VENDIMIA - Capítulo 5

 Capítulo 5 — No voy a hacerte nada


Después de comer Maurice y las tres chicas se quedaron en la cocina para ayudarnos a recoger la loza y guardar los restos. Maurice parecía que se había quedado con hambre porque después de ayudarnos a sacar la basura se adueñó de una nectarina y comenzó a pegarle grandes bocados, sentándose junto con el resto en la mesa. Ramona iba de un lado a otro, quitando los restos de agua de la encimera y recogiendo los últimos enseres. Me pidió que me sentase porque llegó un punto en el que el desorden estaba más en su cabeza que en la propia cocina y yo estorbaba dentro de sus idas y venidas. Cuando me senté justo frente a Maurice y al lado de Ana hice un intento por adentrarme en la conversación que estaban teniendo las tres chicas pero era de todo punto aburrida. Hablaban sobre unos cantantes que una de ellas había descubierto aquel último verano y de los que se había traído un cassette para que todas lo escuchásemos. Lo tenía en su cuarto, hablaba de ello mientras de vez en cuando tarareaba alguna de las canciones. 

No me pareció interesante y pasé de escuchar a juguetear con una de las navajas que había sobre la mesa, dentro de un frutero. Me quedé mirando el grabado que tenía sobre la madera del mango con la marca del forjador y la abrí y la cerré un par de veces, absorta. Las voces de ellas revoloteaban por la habitación con un tono bastante desagradable y Maurice alternaba la mirada entre mis manos y los labios de ellas. Una parte de mí deseaba esconderse en la habitación y aprovechar mis dos horas libres de aquella tarde pero daría una muy mala impresión si desaparecía a la primera de cambio y no intentaba al menos fortalecer un poco las relaciones sociales que nos unían. 

Cuando Ramona pareció terminar de limpiar se sentó a la vera de Maurice y le pidió a este que sacase una cajita de galletas de mantequilla que tenían por ahí y el muchacho se levantó veloz para rescatarla de algún mueble de la cocina. Regresó con ella a la mesa y la pusieron entre ellos dos. Me ofrecieron una y yo acepté mientras hacía lo posible por buscar las palabras adecuadas para una pregunta que quería formular desde el día anterior. 

—¿Dónde puedo darme una ducha? —Mi pregunta, para nadie en concreto, salió despedida de mis labios y silenció todas las conversaciones que reinaban en la estancia. Yo miré directamente hacia la galleta que, mordida como estaba, aun permanecía entres mis dedos.

—Lo mejor si quieres refrescarte es bajar con nosotras a la poza. Iremos en un rato. —Dijo María con una sonrisa—. Acompáñanos. 

—No. Hablo de darme una ducha. Con jabón y champú. —Ella se sonrieron con una expresión de altanería. 

—Qué fina. —Musitó Cosette mientras jugueteaba con un botón de su camisa. Lo dijo por lo bajo pero no nos pasó a nadie desapercibido. 

—Afuera, en la tina que hay al lado del retrete. —Soltó Ramona señalando con la mirada hacia el exterior. Se refería a aquel espacio que había al fondo de las habitaciones y que daba al exterior. Un patio cubierto con cuerdas yendo de un lado a otro para tender la ropa, con una tina metálica a un lado de la pared junto a una puerta donde se encontraba el retrete. Yo fruncí el ceño y Ana me sonrió con dulzura. 

—Llenamos la tina con agua y nos ayudamos las unas a las otras. Lo hacemos por parejas, a menudo. Colgamos una toalla en una de las cuerdas, a modo de cortina. Y allí nos bañamos. 

—Olvidas que es de ciudad. —Dijo Cosette con la nariz arrugada. 

—Cosette te ayudará. —Soltó María, a modo de reprenderla—. Tiene el periodo y no irá con nosotras a la poza. 

—No. —Solté secamente mientras que todas se volvían a mí con una expresión interrogante—. Sé lavarme sola. 

—¡Oh! Vamos, no te haré nada malo. —Sonrió Cosette con una falsa mueca de hermandad. Yo la temí al instante y me levanté, apoyando las manos en la mesa con una expresión inquebrantable. Estaba decidido. 

—Voy a lavarme, pues. 

—Al lado de la tina tienes un cubito de madera con un cepillo, una esponja y el jabón. —Me comunicó Ramona, cogiendo otra galleta de mantequilla—. Utiliza una de las toallas que hay colgadas. Llena la bañera con la manguera que hay cerca. Si necesitas algo no nos llames, desde la otra punta de la casa no se te oirá. 

Maurice se me quedó mirando mientras me marchaba, volviendo la cabeza en mi dirección a medida que caminaba sin ningún pudor y temí entonces que apareciese en medio de mi baño para sorprenderme. Para robarme la ropa como haría un niño pequeño o peor aún, para quedarse mirando sin más desde algún punto en que no se le notase. Eso me llenó de espanto y me sentí mareada mientras caminaba a través del pasillo de las habitaciones hasta el porche. Me imaginé que allí hubieran podido caber al menos tres coches bien grandes, o por lo menos un par de carros. Pero no había ningún coche. Había cuerdas tendidas de un lado a otro, la mitad de ellas con sábanas. Me costó encontrar la tina al otro lado de ellas, haciéndome paso entre sábanas, mantas y toallas. Había entre medias algunas prendas de ropa, algo de ropa interior y algún que otro pañuelo. La mayoría, ropa blanca. 

Cerca de la tina había una toma de agua y una manguera enganchada. Me desvestí a prisa mientras miraba a todas partes asegurándome de que no había nadie cerca. Si algo me aterraba era mostrar mi cuerpo delante de alguien, sentirme tan indefensa frente a desconocidos como aquellos. La sola idea de verme despojada de mi ropa y tener que correr en busca de ella mientras me cubría mis partes íntimas me espantaba. Una vez desnuda, pero sin soltar aun la ropa y cubriéndome con ella el bajo vientre me quedé unos instantes en silencio, intentando buscar algún ruido que delatase a algún visitante indeseado. Como no escuché nada proseguí abriendo la toma de agua y esta comenzó a manar por el extremo de la manguera, que había colocado dentro de la tina. 

Cuando me acostumbré a la temperatura del agua, habiéndome mojado ya entera, me enjaboné el pelo y después el cuerpo. Me lavé bien por todas partes y rápido, intentando no demorar demasiado tiempo. Me aclaré y salí de la tina, dando trompicones hasta sujetar una de las toallas que caían perpendicularmente, desenganchándola de un tirón y rodeándome con ella a prisa. Una vez allí dentro, como un pequeño capullo, pude respirar con más tranquilidad. El olor del jabón no era para nada agradable y me había dejado una sensación de sequedad en la piel. Intenté no poner una mala cara cuando me olí el hombro, pero al fin y al cabo ya estaba hecho y debía pensar que estaba limpia al fin de cuentas. 

Con la toalla anudada sobre mi pecho me peiné desenredándome el cabello y después salí fuera, con pasos lentos, del porche. Miré a cada lado pero apenas había camino transitable. Solo la frondosa naturaleza. Sí que se podía caminar hacia la derecha, y allí al fondo divisé el extremo de la construcción donde aparecía como una protuberancia el cobertizo. Ya lo había visto de frente, ahora lo veía de espaldas. Más allá se podía ver el principio del camino que bajaba a la poza. Me hubiera gustado estar sola en aquella inmensa casa para quitarme a placer la toalla y tumbarme en medio del césped, para dejar secar mi cuerpo al sol. Pero me conformé con sentarme en el borde del porche y girar el rostro hacia el sol, con la esperanza de que el cabello se me secase pronto. 

Pasados al menos diez minutos alguien me llamaba desde la puerta que daba al interior de la casa. Allí entre el movimiento de las cortinas pude distinguir la figura de Maurice buscándome con mirada avergonzada. Le llamé para que supiese donde estaba y me sonrió agradecido de verme ya con una toalla sobre el cuerpo. En el fondo no parecía tan irrespetuoso como habría sospechado. 

—No creas que vengo a espiarte. —Dijo cuando se acercó y se sentó a mi lado, poniendo las manos detrás de su cuerpo. 

—¿Vienes a espiarme y me llamas a voces? —Él se rió—. Te habría descubierto a la primera. 

—Ramona pensó que tardabas demasiado y me pidió que viniese a buscarte. 

Me pregunté porque no habría llamado a alguna de las otras chicas para que se acercase a vigilarme, cuando a lo lejos, en el camino que lleva a la poza, empezaron a escucharse voces y pasos arrastrados sobre la grava. Maurice y yo nos inclinamos sobre nuestro asiento para observar más detenidamente los cuerpos de las tres chicas que se alejaban camino abajo. Cuando desaparecieron volvimos a erguirnos. Las mantas y sabanas se zarandeaban de vez en cuando a nuestras espaldas por culpa de la brisa. Era un sonido placentero y el sol no era demasiado intenso. Allí en ese silencio se podía apreciar el sonido de los pequeños insectos y también el chasquido de las hojas al chocar entre ellas. Qué ironía. 

—¿Van las tres? Pensé que Cosette no bajaría. 

—No se quedaría sola aquí. Se moriría del asco. —Se rió—. Preferiría ir y quedare allí en la orilla. 

—Sí, entiendo. —Musité y le miré a él, entrecerrando un ojo al volverme porque el sol venía desde su dirección—. ¿Y a ti no te invitan a ir?

—No. Soy un chico. Se pensarán que me aprovecharía de ellas. —Soltó un bufido. 

—¿Qué edad tienes? 

—¿Qué edad crees que tengo? —Me preguntó mientras jugaba con el césped que crecía justo debajo de nuestros pies. 

—La suficiente como para saber que se deben respetar a las mujeres y que su cuerpo es tan natural como el de un hombre. 

—¿Y eso qué significa exactamente? —Me preguntó, haciendo un ademán con la cabeza para retirarse uno de sus cabellos de la frente. 

—¿Dieciséis?

—Diecisiete. —Me corrigió y yo asentí con la cabeza. Al saberlo supe que su edad no me importaba en absoluto—. ¿Por qué eres tan mala con nosotros?

—¿Mala? —Di un respingo y fruncí el ceño en su dirección.

—Solo te cae bien Ramona. ¿El resto te disgustamos?

—Tú me caes bien. —Le dije, pero fruncí los labios, apretándolos con una extraña expresión que sabía que no le gustaría verme, pues confirmaría sus palabras—. Pareces un buen chico. 

—María y Ana no son como Cosette. Aunque a veces se confabulan contra los demás. —Yo le miré de soslayo—. Son mujeres, y de una edad parecía. 

—Sí, entiendo. Es fácil que se establezcan ciertos lazos de concordia. Es pura supervivencia. —Dije pero él no parecía del todo acorde con mi respuesta. Simplemente se limitó a encogerse de hombros con solemnidad. Parecía que no iba a corregir mis palabras pero no estaba del todo conforme—. Bueno, supongo que es más complicado que eso…

—Sí, puede ser. —Ambos miramos al frente, hacia los árboles.

—No soy mala. Solo soy seria. Siempre he sido así. Y además tengo mal carácter. —Me reí por lo bajo pero él no parecía divertido. Solo sorprendido de mi franqueza—. Soy una persona un tanto difícil. Y además no estoy en el mejor momento de mi vida. ¿Sabes? —No parecía que fuese a preguntarme por ello aunque sabía que se moría de ganas. Acababa de decirle que tenía mal carácter, no se atrevería a enfrentarse a ello tan pronto—. Pero estoy aquí, tengo un trabajo y estoy haciendo lo que puedo por ser diplomática. Solo no me gusta el carácter de Cosette. —Suspiré—. Presiento que me traerá problemas. —Nada más decir aquello me arrepentí porque había establecido afinidad con Maurice pero no estaba segura de cuánta sería su lealtad hacia mí. Y más aún teniendo en cuenta que apenas si acaba de conocerme. Tal vez a Cosette la conociese desde hacía muchos años. 

—Te los traerá. —Aseguró, con franqueza, para sorpresa mía. Me quedé sin palabras y mirándole de hito en hito él esbozó una media sonrisa llena de triste realidad. Me supuse que alguna vez la habría tomado con él hasta pasarse de la raya, pero por respeto, esta vez fui yo la que contuvo las preguntas. 

Comencé a jugar con mi cabello, peinándolo con los dedos, pero al poco tiempo sentí que ya había estado demasiado tiempo al sol y me retiré en silencio mientras él no me seguía con la mirada, sino que se había quedado mirado a algún punto del suelo delante de nosotros y esperaba que eso fuera suficiente como para demostrarme que podía vestirme con confianza. Así hice. Cuando regresé a su lado volví a sentarme a su vera y comencé a trenzarme el cabello para posteriormente recogerlo. 

—¿A qué te dedicabas antes de venir aquí? ¿Trabajabas en otras casas? —Me preguntó con el ánimo más dulce e infantil. Curioso, nada más. Su tono de voz me gustaba, era como la miel deslizándose por el paladar. Y su mirada turbia como el fondo de un vaso de vino tinto. 

—No, en realidad es la primera vez que trabajo en una casa como parte del servicio. —Me miró aún más interesado—. Soy pintora. 

Maurice y yo seguimos hablando allí sentados a la sombra de las sábanas durante todo el tiempo del descanso. Alguien lo llamó desde el cobertizo y él salió corriendo como un cachorro ante la llamada de su amo. Antes de desaparecer de mi vista me dirigió un gesto de su mano como despedida y yo me vi obligada a entrar de nuevo en la casa. Con optimismo, pensando que al final la vida allí no sería tan gris, me dirigí a la cocina mientras me anudaba de nuevo el paño a la cabeza y buscaba entre los ganchos de la cocina mi mandil. Allí dentro había un buen alboroto del que agradecí no haber sido partícipe. Al parecer hacía tiempo que las chicas habían regresado de la Poza y discutían escandalosamente mientras se señalaban las unas a las otras. Ramona era la que más alzaba la voz entre ellas con la única intención de silenciar a las demás pero sólo contribuía a aumentar el volumen de la discusión. María intentaba calmar los ánimos con gestos de sosiego y separando a unas de otras. Al parecer Cosette, que se sujetaba la palma de la mano, se había clavado una astilla de mesa y se quejaba de que era culpa de Ana. Yo asistí a la discusión con algo de distancia. 

—Siempre estas escarbando en la madera mientras comemos, es normal que al final salten las astillas y alguien se las clave. 

—¡Eso es mentira! El problema es que eres una torpe. 

—¡Todo tiene que pasarme a mí! ¿No tengo suficiente con aguantarte que también tengo que lastimarme por tu culpa?

—¡Tienes que llevarle el té helado a la señora! —Insistía Ramona que comenzaba a ponerse nerviosa frente a los aspavientos de Cosette, golpeando una y otra vez la mesa. En medio de ella había una taza con té sobre un plato y a un lado, inclinadas, varias pastas de mantequilla. Una cuchara se sostenía en el otro lado del plato, que no paraba de temblar por culpa de la discusión. 

—¡Siempre haces lo mismo! —Gritaba Ana—. Primero te haces daño y luego tenemos los demás toda la culpa de lo que ha pasado. ¡Si eres tan torpe, no es nuestro problema! ¡La semana pasada igual con la silla de tu escritorio! ¿Quién crees que va a querer coger tu maldita silla y desatornillar el respaldo? Se suelta porque está vieja, como toda esta casa… 

—¡No quiero oírte más! —Gritaba Ramona, sujetando el platillo con la taza y entregándoselo a Cosette, que se deshacía en aspavientos de dolor, mientras se apretaba una mano sobre la otra. Yo apenas alcanzaba a ver la herida pero si no podía, es que no sería demasiado grave. 

—¡No quiero llevarle el estúpido té! —Dijo, apartando de sí el plato y dejándolo sobre la mesa con un golpe. Tanto así que derramó un poco del líquido sobre las galletas. Ramona desistió, alzando las manos y limpiándoselas después en el mandil. María palideció ante la idea de que nadie le llevase el té a la Señora y yo comencé a empaparme de ese miedo. 

Sin decirle a nadie cogí la taza del té helado y la serví en una nueva. En otro plato puse la taza, la cuchara y saqué de la cajita de pasta otras dos galletas de mantequilla. No repararon en mí hasta que no les pregunte:

—¿Dónde está la señora? Yo le llevaré el té. 

—Te lo tirará a esa fea cara que tienes. —Murmuró por lo bajo Cosette, mientras se apretaba la palma de la mano intentando sacar la astilla que tenía dentro. Por suerte solo yo la oí y su voz quedó oculta bajo las indicaciones de María. 

—En las mesas de la entrada. —Me señaló la dirección pero yo me acordaba de esas mesas. Las mismas donde había visto el día anterior el periódico y el cenicero. 

Me conduje fuera de la cocina a través de la puerta que daba al exterior y recorrí en dirección contraria al huerto aquel camino. No fue hasta doblar la esquina que no la divisé, preocupada como estaba en que el té no se me derramase. Cuando alcé la vista, mis pasos se detuvieron en seco. No sé explicar el por qué y tampoco estoy segura de qué fue lo que me sucedió, pero mis pasos se detuvieron y temí que mis piernas flaquearan. Me choqué contra la realidad o tal vez acababa de salir de ella por una puerta invisible que había dejado a mi espalda. Otro aire se respiraba y también otra gravedad me sostenía. 

Allí estaba ella, de espaldas a mí, con un traje granate, de mangas arremangadas y al extremo de su largo brazo, el único que era capaz de ver desde mi perspectiva, un cigarrillo se alzaba con una estela humeante entre sus dedos. Sobre el filtro de este había una marca de carmín rojo oscuro. O negro. O granate. Ese trozo de piel, el antebrazo y su continuación, era lo único que podía ver de ella pero tenía la sensación de que estaba allí por entero. La forma angulosa de sus hombros, su estrecha cintura reclinada sobre la silla, sus largas piernas inmóviles debajo de la mesa. Tras el fin de su falda aparecían unas rodillas cubiertas por unas medias oscuras. Aunque me hubiese acercado, hubiera sido incapaz de ver nada de su rostro porque llevaba una amplia pamela del mismo color de su traje cubriendo su cabeza. Era una figura endiablada, de ello estaba segura y no me hubiera extrañado que de volverse a mí, el rostro del diablo se desdibujase bajo sus facciones. Estaba más que segura de que era la inspiración perfecta para las madrastras de los cuentos así como de las versiones femeninas de las deidades más atroces. No supe cuánto tiempo estuve conteniendo el aliento pero comenzó a emborronarse mi visión y estuve a punto de dejar caer la taza, pero en ese momento el rostro de aquella mujer se volvió a mí, como si me hubiese oído respirar por primera vez, en la primera bocanada de aire en su presencia. Volvió el rostro lentamente, igual que una serpiente acechando y entonces comprendí porque mi padre la llamaba “víbora”. Sus ojos me penetraron como dos colmillos sobre mi rostro, sentí como me desfiguraba con una sola mirada. Sus ojos eran del color de la miel. 

Rápidamente me di media vuelta, como movida por un resorte invisible, incapaz de afrontarla cara a cara. Nada más hacerlo me di cuenta de lo estúpida que había parecido al volverme sin más, como movida por un tic extraño o un mal hábito paranoide. Aun con la taza en la mano intenté reconstruir su rostro en mi mente pero no fueron sus ojos lo que más me atemorizaron, sino el descubrir que ni por asomo sería la malvada de mi cuento. Su expresión podía ser terrible pero estaba llena de poder y magnanimidad, no de horror. Igual que me había vuelto, dándole la espalda, regresé para volverla a ver de frente, pero ya no me miraba. Seguro que esperaba que apareciese a su lado con el té de un momento a otro.

A medida que avancé la taza se bamboleaba de un lado a otro cada vez con más ruido e insistencia. Hubiera resultado cómodo si no me hubieran empezado a sudar las axilas y la nuca. Cuando llegué a su lado y puse el plato con el té sobre la mesa, entre el cenicero y su mano extendida, incluso el plato repiqueteó un par de veces antes de asentarse sobre la mesa. Agradecí no haber derramado ninguna gota de la bebida, pero estaba empapada en sudor. La vista neblinosa y la boca seca. Qué descarada fui al mirarle al rostro, directamente. Me carcomía la curiosidad, la tentación kamikaze de escrutar sus facciones, desde un nuevo ángulo. Tal vez me diese una nueva perspectiva de sus facciones y de su carácter. Tal vez desde allí, su vera, no parecería tan brutal o tal vez se acentuase su magnificencia. Ni lo uno ni lo otro. Cuando estuve allí plantada por más de dos segundos ella levantó la mirada del periódico que ojeaba sobre la mesa y me observó con curiosidad por encima de sus gafas negras y redondas, que apenas le habrían protegido del sol. No era una curiosidad infantil, solo aburrida y casi preocupada por haber perdido una pequeña parte de su intimidad. Pero yo tenía los pies clavados al suelo y solo podía apretar los labios y morderme el interior de los carrillos con insistencia. 

Su blusa oscura dejaba entrever su cuello, largo y terso, y más abajo su marcada clavícula que terminaría en un punto definido, que a su vez invocaba el principio del esternón y más abajo… Su expresión se rompió con un pequeño fruncido de sus cejas, confluyendo en su centro con unas arrugas cargadas de enfado. Pero su expresión no era terrible, ella no era brutal. Estaba cargada de una energía contradictoria. Todo lo que ella reflejaba indicaba que debía marcharme, y cuánto me hubiera gustado poder despegar los pies del suelo. Porque al mismo tiempo era incapaz de apartar los ojos de ella. Necesitaba recorrerla entera, y guardarme muy bien cada uno de sus vértices y líneas. Todas y cada una de las gamas de color que confeccionasen su piel, blanca como la nieve. Rosácea en algún punto de las mejillas, y violácea bajo los pómulos. Pero lo que terminó por rematar mi cordura fue un pequeño mechón que escapaba de su recogido oculto bajo la pamela. Un dulce e indómito mechón rojo. Rojo como el rubí. Como el rojo de Venecia que tenía en mis paletas. 

Me di media vuelta sin disculparme siquiera, pero supe que no me seguiría con la mirada, así que salí corriendo en dirección a la cocina. Cuando llegué hube de apartar a Ana para hacerla a un lado y hundir mi cabeza dentro del fregadero. Puse ambas manos a cada lado y metí mi cabeza dentro, intentando controlar mi respiración a través de la boca. El rojo volvía a aparecer allí, con pequeñas manchas una tras otra. El mismo rojo Venecia. Gotas de sangre. Me había comenzado a sangrar la nariz. 

 


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