IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 25
CAPÍTULO 25
Jimin POV:
Levantarme el segundo día de trabajo fue casi peor que el primero. Los ojos me pesaban, la alarma del móvil que me habían dado para la misión sonó estridente haciendo que me revolviese bajo las sábanas humedecidas por mi sudor. Cuando puse un pie en el suelo me quedé un segundo con el rostro apoyado en mis manos mientras me recordaba quien era, de dónde era, y por quién seguía viviendo. Necesitaba recordármelo a menudo o acabaría por perder la identidad rodeado de extranjeros, lejos de mi hogar, y sin el recuerdo reciente de mi hija. A veces me sucedía que olvidaba su rostro, otras, que olvidaba su voz. En los sueños regresaban ambas cosas y mi ansiedad se calmaba.
Me asee en el baño con un poco de agua mineral, me puse un traje cualquiera y me bebí un vaso de agua con una pastilla para el dolor de cabeza que había en el botiquín. La noche no me había sido eficaz para descansar y cuando debía estar durmiendo mi cerebro seguía trabajando sin permiso pensando, analizando cada una de mis acciones pasadas y las que fuera a ejecutar en un futuro. Me di cuenta que aun me faltaba bastante tiempo para salir en busca del bus y me quedé aireando la cama y el cuarto para que desapareciera el olor a polvo y sudor, y cuando estuvo hecho, me senté al borde del colchón y comencé a leer “El arte de la guerra” nada más que con mero interés de hacer transcurrir el tiempo. Recordé tus palabras, sobre los consejos y se me ocurrió de súbito que las lecciones distribuidas en humildes frases servirían como una forma de saciar tu curiosidad. Pero con el paso del tiempo me arrepentiría de ello, porque sería una puerta abierta para que mi subconsciente te fuera rebelando poco a poco mi identidad, mis intenciones para contigo y peor aún. Cuál sería el final de la historia. Tú eras aún inocente, ciego, crédulo. No entendiste nada.
Salí de casa y me dirigí al trabajo con una sensación de vacío en el estómago. Me sentí decepcionado de que aun pasando tres días yo no acostumbraba al hambre. Me arrullé en el asiento del bus con el maletín sobre mis piernas y mis brazos alrededor de este. El paisaje exterior, al acercarse al centro de la ciudad, iba acumulando edificios alrededor e iban desapareciendo los descampados. Una pareja se subió al bus una parada antes de que yo tuviera que bajar. Dos adolescentes vestidos con uniforme escolar, al parecer, de la misma escuela. Ambos se sentaron en los asientos delante de mí y comenzaron a besarse descaradamente mientas yo retiraba la mirada dirigiéndola fuera, con las mejillas ardiendo. Miré alrededor, nadie se escandalizaba ni lanzaba miradas avergonzadas. El chico metió la mano debajo de la falda de la chica, ella, comenzó a marcar el cuello del chico con besos. Me bajé del bus entre enfadado y a medio camino de una dura erección.
Cuando llegué a la empresa, como un agrio y amargo deja vu, los trabajadores estaban alborotados y mi secretario, ausente. Cuando hice acto de presencia en mi planta, todo el mundo se detuvo, me miraron, y se callaron como si les hubiera recriminado. No me hizo falta decir nada y seriamente lo agradecí. No me sentía con ánimo de decir nada en absoluto, y menos al ver vacía la mesa de mi secretario. Pasé los dedos por ella, me giré alrededor y suspiré. De nuevo llegabas tarde mi amor.
Cuando entré en el despacho puse el maletín sobre la mesa y lo abrí sacando del interior el sobre que NamJoon me había dado con una lista de toda la información que debía sustraer de la empresa. El primero en la lista era “Gastos y beneficios”. Probablemente lo que se pretendía con esta información era analizar y mejorar los trámites presupuestarios para reducir el presupuesto de lo prescindible y aumentar los beneficios. Te preguntarás, ¿por qué la propia empresa no hizo eso? Así podría obtener más dinero, blah, blah. Hay una cosa que suele frenar a las grandes empresas capitales. La moral. Nosotros, Jeon, no es que no tengamos moral, es que nuestro prototipo y esquema de moral dista mucho de la vuestra y adaptando los presupuestos de vuestra empresa a nuestras industrias, tal vez pudiéramos alcanzar una cima que vosotros jamás llegarais a soñar.
Apareciste de la nada aquél día, devolviendome a la realidad, con un café de la mano que olía estupendamente y hablando en un vulgar y zafio inglés que me hizo sentir confuso y desorientado. Tal vez, al no darte respuesta pensaras que yo no sabía el idioma, pero jamás podría haberte enseñado tan fácilmente mis habilidades o me habría descubierto.
—Llegas diez minutos tarde. –Te dije. Tu impuntualidad me mataba y más aún cuando obtener la información dependía exclusivamente de ti.
—Lo siento, Jimin pero… —Oír mi nombre de tus labios me hizo sentir extraño. Di un imperceptible respingo.
—Señor Park. –Te corregí—. ¿Qué clase de confianzas te tomas conmigo?
—Le traje esto. –Pusiste el café sobre mi mesa y humeaba con un delicioso olor dulce que me llenó las fosas nasales pero hicieron más evidente el vacío en mi estómago. De un manotazo lo tiré al suelo y tu rostro se descompuso, pero créeme que me dolió más a mí que a ti. Un café no debía ser la excusa de tu retraso.
—¿Acaso te lo pedí?
—No pero…
—Ven con una bayeta y una fregona y limpia tu desastre.
—Yo no he sido quien…
—¡Una palabra más… y estás en la calle! –Te amenacé. Obedeciste al instante y eso, comparado con el valor que solías tener, era extraño. Probablemente dependerías demasiado de este trabajo. Cuando te fuiste me quedé mirando la mancha de café por todo el despacho y su olor me hizo sentir desamparado. No me habían educado para tirar la comida.
—Un simple, no gracias, habría sido suficiente. –Te quejabas mientras limpiabas.
—No refunfuñes, Jeon, y escúchame. –Te miré un poco nervioso, pero intenté disimularlo—. Necesito los presupuestos de los últimos cinco años. Gastos y beneficios. –Mis palabras quedaron unos segundos flotando en el aire.
—¿Gastos de qué clase? ¿Luz? ¿Sueldos? ¿Gastos de material…? –Preguntaste. Necesitaba todo.
—Todo.
—Pero… tardaré toda la mañana. —Quería suspirar, exasperado.
—Pues en ese caso cuanto antes te pongas a ello mejor, ¿no?
—Si no hubieras tirado el café… —Murmuraste.
—¿Cómo?
—Nada, señor Park. –Te miré como si hablase con un niño malcriado e insolente, me parecía el momento perfecto para darte un consejo. Tu consejo del día.
—Los soldados murmuran, omiten las contraseñas, hablan entre ellos: empieza a fallar la confianza en el general.
—¿A qué viene eso?
—Es mi consejo de hoy.
—No lo entiendo. –Terminaste el trabajo—. Esto está. Me pondré ya con lo que ha mandado.
—Genial. –Estabas a punto de irte, pero te detuve. Mi estómago no podía aguantar más—. Ah, Jeon, ¿podría traerme un café? Me han entrado ganas con el olor… —Me miraste como si yo fuera un completo idiota. Un maldito bastardo manipulador y caprichoso, pero necesitaba llenar mi estómago con algo.
El día transcurrió tan lento como el anterior, incluso más porque la curiosidad que sentía por mi despacho y la novedad del ambiente había disminuido considerablemente. Al darme cuenta que disponía de internet gratis, veloz y en la intimidad de mi despacho me sentí perdido. Quise buscar información sobre mi país, o al menos, algunas fotografías que poder llevarme a la boca como galletas en el almuerzo, pero estaba seguro que las búsquedas quedarían como poco, registradas. Por lo que decidí buscar algo de la que se suponía que era mi ciudad natal, Busán. Me metí en internet, inspeccioné datos, fotos, gastronomía y cualquier tipo de cosas que pudiera alguien preguntarme y yo tuviera el deber de saber.
Cuando llegó la noche y tú aún no aparecías con los documentos comencé a preocuparme. Temía que te hubieras arrepentido de proporcionarme toda la información que necesitaba. O que alguien te hubiera prohibido hacerlo. Necesitaba salir y aproveche a ir al baño pero antes pasé por tu escritorio. Me alegró saber que estabas trabajando en ello pero cuando me extendiste el pendrive, me quedé perplejo. Me lo guardé y ya me encargaría de solucionarlo, ya que no podía enviar ningún documento por correo electrónico, ya que podrían seguir la pista de mis emails.
La gente se marchaba poco a poco con un leve alboroto que perdoné porque me explicaste que estaban marchándose a beber, ya que al día siguiente, era fiesta. Me recordaron a los oficinistas de Pyongyang que cuando terminaba sus jornadas antes de los días festivos salen con un aire mucho más jovial y animado que en otras ocasiones. Yo nunca he podido vivir eso, nunca he tenido días propios de descanso, ni días lectivos, como tal. Yo he tenido misiones, he tenido dinero, he tenido sangre y muerte. Una parte de mí los miraba envidioso. Otra, enfadado. Y entonces, tú me ofreciste una cerveza.
—¿Te apetece una cerveza?
—No. –Contesté, serio y confuso.
—A mí sí. –Sonreíste con una expresión infantil. Era la primera vez que sonreirías y al hacerlo, mostrabas tus dos dientes delanteros sobresaliendo sobre el resto, en una dulce y aniñada sonrisa de conejo.
—No me gusta el alboroto de las calles de Seúl. –Confesé.
—En mi casa tengo cervezas… —Pensar en un hogar alejado de la suciedad y la oscuridad de la falta de electricidad era francamente tentador. El olor a limpieza, el calor del hogar—. Y estamos solos…
—Suena extraño. No gracias. –Recapacité y me adentré de nuevo en mi despacho. Mi estómago estaba hambriento, canino, con un voraz apetito. Necesitaba volver a casa cuanto antes pero esperé a que te fueras para ello. Pero no eras un hombre que te conformaras con una negativa, necesitabas que la realidad te plantara cara y aun así, te mostrabas reacio a abrir los ojos. Cuando salí al exterior, estabas esperándome con tu coche. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas tu insistencia? ¿Recuerdas mi miedo? Yo si me acuerdo.
—¿Le llevo a casa? –No podía permitir que vieras aquello.
—No necesito chofer, gracias.
—Sigue en pie mi oferta, por favor, no la rechace, es de mala educación. –De nuevo, el calor de cuatro paredes me reconfortaron la mente. El olor de la comida, el sentimiento del peso en mi estómago. La calidez de una cama sin humedad, sin mal olor. Sin polvo. Mis manos temblaron de emoción y solo necesitaba un poco de autocompasión para aceptar, resignado.
…
No hay mucho que mencionar durante el trayecto a parte de tu temeraria forma de conducir, la velocidad que tu país permite, y una breve conversación que tuvimos, en donde sin querer dije algo que no debía pero tú, lo interpretaste a tu forma creyéndote inferior en respecto a mí, pero la realidad distaba mucho de tu visión.
—A veces me tratas de tú y otras de usted. ¿Por qué no te aclaras? –Te pedí en medio de lo que comenzaba a ser una conversación.
—Lo siento, es depende en cómo piense en ti. Como mi jefe o un amigo. –La palabra “amigo” chirrió uno segundos en mi mente. Mis músculos se tensaron, mis manos comenzaron a sudar. Esa palabra sonaba a pasado, sonaba a mentira. Sonaba a muerte y discordia. A miedo, a sangre.
—No soy tu amigo. –Dije confuso y con el pulso acelerado. Tú hiciste un maldito puchero—. Y tampoco hagas eso, es extraño.
—No me sacas más de dos años, podríamos ser amigos perfectamente. –De nuevo esa palabra, de nuevo las sensaciones que la rodean.
—La amistad no se basa en la edad sino en la posición social. –Dije sin pensar. Fueron unas palabras que perfectamente podía haberme guardado para mí porque al oírlas me sonaron frías. El interpretarlas desde tu punto de vista, me resultaron crueles y cínicas. Me sentí arrepentido, creí que te había ofendido y frunciste el ceño sin comprenderme al principio.
—¿Qué tontería es esa?
—Es cierto. El pobre no puede ser amigo del rico. –Intenté aclarar.
—¿Por qué?
—A ojos de otros parecería que el pobre lo que quiere es sacar dinero de esa amistad y el rico aumentar su vanidad regodeándose en la inferioridad del otro. –Ahora sí parecías ofendido.
—¿Me tachas de pobre y ladrón? –Fruncí el ceño porque intenté pensar en cómo salir de la conversación sin herirte, o sin herirme yo en el intento descubriéndome. Antes de poder decir nada, te me adelantaste—. ¿Te refieres entonces a la posición social dentro de la oficina? –De nuevo repetí mi expresión—. Déjalo, da igual. Ya estamos llegando.
Tus palabras me consolaron y una cálida sensación me inundó el estómago, como si estuviera recibiendo un alimento inexistente. No había comido nada en todo el día y tenía miedo de desfallecer, pero me sentía con la suficiente fuerza como para llegar al piso y verme rodeado de calor humano de hogar. Comencé a pensar por el camino qué clase de muebles tendrías, o cómo sería el color de las paredes. Meros detalles. Necesitaba volver a la realidad, necesitaba salir de la podredumbre en donde me habían alojado y decidí no pensar en nada hasta llegar a tu piso pero fue complicado. Cuando me vi encerrado en el ascensor tuve el remordimiento más intenso que se me estaba planteando en este tiempo. Estaba perdiendo el tiempo, estaba confuso y cegado por el hambre y el sueño. Solo estaba allí para satisfacer mis más míseras necesidades biológicas. Un hogar, calor, cobijo, salubridad en el ambiente y una cama caliente donde dormir. Pensé en mi hija y al decirte que no estaba obrando correctamente al ir tan deliberadamente a casa de un empleado, pasaste tu brazo por mi hombro aprovechándote de la altura que te separaba. La incomodidad de la cercanía y del contacto me hizo sentir tan pequeño y sumiso que habría caído en tus brazos para que me recogieras, pero por suerte las puertas se abrieron y cediste ante la estrechura de la puerta para soltarme y dejarme pasar primero.
Cuando llegamos a tu piso, me sorprendí gratamente. No era nada de lo que me habría imaginado, nada que pudiera haber sospechado. No había un solo ápice de la cultura coreana, ni siquiera asiática, en todo el piso más que el olor a arroz pegado que olía desde la cocina. Ni siquiera la costumbre de dejar los zapatos al pie de la puerta te había superado pero entendías muy bien tu propia cultura al fin y al cabo y me cediste unas zapatillas porque yo sí dejaría los zapatos fuera. La casa la formaba un gran espacio abierto con una cocina separada del salón y unas escaleras que conducían al piso de arriba, que desde la planta inferior, no se podía atisbar.
Me ofreciste cerveza, yo admiré los cuadros expuestos en las paredes. Arte moderno, dirían algunos. A mí me parecieron tremendamente realistas. Me gustaba pensar que no entendía que eran. En algunos se podía intuir la espuma del mar, en otros, los pétalos de una flor describiendo la perfección del número áureo. Cuando la cerveza estuvo en mi mano y mi todo yo en el sofá tuve que decirte que yo no había bebido alcohol nunca. Era mentira, pero no estaba acostumbrado a ello y no me apetecía demasiado emborracharme de la nada y parecer estúpido. No quería cometer errores, no quería decir cosas que no debiera decir. No quería hacer nada que no estuviera en mis planes. Mis prioridades ya se confundían lo suficiente como para que también lo hicieran mi juicio y razón. Bebí un amargo sorbo disgustado y paladeé la agridulce acidez con la lengua. Desagradable.
Pronto accediste a mantener nuevamente una conversación conmigo y te animaste sugiriendo que nos presentáramos y resumiéramos nuestra personalidad, nuestros gustos, nuestros hábitos. De todo lo que me dijiste, solo escuché una sola palabra: Homosexual. De haber estado en el norte mi reacción habría sido tal vez algo diferente. No matamos a nadie por ello, pero no están muy bien vistos, por decirlo así. Me habría levantado en cuanto me lo hubieras comunicado y me habría marchado como si nada. Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es a respetar las decisiones de los demás. Si alguien quiere vivir de una determinada forma no es mi responsabilidad, ni seré yo quien acate las consecuencias. Pero no estábamos en mi país sino en el tuyo y allí, no era algo extraño o mal visto. La sociedad avanzaba hacia un liberalismo sexual imparable y al decírmelo con tal naturalidad, suponía, que no esperabas una mala reacción por mi parte. Pero tú no lo entendías, eras el primer homosexual que conocía y no sabía qué consecuencias me traería estar sentado a tu lado.
Bebí cerveza, esta empezaba a colorear mis mejillas. El sofá era cómodo. La casa era caliente y agradable. Todo estaba tan confortable. Solo deseaba caer dormido de inmediato. Seguimos durante varios minutos con la conversación. Hablamos de política de comida, de lo primero que se te ocurriera. No importaba. Me ofreciste de comer pero me pareció abusar de tu confianza por un día y ni siquiera tenías comida hecha que compartir. No me importaba pasar un poco más de hambre.
De repente, te sentaste más cerca. Sentía tu aliento rozar mis mejillas. Eso las coloreaba aún más de un intenso carmín.
—Voy a hacer que te enamores de mí. –Dijiste, mientras mirabas mis labios. Oh, Jeon. Y cuánta razón tenías. He caído por ti mucho más profundo de lo que he caído jamás. Cuando escuché esas palabras de tus labios me parecieron tan absurdas, tan irreales, tan banales, tan infantiles. Vulgares, vanidas, estereotipadas, falsas, mentirosas. Solo deseabas mis labios, asúmelo. Solo los quería a ellos porque no conocías aún a la persona que los portaba. No puedes decirme que te enamoraste de mí nada más verme, porque no es real. Igual que cuando me besaste aquella vez, mientras caía fingiendo estar dormido en tu hombro, yo no sentí nada. Nada más que un cosquilleo de repulsión por tu inesperado gesto. El amor es algo más complejo que la romántica atracción sexual que fingías tener. Cuando me ayudaste a escapar, dejando todo lo demás atrás, fue cuando me demostraste que me amabas por encima de todo. Ese es el amor del que yo hablo. El desinteresado. El caritativo.
Morir por amor, oh, eso es muy fácil. Vivir por amor, eso es una locura.
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