IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 21

 CAPÍTULO 21

Jimin POV:

El tiempo pasó, y como te supondrás, no volví a verla. Pasaban los días, las semanas y la casa se venía abajo sin su presencia. La oscuridad reinaba en los días más soleados y mi llanto ahogaba el resto de los sonidos que había en la casa. A veces, mi desesperación sucumbía por caer rendido sobre su pequeña cama y dormir allí, negándome a aceptar que se había ido. Abrazaba el almohadón con su olor rodeándome. Me decía que no era real, que nada malo le habría sucedido y posiblemente así era, pero sabía que sin ella, yo no podría continuar. No podía, me negaba a hacerlo.

Cada día era peor que el anterior y al contrario que mejorar, mi humor se volvía más arisco, más frío. No me paraba a hablar con mis vecinos, no me detenía a conversar con NamJoon cuando regresaba de las misiones en las que me encomendaba. No volví al supermercado en donde Youra trabajaba. No podía darle explicaciones de lo sucedido, no quería arriesgarme a perder a nadie más. Yo era el virus y todo lo que tocaba moría, fallecía, se apagaba y se consumía en el aire. A veces me parecía escuchar su risa y sus pasos corretear por el piso. En esos momentos es cuando más me convencía de que estaba cerca de alcanzar la locura.

Cuando alcancé los veintiséis años me encomendaron una misión a Nueva York. Un trabajador del CSI había registrado la casa de uno de los nuestros, allí oculto, y había encontrado información de vital importancia. La información saldría a la prensa de madrugada y no solo tenía que encargarme de que esta nunca llegase a los medios de comunicación, sino que el susodicho poseedor de ese papeleo, muriese. Era sencillo aunque con el tiempo muy ajustado porque cuando el avión aterrizó era de madrugada y aquél hombre debía de estar a un par de horas de despertarse y dirigirse a la cadena de televisión que fuese el mejor postor para vender la información.

Nada más poner un pie en la ciudad americana, me invadió el miedo y el desasosiego. El pánico, el vértigo. Mi estómago se volcó y mi cerebro se saturó de repente. Todo era tan lejano, todo era tan ajeno. Nunca antes había estado allí y verme rodeado de aquellos edificios, aquellos carteles publicitarios. Una cultura tan ajena a mí, un idioma tan complicado. Me invadió una extraña desazón y quise girarme de nuevo al avión pero yo tenía una misión y debía cumplir por mí, por mi hija, y por mi país.

Me conduje por el metro hasta la parada que me dejaba más cerca de la casa de aquél hombre. Me apeé y subí las escaleras encontrándome con un barullo impropio de una ciudad decente. Eran probablemente las cuatro de la mañana y había el mismo tránsito de personas que se encuentra en una ciudad cualquiera a las doce del medio día. Había de todo, de todas edades, de todas razas. No había una sola persona que no caminase sin un destino y, respirando profundamente, me metí entre el barullo para camuflarme y ser uno más entre la multitud. Con mi austera mochila a la espalda y una mascarilla negra en mis manos caminé varias manzanas hasta que me encontré con el bloque de pisos que estaba buscando.

Me preocupaba un poco la cantidad de testigos que estaban presenciando aquello que iba a suceder, pero por otra parte, el murmullo de todo el alboroto acallaría los gritos del hombre que, con suerte, estaría dormido y no se enteraría de nada en absoluto. Me acerqué a la puerta del pequeño bloque de pisos que me aguardaba y me puse justo delante de la cerradura para que nadie viera como sacaba dos pequeños instrumentos metálicos, uno en forma de gancho y el otro, con la punta bifurcada como un tridente de solo dos puntas. Ambos dos pequeños, con mangos de plástico y casi imperceptibles. Tras varios segundos con ellos dentro del hueco la cerradura cedió y me adentré disimulando como si me guardara las llaves en el bolsillo de la chaqueta. De todas formas me giré al tumulto pero nadie  había reparado en mí, nadie se había quedado mirando. Todos caminaban de un lado a otro despreocupados.

Dentro del edificio olía a cerrado y a productos químicos pero seguí adelante y poniéndome la mascarilla sobre el rostro llegué al piso del hombre. Me enfundé las manos con unos guantes de cuero y me puse la capucha de la chaqueta que traía puesta. Abrí la puerta con la misma facilidad con la que había abierto la del portal y me adentré despacio, escuchado el silencio dentro del piso. A lo lejos se escuchaba el tumulto de la calle a través de las ventanas, unos leves ronquidos y algún que otro coche circulando en el exterior. Cerré detrás de mí con sigilo y caminé alrededor respirando con dificultad. De mi cintura extraje la pistola e inserté en su cañón la boquilla de un silenciador que la hacía ver mucho más esbelta y pesada.

Seguí el sonido de los ronquidos que me llevaron al cuarto más grande de la casa donde una cama de matrimonio acogía al hombre con una mujer de edad similar. Su esposa, deduje. No me detuve a ver el rostro del hombre ni tampoco el de su esposa. La ventana daba a la parte trasera del edificio y eso era lo único que me había llamado la atención antes de ponerme a recorrer la estancia con los ojos en busca de lo que me había llevado allí. Lo encontré nada más me acerqué al portátil sobre el escritorio, enganchado en una de las ranuras USB de este estaba el pendrive que le habían sustraído a mi compatriota con las letras coreanas escritas sobre el plástico que mostraban la marca del dispositivo. Me preocupaba que hubiera una copia en el disco duro ya y no lo dudé un solo instante. Metí ambos dos objetos en mi mochila y me acerqué a la cama con el cañón de la pistola apuntando la cabeza de aquél hombre.

Solo él tenía que morir. Nadie más, pero su esposa se despertó sobresaltada por mi presencia y gritó. Maldita sea, gritó y su grito me hizo dispararla pero ya era demasiado tarde. El hombre se despertó segundo después, revolviéndose en la cama asustado, intimidado, y le disparé a él también segundos después de que el cuerpo de su esposa cayese sobre el choclón, inerte. Poco a poco las sábanas comenzaron a inundarse de sangre, con un color tan oscuro que parecía petróleo. El rostro de la mujer caía sobre el borde y manchaba también el suelo formando un charco sobre el parqué. El hombre había caído cara abajo y se formaba muy poco a poco un gran círculo de sangre alrededor de su cabeza. En su nuca, un trozo de su cráneo había salido disparado.

La excitación corrió en forma de adrenalina por todo mi torrente sanguíneo. Mis piernas flaquearon un segundo y mis manos comenzaron a sudar dentro de los guantes. Me dispuse a salir de inmediato pero una voz a mi espalda me sorprendió, impidiéndome huir.

—¿Da—daddy? –Me giré casi como por un resorte al sonido de esa pequeña, fina y dulce voz de aquella niña que me miraba curiosa, extrañada y adormecida. Aún se frotaba uno de sus ojos con una mano hecha un puño y con el otro me miraba de arriba abajo distinguiendo en mi una figura desconocida. La oscuridad le impedía ver la sangre manando de los cuerpos de sus dos padres y su altura podía confundirla para creer que tan solo dormían. Su inmadurez, tal vez le hacía pensar que yo no era nadie malo. Yo no lo era pero mi mano amenazaba su cabeza con la pistola y ella me miró tremendamente confusa—. ¿Mom?

Su cabello era ondulado, rozando sus hombros y sus ojillos oscuros como los de mi hija. Me debilité, caí frente a ella y supliqué su misericordia porque vi en sus ojos el reflejo de mi hija y eso me demolió por dentro hasta hacerme añicos. Debía dispararla porque no debía haber testigos pero no pude. Bajé mi arma y llevé uno de mis dedos enfundados en cuero a mis labios cubiertos por la mascarilla. Suspiré largo y profundo y le indiqué que se mantuviera en silencio. Ella puso su mano sobre sus labios prometiéndomelo y yo aproveché ese instante de concordia para salir de allí. Tendría apenas tres años y no sabría describirme, no me recordaría, no podrían saber nunca quien estuvo allí. Con eso me daba por satisfecho, pero cuando salí de allí y comencé a caminar por entre las personas de las calles abarrotadas, no pude sacarme el rostro de aquella niña de mi cabeza.

Comencé a imaginarme a mi hija descubriéndome en alguna misión, con su mirada tan profunda y sus facciones tan expresivas. Me juzgaría con la mirada de la misma forma en que hacía mi esposa al llegar a casa. Siempre lo hacía en silencio aunque nunca me quiso decir nada fuera de lo que yo podía soportar. Me imaginaba a mi pequeña con las manos manchadas de sangre y preguntándome porqué hacía tal cosa.

—Para darte de comer, mi amor. –Le contestaría pero sería mentira—. Para que no te maten, mi cielo. –Eso no lo entendería porque cuando eres pequeño la muerte es un concepto tan grande, tan amplio. Son tantas cosas pero a la vez, no es nada. Nunca le expliqué a mi hija qué era la muerte. Cuando me preguntaba porque no tenía madre le decía que había muerto hacía mucho tiempo y ella preguntaba ¿qué es morir? No hacía sino cambiar de tema. Decir que se había ido muy lejos, a un viaje del que nunca volvería. Que se puso enferma y que su cuerpo no aguantó. De ser un padre católico le habría dicho que su alma se fue al cielo, o de ser budista, que su alma transmigró. Pero no soy creyente ni mucho menos y tampoco he tenido tiempo en mi vida para plantearme tales circunstancias, por lo que yo tampoco sé muy bien qué ha sido del alma de mi mujer ni qué será de la mía, pero ¿qué importa lo me suceda? Que estaré muerto es evidente y lo demás, no importa en absoluto.

El ruido en las calles me parecía que se había intensificado. Tuve la sensación de que todo lo que me rodeaba me aplastaba, me ahogaba y solo deseaba salir del tumulto, del barullo. De la cantidad de personas caminando y chocando a mi alrededor. Según caminaba me fui quitando los guantes, la mascarilla, guardándolo todo en la escueta mochila a mi espalda. Cuando creí que había caminado suficiente y la ansiedad había llegado a enloquecerme, me escurrí dentro de un bar donde la oscuridad me rodeó al instante. Un instante que no duró demasiado porque la oscuridad que creí formaba la intimidad del bar, era tan solo el destello de las luces.

Una extraña música comenzó a sonar, acababa de llegar al comienzo de una nueva canción. Una mujer, de cabellera rubia y ondulada, no muy larga, se alzaba con un provocativo vestido sobre una tarima al fondo, al final de la barra y tras las mesas, pasando un espacio vacío en donde unas parejas bailaban agarradas. Ni siquiera me fijé en el nombre del local pero este se repetía junto con el logotipo en medio de un espejo en la barra. “Vuelta a los 50”. Entre un montón de botellas y licores.

El barman, al otro lado de la barra, me llamó la atención. Debí haberme quedado demasiado absorto observando el panorama.

—Bienvenido. Tome asiento, ha venido en el mejor momento. –El hombre, al verme solo, me propuso en inglés, sentarme en la barra frente a él y yo acepté sumiso. Cuando ya estaba sobre el taburete fui consciente de que ya no podría salir de allí con la misma facilidad con la que había entrado.

La chica sobre el escenario comenzó a cantar y a bailar con el micrófono de la mano. Me recodó a unas salas de karaoke que visité una vez en China, pero esta estaba capitalizado. El hombre se apoyó en la barra frente a mí y me preguntó.

—¿Y bien? ¿Qué le pongo? –No pensé demasiado, pero debió parecerlo porque el inglés no era mi fuerte.

—¿Podría darme un vaso de agua? –Le pregunté en mi humilde inglés y con tan solo un segundo de comprensión el hombre supo que no era de allí y que hacía mi mejor esfuerzo por hacerme entender.

—¿Agua? –Preguntó confuso y después soltó una larga carcajada. Tras detenerse en mi confuso rostro preguntó algo más alarmado—: ¿Le ha pasado algo? –Negué con el rostro.

—¿No puedo beber agua? –Pregunté.

—Claro pero esto es una taberna, —me aclaró—, y solo servimos bebidas alcohólicas. ¿Seguro que no quiere tomar algo? –Me pregunté si no sería demasiado extraño alguien que no bebiera alcohol, alguien que nunca lo hubiera bebido. En mi país no estaba muy bien visto además de ser ilegal, por lo que preferí no delatarme y miré a mi alrededor. El hombre sentado unos metros más adelante en la misma barra estaba tomando un Whiskey con hielo y le pedí al camarero que me pusiera lo mismo. Yo en realidad había oído hablar de los efectos del alcohol pero no sabía hasta que punto era sanador, reconfortante y calmante del dolor espiritual. Me tomé el primer vaso casi de un golpe y creí que me moría. El ardor comenzó en el fondo de mi estómago y ascendió hasta mis mejillas. Se coló por mis sesos y me revolvió los recuerdos haciéndome sentir ido por un segundo. Me agarré con fuerza al vaso, temí romperlo, pero al final se lo devolví al camarero en perfecto estado recibiendo de él una mirada alentadora. Me pedí otro. Este lo disfruté con más tranquilidad. Él me hablaba mientras tanto.

—¿Le gusta Marlín Monroe*? –Me preguntó. Yo fruncí el ceño. Él me señaló con la mirada a la chica que cantaba—. “Every baby needs a dady” es mi canción favorita. –asentí aunque no tenía ni idea de qué diablos estaba hablándome—. Los jueves tenemos una sesión de Jazz y los viernes de Blues. El resto de los días viene ella e interpreta a los clásicos. ¿Qué música le gusta?

—No me gusta mucho la música, la verdad. –Le dije.

—Vaya, sí que es usted un hombre peculiar. –Fruncí el ceño. Era la primera vez que alguien me decía que yo era peculiar por mis gustos. Mi esposa siempre consideró que yo era un hombre común. Jin nunca me dijo nada en absoluto y NamJoon jamás advirtió nada malo en mí. Aquel hombre me miraba como si yo fuera de otro planeta y la sensación me descolocó completamente. Fue entonces cuando la incomodidad del país llegó a su cúspide y sabía que mi país me acogería con los brazos abiertos al regresar, y yo aceparía con gusto ese abrazo que tanto empezaba a ansiar en ese instante—. ¿De dónde es usted? ¿China? –Negué y pensaba contestarle pero no me dejó hablar—. ¿Japón?

—No.

—¿Entonces? Hable hombre…

—Corea.

—¿Corea? –Preguntó. Frunció el ceño y después miró alrededor como buscando la respuesta en el ambiente. Habló de nuevo más confuso—. ¿Dónde está eso? –Fruncí el ceño. Ahora sí que no me sentía en casa. Negué con el rostro y con la mano quitándole importancia al asunto y disfruté del espectáculo mientras el hombre me hablaba de política occidental y de los salarios de sus camareros.

Cuando me subí al avión de vuelta a casa vomité varias veces en el baño y me dormí todo el trayecto. Me había bebido al menos seis Whiskeys y mi estómago novato no aguantó tal ingesta alcohólica en la primera vez. Me prometí a mi mismo que no volvería hacerlo y procuré cumplir, pero tus ojos, mi amor, me rogaron que me bebiera una cerveza y caí rendido a tus encantos.

A los meses de regresar me enviaron a Tokio. Esta es una de las misiones que te comenté una vez mientras yo me limpiaba la sangre en tu cuarto de baño. Tal vez no te acuerdes porque fue un comentario sin importancia. Apenas yo recuerdo porqué te lo dije pero te lo mencioné entre risas y tú te lo tomaste a broma. Aún no sabías quién era yo ni en que estaba a punto de embaucarte, pero esperé que tu inocencia hiciera olvidar pronto aquél detalle. “Una puta muerta en los baños de una gasolinera” ¿Te suena eso, mi amor?

Yo había estudiado japonés en mi época de estudiante, mucho más que inglés, mucho más que ruso. Era un idioma que dentro de lo que había me gustaba, me gustaba hablarlo, me gustaba leerlo. Me gustaba el sonido de mi voz con ese extraño acento y cuando había viajado otras veces a Japón, no me había sido difícil desenvolverme, pero nunca me volvería a gustar usar mi lengua para manejar otra japonesa. Ya me entenderás cuando te expliqué.

La noche había caído hacía horas. Se escuchaban pasos por entre las calles de los suburbios. Una chica, sola, habría sentido miedo de pasear alrededor pero yo me desenvolvía con naturalidad, con mis manos dentro de mi chaqueta de cuero, con mis pantalones negros ajustados y mi rostro camuflado por una gorra negra, con dos aniñas atravesando la visera. Me sentía extraño con esa ropa pero a la vez me hacían sentir que no era yo el que caminaba, y eso me proporcionaba seguridad.

Llegué a una calle un poco más transitada y una chica me abordó. Una chica con minifalda roja de cuero que dejaba entrever sus piernas delgadas. Demasiado para mi gusto. Un top blanco que acentuaba sus endebles pechos, pocos, para mi gusto. Todo sobre una chaqueta de pelo rosa, demasiado cursi para mí. Pero su rostro era normal, agraciado, bonito, aunque con los dientes un poco torcidos, solo un poco. Su pelo negro ondeaba al viento cuando se giró para verme pasar. Ella estaba apoyada sobre una pared a mi derecha sujetando un bolso del mismo material, al parecer, que su falda. Era pequeño. Lo justo para llevar condones y algo de dinero.

—¿Quieres un poco de diversión, chico misterioso? –Me dijo y yo me giré. La miré de arriba abajo y ella me guiñó un ojo con una endiablada sonrisa. Yo me quedé demasiado tiempo mirándola y ella entendió eso como que podría estar interesado.

—¿Cuánto va a costarme esa diversión de la que hablas? –Le pregunte y ella se acercó con un paso coqueto hasta atraparme y pasar uno de sus brazos por uno de los míos. Me arrastró calle abajo.

—Nada que no puedas permitirte amor. –Me susurró y yo sonreí. Su olor si era muy agradable. Se había puesto un perfume caro que no pasaba desadvertido. Algo con olor a vainilla, o canela. No lo recuerdo, solo sé que hundí mi rostro en su cuello mientras ella reía, agradecida por mi contacto. Pasé el brazo que ella me había cogido por sus hombros y la acerqué más a mí. Sentir el cuerpo de otra mujer en mis manos me hacía sentir tan mal. Me hacía sentir como si mis dedos se fueran pudriendo por el camino, como si mi alma se escondiera en un cajón, en un rincón de mi cuerpo a la espera de que pasara lo que tenía que suceder.

Caminamos durante unos minutos hasta que ella me condujo a una gasolinera donde compramos dos botellas de soju y pasando al lado de uno de los empleados que al parecer, se conocía, me llevó a los baños que a esas altas oras de la noche estaban desiertos. Nada más entramos, un nauseabundo olor me invadió y sentí un irrefrenable deseo de salir corriendo de allí, pero la mano de la chica sobre la mía me impedía escapar, mi deber, me impedía huir. Ella dejó las botellas –que había pagado yo— sobre uno de los lavabos y se lanzó a mis labios con una familiaridad tremenda. Me devoró la boca tan desesperadamente tan solo para intentar calentarme lo antes posible. Era su trabajo, cobrarme por la menor faena posible.

Su cuerpo en mis manos se sentía muy liviano. Su ropa apenas pesaba un kilo toda ella junta y ella, no pesaría mucho más. Caminé con ella hasta que golpeé una de las paredes contra su espalda y ella gimió en mis labios, el beso se volvía más húmedo, más intenso. Susurraba lo mucho que yo le gustaba, lo mucho que estaba húmeda, pero mis palabras la tornaron confusa.

—¿Quién es tu contacto en Pyongyang? –Pretendía contestar una excusa, una burda mentira, pero el filo de una pequeña navaja en su vientre la detuvo al instante. Me miró aturdida y esbozó un infantil puchero, muy asustada.

—Yo… yo no… no sé de qué hablas… —El filo se clavó un poco más profundo aún sin cortarla y ella se tornó violenta, sacando de su bolsito un pequeño espray pimienta que me dejó ciego unos segundos. Unos valiosos segundos en los que pudo hacerse con una pequeña navaja como la mía en su bolso y me rajó el brazo. Mientras ella lloraba, me conduje hasta su lugar y corté de igual forma uno de sus antebrazos haciendo que dejase caer la navaja al suelo. Pateé su pecho que la obligó a retroceder hasta la misma pared en la que se encontraba segundos antes y me acerqué poniendo mi brazo en su cuello, ahogándola momentáneamente. Ella se defendía como podía, había sido entrenada para ello, pero contra mí, ella y su endeble cuerpo, no eran contrincantes.

—¿Quién es tu maldito contacto en el norte? –Le pregunté en mi lengua

—¡No sé nada de eso, maldito bastado! –me contestó, cometiendo el error de contestarme de la misma forma. Alcé mi sonrisa con sorna, y ella, me miró confusa. Hundí el puñal en su cadera lentamente, haciendo que el dolor fuera más intenso, más violento, más hondo y cruel. Deseé no tener que lastimarla más pero ella solo gritaba y negaba—. ¡Déjame! ¡Déjame bastardo!

—Dime el nombre. Solo es un nombre…

—¡Duele…!

—Y más va a doler… —Mordí mis labios mientras sacaba el cuchillo y lo clavaba en su hombro, aprisionándola a la pared. Me separé de ella y la contemplé unos segundos, desangrándose, llevando su temblorosa mano a su hombro sin ser capaz de tocar el cuchillo por el dolor recorriendo sus nervios—. Un nombre…

—¡Socorro! –Gritó. Temía que alguien entrara y nos descubriera allí, en medio de una trifulca que a nadie le importaba. Ella podría alegar que yo había intentado forzarla o algo parecido y antes de que montara un escándalo, la golpeé en el rostro con un puñetazo. Se quedó medio inconsciente y aproveché para sacarle el cuchillo del hombro y se deslizó hasta el suelo semiinconsciente. La miré unos segundos esperando alguna respuesta de su parte pero como no parecía complacerme me senté sobre ella y hurgué con uno de mis dedos en el corte de su hombro. Resurgió del sueño y me miró llorando. Se retorció unos segundos y acabó suspirando un hombre y una dirección de correo electrónico de donde obtenía la información de mi país. Lo gravé a fuego en mi mente y fui gentil con ella tapando sus labios con mi palma y cortando su cuello para que su muerte no fuera más agónica.

Y es en este instante donde viene la escena que te describí: Yo, vertiendo el soju sobre mi brazo y mis manos, donde mis nudillos se habían dañado levemente. El cadáver en el suelo desangrándose, parecía putrefacto ya pero era la cantidad de maquillaje que llevaba mezclado con el sudor de su frente cayendo por sus sienes. Sus ojos medio cerrados, mirando a la nada. Yo solo tenía ojos para mi reflejo en el espejo y como la sangre del corte se había extendido por toda mi chaqueta. Agradecí que fuera de cuero y me la quité para humedecerla y quitarle todo rastro de sangre.

De mi camiseta interior extraje dos tiras de ropa y una me la anudé alrededor del bíceps izquierdo donde estaba el primer corte y la otra, alrededor de los nudillos de mi mano derecha. Me sentía sucio, pegajoso por el alcohol, maloliente por el lugar alrededor y solo deseaba salir de allí cuanto antes y regresar a casa. No sabía que, por mucho que quisiera regresar, siempre estaba fuera. Siempre en una misión. Siempre con un ojo avizor y siempre, al borde de la muerte. Mi hogar… ¿Qué era eso? Mi cama olía a mi hija, toda mi casa estaba ahogándome cuando no intentaba desmoronarme. Dormir era lo único que a veces calmaba mi alma agitada.

Cuando regresé a Pyongyang le dije el nombre del hombre que era la fuente para el ejército japonés y su correo electrónico por el que infiltraba información. Rápido accedieron a este y descubrieron la cantidad de documentos que habían circulado por la red. Lo mataron en el momento. Estuve presente y yo tan solo pensaba que por su muerte, tal vez podría recuperar a mi hija. Había sido un gran logro, un gran descubrimiento y un muy buen escarmiento para todos aquellos que pensaran que podían jugar a esconderse del estado. O de mí. Nadie se esconde de mí. Pero al pareces habían escondido a mi hija de mí mucho mejor de lo que me esperaba. Ella pasó a la escuela, de seguro. En sus cumpleaños la lloraba como si estuviera muerta y desearía poder haber estado con ella, o que ella, pudiera estar conmigo. Recordaba mis años de estudiante en la academia y me lamentaba porque mi hija tuviera que pasarlos tan fría y solamente como me ocurrió a mí. Sin madre, sin padre. Preguntándose qué habrían hecho sus progenitores para haber acabado allí. Aún hoy yo sé que mis padres no debieron preocuparse por mí, pero yo no era como mis padres y estaba dispuesto a defecar en su tumba, matando todos sus ideales, convirtiéndome en lo que más odiaban, si con eso conseguía que mi hija estuviera a salvo.

Pasaron los meses y NamJoon me llamó a su despacho. Aquella vez entré con una extraña sensación, no como la que suele acompañarme a menudo, sino como si un animalillo se hubiera instalado en mis tripas y fuera, poco a poco, devorándome por dentro. Como si se colase en mi cerebro, se acercara a mi canal auditivo y me susurrara: Esto no va a salir bien.

Intenté deshacerme de ese presentimiento y sentarme frente a NamJoon, mostrándole mi hierática expresión de siempre. A él le gustaba y a mí me daba confianza, pero él entonces sonreirá paternal, y yo me relajaba lo suficiente como para caer en sus manos. Aquella vez volvía a irse por las ramas como solía hacer pero que tanto defendía, no se le daba bien hacer. Yo solo pensaba que tal vez quisiera devolverme a mi hija de una vez. O al menos, permitirme ir a verla. Pero la espera me tensaba y él no hacía más que hablar del tiempo fuera.

—Comienza a refrescar. Dicen que estos días bajaran las temperaturas. –Yo asiento, confuso. En la mesa hay un gran sobre. Lo miro con la misma curiosidad que un hijo aguarda a que su padre le de permiso para abrir los regalos de navidad—. Le he dicho a mi esposa que me saque ya los jerseys pero casi me tira la plancha a la cabeza—. Niega sonriente con el recuerdo y yo me muerdo los labios. Me sobo las manos. Muevo los pies en el suelo.

—Namjoon, al grano.

—Ah… Jimin… ¿Dónde está el Jimin que me seguía la conversación?

—Siento que estés tan solo que no tengas a nadie con quien hablar pero tengo cosas que hacer en casa. –Me arrepentí al instante y él contraatacó con frialdad.

—¿Tienes que hacerle la cena a tu hija? ¿Hum? ¿Hacerle el amor a tu mujer? –Fruncí los labios. Él lo tomó como un gesto de sumisión y me acercó el sobre con cuidado haciendo que el papel rozando la madera sonara por toda la habitación. Yo lo cogí en mis manos pero sabía lo que había dentro, falsa documentación, blah blah…

—¿Y bien? ¿Qué es esta vez?

—Esta vez no es algo de ir, matar y volver… —Con eso ya me sentí asustado. Él me miró casi con pena—. Tendrás que estar infiltrado en una empresa de electrónica de última generación y conseguirnos toda la documentación que puedas. Ahí dentro tienes todo tipo de documentación que tienes que conseguirnos. –Miró el sobre—. Ya sabes, si no podemos mejorar nuestra tecnología por nuestra cuenta nos valdremos de la receta secreta de otras empresas… —Rodé los ojos y miré el sobre en mis manos. Se sentía tan pesado de repente…

—¿Como empelado?

—No, como jefe de la empresa. –Mis ojos se abrieron de par en par, asustado.

—Eso es exponerme demasiado.

—Sí, claro que lo es, por eso nadie sospechará. Tengo entendido que el jefe actual de la empresa de la que requerimos la información va a jubilarse en menos de un mes. Deberás adelantarte, deshacerte del sustituto y ocupar su lugar. Te hemos hecho un curriculum perfecto para la ocasión. –Puso sus dedos en señal de “OK” y yo solo suspiré.

—¿Cuánto tiempo tengo que estar ahí?

—Cuanto sea necesario. Hemos calculado que alrededor de unos meses. O algo más. Tal vez medio año. –Suspiré de nuevo.

—Es mucha responsabilidad.

—Lo sé, es perfecto para ti.

—¿Qué pasa si no dispongo de la información?

—Entonces tu misión será fallida y ya sabes qué consecuencias tiene para ti, y para tu hija. –Tragué saliva, temeroso—. Y aprovechando que estás allí harás pequeños recados que nos urgen. Ya sabes…

—Espera… aun no me has dicho a donde tengo que ir…

—Ah, claro, se me olvidaba. Prepara las maletas, Jimin. Te vas a Seúl.

 

 

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