VENDIMIA - Capítulo 6

Capítulo 6 — Es un buen trabajo


Nadie pensó que la causa de que me sangrase la nariz hubiese sido la pérdida de cordura. Ramona y Cosette pensaron que la Señora se habría atrevido a abofetearme y me habría roto algún capilar de la nariz, pero rápido les quité esa idea de la mente, aludiendo a que me pasaba con frecuencia si hacía mucho calor. No era tan común como quise hacerles ver pero pareció que mi mentira caló en ellas y fue suficiente para que no le diesen más importancia. Me pasé al menos media hora con un paño frío en la nuca recostada en una de las sillas de la cocina, sintiendo que poco a poco desaparecía el rubor de mis mejillas. Pero el bochorno que se había adueñado de mi ser no me abandonaría en mucho tiempo. Cada vez que pensaba en cómo me había comportado delante de ella todo mi cuerpo se tensaba, e incluso hoy en día si lo pienso con detalle e intento retrotraerme a esa sensación tengo el impulso de bajar la mirada y retirar el rostro, incluso si estoy en soledad.

Con el paso de los minutos se iba formando en mi mente la idea de que la Señora aparecería en la cocina en algún momento. Las excusas eran infinitas. Pensaba que lo más probable es que apareciese para recriminar mi comportamiento, pero también quise creer que podría aparecer allí por mera curiosidad hacia mi persona, al ver un rostro nuevo en su finca. Llegué a imaginar que tal vez me había visto salir corriendo y pudiese sentir algo de misericordia hacia mí, y vendría para comprobar que estuviese bien. Pero cuanto más pensaba en ello más improbable lo veía y más ridícula me sentía yo. Fantasear con aquella Señora se volvería un vicio insalvable y del todo autodestructivo, y aquél fue sin embargo el comienzo. Me había dado tiempo a imaginarme su rostro apareciendo con cientos de expresiones diferentes a través de la puerta de la cocina. Para reprenderme, para preocuparse. Hubiera recibido de igual grado un beso o una bofetada. Solo estar dentro de su campo de visión una vez más me habría satisfecho por muchos días. Pero ya había conseguido mi pequeña dosis. La suficiente como para volverme adicta.

Cuando regresé a las tareas de la cocina para realizar la cena todo parecía haberse disipado y el alboroto generalizado que se formaba siempre a aquella hora en la cocina me disuadió por unos minutos para pensar en otra cosa. La comida iba de un lado a otro y las copas se llenaban de vino. El queso llenó con su olor la cocina y Maurice estorbaba por todas partes alargando sus dedos para coger pequeñas porciones de comida de todos lados. No me hice cargo de la cena de la señora, es más, ni siquiera quise mirar hacia la bandeja que adornaba un extremo de la mesa. Ramona y Cosette se encargaron de ello y yo lo agradecí sobremanera. Pensé que la conversación durante la cena sería un buen estímulo pero no participé de ninguna de las conversaciones que se establecieron allí y me vi de repente inmersa en mis propios pensamientos. Pensé que se me habría pasado, y que aquel fugaz momento de debilidad se me pasaría con las horas. Pero su imagen granate y negra se recortaba sobre un horizonte neblinoso en mi memoria. Era capaz de delinear sus hombros, su cintura, dentro de un espacio en blanco dentro de mi mente, ya veía como las pinceladas se superponían creando las luces y sombras. Mi plato de verduras hervidas quedó intacto aquella noche y cuando nadie me veía, dejaba que Maurice se aprovechase de él hasta empacharse.

Me fui pronto al dormitorio mientras que en la sobremesa la mayoría se habían quedado en la cocina, compartiendo galletas de mantequilla y anécdotas. Yo era incapaz de introducirme en una tertulia, y cuando intenté distraerme sentía que me estaba entrometiendo. Una vez en el dormitorio encendí la lámpara del escritorio y me senté en el, con las manos apoyadas sobre mi frente. Era incapaz de sacarme aquella figura recortada en fondo blanco y sabía que si no conseguía exteriorizarla de alguna manera no podría pegar ojo. Así que sin más remedio saqué de la maleta un pequeño vasito de plástico y me conduje afuera, para llenarlo de agua de la manguera. Cuando regresé a la habitación rescaté unas acuarelas y un papel en blanco. La imagen estaba tan clara en mi mente que no necesité hacer un boceto previo y me limité a distribuir pinceladas de un gris verdoso sobre el fondo, perfilando con una pintura muy aguada el contorno de algunos árboles y después la línea de un horizonte.

No era nada buena pintando algo tan solo de memoria, pero estaba tan necesitada de sacar lo que fuese que tuviera dentro de mi mente hurgándome como un parásito, que no me importó en absoluto que aquello que resultase fuese de mala calidad. Con un par de líneas negras aboceté la mesa sobre la que se había sentado, al igual que las de alrededor, de un negro menos intenso. Eran mesas blancas, y sin embargo aunque las hubiese delineado negras, eran esas mismas mesas, solo porque sabía que ella estaría sentada allí. Después intenté buscar la mezcla de colores ideal para su ropa, y me llevó algo más del tiempo deseado encontrar ese tono granate que resaltaba sobre el resto del paisaje sin parecer artificial. Allí la esbocé, con una postura resulta y cómoda, con su mano perfilada en un tono rosáceo y la pamela negra ocultando todo su rostro. Cuando la hube terminado me dio la sensación de que el dibujo no necesitaba nada más y que ella había estado siempre allí, desde el momento en que las fibras del papel se unieron en el día de su fabricación. Tal vez ella hubiera estado allí en esa finca, desde el primer día de su edificación, o desde los confines del tiempo y la humanidad. Tal vez ella era anterior a todo aquello y por eso desprendía aquella magnanimidad incluso a través de dos o tres pinceladas sobre un papel en blanco.

Estuve allí contemplando el dibujo hasta que se secó, lo cual tardó al menos una hora y cuando al fin pude quedarme satisfecha sentí un tremendo horror ante la idea de que alguien descubriese lo que acababa de hacer. Me sentí como si me hubiese colado en la habitación de la Señora Schwarz y me hubiese llevado unos pendientes o algún broche escondido en el delantal y ahora lo observaba, apoyado en la pared del escritorio, con devoción religiosa. Ahora mi deseo era un objeto material que yo me había empeñado en sacar de mi mente y exteriorizarlo sobre el papel. Prueba del delito, motivo seguro de una buena reprimenda. Me imaginé a Cosette encontrándolo en mi habitación y enseñándoselo a la Señora como forma de jugarme una mala pasada. Y sin embargo, en esa fantasía, lejos de sentirme aterrada o avergonzada, me sentí expectante ante la posible opinión que la Señora tuviese de mi dibujo. Si era una mujer orgullosa lo odiaría, pero si era vanidosa, tal vez me amase.

Decidí que no me desharía del dibujo porque aun apenas acababa de crearlo y sabía que en un futuro tendría la necesidad de mirar aquel recuerdo que en mi mente tal vez se pudiese diluir. Nunca se diluyó. Lo escondí sin embargo entre mis libros. Abrí uno de ellos y lo colé entre las páginas. No era más grande que un cuarto de folio, así que quedó bien protegido allí. Antes de darme cuenta eran más de las dos de la mañana y seguro que todo el mundo se había dormido ya. Decidí meterme también en la cama porque me sentí agotada, pero no lo suficiente como para no fantasear nuevamente con aquel recuerdo que seguía tan vivamente en mi memoria.

El domingo pasó aprisa. Acompañé a Ramona a las instalaciones de los vendimiadores cuando estos llegaron y nos presentamos a ellos. Más bien me presentaron a mí, pues eran prácticamente los mismos vendimiadores del año anterior y a Ramona ya la conocían de otras épocas. A mí sin embargo no me conocían y algunos nuevos trabajadores también se presentaron ante nosotras. La mayoría eran hombres de entre veinte y treinta años, pero también los había bastante más mayores y algunos que no alcanzarían los veinte. Había también unas cuantas mujeres entre ellos las cuales la mayoría estaban destinadas al trabajo de cortadoras. Allí mismo me explicaron que había tres trabajos dentro de un grupo de vendimiadores: El de cortadores que se encargaban de cortar los racimos de uvas con tijeras podadoras. Normalmente este trabajo se realizaba por parejas, cada uno a un lado de la fila de vides y siguiendo el ritmo general del grupo. Un segundo puesto de trabajo era el de porteador, cuya labor era llevar los cestos, una vez llenos de uvas, al remolque o tractor. En este puesto se encontraban usualmente los mozos jóvenes que serían por lo general los que más fuerza tuviesen. Y por último los conductores del tractor. En esta labor se encontraba el capataz.

Las instalaciones eran construcciones prefabricadas, no de las mejores calidades, pero bastante habitables. Disponían de grandes cuartos donde se amontonaban las camas unas al lado de otras y en una pequeña cocina se alienaban los fogones junto con una nevera y un arcón congelador. Ramona me estuvo dando indicaciones dentro de la cocina para la forma en que procederíamos cuando estuviésemos al día siguiente allí cocinando. Los vendimiadores eran todos españoles y aunque varios de ellos hablaban con soltura el francés solo por las veces que habían venido años anteriores, entre ellos daban gritos en español y las risas me parecían de lo más estridentes. Me asustaron al principio y estuve a punto de convencer a Ramona de que cogiese a otra de las chicas para las labores de la cocina y yo sustituiría a esta en las labores de limpia o lo que fuese. Pero cuando estábamos delante de ellos se portaban con todo el respeto que se pudiera esperar y de vez en cuando intentaban entablar algunas palabras en un francés macarrónico. Sin embargo su esfuerzo me hacía sonreír y yo intentaba mediar con las pocas palabras en español que conocía.

El lunes sí que noté el cansancio a lo largo de todo el día. Me levanté nuevamente la primera, mucho antes que Ramona, pero a medio día ya me notaba la fatiga invadiendo todo mi cuerpo. Ramona me advirtió:

—Tenemos dos maneras de hacerlo. O una de nosotros se va allí a hacer la comida para los vendimiadores y la otra se queda aquí para dar de comer a los de la casona; o bien hacemos una comida para todos y llevamos allí la que sea para ellos y el resto la dejamos aquí, para volver cuando ellos terminen y calentarla de nuevo para nosotros. —Como no dijo nada yo me quedé pensativa y pensé que me estaba dejando la opción a mí para elegir cuál era la mejor opción, pero continuó—. ¿Te ves capaz de hacer tú sola la comida para todos los que somos aquí?

—No. —Contesté nada más que ella finalizó y asintió conforme con mi respuesta.

—Muy bien, ahora te haré otra pregunta. Tenemos aquí la mayoría de alimentos y condimentos. ¿Prefieres que nos llevemos allá todo lo que necesitemos y realicemos la comida allí o la hacemos aquí y nos la llevamos ya hecha? —De nuevo sabía que solo había una respuesta correcta y ella esperaba que yo contestase bien.

—La hacemos aquí y después la llevamos con los vendimiadores.

—Muy bien. —Se sintió lo bastante satisfecha como para dar una palmada y comenzar a sacar algunas patatas de un saco y me las extendió—. Alé, alé. A pelar.

—¿No sería mucho más sencillo contratar a otras cocineras y repartirnos la tarea…?

—Sí, claro que lo sería. Pero bastantes trabajadores inútiles tiene aquí la Señora como para contratar a más. Una chiquilla como tú no suele costar mucho dinero al mes, pero hoy en día es muy difícil encontrar a alguien de tu edad lo suficientemente capaz como para trabajar como es debido. —Yo fruncí el ceño, porque sabía que en cierto modo me estaba alagando pero también estaba poniéndome a prueba. Me marcó el listón al que debía llegar para no ser a sus ojos una inútil. No tenía pensado demostrar serlo, pero ahora mucho menos.

—Te ayudaré en la forma en que me pidas que lo haga. Pero no me encargues a mí las labores logísticas. —Le dije, con una risa. Ella la correspondió—. Porque entonces volarán las sartenes.

El lunes hicimos lentejas con una receta muy parecida a lo que los españoles estaban acostumbrados. Sofreímos unas cuantas verduras como cebolla y patata acompañadas de algo de chorizo y lomo y después cocimos todo con las legumbres. Un poco de laurel, un poco de ajo y pimentón. No nos llevó demasiado tiempo todo aquello, más que nada lo que nos costó fue preparar toda la cantidad de ingredientes, pues multiplicábamos por tres las cantidades a las que estábamos acostumbradas a realizar. Hicimos tres ollas, una para nosotros y dos para los vendimiadores. Las dejamos enfriar por al menos una hora para que el traslado no fuese demasiado complicado y cuando llegaron la una menos cuarto nos condujimos cada una cargada con una olla camino abajo hasta encontrar las viviendas. Apenas tardamos cinco minutos en llegar pero el peso de la olla era demoledor y cuando llegamos me tuve que frotar los brazos para asegurarme de que aún seguían anclados a mis hombros. Ramona se rió de mí pero yo rodé los ojos.

Los vendimiadores no tardaron en llegar y cuando comenzaron a entrar, rugiendo de hambre, ya les teníamos las lentejas al fuego. Al contrario de lo que pensé todos nos agradecieron la comida con grandes halagos y se terminaron hasta la última de las raciones. Para esas horas a mí ya me rugía el estómago y la boca se me hacía agua. Después de aquel plato de lentejas picotearon un poco de embutido y queso y más de la mitad de ellos se escondieron en sus habitaciones para dormir después del largo trabajo de la mañana. Ramona, algunos de los españoles y yo recogimos los platos y ayudamos a lavarlos.

—Quedaos a tomar una taza de café. —Nos dijo una de las chicas que había allí, mientras pasaba un trapo sobre la mesa. Su acento español era muy fuerte.

—No, muchas gracias. —Contestó Ramona en español—. Tenemos que ir a comer nosotras. —Esto sí lo dijo en francés. Uno de los chicos que había allí tradujo aquello para el resto. Su acento era menos visible y se le notó algo más de soltura. Yo me lo quedé mirando porque de perfil como se encontraba respecto a mí tenía una gran cicatriz en el cuello, de forma vertical, que desaparecía hacia su clavícula.

—Después de veros comer, ahora nos morimos nostras de hambre. —Le dije al chico que esperé que le tradujese aquello a los otros cuatro españoles que había sobre la mesa pero se limitó a sonreír en mi dirección y me señaló la puerta con un gesto de la mano.

—Marchad entonces. —Dijo en francés—. Nosotros terminaremos de recoger. —Aseguró pero sacándose un cigarrillo del bolsillo de una camisa a cuadros que portaba y se lo llevó a la boca, reclinándose sobre el asiento. No estaba segura de que aquel se levantase a realizar ninguna de las tareas pero Ramona y yo no obedecimos. Terminamos nuestro trabajo y entonces sí que recogimos las ollas y volvimos a la casona. Él nos vio marchar pero con una mirada un tanto apenada.

El resto de días de aquella semana discurrió de forma muy similar. Las mañanas eran tan atareadas que por la tarde me costaba arduo esfuerzo pensar que tendría que realizar algún tipo de labor en la cocina. Por suerte nosotras solo nos encargábamos de las comidas para los vendimiadores que llegaban sin tiempo de poder prepararse algo de comer, y de seguro sin ganas. Las cenas se las apañaban ellos con los víveres de los que disponían allí en las habitaciones igual que los desayunos. Fue extenuante tener que cargar cada día con las ollas y cazuelas de un lado a otro pero por suerte varios de los españoles nos ayudaban de vez en cuando si nos encontraban a mitad de camino a la vuelta de la vendimia o después de comer.

Sin embargo por las tardes las horas de sol eran aplastantes y mientras alternaba las tareas en la casa y las horas libres leyendo o descansando en el cuarto los días pasaban. El viernes, cuando hacía una semana que había llegado a la finca, decidí darme una vuelta durante las dos horas libres que había después de la hora de la comida. Las chicas no habían querido ir a la poza porque el día anterior se pasaron allí demasiado tiempo y Ramona las reprendió duramente por alargar demás su tiempo de descanso, y haber regresado al día siguiente hubiera significado tentar a Ramona para que las volviese a reprender. Por lo tanto, las tres se quedaron jugando a las cargas sentadas en el porche cubierto de sábanas que colgaban, donde el aire entraba fresco y el sol no podía alcanzarlas. Debían llevar tiempo en esa casona porque podía notar la diferencia del color entre nuestras pieles. Mientras que ellas volvían un poco más morenas cada tarde que estaban en la poza, yo seguía igual de blanca.

Aquella tarde mientras me paseaba alrededor del cobertizo esperando al capataz me preguntaba hasta qué punto estaba dispuesta a permanecer alejada de ellas, y si en algún momento entablaba una amistad con el resto de las muchachas, como de rápido querría huir de ellas. Sabían que no solía ir a la poza pero aquel día que se quedaron jugando a las cartas en el porche ni siquiera me invitaron. Por una parte me alegré que rápido se diesen cuenta de que no tenía ninguna intención de realizar un acercamiento, pero por otra parte me decepcionó que tardasen tan poco en darse por vencidas conmigo. Me resigné ante la idea de que yo misma me lo había buscado e intenté ver las ventajas de aquella situación.

Aquella tarde había estado dando una vuelta por los terrenos hasta llegar al límite del camino que conducía a la poza. Me sorprendió ver lo descuidado que estaba toda aquella zona pero más aún lo poco cuidados que estaban los árboles que había alrededor. Me hice con cuatro ramas caídas, de la consistencia que estaba buscando y cuando comprobé que estaban aún algo macizas y no pesaban demás, me conduje hasta el cobertizo por si veía aparecer al capataz. No llegó hasta pasados al menos veinte minutos, por el camino que llevaba a las viviendas de los vendimiadores. Al verme allí y notar que le había estado esperando se apresuró a llegar a donde yo me encontraba.

—Me preguntaba si podría utilizar las herramientas que hay en el cobertizo. —Le dije, con la seguridad de que no me dejaría utilizarlas al menos sin supervisión, pero ni siquiera se planteó la idea de que fuese yo quien se las estuviese reclamando.

—¿Qué te ha pedido Ramona? ¿Se ha soltado algún clavo en la cocina o se ha roto la pata de alguna silla? Yo lo arreglaré, chiquilla…

—No. La cocina está bien. Y Ramona no me ha pedido nada. —La respuesta le dejó un tanto confundido.

—¿Entonces para qué quieres usar las herramientas del cobertizo? —Fue entonces cuando se percató de las maderas que tenía a mi espalda, apoyadas en la pared de la masía—. ¿Para qué es eso? —Me preguntó y yo le sonreí, divertida.

—Solo necesito una sierra, una gubia y un martillo con clavos.

—¿Qué es lo que vas a hacer? —Me preguntó, y sin embargo lo hizo mientras con una sonrisa tan amable como la que yo le había mostrado, abría la puerta del cobertizo.

—Un caballete. —Le dije, esperando verle con una expresión anonadada pero pareció entender en lo que estaba pensando y accedió incluso a ayudarme, a pesar de que yo no necesitaba de su ayuda. O al menos eso creía. Tenía pensado llevar a cabo el trabajo en el propio suelo pero él sacó del cobertizo una mesa de patas plegables que me extendió en medio de la explanada. El sol comenzaba a bajar y nos cubría la sombra, así que el trabajo sería más agradable. También me extendió un metro y un lápiz, así como varias sargentas para que pudiese sujetar los maderos. No me dio indicación ninguna, se limitó a abastecerme del material que creyó que necesitaría y yo simplemente me puse manos a la obra.

Le expliqué, para que no pensase que había estado destrozando los árboles de la finca, que las ramas me las había encontrado en el suelo de la zona más alejada a la casa, cerca de la poza. Él tampoco pareció preocupado por la procedencia de las maderas. Me ofreció algunos listones que tenía dentro de la cesta pero no me parecieron adecuados porque eran de una madera demasiado dura, costosa y difícil de trabajar. Solo necesito un soporte sobre el que poner un lienzo, nada más. Él pareció entenderlo.

Hice un rápido boceto en la mesa de madera, junto a otras anotaciones a lápiz que había sobre ella. El capataz, mientras tanto, se sacó un tajo de madera y se sentó en él encendiéndose una pipa y sacando bocanadas de humo mientras me observaba. No dijo nada pero supe que le gustó verme trabajar e incluso creo que llegó a sorprenderle que supiese nombrar las herramientas por su nombre y demostrar destreza con ellas.

Mientras intentaba quitarle la corteza a las ramas con la ayuda de las gubias me iba dando cuenta de que no eran del todo rectas, a pesar de que al escogerlas me lo parecieron por lo que me llevó más tiempo intentar sacar varios listones de ellas. Estuve al menos tres cuartos de hora solo para sacar los listones de aquellas ramas. Las medí y basándome en el boceto que había hecho comencé a cortar una de ellas, a la medida que requería. La estructura era muy simple, dos listones del mismo largo para formar la parte principal del caballete. Después una mucho más corta, que uniese a la altura de mi pecho ambos listones de forma que quedase un triángulo entre los tres. Por último un listón más largo que se sostuviese en el vértice de los dos principales pero que con ayuda de una bisagra fuese móvil, para poder acomodarlo sobre el suelo.

Fue en el momento en que estaba serrando una de los listones cuando pasaron las chicas en dirección a la puerta de la cocina. Se sorprendieron tanto como yo de verlas y cuando pasaron justo enfrente de mí me retiré el sudor de la frente mientras les preguntaba:

—¿Ha terminado la hora del descanso?

—No. Aún no. —Me dijo María—. Queda media hora.

—Ah.—Solté sin más y volví a serrar en silencio. Cuando el resto del listón cayó al suelo pude oír como las chicas hablaban a lo lejos con el capataz.

—¿Le has mandado hacer tus labores en la hora de su descanso? —Le preguntó Ana mientras las tres me miraban apoyadas contra la pared. Yo preferí ignorarlas mientras me aseguraba de que las medidas fueran las correctas.

—¿Yo? —Exclamó Belmont—. Yo no le he mandado nada. Está solo divirtiéndose en su tiempo libre. Nada más. —Por su tono noté que de seguro sería el único que no toleraría las faltas de respeto provenientes de ellas.

—¿Qué está haciendo? —Le preguntó Cosette. La respuesta del capataz me hizo sentir bien.

—No tengo idea. Pero se las apaña bien. Así que dejadla tranquila.

—Ella no tiene permiso para usar esas herramientas. —Le espetó Ana con un tono bastante desagradable, y por lo que me temí, bastante cierto.

—Por eso estoy supervisándola. —Se excusó Belmont y con eso y una intensa bocanada de humo que sacó por la boca fue suficiente para que ellas se marchasen, no sin antes volverse de vez en cuando antes de llegar a cruzar la esquina.

—Gracias. —Le dije a Belmont una vez había desapareció. Lo dije en un tono tan bajo que parecía le estaba hablando a alguno de los listones de madera, y no a él.

—No hay de qué. —Me dijo con una carcajada final.

Después de aquello corté un extremo de los dos listones principales en ángulo y los uní para comprobar que casasen. Después pasé por ellos varios clavos para dejarlos inamovibles y por último uní a una altura adecuada para mi comodidad la tabla horizontal donde se sostendría el lienzo.

—¿Necesitas ayuda? —Me dijo mientras yo intentaba sujetar al mismo tiempo la estructura de las maderas y medir a qué altura me quedaría la horizontal. Le dije que no a pesar de que me hubiera venido bien que me ayudase. Acabé apoyando la estructura contra la mesa, y marqué con lápiz la altura conveniente. Después los clavos. Y por último colocar la trasera con una bisagra. Cuando todo estuvo listo ya pasaba mi hora del descanso así que a prisa recogí todas las herramientas y Belmont comprobó que mi trabajo no tenía fallos.

—Es algo provisional. —Me excusé—. Solo como soporte. No necesito que sea del todo duradero.

—Es un buen trabajo. —Me dijo mientras me ayudaba a plegar la mesa a pesar de que yo no estaba de acuerdo con su valoración y lo considerase una chapuza—. No es la primera vez que lo haces. ¿Cierto?

—No. A veces hay que apañárselas con lo que uno tiene.

 

 

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