IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 4
CAPÍTULO 4
Jimin
POV:
Tras salir de aquél despacho Sehun no me soltó ni un solo momento de sus brazos. Sus manos rodeándome eran una sensación cálida a la que yo mismo me hacía a la idea de que debía acostumbrarme. No pensaba en él como un sustituto de mis padres ni tampoco él pretendía serlo. Esto no era más que un tránsito que me llevaría a un lugar. Sus brazos eran un vagón de tren en donde debía desplazarme para llegar a mi lugar de destino, pero ese lugar nunca llegaba. ¿Entiendes, mi vida? Mi lugar a llegar era la felicidad pero nunca la alcancé a tocar con mis manos. Siempre me convencía de que “esto pasará” “llegará lo bueno” pero nunca llegaba. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y tienen razón, porque muchas veces estuve a punto de perder la vida pero la esperanza, nunca.
Aún no hemos llegado tan lejos, permíteme que te hable primero de mis días con Sehun. Están un poco borrosos y al pensar en ellos me da la extraña sensación de que estoy hablando de otro yo, de otra vida aparte, paralela a todo lo acontecido antes. A veces tengo la impresión de que de un día a otro el mundo se quebró y yo mismo me rompí. Me da la sensación de al despertar en aquella celda había modificado todos y cada uno de los pequeños aspectos de mi vida. Mis padres, los dos grandes pilares que habían sostenido mi vida, ya no estaban. No estaba mi casa, ni mi extraña rutina diaria. Poco a poco comencé a olvidar el olor de mi madre, la risa de mi padre, y el olvido, era lo más doloroso. A veces, eso me daba pánico, y rompía a llorar. Me daba la sensación de caer en un abismo sin fondo, de que un rayo me partía en dos y me lanzaba lejos. Era la culpabilidad y el remordimiento de ser débil y no poder recordarles. El remordimiento también iría borrándose y al contrario de lo que pensaba, eso no traía consecuencias.
Me hace gracia pensar que por aquel entonces tú estabas a unos cuantos de cientos de kilómetros, con apenas un año de vida, siendo acunado por los brazos de tu madre. No busques rencor o envidia en mis palabras. Solo una ácida ironía, mi vida.
Todo el camino anduvimos a pie. Era la ventaja de vivir en el centro de Pyongyang. Todo nos quedaba muy cerca, pero a la vez, estábamos tan lejos de todo… Cuando llegamos a su casa, a la casa de Sehun, me recordó bastante a la mía. Era una casa pequeña, de dos dormitorios, una cocina salón y un cuarto de baño. ¿Qué me esperaba? Era un mero funcionario del estado, no iban a darle nada mejor. Pero el que me recordase a mi propia casa hacía menos traumático el cambio de vivienda. Su casa olía a limón. Tenía un par de ambientadores por aquí y por allá y siempre recordaré como le gustaba cambiarlos cuando ya no olían a nada. Le daba a la casa un aroma fresco y frutal, ácido. Siempre me gustó ese olor y nunca puse una sola pega. No al menos los dos años que estuve viviendo ahí.
El pasillo de entrada estaba decorado con un espejo de pie y una pequeña mesilla de madera donde había un cuenco con unas llaves y unas cuantas monedas sueltas. Sobre un perchero al otro lado colgaban algunas chaquetas y allí dejó el gorro militar una vez entramos. Me estuvo enseñando cada pequeño rincón de la casa mientras yo chupeteaba el palo ya vacío de caramelo y cuando llegamos a mi cuarto me vi sorprendido de que habían trasladado todas mis cosas ahí. La cama incluso era la misma. Mis juguetes, mi ropa. Todo estaba ahí. La distribución no era la misma pero me reconocía en esas cosas y su olor me recordaba a mí. Eran mis cosas, pero en realidad, era como si un cristal transparente nos separar. Esas cosas ya pertenecían a un pasado que aunque cercano, ya no estaba a mi alcance. Conseguí convivir con ellas el resto de mi estancia ahí pero jamás volví a sentirlas completamente mías. Las habían profanado, las habían violado. Uno de mis juguetes preferidos, un oso de peluche blanco, ya no me miraba de la misma forma. En el brillo de las dos perlas negras que tenía como ojos, no me mostraba la misma complicidad con la que había crecido a mi lado. Me encerré durante una hora en ese cuarto y no fue hasta pasado largo rato que no comencé a cuestionarme qué hora era, si yo debía comer o si tenía alguna responsabilidad. A medida que el aturdimiento desaparecía comenzaba a ser más consciente de la realidad y salté corriendo a por mi reloj de agujas que me despertaba cada mañana para ver que eran al menos las dos del medio día. Me había perdido un día de guardería y no me había ni percatado. Acaricié el bulto en mi cabeza que poco a poco remitía y fruncí el ceño. Aun dolía.
Unos minutos después Sehun llamó a mi puerta y me sugirió comer algo. Yo asentí teniendo una repentina necesidad de consumir alimento y él me dio la mano para conducirme a la cocina. Comencé a darme cuenta de que le gustaba darme de la mano o tenerme en sus brazos, y cuando no lo hacía, yo lo buscaba. Necesitaba el contacto de seguridad que me proporcionaba el que fuera adulto. Me preguntó por mis preferencias en la comida y yo no destaqué nada. Yo no era quisquilloso en la mesa y él me sirvió un cuenco de arroz blanco, otro con unas cuantas verduras fritas y un tercero con carne de cerdo troceada y con una salsa agridulce que al principio me pareció un poco extraña pero que acabó gustándome. Devoré todo en silencio y me sorprendió con un yogurt de fresa, mis favoritos.
Cuando terminamos de comer yo le di las gracias por la comida y el alojamiento y se vio sorprendido por mi conducta. Recuerdo su expresión rota por la sorpresa y su sonrisa al reírse de mi expresión confusa. Dijo que no era necesario agradecerle nada y yo hice un puchero.
—Pero yo no soy tu hijo. –Le dije confuso, como excusa para darle las gracias por su hospitalidad. Se sentó delante de mí con una taza de café caliente y me miró un poco triste.
—Ya sé que no soy tu padre, pero ahora estas a mi cuidado, así que no tienes que darme las gracias. –Asentí, sin comprenderlo muy bien. Yo me dejé caer en la silla y puse mis manos sobre mi vientre, lleno de comida. Me relamí los labios con el sabor dulce del yogurt y suspiré largamente.
—¿Cuánto tiempo voy a estar aquí? –Pregunté y me miró encogiéndose de hombros.
—Supongo que hasta que termines la guardería. –Asentí.
—¿Y después?
—Irás a una escuela especial.
—Especial. –Repetí saboreando la palabra y como mi mente no llegaba a un futuro mucho más lejano, desistí de pensar y me limité a un día a día. Necesitaba urgentemente una rutina. Yo soy un hombre de rutinas, aunque no me creas—. ¿Puedo decirte hyung? –Pregunté y asintió, sonriendo.
—Claro. Tengo veintisiete años. –Dijo y yo abrí los ojos, un poco impresionado. Para mí, cualquiera que sobrepasara los diez estaba ya decrépito y condenado a la muerte de un momento a otro. El hombre frente a mí era un anciano ya, me dije.
—Señor Sehun, mejor. –Dije y él rompió en carcajadas.
—No soy tan mayor, pequeño. –Me miró con una expresión intentando fingir ser ofendida, pero para mí, era todo un viejo ya. Yo me encogí de hombros y desistió en intentar convencerme. A esa edad, el concepto de tiempo es un extraño sistema confuso y abstracto. Un día era toda una odisea, y un año, una larga travesía. Veintisiete años suponían una madurez extremadamente reforzada y le veía como lo que era, un adulto ya. Ahora que lo pienso, mis veintisiete quedan ya atrás, y tal vez no estaba tan confundido. Me siento como un anciano cansado ya de vivir.
—¿No tienes esposa, hyung? –Él exhaló un largo suspiro.
—No. Bueno, tenía prometida, pero se fue. –Asentí sin comprender bien eso de “se fue”.
—¿A dónde? –Pregunté.
—A china.
—¿Sí? –Asintió triste—. ¿Por qué a china? Está muy lejos. –Dije haciendo una gran distancia entre mis manos con los brazos extendidos.
—A trabajar como traductora, representando al país.
—Ah, ya veo. –En realidad no, pero su rostro triste me indicaba que no quería hablar del tema y yo tampoco le di mucha importancia—. Eres mayor, hyung. Debes buscar a otra mujer pronto. –Dije y él sonrió—. Si salen arrugas a ellas ya no les gustas. –Dije poniendo mi dedo en mi sien y estirando para que se me formaran, inútilmente, patas de gallo en los ojos. Él terminó el tema negando con el rostro y bebiendo un sorbo de café.
Tengo muy buenos recuerdos de Sehun y de su casa, aunque no te lo parezca. Como ya te he dicho no intentó en ningún momento sustituir a mis padres y me daba la sensación de que yo no era el primer niño que estaba a su cuidado porque sabía muy bien cómo manejarse con un pequeño y rechoncho bebé como yo. Caprichoso y muy malhumorado cuando se me enfadaba. Recuerdo entrever su rostro entre la multitud de personas a la salida de la guardería y el abrazo de sus brazos a mi alrededor cuando me alzaba para regresar ambos a su casa. Recuerdo que siempre tenía caramelos por casa, siempre de limón o fresa, y que cuando yo me portaba bien desinteresadamente, siempre obtenía uno como premio. Cuando le ayudaba a limpiar, o a cocinar, aunque mi única función fuera poner los platos o cosas parecidas, autorizadas para personas de mi edad. No teníamos mucho dinero así que no podíamos permitirnos grandes caprichos pero a veces, en las tardes de buen tiempo, me llevaba al parque y me compraba helados, o cosas que yo le pidiera. Fue más que un niñero, un amigo.
Por las mañanas me llevaba a la guardería y él se iba a trabajar, uniformado con uniforme militar a una oficina del gobierno en la sección en donde llevaban todo los trámites del ejército. Presupuesto, bajas, sueldos… todo. Él era uno de esos de tantos empleados, pero nunca le oí quejarse al respecto y si lo hacía, yo no le entendía. A la hora de comer me iba a buscar y pasábamos la tarde en casa o salíamos a pasear. Fueron dos cortos años que se me pasaron volando, he de reconocer. Los primeros meses fueron difíciles siempre con el recuerdo de mis padres en mi mente, pero poco a poco, los recuerdos se fueron disipando casi como por arte de magia. Antes de darme cuenta, ya no pensaba en ellos más que como un mero recuerdo de una vida anterior.
Tengo algunos recuerdos que me gustaría compartir. Son meros destellos en mi mente que, como ya he dicho, no sé si son ciertos pero están ahí con fuerza y me acompañaron toda la vida. Recuerdo que la casa estaba orientada de forma que por los ventanales del salón se podía ver el sol al salir y los días que me desvelaba, salía del cuarto y veía salir el sol con unas hermosas tonalidades rosáceas. Me pregunta si yo era el único viendo aquello en toda la ciudad y si era así, debía sentirme afortunado. Un extraño cosquilleo me invadía de arriba abajo cuando eso sucedía y me sentía incluso culpable, de no saber aún apreciar la hermosura que se estaba desarrollando frente a mí. El sol me sorprendía de repente con un brillo anaranjado tras las montañas del horizonte y yo me escabullía a la habitación de Sehun para acurrucarme a su lado en la cama y dormir los minutos que me quedasen antes de ir a la guardería.
También quiero mencionar las veces que me llevaba al parque y me miraba mientras yo jugaba, y al caerme, porque la torpeza me perseguía, acudía rápido a mí con rostro preocupado. Me acunaba en sus brazos y me llevaba de regreso a casa. Nunca se enfadó conmigo por nada que yo hubiera hecho a pesar de que cuando se quedaba serio, parecía que iba a saltarme al cuello en cualquier momento. Nunca me recriminó nada de lo que yo hiciera. Nunca me dijo lo que me esperaba cuando él no estuviera, y le agradezco infinitamente que no me adelantase acontecimientos. No quería enfrentarme a la realidad tan pronto.
También recuerdo cuando me ponía enfermo. Como sabemos por experiencia propia, los niños a estas edades se ponen enfermos con cualquier soplo de viento y cuando me subía la fiebre Sehun pedía una excedencia y se quedaba cuidando de mí todo el día en casa. Se sentaba a mi lado en la cama y me ponía una toalla de agua fría en la frente mientras pasaba los dedos de sus manos por mis mejillas ardiendo. Yo le miraba con ojos llorosos y le agarraba la mano en mi rostro. El olor de sopa de pollo caliente siempre acompañaba esos momentos. El dolor en mi tripa me impedía tomarla, el dolor en mi cabeza me impedía pensar con claridad. En el resto del cuerpo, el sopor por la fiebre me destrozaba. Mi voz rompía el silencio.
—Cántame la canción. –Le pedía. Él suspiraba con una sonrisa y me cantaba con una voz mucho más dulce de la que seguro tenía. Con el tiempo he ido endulzando casi sin darme cuenta los momentos como estos.
Mírame. Y después cierra tus ojos.
Prometo estar aquí cuando despiertes.
Y también si sueñas pesadillas.
Mírame, y cierra tus ojos
porque ahora ya puedes confiar en mí.
Solo llámame y cuidaré de ti,
abrázame y no me iré jamás
porque no eres el único que necesita de
amor.
Su voz siempre me hacía sentir bien. Me hacía sentir tranquilo y a salvo. Yo no era consciente que un catarro podía matarme y difícilmente podía hacerlo, pero esa canción me acompañó el resto de mi vida y acudía a mí en los momentos en los que realmente deseaba olvidar el dolor.
Los días pasaron, los meses. Los años. Y un día, me vi obligado a dejarle para ir a la escuela especial de entrenamiento. Cuando estuve en la puerta de esa escuela él me abrazó y me dijo que algún día volveríamos a vernos. Me dio un regalo envuelto y nada más ver su forma sabía lo que era. Uno de sus libros favoritos.
—No lo leas ahora. Hazlo cuando seas mayor. No creo que vayas a entenderlo, eres muy pequeño. –Me dijo y me abrazó. Me besó en las mejillas y me dejó marchar. Yo le vi marcharse y deseaba que me viniera a ver pronto.
Meses después de aquello recibió noticias de china. Su prometida había muerto en un accidente de tráfico. Él se quitó la vida semanas después. No cumplió sus palabras, no volví a verle. Y de haber seguido vivo, ¿Quién dijo que fueran a dejarle verme?
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