VENDIMIA - Capítulo 10

 Capítulo 10 — ¿No puedes dormir?


El sábado volví a levantarme temprano, pero por una vez Ramona se me adelantó al llegar a la cocina. Ya estaba disponiendo las naranjas sobre la mesa cuando yo llegué allí. Pareció divertida al verme entrar con cara de pocos amigos y dijo con sorna que ya había puesto el café a calentar. Cuando estuvo todo dispuesto y comenzaban a entrar las personas para desayunar yo salía fuera para regar el huerto. Desde allí pude escuchar una conversación que se radiaba desde dentro.

—La Señora ya ha pedido que le haga el desayuno. —Decía Cosette mientras me imaginaba a Ramona ir de un lado a otro colocando la vajilla sobre la bandeja de la señora, a la par que la distribuía por nuestra mesa. Se podía escuchar perfectamente el entrechocar de los platos con las tazas. Yo seguí regando en silencio.

—Levántate y házselo tú. ¿No ves que estoy muy ocupada? —Le espetó Ramona con un tono bastante severo. Cosette no pareció obedecerla.

—Esa no es mi labor. Aunque la Señora se piense que soy yo quien se lo prepara cada mañana, la muy estirada. —Yo arrugué la nariz y recuerdo que dejé de verter agua para poder escuchar más atentamente la conservación, sin perderme detalle—. Además, ¿dónde está la nueva? ¿Acaso no es ella la que tiene que ayudarte en la cocina?

—Está fuera, regando el huerto. Se lo he pedido yo. —Me excusó, pero poco tardó Cosette en salir a buscarme. Asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—¡Tú! —Para cuando me llamó ya estaba otra vez vertiendo agua sobre los tomates—. Ven a prepararle la bandeja a la señora. ¡De inmediato!

—¡Estoy ahí en un segundo! —Le dije y me la quedé mirando hasta que volvió dentro de la cocina. Cuando desapareció solté la regadera y salí corriendo para rodear la finca y atrapar una hoja de los limoneros que había cerca del cobertizo. Escogí la más grande y hermosa que hubiera. Me aseguré de que desprendiese un buen olor y me la metí dentro del bolsillo del mandil. Regresé a la cocina con grandes zancadas y una vez dentro comencé a disponer la fruta cortada dentro de un cuenco sobre la bandeja del desayuno de la señora. Todo bajo la atenta mirada de Cosette sentada a un lado. Tendría que deshacerme de ella si quería colar aquella hoja de algún modo en la bandeja así que viéndome más apurada de lo que realmente estaba le pedí si podía pasarme un paño que había colgado cerca de la puerta, para poder limpiar las gotas de agua que la fruta había soltado sobre la bandeja. Me miró con una mueca enfadada pero accedió más rápido de lo esperado. Le apremiaba más llevarle el desayuno en buen estado a la Señora que replicar. Cuando se dio media vuelta colé la hoja del limonero entre los pliegues de la servilleta y aplastándola un poco con la mano me aseguré de que no se viese por un descuido hasta que no legase a ella. El corazón me latía tan rápido como nunca y aunque Maurice, allí sentado mojando un poco de pan en un vaso de leche, seguía atento a todos mis movimientos, la única mirada que me preocupaba era la de Cosette. Cuando se volvió para extenderme el trapo me lo dio de mala gana.

—Podrías haberlo limpiado con el delantal.

—¡Vaya! —Exclamé—. Pues es verdad, no me he dado cuenta. —Maurice se contuvo una carcajada y ahogó la risa con un trozo de pan. Sin embargo, aprovechando que había sonado muy falsa mi excusa, le dije—: La verdad, era solo para que te levantases e hicieses algo más que mirar.

Eso fue suficiente como para enfadarla y acabó por sentarse de nuevo donde estaba a la espera de que sirviese un par de tostadas en el plato y un poco de zumo en la copa.

—Me dijo que hoy quería café con leche. El zumo le dio acidez de estómago ayer. —Anunció Cosette.

—¿No podrías haberlo sugerido antes? Ahora ya lo he servido. —Repliqué mientras dejaba la copa de zumo sobre la mesa y la cambiaba por una taza vacía.

—¡Vaya! Es que me acabo de acordar al ver ahora la copa de zumo.

No quise seguir con su juego porque no me arriesgaría a que descubriese la hoja de limón allí escondida. A regañadientes le extendí la bandeja y ella la llevó arriba. Cuando al fin desapareció me desplomé sobre mi asiento y las personas comenzaron a llegar a la cocina para desayunar. Yo me bebí casi de un sorbo la taza de café que me había servido Ramona y volví a servirme otra taza. Mordisqueé una tostada mientras Maurice me miraba con curiosidad. Sabía que esperaba explicaciones sobre lo que había visto pero no pensaba dárselas en público, y tampoco él me preguntaría.

—Hoy tenéis que hacer una colada. —les dijo Ramona a Ana y María. Ellas lo sabían mejor que Ramona pero se lo recordó con insistencia, dado que no era una colada al uso, sino ropa de cama y personal de la señora—. Si vuelve a suceder lo mismo que la semana pasada tendremos una conversación con Agnes, ¿Entendido?

—¿Ya nos reprendes desde primera hora de la mañana? —Preguntó Ana aun con una mueca adormilada.

—Sí, a ver si de esta manera podéis hacer las cosas bien. Tú, —señaló a María—, Asegúrate de que hacen bien su trabajo o de lo contrario serás tan responsable como las demás. Ya estás mayor para cargar con errores de los demás, como hago yo.

Antes de las diez salí de la cocina para buscar a Maurice que esperaba a la entrada principal de la casona. Había evitado acercarme por esa zona pero llegaría el panadero de un momento a otro y me gustaba ayudarle a llevar las barras de pan a la cocina. Cuando lo encontré, estaba sentado en las escaleras de la entrada, de cara al camino de tierra por el que venían los repartidores. Allí, a un lado de la puerta había aparcado un Citroën Traction Avant de color negro. Era la primera vez que lo veía y me supuse que sería de la señora, como mínimo. También podía ser de Agnes pero ella permanecía más tiempo en la casa que la Señora y habría tenido oportunidad de ver el coche mucho antes.

—Es bonito, ¿verdad? —Me preguntó Maurice al verme tan embelesada con la vista clavada en el coche. Las llantas brillaban horrores y toda la carrocería parecía ser ópalo pulido. Me contuve para no asomarme dentro y ver el color del tapizado. Me entusiasmaría si era de color crema.

—Es precioso. —Contesté sentándome a su lado con una canastilla de mimbre. La puse sobre mis rodillas y él se me quedó mirando con media sonrisa ladina.

—¿Y bien? ¿Vas a explicarme que ha sido eso de antes?

—Hum. —Medité—. ¿Ves lo que hacen los perros cuando van por la calle y orinan en las esquinas de las casas? —Asintió pero no estaba muy segura de que pudiese relacionar una cosa con otra—. Los gatos por el contrario tienes glándulas en el cuello, las patas y el trasero y se restriegan sobre lo que consideran sus propiedades. Cuando un gato te arrulla la pierna y se restriega contra ella…

—¿Estas marcando territorio? —Me dijo, comprendiendo el símil pero sin llegar a entenderlo del todo.

—Así es. Más o menos.

—La Señora se enfadará por lo que has hecho. —Aseguró pero al volver el rostro y verme con una expresión tranquila y divertida su seguridad decayó—. ¿No lo hará?

—No lo sé. —Suspiré—. Me he arriesgado. No creo que realmente pase nada. Pero ella sabrá que ahora ese territorio me pertenece. No pienso dejar que piense ni por un solo día más que es Cosette quien le prepara el desayuno. —Miré a todos lados, asegurándome de que no había hablado demasiado alto o que mis palabras hubiesen podido llegar a oídos indeseados—. Conmigo no se juega.

Levanté la vista para ver cómo el camión del panadero subía la cuesta.

—Ahí tienes al panadero.

Cuando recogimos el pan y lo metimos dentro de la cesta de mimbre, vimos salir a la Señora desde la puerta principal bajando las escaleras donde nosotros habíamos estado sentados. La saludamos con una leve inclinación de cabeza y ella hizo un gesto con su mano. Menos efusivo de lo que yo me hubiera esperado. No fue hasta que se metió dentro del coche que no recordé que ya debía haber visto la hoja del limonero entre la servilleta. Para entonces no tuve tiempo de arrepentirme y en cierto modo me decepcionó no recibir de ella ni siquiera un saludo más cordial de lo normal o tal vez una sonrisa sincera. Tal vez ella ocultase la sonrisa como yo había ocultado la hoja. Cuando la bandeja del desayuno regresó a la cocina me aseguré de buscar entre la servilleta la hoja. No estaba allí, pero puede que nunca la hubiese llegado a recibir.

Antes de desaparecer por completo de la entrada pude asomarme con el rabillo del ojo, a medida que nos alejábamos, al interior del coche. Era de color crema.

Aquella noche de sábado todo el mundo se fue a la cama pasadas las once. Habían estado bebiendo largo tiempo en la cocina después de cenar, yo incluida, pero a partir de las diez y media los ánimos empezaron a decaer y la mayoría estaban acotados así que la fiesta se disolvió y cuando dieron las once ya no se oía ningún ruido. Intenté leer, pero no podía concentrarme tanto como me hubiera gustado y tenía la vista algo cansada por lo que dejé el libro aparte y me plantee la posibilidad de ponerme a pintar algo, pero no tenía ganas ni ánimo para sacar las acuarelas. El lienzo de los limones estaba allí secándose apoyado en la pared contra el escritorio. Mañana tendría todo el día para poder pintar así que no quería pasarme también aquella noche pintando. Cuando dieron las doce me sentí con la obligación de hacer algo pero el silencio alrededor me estaba destrozando los nervios y no estaba tan cansada como para meterme en la cama. El vino que había tomado no me ponía de buen ánimo y antes de darme cuenta me estaba calzando los zapatos y saliendo de la habitación, con todo el sigilo del que era capaz. La casa estaba en completo silencio y toda ella a oscuras. Había luna llena así que la única luz que se colaba a través del patio era aquella que aún refulgía en el cielo. Me arrepentí al instante de no haberme hecho con alguna vela o alguna linterna pero para llegar al porche no necesité nada de eso.

Lo único que tenía puesto era mi pijama a cuadros grises de dos piezas, pero con eso bastaba. Me llevé conmigo una de las toallas que había allí colgadas y me hice al camino. Nadie se asomaría ahora a las ventanas para verme partir así que no me preocupó hacer demasiado ruido con las suelas de las zapatillas. Me conocía el camino así que seguí el sendero hasta llegar a la poza. La verdad es que de noche y solo con la luz de la luna hubo momentos en los que pensé que sería capaz de desorientarme, pero cuando vi las escaleras allí al pie del agua supe que no me había perdido. La luna se reflejaba en todo su esplendor sobre la superficie del agua, y cuánto me hubiera gustado tener allí mis pinturas para inmortalizarlo, pero solo en lo que conseguía hacer un buen boceto la luna se habría movido y el cuadro habría perdido su razón de ser. Intenté guardarme mentalmente aquella imagen y mientras me desudaba comenzaba a apreciar otras formas del paisaje: la brisa, el olor, la humedad. Dejé el pijama apartado de la orilla pero asegurándome de que de vuelta a la superficie lo encontraría fácilmente. La toalla era blanca, y brillaba como un pequeño cordero agazapado en medio de la hierba.

Salté directamente al agua desde la orilla. Nada más hacerlo me arrepentí y desee haber descendido poco a poco por las escaleras porque el agua estaba tremendamente fría pero una vez salí a la superficie el frío había pasado a un segundo plano. El agua era agradable y el aire que iba de un lado a otro era templado por lo que resultaba incluso refrescante. Nadé de un lado a otro y cada dos por tres me retiraba el pelo del rostro para que no me entorpeciese al bucear. Estuve allí por lo menos hasta las doce y media o una de la mañana porque cuando salí estaba agotada y el cuerpo me tiritaba de frío. Me sequé rápido y al poco comencé a sentir nuevamente que el aire templado abrazaba mi cuerpo. Estaba terminando el verano y ya estábamos a tres de septiembre, pero el aire seguía siendo cálido y antes de darme cuenta estaba seca.

Me puse el pijama y durante el trayecto de regreso me sequé el pelo a conciencia esperando no coger un resfriado durante la noche. Después de aquello me sentí mucho más en paz conmigo misma y estaba deseando que pasase otro día para poder repetir la experiencia. Me pregunté entonces si alguien me habría visto o si al día siguiente tendría problemas por lo que había hecho, cuando saliendo del camino para conducirme a la casa, y a la altura del cobertizo, miré hacia los balcones vidriados y vi allí una figura oscura, de pie, apoyada con los antebrazos en la barandilla, con un cigarrillo en la mano y el rostro vuelto a mí con más curiosidad de la que me hubiera gustado encontrar. Seguro que en mi expresión se descubrió más que la curiosidad, el espanto. La Señora Schwarz se halla allí, al pie del balcón con una bata de seda negra. Bastante larga. La parte inferior estaba adornada con detalles en plateado. Sus mangas colgaban por debajo de la barandilla donde estaba apoyada. Su expresión de sorpresa cambió rápido a una más hierática. Por lo que no supe si realmente me había visto partir y me estaba esperando o acababa de sorprenderme. Aún me quedaba un trecho para desaparecer por la esquina de la finca pero ya habíamos cruzado nuestras miradas e incluso yo me había detenido en seco con una expresión de espanto. Me secaba el pelo mientras caminaba pero mis manos habían quedado colgadas en el aire agarrando un par de mechones entre la toalla. Mis manos empezaron a sudar.

Lo único que se me ocurrió hacer fue alzar y bajar el mentón como forma de saludo y seguir adelante, pero ella no respondió a mi gesto más que con una bocanada de humo. Cuando di dos pasos me detuvo.

—¿El agua está buena a estas horas? —La pregunta fue un susurro. De seguro no querría despertar a nadie y yo me vi obligada a detenerme y dejar que terminase de formular la pregunta, porque el ruido de mis zapatos sobre la hierba acaparaba todo sonido. Cuando volví a mirar en su dirección su rostro se veía inundado de sombras y su expresión no parecía severa, pero tenía el ceño fruncido. Su pelo sin embargo recogía toda la luz de la luna que al rostro no le llegaba. Caía por sus hombros y desaparecía por su cuello hacia un lado. Una de sus piernas cruzaba la otra. Me miraba desde la altura y aun así podía sentirla cerca de mí, tanto como había estado el día que observaba el cuadro sobre mi hombro. De repente pensé en la hoja del limonero y me recorrió un escalofrío que me hizo romper a sudar. Ahora sí que estaba segura de que la habría visto.

No supe qué contestar a su pregunta porque el tono era bastante neutro. Sin embargo me atemorizaba la idea de que fuese una reprimenda velada. No estaba segura de si tenía permitido hacer lo que acababa de realizar y tampoco esperaba encontrármela a ella a estas horas de la mañana despierta. Me pregunté si tendría matices de ironía su pregunta. Entretanto pensar, al final no respondí nada. Tampoco me pregunté cómo se tomaría ella aquél silencio.

—¿No podías dormir? —De nuevo esa neutralidad. Me acabaría matando si no era más clara con sus emociones o si no entonaba aunque fuese con un matiz de enfado aquella interrogación. Tragué en seco y negué con el rostro. No era capaz de articular palabra y mucho menos en aquel silencio sepulcral. No habría podido susurra sin que se me quebrase la voz por el susto que aun me inundaba. Ella salió en mi rescate—. Yo tampoco.

Esta vez sí que pude sentir cierta concordia conmigo y no me atreví a decir nada más que pudiese retornar la conversación de nuevo a la neutralidad. Sin embargo a medida que su “yo tampoco” reverberaba en mi mente me fui dando cuenta de que saltaban en mi subconsciente todos los matices que aquella sincera confesión tenían. Unos muy dulces, y otros no tanto. ¿Insinuaba que quería continuar con la conversación, a pesar de la distancia física que nos separaba, a pesar de las horas que eran? Me sentí avergonzada de pensar que podía estar sugiriéndome que subiese a su dormitorio, para pasar la noche en vela juntas, para apoyarnos en nuestro desvelo. Pero una parte de mi no solo no se sintió avergonzada de haber recaído en ello, sino que creía firmemente que esa era la intención con la que lo había sugerido. De nuevo ella se adelantó a mí. Debí parecer un pasmarote allí plantado.

—Buenas noches.

Con aquello me indicó que me marchase. Lo hice bajando la cabeza con una vergüenza que me calentó incluso las orejas. Desee volver a sumergirme en el agua de la poza y respirar toda el agua que me cupiese en los pulmones. Hundirme allí y quedar enterrada entre el lodo del fondo para siempre. Cuando alcancé mi cuarto me desplomé sobre la cama y me golpeé repetidas veces las mejillas hasta dejármelas rojas. ¿Dónde estaban mi elocuencia y mi inteligencia? Tal vez se habían quedado en la poza.

 


Capítulo 9            Capítulo 11

 Índice de capítulos

Comentarios

Entradas populares