VENDIMIA - Capítulo 7
Capítulo 7 — No quiero que te coman
Aquel rapapolvo
que Belmont echó sobre las tres chicas, en especial contra Ana y Cosette
pareció calmarlas por el resto del día. En la cena no dieron nada al contrario
de lo que yo esperaba y nadie pareció comentar mi trabajo con el caballete.
Belmont me lanzó algunas miradas divertidas durante la cena y solo con aquello
comencé a tenerle en gran estima. Me había defendido cuando debía hacerlo y a
pesar de que en algunos momentos había tirado de mí para molestarme durante el
tiempo que llevaba allí afincada, parecía tener un buen corazón. Comprendí que
de alguna manera él tendría alguna especie de autoridad que yo no había sido
capaz de ver, y que pululaba sobre nosotros como una niebla cargada de lluvia a
punto de romper a llover. Sin embargo aquella autoridad solo estaba latente
cuando él estaba presente ante nosotras. Mientras él no estuviese, nada de lo
que pudiese hacer parecía acobardar a nadie.
Al día
siguiente, el sábado en el que se cumplía una semana y un día que estaba allí,
y también el último sábado de aquel mes de agosto, ocurrió algo que llevaba
esperando algún tiempo, como una avispa que me ha rondando varias veces y está
dispuesta a picarme. Aquella tarde el sol picaba con intensidad, más bien
parecían pequeñas agujas dorada que se clavaban sobre la piel, hasta irritarla.
Maurice y yo nos tomamos el tiempo del descanso después de la hora de la comida
para charlar sentados en la mesa de la cocina con un poco de zumo de naranja y
varios hielos. Debajo de la mesa jugábamos con nuestros pies mientras nos
reíamos e intentábamos dejarlos en segundo plano ante una conversación que se
vaticinaba divertida. Me contaba anécdotas que habían sucedido hacía tiempo en
aquella finca con un entusiasmo desmedido.
Maurice se había
criado en aquella finca desde el momento mismo en que había nacido. Sus padres,
ambos, trabajaron en la casona al igual que Ramona y Belmont lo hacían. Su
madre ayudaba en las labores de cocina y su padre como chofer de la señora. Su
madre hacía unos cuatro años que había muerto de cáncer, y mientras me lo
contaba se le formaban dulces arrugas en la barbilla demostrando que se
aguantaba irremediablemente las ganas de llorar. Después de aquello su padre
siguió trabajando como chofer hasta que tuvo problemas de visión y la Señora
consideró la idea de que no siguiese ejerciendo. Su padre era mucho mayor que su
madre, me explicó, y ahora vivía en la casa de su hermana menor a las afuera de
Colman. Maurice por el contrario permaneció allí, trabajando como mozo. Me
reconoció que no sabía si se le valoraba por su trabajo o la Señora lo mantenía
allí porque le diese pena su situación.
—Podría buscarme
cualquier otro trabajo en el pueblo, como repartidor o recadero. Pero creo que
en fondo mi trabajo aquí es importante y la Señora lo valora.
Después de que
me contase aquella triste historia comenzó a rememorar ciertas anécdotas, como
un día en el que Ramona derramó todo un perol de judías sobre la cocina y
varios gatos callejeros se adentraron en la cocina atraídos por el olor. Desde
entonces la Señora había tenido cuidado de despejar la zona de aquellos
animales. También mencionó una trifulca que tuvo con Agnes en la que ella le
reprendía por un encargo que no había recogido o algún cliente al que no había
atendido como se merecía y mientras Maurice se disculpaba, Agnes comenzó a
hablar mal de aquel cliente, para quitarle importancia al comportamiento de
Maurice y en cierto modo, divertirse ella a costa del descuido del mozo. Sin
embargo el cliente seguía en la casona y escuchó toda aquella conversación,
escondido como se había quedado en el recibidor. Cuando Agnes se volteó, casi
se desmaya.
—Debes conocerte
entonces todas las historias que han pasado en la viña. —Le dije mientras
pisaba sus pies debajo de la mesa. Mis sandalias no le hacían daño, pero sus
botas eran algo más pesadas. Lo sabía, y se cuidaba de descargar su peso sobre
mis pies.
—Así es. —Dijo
orgulloso y yo sentí una buena oportunidad para indagar sobre la señora.
—¿Y sabes sobre
la señora? —Cuando me miró se sonrió ladino.
—¡Claro! —Dijo
divertido—. ¡Incluso conocí a su marido, que en paz descanse!
—Su marido.
¿Murió?
—Así es. —Dijo,
aunque yo ya lo sabía—. Yo era muy pequeño, tendría al menos diez u once años
cuando eso sucedió. Era un hombre muy agradable. Siempre me daba dulces. —Me
dijo, mientras escenificaba son sus dedos la forma de un caramelo rectangular—.
Eran de sabor del tofe. La Señora jamás me ha dado un solo caramelo.
—¿Cómo era él?
¿A qué se dedicaba?
—¿A qué? ¡A la
viña! —Dijo como si fuese lo más obvio del mundo y yo misma me reconocí en mi
error—. Todos estos terrenos eran suyos. Su esposa los heredó a su muerte.
—Comenzó a susurrar—. Y creo que a ella no le hacen mucha gracia estas labores.
Pero como tampoco hace más que administrar las tierras… no deben darle mucha
labor.
—¿Cómo murió?
—Una embolia.
Era bastante mayor. Se llevaban más de quince años. —Negó con el rostro—. Entre
los de alta cuna ya sabes cómo se las dan con los matrimonios concertados. Pero
creo que ella le amaba mucho. Incluso cuando muró encargó pintar un cuadro para
recordarlo. Un poco tétrico en mi opinión.
—¿Cuántos años
tiene ella?
—¿Christiane?
—Era la primera vez que escuchaba su nombre—. Cuarenta y uno.
—Hum. —Dije para
mí mientras pensaba en la diferencia de edad que nos llevábamos nosotras, y me
di cuenta de que probablemente sería más de los que se llevaría ella con su
marido. No me pareció mal, tampoco me gustó demasiado.
—¿La has visto
ya por aquí? —Me preguntó—. Da miedo, ¿cierto? No es muy amable.
—Hum. —Volví a
repetir. No quise contradecirle, pero tampoco tenía argumentos para hacerlo—.
Pero no me ha parecido una mala persona.
—No creo que lo
sea. Pero no deberías molestarla. En realidad creo que da más miedo Agnes que
ella. —Se rió—. Pero he de reconocer que con la señora no se tiene demasiado
trato. Casi siempre está fuera.
Antes de darme
cuenta estábamos hablando largo y tendido acerca de la Señora y para mí era
como ponerme delante de una bandeja entera de pastelitos y con cada pregunta
devoraba uno tras otro. Intenté no mostrarme demasiado excitada ante la idea de
hablar de ella, pero era inevitable que surgiese en mi mente una pregunta tras
otra.
—¿No tiene
hijos?
—No. Ella no
pudo. —Dijo con un encogimiento de hombros—. O tal vez fuese él. —Se lo pensó
una segunda vez—. Supongo que es mejor así. Seguro que hubieran habido
problemas con la herencia. Ahora todo es de ella, para bien o para mal. Todos
pensaron que al año de heredar ya habría vendido la finca y los viñedos, pero
algo debe retenerla. ¿No crees? Si le gustase esta bebida se implicaría mucho
más. —Pensó más detenidamente en ello. Me gustó ver como él mismo era crítico
con sus propias palabras—. Tal vez le guste, pero una señora de su clase no
debe mezclarse con gente como nosotros.
—Gente como
nosotros. —Dije arrugando la nariz y él se encogió de hombros con toda
naturalidad.
—Ya sabes a lo
que me refiero. —Soltó sin más y yo le sonreí, con algo de desgana. Cuando me
terminé el vaso de zumo y dos hielos quedaron tintineando en el vaso se levantó
para volver a servirme y yo no dije nada. Me quedé absorta unos segundos
mirando como el vaso se llenaba de nuevo y los hielos ascendían junto con el
líquido. Para cuando volvió a sentarse delante de mí comenzamos a oír la voz de
Ramona entrando por la puerta que daba al interior de la casona. Cuando entró,
cargada con un cesto de mimbre y sábanas revueltas dentro de este, ya intuimos
qué era lo que estaba sucediendo. Solo por eso y por los sapos y culebras que
soltaba a través de su boca.
—¡Mira que les
he dicho una y mil veces que sean meticulosas al lavar las sábanas! ¡Y más aún
las de la señora! —Dejó el cesto de mimbre sobre la mesa, delante de nosotros
dos y fruncimos el ceño mientras nos sonreíamos, divertidos y curiosos a la
par.
—¡Bueno, bueno!
—Le dijo Maurice mientras miraba dentro del cesto—. ¿Qué pasó? ¿A qué viene
tanto escándalo? —Evidentemente estaba imitando el tono y las palabras que
usualmente Ramona utilizaba para reprendernos cuando armábamos escándalo pero
ella estaba tan enfadada que no pareció darse cuenta de ello.
—Estas
holgazanas. No valen para nada.
—¿Quiénes?
—¿Quiénes van a
ser? Cosette y Ana. —Sacó de un tirón una de las sábanas del cesto y
comprábamos que no estaban bien lavadas. —Les dije que lavasen bien las
sábanas. Y las he visto ya colgadas al sol sin que les frotasen bien las
manchas. —Miré detenidamente las manchas. La Señora tendría el periodo—. ¿Dónde
están?
—En la poza.
—Dije yo y Ramona se enfureció más.
—¡A la poza las
voy a tirar yo! —Volvió a guardar de nuevo las sábanas dentro de la cesta—. Ve
y diles que vengan de inmediato a buscar las sábanas. ¡Deben lavarlas de nuevo!
Como no salgan las manchas tendremos un problema. —Según me estaba levantando del
asiento ella siguió vociferando—. Seguro que han dejado el trabajo a medias
para volver a irse a la poza. ¡Me las estoy imaginando! “Bah, ya es la hora,
dejamos esto tendido y nos vamos”. —Las imitó a la perfección y Maurice se
desternilló de risa, casi se cae del asiento.
—¿Voy ahora?
—Pregunté mientras me terminaba el zumo a prisa.
—¡No! Mejor.
—Sacó de uno de los muebles debajo de la pica una pastilla de jabón que metió
dentro del cesto con las sábanas y me lo extendió. —Ale, llévaselo y que laven
en la poza las sábanas. Que las traigan de inmediato nada más las escurran y
las tiendan. ¡Ve! —Me dijo, cargando sobre mí su enfado pero no de forma
intencionada—. Y diles que mañana se han quedado sin ir a la poza.
—No eres su
madre. —Dijo Maurice divertido pero Ramona parecía tener la autoridad
suficiente como para castigarlas de aquella manera.
—¡Hablaré con
Agnes de inmediato! Esto no puedo consentirlo y menos con las prendas de la
señora. ¡Se me caerá el pelo si se entera de esto!
—Vamos. —Me dijo
Maurice, levantándose él también del asiento y acompañándome fuera—. Te
acompaño.
—Sé ir a la
poza. —Le dije, aunque ya me temía yo que no me acompañaba porque temía que me
perdiese por el camino—. Ya he bajado dando un paseo.
—Ya me lo
imaginaba. Además eres una chica lista y no creo que seas de las que se
despista. —Fruncí el ceño mientras él extendía una de las manos para asir una
de las asas de la cesta. Yo sujeté la otra y la llevamos entre los dos.
—¿Entonces? ¿Te
aburrirías si te quedas solo en la cocina? ¿O no quieres escuchar rezongar a
Ramona?
—Te acompaño
porque no quiero que te coman. —Dijo mientras fruncía el ceño. Yo imité su
gesto con algo de desconfianza pero en el fondo me llegó a atemorizar la idea
que se le pudiera estar pasando por su mente. Sin embargo no iba a permitir que
me tomasen el pelo y mucho menos que me viesen tan débil como para tomarla
conmigo de continuo.
Cuando llegamos
a divisar la poza le pedí que se quedase allí atrás y me dejase continuar a mí
sola. Tal vez le impresionase mi valentía o temiese mi temeridad. Pero me
obedeció y se quedó a un lado del camino. Yo bajé el último tramo de la cuesta
y el pequeño claro que había en la orilla divisé las ropas de ellas. Estaban
desnudas, bañándose y nadando en el agua. Para bajar hasta ellas, había a un
lado una pequeña escalinata que se hundía en el agua, y el resto era un terreno
llano que daba inmediatamente a la poza. Las vi un poco alejadas y cuando me
vieron, junto con el canasto lleno de sábanas, me saludaron con un ademán de
sus manos. Sin embargo mi semblante no era amistoso y comenzaron a acercarse
hasta que se quedaron a un metro del borde.
—Ramona cree que
las sábanas no están bien lavadas y que no habéis sido cuidadosas con el
trabajo, así que me ha mandado que os las traiga y os exhorte a que las lavéis
de inmediato. Se ha enfadado bastante.
—¡Vaya! —Se
sorprendió, María, triste. Su semblante era sincero—. Pensamos que venías a
bañarte con nosotras.
—¿Cómo que están
sucias? —Preguntó Ana.
—No están bien
limpias. —Aclaré y dejé el cesto al lado de la orilla. Ellas ni siquiera se
fijaron en el.
—Cuando nosotras
las tendimos estaban bien limpias. —Aseguró Cosette y en su tono de voz pude
escuchar la malicia que se escondía detrás de aquella afirmación. ¿Pretendía
echarme a mí la culpa? No sabía cómo lo haría pero no estaba dispuesta a
consentirlo.
—Eso puedes
hablarlo con Ramona. Yo solo me encargo de traeros el mensaje.
—Seguro que
Ramona no te ha dicho nada. —Dijo Cosette, en tal tono que el resto de ellas
pudieron platearse aquella posibilidad. Yo palidecí y fruncí el ceño—. Seguro
que las has manchado tú. ¿Crees que Ramona nos quitaría nuestras horas libres
para lavar?
Ana se acercó a
las sábanas y las inspeccionó. Rápido se dio cuenta de que verdaderamente no
habían hecho un buen trabajo pero no dijo nada. María era inocente de todo
aquello porque las tareas de lavandería no le pertenecían y nos miró
alternativamente a cada una de nosotros.
—¡Esas manchas
no estaban! —Dijo Cosette alarmada. Ana quedó muda. Sin embargo María no
parecía del todo segura porque aunque no se encargase ni de lavar la ropa ni de
hacer el dormitorio de la señora, conocía a Cosette y temía la posibilidad de
una mentira.
—¿Seguro que las
habéis lavado bien, Cosette?
—¡Claro que sí!
—Aseguró ella y yo rodé los ojos.
—No es mi
problema. —Dije, dispuesta a darme media vuelta y resoplando me pasé la mano
por la frente perlada de sudor cuando sentí que una mano se cernía sobre mi
tobillo y otra me asía el bajo de la falda. Tropecé de bruces contra el suelo y
la mano que me arrastraba hacia el agua lo hacía con fuerza. Ya no eran dos
manos, eran cuatro. Cuando me volví encontré a Cosette y a Ana tirando de mí
hacia la poza, con sus torsos fuera de agua y las risas de ellas mezclándose
con el chapoteo del agua. Yo intenté zafarme y cuando me soltaron los tobillos
me sujetaron las muñecas. Esto fue peor aún porque cuando me inclinaron hacia
delante ya no tenía modo de sujetarme a nada y sentí el vértigo de ver cómo me
acercaban al agua y me hundirían al instante. La escena debía ser hermosa vista
desde fuera, igual que un viajero atraído por el canto de las sirenas a punto
de ser devorado por ellas en las profundidades del agua. Justo en el rostro del
joven puede entenderse la situación y la adrenalina de la última bocanada de
aire antes de sumergirse. Yo estaba completamente aterrorizada, no al agua ni a
la poza. A ellas, y a su perversa forma de diversión.
Antes de poder
perder el equilibrio y caer irremediablemente en el agua, dos brazos me
rodearon la cintura y me alejaron del agua a prisa. Ellas me soltaron
rápidamente para cubrirse el pecho y ocultarse hasta el cuello dentro de la
poza. Como las alimañas ahuyentadas ante la luz de una llamarada.
—¡Qué hacías ahí
escondido! ¡Pervertido!—Le gritaron a Maurice mientras me alejaba de la orilla.
Cuando me soltó hube de ser yo quien lo sostuviese del brazo o se abalanzaría
contra ellas.
—¡Sois unas
víboras! ¿No os da vergüenza comportaros así? ¡Holgazanas! Ojalá os manden a
paseo. ¡Hablaré con Agnes para que os echen fuera de la viña! —Aquello pareció
surtir efecto en ellas porque palidecieron a cada cual más y mientras Maurice
me sujetó del hombro y me condujo de vuelta al camino para regresar a la casona
ellas se disculpaban a voces, con tonos lastimeros y risas infantiles
excusándose en que solo había sido un juego. Yo temblaba de pies a cabeza del
susto y Maurice me condujo de nuevo a la casa. A medio camino se volvió a mí
con una mirada contradictoria. Por un lado seguía enfadado, pero parte de ese enfado
había pasado a preocupación y también a diversión. Creo que en el fondo le
hubiera gustado verme caer al agua. Pero si me detuvo también fue por
enfrentarse a ellas.
Aquella
experiencia, junto con los días pasados, me hizo darme cuenta de que aquellas
tres chicas, o por lo menos Ana y Cosette, daban más problemas que ayuda y eso
era un sentimiento generalizado. Sin embargo me pareció extraño comprobar que
eran el último escalón dentro de aquel sistema jerárquico. Incluso Maurice,
siendo menor que ellas estaba en una posición más alta, por el simple hecho, o
al menos eso pensaba yo, de haber permanecido en aquella casa durante toda su
vida. Por eso la tomaron conmigo, porque yo era el último escalón por debajo de
ellas y no tenía nada asegurado en aquella finca. Ellas podían presumir de
haber tenido más años trabajando allí o de poseer el favor de la Señora o de
Agnes, pero poco a poco comprobé que eso no era del todo cierto y que si
permanecían allí era porque Belmont y Ramona cargaban siempre con sus errores,
al igual que Maurice. Pero yo no estaba dispuesta a dejarme vapulear.
Cuando
regresamos a la cocina Ramona se alegró de que no volviésemos con las sábanas,
pero en la expresión de Maurice encontró un motivo de preocupación. Yo no
pretendía contarle lo sucedido pero Maurice se desahogó con ella. Más de lo que
habría esperado por una broma pesada. Comencé a pensar en la cantidad de cosas
que habría tenido que aguantar de ellas y de si en algún momento le habrían
jugado a él una mala pasada. Como ya me había dado esa sensación antes, y
cuando Ramona salió de la cocina para buscar a su Marido y contarle lo
sucedido, le pregunté directamente:
—¿Alguna vez te
la han jugado? Me da la sensación de que algo tienes en contra de ellas.
—¡Como para no
tenerlo! —Me dijo, sin querer ahondar—. ¿Acaso no has comprobado tú misma cómo
se comportan?
—Sí, ya lo veo,
pero parece que tienes algo más personal con ellas.
—Aquí todo es
personal. Somos como una familia, pero de esas unidas por la desgracia. —Se
sonrió con pena—. No te preocupes. Si vuelven a hacerte algo así podrás contar
conmigo.
Cuando llegó la
hora de la cena, sin embargo, nadie habló de lo sucedido. Belmont no le habría
dado demasiada importancia a pesar de que noté que durante la cena no habló
demasiado y esta vez se sentó cerca de mí. Fue suficiente como para demostrar
que me apoyaba y que permanecería de mi lado. Su forma de conducirse era muy
simbólica, y eso me tranquilizó. Ramona sin embargo sí que estuvo arisca con
ellas y las reprendió por no haber hecho su trabajo adecuadamente. Les advirtió
que al día siguiente no bajarían a la Poza y que si las veía acercarse allí
tendría unas palabras muy serias con Agnes. Comencé a temer que Agnes fuese un
monstruo al que se invoca siempre que se quiere atemorizar a alguien y sin
embargo nadie acudía a ella realmente, solo servía como arma disuasoria. A
pesar de la regañina nadie me nombró en la discusión. Ellas sabían que su
trabajo había sido deficiente y que mentarme habría empeorado las cosas porque
Maurice estaba de testigo. Ramona desde luego en esa situación no se pondría de
parte de ellas aunque tampoco lo hiciese conmigo, y Belmonte no intervendría.
Yo no saqué el tema y Maurice pareció satisfecho con la reprimenda que ellas obtuvieron
por su trabajo.
Todo quedó allí
pero yo estaba segura de que aquello me lo devolverían, de una manera u otra.
Sabía que la convivencia iba a ser difícil antes de llegar, pero no pensé que
fuera una batalla en la que debiera estar alerta. Sin embargo yo soy una
persona a la que le gusta que la ponga a prueba. Me gustaba demostrarme a mi
misma de que pasta estaba hecha.
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