VENDIMIA - Capítulo 4
Capítulo 4 — Medir el tiempo
Cuando Ramona bajó a la cocina a la mañana siguiente para preparar los desayunos yo ya estaba allí, con las manos cruzadas y de espaldas a ella, mirando directamente hacia el exterior a través de la puerta trasera. Aún el sol no había despuntado pero ya se podía sentir el movimiento de las golondrinas yendo de un lado a otro, la agitación de la vida dando un salto hacia adelante para empezar un nuevo día. Ramona dio un sobresalto al encontrarme allí de pie en medio de la oscuridad. La única luz que entraba era la que irradiaba el cielo grisáceo que pronosticaba el pronto amanecer.
—¡Santo cielo, muchacha! —Exclamó llevándose una mano al pecho y riéndose ella misma de su propia reacción. Cuando me volví hacia ella su expresión se volvió algo más seria—. ¿Ya despertaste? Qué madrugadora. A los demás hay que ir con garrotazos para levantarlos de la cama.
—Yo me encargaré de los garrotazos. —Le dije mientras ella se colocaba el delantal y yo comenzaba a sacar naranjas para exprimirlas y preparar algo de zumo.
—¿Dormiste bien?
—De maravilla. —Dije a la vez que ella sacaba pan y prendía uno de los fogones. El desayuno serían unas tostadas con huevo, zumo de naranja y algo de jamón.
Al contrario que en la cena del día anterior, las personas comenzaron a llegar poco a poco, y a medida que se iban sentando se les servía directamente el desayuno. Algunos comieron antes de que otros apareciesen siquiera por la cocina. La primera en llegar fue Bella, la limpiadora, y el último Maurice. Este, por poco, no estampa su rostro sobre la tostada, del sueño que parecía tener. La Señora no desayunaría hasta las siete y media, y para entonces la mayoría de nosotros ya habíamos terminado nuestros desayunos. Yo misma le preparé la tostada y coloqué las lonchas del jamón a un lado del plato, intentando que quedasen con una forma agradable a la vista. El zumo lo sirvió Ramona y mientras yo intentaba adecentar el aspecto de la servilleta, Cosette me arrebató la bandeja con una mirada rencorosa y escéptica.
…
Cuando la cocina estuvo limpia ya estaban todos al cargo de sus tareas. Cosette debía estar ordenando la habitación de la señora, María y Ana adecentando las habitaciones de los vendimiadores, junto con el capataz. Bella estaría yendo de un lado a otro con un trapo húmedo limpiando las superficies de cada rincón de la masía mientras Maurice se habría perdido por ahí, entre los árboles. Cuando hubimos terminado de limpiar la cocina Ramona y yo nos condujimos al pequeño huerto que se encontraba justo a la izquierda tras la salida al exterior de la cocina. La explanada de al menos ocho por quince metros se extendía a lo largo justo al lado de la fachada. Incluso se extendía un poco más allá.
Ramona me pasó varios cestos de mimbre amplios y manchados de un poco de tierra y me pidió que fuese detrás de ella mientras se encargaba de controlar que la siembra estuviese en óptimas condiciones. Me explicó que era la temporada de lechuga pero que los últimos años no habían tenido una buena producción de ellas porque antes de que se hiciesen grandes y hermosas les aparecían las flores y por eso había que sacarlas antes de tiempo. Cortó un par de ellas y me las extendió para que las fuese metiendo en una de las cestas. Después atravesamos unas tomateras cuyas frutas ya comenzaban a colorearse con el sol. Se sorprendió al ver uno de los tomates grandes y hermosos colgando de su ramita, con un color tan intenso que no pudo por menos que sacarlo de allí y llevárselo al olfato.
—Me contengo para no pegarle un buen bocado. Este nos lo comeremos hoy. —Dijo con una sonrisa y me lo lanzó. Yo misma me acerqué para ayudarle a quitar algunos de los tomates de las ramas—. Quita solo los que estén completamente coloreados. El resto madurarán en un par de días.
Una de las cestas se llenó enseguida y regresé a la cocina para dejarla allí. Cuando regresé ella escarbaba entre unas matas de hojas para recoger unos cuantos pimientos verdes, solo aquellos que tuviesen un buen tamaño, y también se hizo con un par de calabacines. El resto lo dejó tal como estaba y cuando pude llegar a su altura ya había llenado el segundo cesto. Regresé de nuevo a la cocina con él. Ramona me siguió para rescatar de algún rincón de la cocina una regadera.
—En un rato llegará el pescadero. —Me dijo, y yo me quedé paralizada preguntándome qué debería hacer al respecto. Ella se sonrió—. No te preocupes, Maurice le atenderá a la entrada y él nos traerá el pedido hasta aquí. Yo me encargo de llevar las cuentas de los alimentos que tenemos, apuntar aquello de lo que escaseemos y mandarle el pedido a Agnes. Ella se encarga de los proveedores. —Asentí, y suspiré algo más tranquila.
—¿Eres tú quien elige el menú de cada día?
—Más o menos. La Señora sí que me ha dado ciertas indicaciones. Alimentos variados y esas cosas. Pero más o menos creo que nos las apañamos.
Mientras regábamos el huerto me explicó detalladamente cuales eran los horarios de los repartidores que llegaban hasta los viñedos donde estábamos nosotros. Todos los días a las siete de la mañana pasaba el lechero y dejaba varias garrafas de leche en la puerta que Tomás se encargaba de recoger. Igual que el panadero que solía pasarse por diferentes fincas de la zona entre las diez y diez y media de la mañana. Los lunes y jueves se pasaba el carnicero sobre las nueve de la mañana con el pedido de carne que hubiese recibido, así como embutidos o quesos. Los martes y viernes se pasaba el frutero con las frutas y verduras de las que nosotros no disponíamos en el terreno. También nos proporcionaba legumbres y diferentes tipos de condimentos. Por último los miércoles y sábados aparecía por allí el pescadero, generalmente con pesca de agua dulce traída del Rin. El pescadero no era tan común que viniese porque el pescado era algo caro y no se comía igual de bien que la carne, pero cuando a la Señora se le antojaba comer pescado, todos debían cambiar su rutina. Es una buena forma de medir el paso del tiempo, me dijo, gracia a los horarios de los repartidores.
—¿Y el cartero? ¿Alguien trae el periódico?
—Nadie trae el periódico. —Me dijo, extrañada de aquella sugerencia—. Pero sí viene el cartero cuando trae cartas para nosotros o para la señora.
—Me pareció ver un periódico ayer sobre las mesas de fuera… —Ella se quedó pensando mientas el sonido del agua caía sobre las hojas de las plantas.
—Tal vez lo trajese la Señora cuando fue al pueblo. Baja a menudo, casi todos los días. Se lo traería con ella.
—Hum. —Asentí mientras intentaba imaginarme si sería ella la que condujese el coche que le llevase al pueblo o tendría un chofer que hiciese las labores. Me imaginé a Agnes al volante de un Peugeot como el mío, porque era incapaz de imaginarme qué clase de coche podría tener. Me mordí el interior de los carrillos mientras pensaba en más escondijos que no hubiese revisado aun del funcionamiento de la finca—. ¿Y las cosas que no pueden traerlas los carniceros o fruteros?
—¿Cómo qué?
—Productos de higiene, herramientas…
—De esa clase de encargos se ocupa Agnes. —Me dijo, divertida—. A finales de semana le entrego una lista con las cosas que nos faltan y si entre ellas hay cosas que se necesitan comprar directamente en el pueblo, allí va ella. O a veces manda al capataz. Excepto cuando tiene que comprar productos de higiene femenina. Entonces mejor no mandarlo a él porque se muere de la vergüenza. —Ambas nos reímos a carcajadas. Después ella me miró algo apenada y me sonrió—. Anda, ve a dar una vuelta por ahí. Hasta dentro de una hora no te necesito para que me ayudes en la cocina.
…
No sabía por dónde empezar a caminar, y como me daba miedo acercarme a la parte delantera de la finca decidí seguir rodeando la casa por el lado en que se extendía el huerto, pero si continuaba y seguía doblando esquinas, acabaría por llegar a la entrada. No llegué sin embargo a doblar una segunda esquina porque me encontré con una especie de cobertizo adosado a la casa con la puerta abierta y el sonido de alguien revolviendo dentro. Alguien había sacado una pequeña escalera de madera de apenas tres pasos para sostener la puerta del cobertizo abierto. Este se encontraba casi al final del conjunto de sillares que conformaban el muro. En cierto modo parecía que el cobertizo era un extraño apéndice que la casa había desarrollado con los años como una verruga que poco a poco se va haciendo más grande. Me lo imaginé en sus comienzos como un pequeño adoquín mal ensillado y sobresaliente. La puerta estaba orientada en mi dirección pero aun así solo era capaz de distinguir un cuerpo oscuro y agazapado al fondo del cobertizo, rebuscando algo entre los estantes. Apenas si tendría nueve metros cuadrados, pero estaba repleto de materiales. Por lo que podía ver a medida que me acercaba había tanto herramientas de labranza como de carpintería. Algunos botes de pintura, escoba, fregona y algunos trapos colgando de algún gancho.
Mientras caminaba por aquel lado de la casa intenté orientarme. Estaba justo al otro lado del terreno donde se debía encontrar la puerta principal, y alzando la mirada me quedé absorta, contemplando los ventanales de la planta baja pero aún más los balcones que sobresalían de la piedra. Las balaustradas eran metálicas, con complejos diseños florales y las ventanas, de madera, adornadas con cristales vidriados. Me alejé un poco más, retrocediendo hacia la sombra de algún árbol a la linde del camino y miré fijamente hacia una de las habitaciones de las que una de las ventanas estaba abierta. Por culpa de la altura, o tal vez del reflejo de la luz, no conseguí ver nada allí dentro. Apenas la ventana estaba levemente entreabierta y tampoco era capaz de ver nada a través de aquel espacio, pero contemplar las ventanas me pareció más que suficiente. En las vidrieras se podían apreciar motivos vegetales y marinos a la par. Tanto en la parte superior como en la inferior se distinguían las formas de unas conchas de vieira rodeadas a su vez de dos rosas que en centro se entrelazaban con sus tallos. Podía distinguir algunas hojas en ellos, así como un pie de tonos dorados oscuros sobre los que se apoyaban las conchas. Alrededor, pegado al marco, se dibujaba en el propio vidrio, con ayuda de los listones de plomo, una trama trenzada de color ocre. Si me acercaba estaba segura de que podría distinguir incluso las pinceladas que se desdibujaban sobre los pétalos de las rosas. De golpe la ventana se cerró y yo di un respingo, avergonzada. Alguien desde dentro me había visto, tal vez. O tan solo la hubiesen cerrado sin percatarse de que me había quedado allí durante un largo rato embelesada.
La voz del capataz me llamó la atención y volví a dar un segundo respingo allí oculta bajo las sombras de un limonero.
—¿Qué haces aquí, muchachita? —Me preguntó al verme cuando salía del cobertizo cargado con un cubo de plástico repleto de pinzas de podar. Seguro las llevaría a la caseta de los vendimiadores. Sus manos estaban enguantadas y se había puesto unas botas altas de plástico. Me miró pasándose una mano por el pelo para retirarlo hacia atrás, a pesar de que lo tenía bastante corto y cano. Seguro solo se retiraba el sudor.
—Explorar. —Dije con media sonrisa y me acerqué hasta él lo suficiente como para asomarme con más detenimiento al interior del cobertizo. Vi diferentes herramientas de campo pero nada que me llamase la atención.
—Bonitas ventanas, ¿verdad? —Me dijo mientras señalaba con el mentón hacia la dirección en la que yo había estado mirando. Enrojecí y sonreí con algo de vergüenza.
—Sí, muy bonitas. ¿La casa es de principios de siglo? —Le pregunté a lo que él pareció sorprendido. Más incluso de lo que habría esperado. Se limitó a frotarse el mentón con los dedos enguantados y a mirar en todas las dirección de la masía.
—Sí, así es. —En realidad comenzó a construirse a finales del siglo pasado. A mediados del 98, pero no estuvo terminada hasta 1915. —Después de contestarme a la pregunta me sonrió con una picardía que no reflejaba del todo su confianza para conocer la respuesta de la pregunta que me haría a continuación—. ¿Cómo lo has sabido?
—Por el diseño de las vidrieras. —Le dije pero él pareció no querer involucrarse más en aquella respuesta y acabó sonriendo como si fuese suficiente contestación. Acabó por encogerse de hombros y rescató el cubo de plástico que tenía a su lado. De una patada introdujo la pequeña escalerilla dentro del almacén y cerró este con llave. Después pensó que, como yo seguía allí, tal vez buscaba algo de él, pero no me llevaría consigo a ningún lado así que se limitó a darme indicaciones.
—Por ese camino, si bajas hacia la derecha y después sigues todo recto llegas a la poza. —Me dijo, señalando un camino que se extendía desde nuestra derecha hacia abajo, surcando los árboles que nos rodeaban. No se alcanzaba a ver la poza desde donde estábamos pero me dijo que apenas si estaba a cinco minutos andando. Solo es bajar la colina, me dijo—. Para bajar a los viñedos no tienes más que seguir el camino de la carretea hacia abajo, y después colarte por un camino de tierra que lleva hacia las casas de los vendimiadores. —Se quedó en silencio después de eso y como no dijo nada más, se encogió de hombros—. Son los únicos dos sitios de interés de la zona. Si tienes suerte un día de estos bajaremos al pueblo, verás qué divertido. Pero tendrá que ser en domingo. —Se fijó en que mi rostro se volvía algo más alegre—. Ahora tengo que irme. Llevaré estas herramientas a la casa de los vendimiadores, que mañana llegan y queremos que encuentren todo a su gusto. —Se despidió de mí con un movimiento de su mano y yo me contuve para no fruncir el ceño con una mueca de desagrado. Se había marchado forzado por la incomodidad que resultaba hablar conmigo. Yo me sabía poco habladora, pero parecía que no se le daba bien hablar con personas tajantes. Yo no le seguiría el juego como su mujer.
Lo vi marchar en silencio y después de aquello volví a esconderme bajo la sombra de los limones, pero esta vez mirando hacia el camino que descendía hacia la poza siguiendo una colina que desaparecía en algún punto del terreno. Una suave brisa revolvió el bajo del vestido y me zarandeó los tirantes del mandil. Una hoja cayó al suelo con una danza hipnótica y mientras la veía caer podía sentir como la fragancia de los limones me bañaba por entero. Una vez en el suelo la hoja perdió todo interés y alcé la mirada para encontrar a la altura de mis ojos una rama que surcaba el aire con tres limones colgando de ella. Las hojas eran grandes y hermosas mientras que los limones eran tersos y brillantes. Parecían llenos y jugosos, y sabía que si los tocaba el olor de su piel se quedaría en la mía durante horas. No eran nada regulares en su forma, tenían un bulto allá, una protuberancia por acá, y uno de ellos tenía una pequeña rozadura como si alguien hubiese pasado por su lado con algo con lo que lo habría lastimado. Pero era una herida vieja. El limón había seguido creciendo a pesar de ella.
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