VENDIMIA - Capítulo 9

 Capítulo 9 — Le creí a pies juntillas


La siguiente semana comenzó con la misma asiduidad a la que estaba comenzando a acostumbrarme. De los tres libros que me había llevado para leer ya me había terminado uno. Era una colección de cuentos de terror de Lovecraft de los cuales ya me había leído unos cuantos antes de llegar a Alsace. “Aire frío” fue uno de los relatos que más me entusiasmó leer y aunque hube de hacer varios parones entre medias para atender mis labores en la casa, acabé por releerlo cuando tuve oportunidad. Como ya me lo había terminado decidí meter entre sus hojas el dibujo en acuarela que realicé hacía ya una semana y liberar de él al próximo libro que me leería. Ni siquiera estaba segura que de los dos libros que restaban fuese a leer aquél donde había escondido la acuarela. Pero estaría más segura en un libro que no volvería a ojear por el momento.

Antes de poder decidirme por uno de ellos sonó la alarma de mi despertador. Me había despertado con el corazón agitado a eso de las cinco y media de la mañana y como no pude conciliar el sueño opté por incorporarme y leer. Para cuando ya habían pasado al menos diez minutos desde que la alarma había sonado me había dado tiempo a asearme en la bañera de fuera y me puse la ropa que tendí el día anterior. Antes de hacerlo me aseguré de que nadie la hubiese manchado o estropeado porque era capaz de imaginarme lo que una mente adolescente haría si tenía oportunidad para dejarme en mal lugar. Por suerte la ropa estaba intacta y me metí en ella dispuesta a empezar la semana. Aún era de noche pero poco a poco el día comenzaba a clarear. Ya se oían las golondrinas.

Cuando llegué a la cocina no esperé a que Ramona llegase y comencé a preparar una cafetera y a exprimir las naranjas. No estaba del todo segura de si le agradaba la idea de que me levantase antes que ella y avanzase las tareas pero ya lo hice en varias ocasiones la semana anterior y como no parecía disgustada me tomaba la libertad de hacerlo siempre que tenía oportunidad. Cuando ella apareció por la cocina ya tenía el zumo en una jarra y el café caliente en la cafetera. Salí a regar el huerto en lo que ella preparaba las tostadas y desde afuera la oí tararear alguna canción. No la distinguí desde lejos. Pero me alegró pensar que tal vez la conocería y podríamos tararearla juntas cuando regresase dentro, pero para entonces ya había más personas en la cocina y ella hablaba con su marido.

El martes sucedió igual, los días se desarrollaban más o menos sin incidentes. Siempre que a las chicas se las dejase ir a la poza sin rechistar y hubiesen hecho bien sus labores, así como que yo no me entrometiese en sus quehaceres, todo estaba bien. De vez en cuando notaba que a ellas no les hacía mucha gracia que el resto me presentasen atención, aunque fuese de forma momentánea. Cuando Maurice cambiaba un tema de conversación para acercarlo a mí o cuando Ramona me tenía cierta preferencia a la hora de servirme el alimento. Por lo demás parecía que por un tiempo se calmarían, o al menos planearían en silencio una venganza. Después de la calma viene la tormenta. ¿O era al revés?

El martes después de comer mientras que las chicas habían decidido quedarse en el porche aseándose, en vez de bajar a la poza, aproveché yo para darme una vuelta a la orilla de la charca. Procuré alejarme un poco de la zona en la que ellas solían frecuentar y acabé en una de los laterales más altos de la poza, sin posibilidad de bajar a través de unas escaleras. Había varios bancos de piedra, algunos tan desgastados y maltratados que desde lejos bien podría haberse confundido con las ruinas de alguna construcción grecorromana saliendo a la superficie. Allí sentado estaba el vendimiador de la cicatriz en el cuello. No quise molestarle y estuve a punto de retroceder pero antes de poder hacerlo él me había visto desde lejos y me saludó, levantado una revista que tenía en la mano para hacerme señas. Me pidió que me acercara y yo le obedecí mientras subía poco a poco la cuesta que me llevaba hasta él. Cuando le alcancé me sorprendió el olor a cigarrillo y a crema solar. Estaba a la sombra, con las piernas cruzadas sobre uno de los bancos de piedra y mientras cerraba la revista y la dejaba a un lado él también se apartó para dejarme un espacio dentro de su propio asiento pero yo me senté en un pollo justo delante de él. También me crucé de piernas evitando que mi vestido mostrase más de mí de lo que pretendía. Se ofendió, pero me sonrió de todas maneras.

—¿Observando el paisaje? —Le pregunté mientras señalaba con la mirada al lago que se extendía hacia un lado de nosotros.

—Supongo que igual que tú. —Dijo, en francés, con un acento algo forzado.

—¿Estás aquí solo?

—Igual que tú. —Se sonrió y yo me reí después mientras él se sacaba un cigarrillo del bolsillo de la camisa y se lo encendía con un mechero metálico que rescató del bolsillo de los vaqueros—. A estas horas todos mis compañeros están dormidos, y los pocos que quedan despiertos no me agradan. Así que a veces vengo aquí a estas horas. ¿Tampoco te agradan tus compañeras? Tengo entendido que hay otras chicas allí en la casona.

Yo me encogí de hombros como toda respuesta y tampoco estaba dispuesta a darle explicaciones. Apenas le conocía pero él me sonrió ladino como si hubiese calado mi gesto. Tenía el pelo y los ojos igual de oscuros y la piel bronceada, pero se notaba una discontinuidad de su moreno a partir de la línea del cuello de la camisa y de la manga de la camisa. En su tobillo también. Aun así, su piel seguía siendo bien oscura. Sus facciones eran redondeadas pero tenía el rostro algo alargado y duro en algunos vértices.

—Alejando. —Se presentó.

—Anabella. —Le sonreí y después de aquello me acercó una mano a través del aire, mientras sujetaba el cigarrillo entre los labios, para que yo se la estrechase. Su apretón era fuerte pero muy cándido.

Me transmitió justamente la sensación contraria a Maurice, mientras que el muchacho era revoltoso, peligroso y algo pérfido, el español que tenía delante era todo seguridad y protección. Años después aún seguiríamos en contacto y ya hoy puedo afirmar que aquellas primeras expectativas no me engañaban, aunque en el fondo él también tuviese un lado pérfido y peligroso, si lo deseaba, podía ser el compañero ideal y un buen orador. Nunca he sabido cuál fue su primera impresión de mí en aquel momento aunque tampoco deseo saberla porque por lo general no suelo causar una buena primera impresión. O bien pasó desapercibida o no doy buena espina. Eso siempre depende de si me conocen a solas o entre un mogollón de personas.

Como sobresaltado, se sacó la cajetilla de tabaco que tenía en el bolsillo de la camisa y con la tapa abierta la extendió en mi dirección. Siempre me gustó ese gesto en él, que se repetiría a lo largo de nuestra amistad. Aquél fue el primer cigarrillo que le acepté, y al hacerlo la primera imagen que me vino a la mente fue la de dos niños compartiendo caramelos como una forma de entablar la amistad que en un futuro ambos esperaban que fuese duradera. Nadie comparte sus chuches con nadie con quien no quiera ser amable. Me encendió el cigarrillo con el mismo mechero que le vi antes y me quedé bien atenta a la marca del paquete para poder comprarle uno en un futuro, si tenía la oportunidad.

—¿Tenéis mucha tarea en la casona? —Me preguntó tal vez temiendo que me hubiese escapado de hacer mis quehaceres o algo parecido. Aunque si lo pienso de nuevo, tal vez estuviese haciéndome esa pregunta porque siempre que nos habíamos visto yo no podía detenerme a tomar un respiro.

—Sí. Pero estoy en mis horas de descanso. —Asentí mientras miraba hacia el lago, intentando apartar el rostro de un foco de luz que se colaba entre las hojas de los árboles sobre nosotros.

—Ya veo. —Asintió con el rostro, pensativo. Le dio una calada al cigarrillo en completo silencio y después me miró sonriéndome—. A veces he pasado por aquí a estas horas y he visto a unas cuantas chicas allí abajo… —Señaló algún punto del lago, donde se divisaban unas escaleras que descendían hasta el agua—. Evité quedarme mirando. —Reconoció entre risas—. Por eso me aparto hasta esta zona. ¿Ellas son tus compañeras? ¿También son…? —Buscó la palabra más adecuada— ¿Se dice “cocineras”?

—Así es, pero no son cocineras. Ellas trabajan en la casa, pero no en la cocina. Lavan, ordenan las habitaciones, limpian…

—Ah. —Pensó para sí—. ¿No te gustan?

—No, no son agradables al trato.

—Hum. —Volvió a meditar. En aquel silencio ojeé la revista que tenía a un lado. Era una revista científica que seguramente hubiera comprado en el pueblo. Me la pasó, al ver que yo estaba escrutando su portada desde lejos y pude comprobar que efectivamente así era. Ojeé dentro y él se sonrió con las caras que yo puse.

—No soy una experta en física teórica. —Reí pero él negó con el rostro.

—Yo tampoco, pero me gusta leer acerca de ella. Estos últimos años han habido muchos avances en este… -Se quedó trabado durante un instante.

—¿Campo?

—Eso es. —Sonrió, algo avergonzado—. Y aunque de seguro que dentro de unos años volverán a salir teorías que desmientan estas nuevas, siempre está bien seguir el proceso.

Ojeando la revista me di cuenta de que no era actual, sino que tenía al menos dos años. Buscando en la portada la fecha acerté a comprobar que era del año 81, por lo que acabé por levantar la vista y mirarle algo desazonada.

—Es del año 81. Poco actualizado vas a estar con las nuevas del mundo de la física.

—En dos años no cambian tanto las cosas. —Dijo divertido y acabó por negar con el rostro, desanimado—. Encontré la revista en una tienda de discos. Las tenían en una caja, a menos de un cuarto de franco cada una. Claro que son antiguas, pero son revistas muy costosas. Cogí varias del National Geografic, otras tantas de historia… —hizo memoria—. Como Le Ponit…

—¿Las cogiste en el pueblo? —Asintió—. Qué bueno…

—Si te interesa alguna puedo traértelas otro día. —Pensó en algo que pudiese gustarme pero mi aspecto era tan mediocre que no reflejaba ninguno de mis gustos—. Tengo una de música, también algunos comics…

—¿Tienes alguna de arte o historia?

—¡Sí! —Asintió—. L’ Amateur d’arts.

Fue mi turno de asentir. Me pareció muy interesante que pudiéramos intercambiar cosas tan banales como unas revistas. Yo le hubiera ofrecido mis libros pero él se adelantó a mí diciendo que yo no tendría siquiera que devolvérselas. Las había comprado para entretenerse durante el tiempo que estuviese allí y cuando volviese a bajar al pueblo se compraría otras tantas. Le dije que yo había traído varios libros, uno de Lovecraft, otro de Gorki y uno más de Descartes. Solo pareció interesado por el libro de Gorki.

—¿”La madre”? —Yo asentí, entusiasmada, entonces él negó con el rostro, divertido.

—Ya lo leí. —Me decepcionó aquello pero él rió aún más alto—. Además, puedo permitirme el lujo de leer revistas en francés. —Suspiró—. Pero no sé si tengo la altura para leer un libro entero.

—El nivel. —Le corregí y él asintió—. Ya entiendo…

Seguí ojeando la revista. En ella parecía una imagen de Stephen Hawking en el Vaticano, junto con otros físicos para dar una conferencia sobre cosmología. En un principio me temí que fuese una broma o algo así como un montaje, pero tras leer por encima el artículo me dio la sensación de que la religión, o por lo menos el papa, quería reconciliarse con la ciencia, después de años de oscurantismo. Alejandro miró por encima del borde de la revista para saber en qué punto me había detenido.

—¿Sabes que Stephen Hawking nació justo trescientos años después de la muerte de Galileo?

—¿Ah sí? —Asintió. Le creí a pies juntillas. Con un gesto de mi mano señalé su reloj de muñeca.

—Son las seis menos… —Pensó, no sé si calculando el tiempo o buscando la palabra adecuada. Por su respuesta deduje que lo segundo—. Faltan ocho minutos para las seis.

—Entonces es hora de despedirme. —Le dije con una sonrisa y le devolví la revista. Apagué el cigarrillo en el suelo a su lado y le di las gracias por la compañía. Pareció ofendido por mi educación y negó rotundamente con el rostro. Él me dijo que había sido un placer y me marché aprisa. Antes de desaparecer de su vista por completo le dije que mañana volveríamos a vernos a la hora de la comida, y me prometió que también estaría en ese mismo sitio durante la hora de mi descanso. Al saberlo me planteé la idea de que podía ser un buen confidente, fuera de la casona. Y puede que incluso un buen consejero.

Al día siguiente estuvo allí esperándome también. Y así la mayoría de los días de aquella semana. El jueves sin embargo yo no pude asistir porque aproveché las horas de descanso para asearme y el viernes coincidimos en que él tampoco pudo asistir el día anterior. En pocos días establecimos una relación bastante agradable y consensuada. Durante las horas en que yo estaba trabajando en sus viviendas no hablábamos de nada fuera de lugar y mucho menos mencionamos que nos veíamos fuera de allí. Sin embargo había días que nos ayudaba a mí y a Ramona a llevar las cazuelas de un lado a otro o incluso a poner y retirar la mesa. Después se sentaba fumar y me despedía con un gesto de su mano o de su mentón, depende del día. Después por la tarde volvíamos a encontrarnos y charlábamos durante aquellas dos horas tranquilamente.

A veces me contaba cosas de él, como que era de una ciudad de España que se llamaba León, que tenía veinticinco años y que había estado yendo a aquella viña desde los catorce. Sabía francés sin embargo, porque no solo había estado trabajando en aquella viña. Después de que terminase la época de los viñedos se trasladaba a la recogida de la aceituna al sur de Francia, en la frontera con Italia que duraba desde octubre hasta enero. Eso explicaba por qué tenía un francés más fluido de lo que se podría esperar.

Otra veces era yo la que le contaba cosas sobre mí, a qué me dedicaba antes de instalarme allí en la casona, mis hobbies o mis gustos. También le conté algunos de los problemas que había tenido con mis compañeras y él me escuchó atento mientras buscaba en su mente una manera de tomarles la delantera. Pero el puesto de trabajo, le dije, era importante y no podía perderlo por un descuido. El miércoles las chicas fueron a la poza y las estuvimos mirando desde lejos, sin ningún cariz sexual, simplemente como si estuviésemos observando a unos patitos yendo de un lado a otro llevados por la corriente y jugueteando con los nenúfares.

—Si algún día vas a bajar a la poza procura que sea más tarde de las diez. A veces a mis compañeros se les ocurre venir aquí a refrescarse antes de dormir. —Tomé buena nota de su consejo y le pregunté si él venía con ellos. Asintió.

Quedamos en que los sábados y domingos no nos veríamos porque los domingos lo más probable es que aprovechasen el día libre para ir al pueblo y el sábado solía ser el día más intenso y de alguna u otra manera acababa rendido después de la hora de comer. A mí me pareció perfecto. Tampoco quería quitarme todas aquellas horas libres de la semana en hablar con él.

Una de aquellas tardes en que llegaba a la casona después de haber estado hablando con Alejandro, Maurice se sentó a mi lado en la cocina pero rápido arrugó la nariz y miró en mi dirección algo sorprendido. Esperó hasta que Ramona salió de la cocina para preguntarme si había estado fumando. Le dije que sí, pero tampoco esperaba que me reprendiesen por aquello. Belmont se pasaba el día con la pipa en la boca y a la Señora también le había visto con un cigarrillo. Maurice se limitó a asentir en silencio y temí que fuese a aprovecharse de eso para pedirme cigarrillos pero nunca lo hizo.

 


 

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