VENDIMIA - Capítulo 8

 Capítulo 8 — El resultado será algo especial

 

El domingo me levanté de buen ánimo. Ramona, Maurice y yo éramos los únicos que estábamos obligados a madrugar incluso aquel día. Ella y yo debíamos preparar el desayuno para los demás y Maurice debía encargarse del lechero y el correo que llegase a primera hora de la mañana. El resto iban llegando por goteo a la cocina. Me olvidé de mencionar a la señora. Ella también madrugaba los domingos pero supuse que sería parte de su rutina y no que tuviese nada que hacer, porque por lo que me habían dicho los domingos no solía salir de la casona.

—Incluso los que no hacen nada también se merecen sus días libres. —Me dijo Ramona entre risas y yo no pude evitar reír también. Preparé en silencio la bandeja del desayuno de la Señora bajo la atenta mirada de Maurice esperando que le lanzase alguna pieza de fruta como un perro espera un pedazo de pan. Me negué a complacerle y mientras doblaba adecuadamente la servilleta él mismo metió la mano dentro del cuenco de macedonia de frutas de la señora. Ramona le golpeó la mano como a un niño pequeño pero una uva ya había caído dentro de su boca.

Cosette llegó apurada con una expresión de susto. Se había quedado dormida y la Señora había demandado su desayuno. Allí le esperaba sobre la mesa de la cocina y salió con la misma prisa que entró para llevarle la bandeja a la señora Schwarz.

Maurice, Cosette, María y yo desayunamos primero y el resto desayunaron mientras yo ya limpiaba la cocina. Maurice desapareció fuera y el resto se fueron yendo de la cocina tan lentamente como habían aparecido. Me hubiera gustado quedarme aquella mañana en mi cuarto puesto que como era domingo me pertenecía el día entero libre pero es justo lo que Ana y Cosette hicieron, y cuando pasé por aquel pasillo las oí reírse y chismotear dentro del cuarto de una de ellas. Me preocupaba quedarme cerca de ellas y mucho más intentar leer o hacer cualquier recurso productivo con sus risas de fondo así que me quité el vestido y me cambié de ropa. Rescaté del armario unos vaqueros claros que me quedaban bastante anchos de pierna y una camisa blanca bastante vieja que era de mi padre, que usaba para pintar. Tenía en las mangas algunas pinceladas o las huellas de mis dedos impregnadas en pintura, así como algunas salpicaduras en la zona del pecho. Aproveché el cambio de ropa para salir al porche y lavar mi vestido y el mandil. Allí colgados parecían una segunda piel de la que me había desprendido.

De regreso a la habitación me hice con una cajita con diferentes óleos, cuatro o cinco pinceles que metí dentro del bolsillo de mis vaqueros, un lienzo en blanco del tamaño de un folio y una paleta. También con un lápiz y una goma de borrar. Cuando salí del cuarto aun oía las risas de las chicas en el dormitorio de Cosette pero decidí ignorarlas. Una vez fuera me cercioré de que aquellos limones que había visto cerca del cobertizo siguiesen tan hermosos como me había percatado la semana anterior y rescaté del cobertizo el caballete. Ni siquiera sabía si me estaba permitido hacer aquello. Tal vez estuviese infringiendo alguna clase de ley o cometiendo algún delito absurdo. Tal vez a la Señora no le gustase saber que una de sus trabajadoras utilizaba sus horas libres para pintar o incluso que pareciese que estaba perdiendo el tiempo haciendo aquello cuando podía estar trabajando. Incluso si me pertenecían aquellas libertades. De cualquier manera necesitaba pintar. —Me justifiqué—. Y si no la pintaba a ella al menos deseaba pintar aquellos preciosos limones.



Coloqué el caballete a la distancia que me pareció más adecuada. No estaba acostumbrada a pintar al natural pero me gustaba hacerlo de vez en cuando para probarme que podía llegar a sentirme cómoda fuera de mi zona de confort. Ajusté las tres patas del caballete entre la hierba y comprobé que no se tambalease y que el lienzo estuviese lo más recto posible. Noté cierta inclinación hacia la derecha que corregí hundiendo un poco la pata izquierda en la tierra. Pareció suficiente y me pregunté qué pensaría mi padre si me veía en aquel momento, después de haberle prometido que no pintaría durante mi estancia allí. Seguro me reprendería, pero siempre era el primero en felicitarme por mis obras.

Hice un rápido esbozo con lápiz de los limones, enmarcando uno de ellos en el centro y los otros recortados por los bordes. Las hojas quedarían como fondo y a lo lejos se verían matices de azul cielo. Ya estaba la disposición y el encuadre hecho cuando me decidí a mezclar los colores en la paleta. Usaría poco aceite de linaza porque quería una pintura pastosa, algo que no estaba acostumbrada a hacer. Pero como no me traje espátulas me vi forzada a hacerlo solo con el pincel.

Cuando quise comenzar a perfeccionar las sombras y delinearlas me di cuenta de que había pasado una hora y las sombras habían cambiado de posición. Sentí frustración en ese momento pero intenté recordar cómo estaban para poderlas reproducir después. Fue imposible sin embargo. A los quince minutos hallé el perfecto color amarillo con el que quería plasmar aquellos limones. Tenían más de verde que de amarillo pero de cualquier manera me acerqué con la paleta hacia las frutas para poder comprobarlo mejor. ¡Qué más daba! Si al final cambiarían de color con la luz. Me gustó aquel color y me limité a dar grandes brochazos rellenando la forma de los limones. Oí cómo el césped crujía a mi espalda y alguien se acercaba. En aquel momento me di cuenta del silencio que inundaba todo el lugar y desee tener una radio al lado, como estaba acostumbrada a pintar.



—¿Qué tiene de interesante pintar unos limones? —Preguntó la voz de Ana a mi espalda, pero estaba segura de que no estaba sola. Al menos Cosette estaría detrás, esperando para soltar algún comentario hiriente. En todo el tiempo que llevaba allí no la oí nada más que comentarios fuera de lugar y desagradables.

—No es tanto el modelo como la técnica. —Dije pero no esperé que lo entendiesen—. Es un modelo sencillo, pero estoy experimentando con la técnica. Solo eso. Es pasar el tiempo. —Terminé con un resoplido. Moví mi cuello en varias posturas observando la forma del limón desde varios ángulos. Cuando me convencí, seguí con las pinceladas.

—Podrías pintar algo más interesante. —Insistieron. Yo rodé los ojos aunque ellas no me vieron. Me aguanté un chasquido de mi lengua.

—¿Cómo qué? —Pregunté, siguiéndoles el juego.

—La casa, por ejemplo. —No me pareció tan mala idea, pero eso era un cuadro muy elaborado para poder realizarlo tan solo en mis horas libres—. O un paisaje de la poza o de los viñedos.

—Eso suena bien. —Dije, sin darle mayor importancia—. El próximo que haga será un paisaje de los viñedos.

—¿Por qué no nos pintas a nosotras? —Preguntó Cosette, interviniendo por primera vez. En el tono en que lo dijo me dio a entender que de seguro se pensaba que solo servía para pintar paisajes. Yo reí para mis adentros.

—¿A vosotras? ¿Cómo un retrato?

—Así es. —Dijo divertida.

—La verdad es que estoy cansada de hacer retratos. —Solté, aunque no era verdad—. Y más de mujeres. Además, estoy acostumbrada a hacer desnudos femeninos. —Me volví  ligeramente hacia ellas, mirándolas por encima del hombro—. ¿Posaríais desnudas para mí? Aunque, con lo que vi ayer en la poza, puedo improvisar algo…

Aquello las espantó lo suficiente como para que soltasen una carcajada incómoda y se marchasen al poco. Cuando me encontré de nuevo sola me reí en alto recordando los rostros de ambas, asustadas. Me imaginé ante la tesitura de tener que pintarlas desnudas y se me hizo un nudo en el estómago. Al poco tiempo cuando ya tenía los colores repartidos por todo el lienzo y comenzaba a imaginarme las sombras más adecuadas apareció Belmont para sentarse un rato a la sombra y fumar de su pipa mientras me observaba. No intervino en mi labor ni un solo instante y mucho menos quiso distraerme de la tarea. Se limitó a observarme como si yo hubiese sido parte de la fauna de alrededor o como si se pasease por un taller de artesanos y se hubiese detenido a admirar la labor de uno de ellos en silencio. No me incomodó y cuando se alejaba me preguntó si necesitaba algo. Me aproveché de que me había estado observando por lo menos media hora para pedirle que me trajese algo de beber. El sol comenzaba a tomar fuerza a eso de las once del medio día y una gota de sudor me resbalaba por la sien.

Quien apareció al rato fue Maurice con un taburete en una mano y un vaso de agua con hielos en la otra. Colocó el taburete a mi derecha y sobre éste el vaso. Después se sentó a mi vera con las piernas cruzadas y los codos sobre ellas, para apoyar sus mejillas en sus manos. Me observó fuera del alcance de mi vista. Traía sobre su cabeza un sombrero de paja con un cordel rojo de lunares alrededor que terminaba en un lazo. No parecía ser de él, demasiado femenino, pensé, pero le quedaba muy bien. Tenía los pies descalzos y parecía que se estaba tomando también el día libre.

—Ana ha estado echando pestes de ti en la cocina. —Me dijo, casi en un susurro—. ¿Es verdad que les has propuesto que posasen desnudas para ti?

—Sí. —Afirmé a lo que él pareció dar un respingo. No se esperaba que fuese verdad. Yo me reí por lo bajo y él me imitó al poco—. Me gusta retratar desnudos femeninos. —Me volví hacia él y le sonreí—. Aunque también he pintado unos cuantos masculinos. —Enrojeció hasta las orejas pero a los segundos quiso seguirme el juego.

—¿Y me dejarías posar para ti?

—Claro. —Suspiré mientras extendía algo más de pintura sobre la paleta. Volví a mezclar ese amarillo pollo con algunas pinceladas de verde y algo de blanco—. Aunque he hecho pocos desnudos al natural. —Le confesé.

—No entiendo mucho de pintura. —Dijo él encogiéndose de hombros pero yo me encogí de hombros igual que él.

—No importa. No pasa nada. —Intenté cambiar de tema—. ¿Qué has hecho hoy?

—¿No te molesto? —Se preocupó.

—En absoluto.

—Pues he estado recogiendo el correo y ayudando a Agnes con las cuentas. Siempre anoto todos los pedidos que traen los repartidores y después le paso la lista a Agnes. Te quedan bien los pantalones. —Me dijo mientras me tiraba de la pernera. Después se puso de pie y me puso a mí el sombrero que había traído consigo. Supe que para eso lo había hecho, pero esperaba el momento de que él me lo extendiese. Me lo puso con cuidado evitando molestarme. Después volvió a sentarse en el suelo a mi lado y lo vi juguetear con sus pies desnudos sobre la hierba.

—Gracias. —Dije, con el ceño fruncido mientras me concentraba en buscar la pincelada adecuada para la forma de una de las sombras que había detectado en el lateral de uno de los limones—. Hace un calor horroroso.

—Bebe agua. —Me dijo. Ya me había olvidado de ella. Le obedecí y volví a la tarea—. ¿Sabes que a mi madre también le gustaba pintar? —Me dijo con un aire de nostalgia—. Pero no era muy buena, creo. Lo hacía por entreteniendo. —Se quedó un rato en silencio—. Era buena haciendo caricaturas.

—Que suerte. A mí eso se me da fatal. Es muy complicado.

—¿De verdad lo crees? —Asentí. Como me dio envidia verle con los pies descalzos yo también me quité mis zapatillas y el frescor de la tierra me devolvió algo de aliento.

—¡Maurice! —Se escuchó desde la esquina de la casona. Ramona se asomó en nuestra dirección—. Ven a la cocina, muchacho. Ayúdame a mover el saco de patatas. —Maurice miró en mi dirección y se excusó con una sonrisa. Salió corriendo poco después y volví a quedarme en silencio.

Pasado otro rato las sombras se habían movido y allí donde yo había puesto una pincelada de marrón ya no estaba en el limón real. Y allí donde un brillo se había posado hacía un momento por encima del limón ahora una sombra lo cubría. Resoplé extenuada y me froté la frente, de seguro me habría dejado una mancha de color verde atravesando desde mi sien hasta el centro de la frente. Alrededor de las once y media la hierba volvió a crujir a mi espalda y pensando que Maurice volvía para sentarse a mi lado comencé a quejarme en alto.

—Es imposible pintar un cuadro al aire libre tardando más de una hora. —Mi tono denotaba enfado—.  Al final, en el cuadro se reflejan de forma equivocada todos los matices de la luz que ha ido cambiando a lo largo de las horas. No queda claro si es medio día, media tarde o una mezcla del amanecer y el crepúsculo. Ha dejado de ser real.

La voz de una mujer contestó a mi espalda. Sobria, calma.

—Tendrás que dedicarle una hora al día. Siempre la misma hora.

Cuando escuché aquella voz que no reconocí en primera instancia me volví con el rostro preocupado de haber hablado con un desconocido con aquella confianza que pensé que depositaba en Maurice. Estaba a punto de disculparme con una sonrisa bobalicona que comenzaba a aflorar en mis comisuras cuando el rostro de la Señora Schwarz apareció detrás de mí. A menos de metro y medio del mío. Por un momento me llevé tal impresión al verla allí de pie, no mirándome a mí sino a mi cuadro, que juro que pude retroceder y chocar de espaldas contra el caballete. Rápido volví la vista al lienzo, y de nuevo me vi presa de esa inconsciente reacción de darle la espalda.

—Lo siento, señora. —Llegué a murmurar pero nunca supe si realmente me hubo oído. No me contestó.

Esta vez no parecía la misma mujer que la semana pasada, porque su porte era completamente diferente. Tal vez fuese el hecho de verla de pie a mi lado, lo que la dotaba de más altura, o tal vez que llevase el pelo suelto y sujeto sobre una de sus sienes con unas horquillas. Era largo, muy frondoso y del color de las brasas. Refulgía gracias al sol mientras este lo atravesaba. Era como el rubí, a cascadas sobre su cabeza. Tenía un vestido negro, de tirantes caídos y no más largo que las rodillas. No descubriría que tenía la espalda al descubierto hasta que no se marchase.

—Tienes que trabajar siempre a la misma hora todos los días. —Me repitió como si no la hubiese oído. Temí seriamente parecer estúpida a su lado, después de la escena protagonizada la semana anterior, pero verla interesarse por mí me pareció de lo más surrealista. El cuerpo me tembló y mi mente parecía embotada. Había estado esperando este momento para ahora saber que lo iba a desperdiciar. Tenía miedo de hablar y balbucear, o algo peor, decir alguna bobada.

—Cuando empiezo a pintar, ya no puedo parar. —He ahí la bobada. Fruncí el ceño de espaldas a ella, recriminándome lo que acababa de decir. Ni siquiera era capaz de dar una sola pincelada en su presencia. Me temblaba la mano y aún más, estaba segura de que no sería capaz de enfrentarme al lienzo con la vista borrosa como la tenía, por culpa del nerviosismo. Sin embargo sus palabras me calmaron.

 —Entonces no pares. —No pude evitar volverme hacia ella, y ella me devolvió la mirada.

Sus lentes negras no ocultaban sus ojos y me pareció que mirándome a mí me estaba provocando para que le siguiese la conversación. Algo no había cambiado en ella desde la última vez: sus ojos me demostraron que realmente estaba acorralándome contra una esquina. La víbora estaba a punto de abrir la boca para mostrarme los colmillos y yo temblaba como un ratoncito haciéndome una bola. Corriese a donde corriese, ella me alcanzaría. Me comería de un bocado, si no me estrangulaba antes.

—El resultado será algo especial. —Continuó ella—. Solo por lo que tú has dicho. Es irreal. Es una escena, que está por encima del paso del tiempo. Refleja todas las horas del día. —No sabía qué decir a aquello. Tenía toda la razón del mundo pero no comprendía la frustración que yo sentía al no ser capaz de captar el cambio de las sombras—. El verde de las hojas, —señaló—, es muy adecuado. Planté estos limoneros cuando mi marido falleció porque él nunca me dejo hacerlo antes. Me encanta el olor que desprenden las hojas. —Seguía mirando el cuadro, no los árboles.

Tragué en seco. Si decía algo sería una estupidez y si intentaba sonreír parecería idiota. Estaba segura de ello.

—¿No le importa que esté pintando aquí? —Le pregunté, como una forma de aliviar mi culpabilidad. Ella se rió. Tenía una risa encantadora pero poco dulce. Su risa me tranquilizó pero no transmitía una sensación agradable. Me confirmó que no había ningún problema pero me sentí como si pudiese arrancarme los pinceles de la mano y partirlos de un golpe. Esa dualidad me volvía loca y me tensó aún más los brazos. Parecía un maniquí, con un pincel en una mano y la paleta en la otra, sin moverme, sin pintar.

—Continúa con tu trabajo. —Me dijo pero me sentí incapaz de continuar con ella delante. Tragué en seco y comencé a pasar el pincel por zonas donde no necesitaban más pinceladas, incluso repetí algunas pinceladas que había dado con anterioridad solo por perder el tiempo esperando que se marchase. Era incapaz de continuar con la línea de pensamiento que me había llevado a pintar aquellos limones hasta que no se fuera—. ¿Cómo te llamas?

—Me llaman Mendoza aquí. —Dije divertida. Pero no tenía gracia—. Anabella Mendoza.

—Parecido a la española Ana de Mendoza. —Dijo repentinamente sorprendía y se rió por lo bajo, en un gesto íntimo pensando que yo no sabía de quien hablaba—. Fue una noble castellana de la España del siglo XVI.

—La princesa de Éboli, sí, la conozco. —Asentí mientras ella se quedaba muda unos instantes. La oí respirar. Su respiración era calma y constante—. ¿Puedo preguntarle quién le ha dicho que estoy aquí pintando? —Me asusté de mi propia franqueza pero no podía aguantarme por más tiempo aquella pregunta.

—¿Supones que no puedo pasearme por mi propia finca?

—No quería decir eso, señora. Solo ha sido una intuición. —No contestó a mi pregunta pero se acercó un poco más hacia mi pintura. Podía sentir su cuerpo justo a un palmo de mi hombro. Su olor llegó hasta mí, apartando el olor de los limones. Su perfume era cítrico pero con matices a canela. Su rostro apareció inclinado sobre mi hombro fijándose aun más detenidamente en la pintura. Yo detuve mi pincel en el aire y volví el rostro hacia ella, muy despacio. Dándole a entender que me incomodaba pero ella no se apartó. Me pregunté qué era lo que estaba mirando con tanto detenimiento cuando ella misma lo dijo:

—Tienes técnica. ¿Eres pintora? Esto no parece un hobbie.

—No, no lo es. —Dije mientras la noté alejarse de mí. Me volví, con el ceño fruncido y enfada porque se hubiese aproximado tanto a mí como para impregnar su perfume en mi ropa. Ella seguía mirando el cuadro pero después me miró a mí y se detuvo en mi ceño. No sé si miraba mi enfado o alguna mancha de pintura que me cruzase el rostro.

—¿Cómo firmas tus cuadros?

—Como “A. Mendoza”. Ya sabe cómo son estas cosas. Un apellido vende mejor que un nombre femenino. —Asintió con el rostro.

—Tal vez en algún momento pueda tener en mi colección algún “A. Mendoza”. —Cuando lo dijo, parecía que estaba bromeando pero cuando se marchó decidida a no seguir molestándome sentí que cobraba seriedad con el paso de los minutos. Cuando desapareció sentí el deseo irracional de lanzar el caballete a un lado y rasgar el lienzo. Quemarlo, reducirlo a cenizas. Pero en vez de eso mezclé varios tonos de rojo sobre la paleta y solté varias de esas pinceladas sobre uno de los costados de los limones. En mi cuadro había comenzado a anochecer antes de que el paisaje real lo hiciese.

 

 

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