunque uno tenía la corbata más deshecha que otro. Me pregunté también ese momento cómo diablos iba yo a anudarme la corbata si no me había puesto una en toda mi vida. Suspiré. También me pregunté si el uniforme me valdría o si los zapatos no harían que mis pies doliesen. Me pregunté qué sería de mí cuando creciera y ya no me valiera la ropa. Y de repente, las preguntas tornaron a ser algo más crueles. ¿Qué haría las noches en las que tuviera pesadillas? ¿Quién me cuidaría cuando estuviera malo? ¿Cómo sabrían la comida que me gusta o los dulces que siempre como? ¿Quién me cantaría la canción que siempre me cantaba Sehun?
Miré a los niños delante de mí que me miraban nerviosos y excitados. ¿Todos los niños eran igual de inquietos? ¿Yo siempre sería igual de tímido?
—¿Te vienes a jugar, mochi de fresa? –Me preguntaron y yo les miré abrazando más fuerte al oso. Temía hacerle estallar la cabeza pero algo dentro de mí me decía que era mejor no tener amigos aquí dentro. Que ninguno sabría satisfacer mis carencias afectivas, que solo conseguiría hacerme daño. Pero yo era un niño de cinco años, mi amor. Necesitaba serlo.
—Claro. –Contesté.
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