VENDIMIA - Capítulo 3
Capítulo 3 — Te llamaremos Mendoza
Ramona y yo hicimos puré de calabaza y mientras este se calentaba al fuego ella ponía la mesa mientras yo cortaba algunos embutidos y algo de queso que estaba tan curado que al intentar cortar la cuña en finas lonchas, las puntas de estas se partían por su propia falta de resistencia. Me metí alguna que otra en la boca tras ver que Ramona también lo hacía. El queso estaba delicioso y me sonrió con ternura al ver cómo la imitaba. Me quiso reprender, pero tras ver que ella también lo había hecho le resultó imposible. Después del queso corté un poco de chorizo y salchichón. Puse unas olivas en un pequeño cuenco y para cuando terminé la mesa ya estaba dispuesta para ocho personas. Aparte de esos platos, había una bandeja a un extremo de la cocina sobre la que se disponían un plato hondo, un cuenco no más grande que la palma de mi mano, una copa y cubiertos.
—¿Es para la Señora?
—Así es. —Contestó la cocinera mientras comenzaba a llevar sobre la mesa los platos con el embutido y de vez en cuando se acercaba al fuego para remover el puré y que no se pegase al fondo de la cazuela.
No estoy segura de qué hora sería pero las personas comenzaron a llegar y confluir en la cocina, seguramente llamados por el olor de la comida. Pensé en el perro de Pavlov*, inevitablemente, y estaba más que segura de que todos los que comenzaban a abordarnos en la cocina estaban salivando. El primero en llegar fue Belmont, el marido de la cocinera y capataz de los jornaleros. No creí que se hubiese ido muy lejos de la cocina y de seguro se aventuró dentro cuando comenzó a oír el sonido de platos entrechocando.
Después, con una expresión apurada, llegó por la puerta que daba al interior de la casa una chica pelirroja con el cabello recogido en una coleta, que quedaba como un remolino de rizos sobre su nuca. Su rostro estaba perlado por el sudor y mientras se restregaba las manos sobre su mandil, miraba a todas partes con una mueca extenuada.
—¿Tenéis ya la bandeja de la señora? —Preguntó mientras la localizaba a un lado de la mesa de la cocina, vacía de toda comida. Sentí como su vello se erizaba, ansiosa—. ¡Oh! Por el amor de Dios. Preparara la bandeja de la Señora cuanto antes. Me ha mandado bajar a por ella.
—Yo me encargo. —Dije, haciéndome notar por encima del alboroto que comenzaba a generalizarse en la cocina. La chica se me quedó mirando con una mueca de sorpresa y al segundo cambió su expresión por una de ácida soberbia. Me fulminó con la mirada. Me hubiera matado con ella si las miradas pudiese hacerlo.
—¡Vaya, ya tenemos aquí a la nueva!
No respondí a sus palabras, e ignorándola me dirigí directamente a Ramona con gestos, para preguntarle si la Señora cenaría lo mismo que nosotros habíamos preparado. Ella asintió y serví dos cazos de puré sobre el plato y serví algo de la macedonia de frutas que habíamos picado sobre el cuenco de cristal. Tenía unos detalles preciosos en flores talladas que desaparecieron bajo la presencia de las frutas. Cinco uvas blancas, varios gajos de naranjas, medio kiwi y… un trozo de plátano desapareció del cuenco sujeto a dos dedos que aparecieron por encima de mi hombro. Cuando me volví, la rodaja melosa había desaparecido dentro de la boca del mozo, esbozando al instante una sonrisa divertida. Yo se la devolví, y le vi alejarse por la cocina revoloteando alrededor de Ramona. Por la puerta entraron dos chicas más mientras que por el jardín aparecía una señora de una edad parecida a la de Ramona, o incluso mayor, ataviada con un balde de agua sucia que vertió por la pila. Ramona sirvió algo de vino tinto dentro de la copa de la bandeja de la Señora y con un gesto agresivo de su mano mandó a paseo a la chica que había venido exigiéndola. Esta levantó la bandeja con brusquedad, haciendo tambalear el vino y volviéndose a mí, me soltó una advertencia:
—No empecéis a cenar sin mí.
La miré con descortesía hasta que desapareció por la puerta en dirección a las escaleras. No me hubiera sorprendido que alguien me hubiese visto arrugar la nariz en su dirección, pero nadie me reprendió por ello y debí suponer que no tendría nada personal contra mí, pues apenas acababa de llegar. Sin embargo no estaría dispuesta a colaborar en una mala convivencia con los compañeros. Y de tener que contrarrestar, no me resignaba a perder.
—Esa es Cosette. —Dijo el mozo a mi lado mientras volvía a hundir dos de sus dedos esta vez dentro del cuenco de aceitunas, para poder llevarse una de ellas a los labios, pero yo la intercepté a tiempo y la sostuve dentro de mi palma—. Siempre es así de desagradable. —Puntualizó.
—¡Hola, nueva! —Me saludó otra de las chicas que habían entrado hacía unos minutos. Esta hablaba con la segunda, ambas de cabello largo y castaño. Una de ellas lo tenía completamente liso. A la segunda se le enroscaba en las puntas y tenía varias trenzas a través de su cabellera. Me miraron desde el otro lado de la mesa y me saludaron con un gesto de la mano. Yo les devolví el saludo con media sonrisa y un ademán de mi rostro. Eso pareció bastarles porque volvieron a una conversación entre ellas que había comenzado con anterioridad. Yo me comí la aceituna que tenía en la palma y tiré el hueso dentro de un barreño donde habíamos echado las mondas de la verdura.
—Ellas son María y Ana. —La señalo alternativamente. Después dirigió un gesto de su rostro hacia la señora mayor que se había sentado ya a la mesa. Me dio la impresión de que probablemente cada uno ya tuviese un sitio asignado para sentarse—. Ella es Bella. Se encarga de la limpieza.
—¿Ella sola?
—Las chicas suelen ayudar cuando no hay mucha tarea. Pero sí, ella sola.
—¿Cosette también ayuda en las labores de la casa o se limita a servir a la señora?
—Más o menos lo segundo. —Se acercó más a mí—. Y aunque deba hacer otras tareas, atender a la Señora siempre es buena excusa para deshacerse de ellas.
—¡Venga, venga! Sentaos a la mesa. —Dijo en alto Ramona para todos. Cosette no había regresado pero nadie parecía dispuesto a esperarla. El capataz ya se había sentado justo al otro lado de la mesa en que yo estaba, parecía que la estaba presidiendo. A su derecha estaban Bella, Ana y Ramona, que quedó a mi izquierda. Yo me senté donde antes había estado la bandeja de la Señora y a mi derecha se sentaron Maurice, María, y por último quedaba un asiento libre al lado del capataz que pertenecería a Cosette. Regresó mientras nos pasábamos el cazo con el puré y nos íbamos sirviendo. Quienes ya se habían servido no habían esperado un segundo para atacara el plato con la cuchara, y a quienes aun no les había llegado el cazo picoteaban algo de queso. A los segundos no se escuchó nada más que murmullos saboreando la comida y alguna que otra conversación particular. Sin embargo el capataz recayó en mí cuando ya había terminado el puré y entre aceituna y aceituna me iba introduciendo al resto de personas. Todas parecían ansiosas de conocerme también.
—¿Y bien? ¿Cómo dijiste que te llamabas? —Me preguntó.
—No te lo he dicho. —Sonreí pero Maurice se me adelantó.
—Anabella.
—¡Oh! —Se sorprendieron algunos a la mesa. El capataz me interrogó.
—¿Y cómo quieres que te llamemos?
—Anabella. —Solté, con toda la naturalidad del mundo, pero él negó con el rostro y algunos rieron alrededor.
—Ya tenemos una Ana aquí, y también una Bella. No. Te llamaremos de otra manera. ¿Lucía? —Preguntó al aire como si yo no tuviese opción de elegir, nada más que conformarme con la elección de la mayoría. Algunos asintieron—. ¿Karla?
—Nada de eso. —Negué con cierta sequedad, haciendo que María levantase la mirada de su plato, algo asustada.
—Bueno… —Medió Ramona—. ¿Cuál es tu apellido?
—Mendoza. —Suspiré y algunos fruncieron el ceño mientras que otros asentían, pues pareció que aquel sonido les parecía exótico y divertido—. Es un apellido español. Vasco, en realidad. “Monte frío”.
—Me gusta. Te llamaremos Mendoza. —Sentenciaron algunos. El capataz se me quedó mirando con más curiosidad que conformismo pero como yo no le retiré la mirada, acabó por sonreírse a sí mismo. Acababa de dar con mi centro, duro, frío como el acero. No había tenido más remedio que retroceder.
—¿Qué edad tienes? —Me preguntó Ana. Veintitrés, contesté—. ¿Y de dónde eres? De Dijon, nos dijeron… —Asentí—. ¿Has dejado algún novio en Dijon? —Las tres chicas que había se sonrieron, divertidas y entusiasmadas por algún chisme que llevarse a la boca. Estaban ávidas de nuevas noticias, de alguien a quien despellejar. No les di la satisfacción.
—No. No tengo pareja. —Ahí comenzaron entonces a contarme ellas detalles de sus vidas que ni siquiera me interesaban. María sí tenía pareja en Colmar de donde eran tanto ella como su novio. Cosette era de Alemania y me sorprendió que apenas si tenía acento, pero de vez en cuando sí que soltaba alguna que otra palabra con tono más grueso. Bella, la limpiadora era italiana y el resto éramos franceses. O al menos a medias algunos. El capataz tenía familia en Suecia y Ana en Portugal.
La noche ya había caído y desde el exterior se colaba una agradable brisa refrescante. Surcaba el suelo desde la puerta y nos recorría a todos los pies bajo la mesa. El olor que entraba desde el exterior era el mismo que había estado pululando durante toda la tarde pero en esta ocasión había aumentado el grado de humedad que cargaba así como descendido su temperatura. Tenía ganas de terminar la cena para salir afuera y pasear tranquilamente por entre los árboles que rodeaban la finca. Pero tenía la extraña sensación de que siendo la novedad no me los quitaría de encima en algunos días hasta que no se disipase la emoción.
—Mañana después de comer iremos a la poza. —Me dijo María. Era la mayor de nosotras cuatro, con veintiséis años. Las otras dos no superaban los 19 años—. ¿Vienes con nosotras?
—¿La poza?
—Hay una charca aquí cerca. Vamos a veces a nadar. ¿Vendrás con nosotras mañana? —Sabía que su intención era buena, pero mirando con retrospectiva el ofrecimiento no lo vi realmente algo agradable. Me imaginé que a pesar de que hubiese enfatizado en el hecho de que solo iríamos nosotras cuatro, podía ver a Maurice escondido detrás de unos arbustos o a paisanos de Colmar pescando o paseando por la zona.
—No. —Dije, en redondo mientras me metía un trozo de queso en la boca y lo masticaba lentamente—. No tengo ropa para nadar.
—Nosotras tampoco. —Dijeron entre las tres y al segundo estallaron en carcajadas. Yo abrí los ojos con una expresión de sorpresa y evitando darles el placer de verme con tal mueca en la cara volví a negarme categóricamente.
—No. Gracias.
—Acabarás por aburrirte si dedicas tus horas libres a quedarte en la casa sin hacer nada.
—Sin hacer nada. —Dije mientras masticaba aquellas palabras. Me sonreí para mí misma y después las desprecié con una mirada altiva. Aquello sentenció la conversación.
———
Cuando llegó la noche y Ramona y yo recogimos la cocina me conduje a mi dormitorio, deseando terminar de una vez el día. Había sido extenuante y solo deseaba cerrar los ojos y tener un comienzo nuevo, reanudar desde el punto en el que estaba pero con las pilas cargadas. Con una nueva batería. Ya me había desenvuelto por unas horas sobre el nuevo terreno y aunque con la sensación de tener la situación controlada, las arenas bajo mis pies eran algo movedizas. La actitud de Cosette era del todo desagradable, y no era impresión únicamente mía. Ana y María no me desagradaban del todo pero solo necesité aquella cena para darme cuenta de que no congeniaríamos demasiado bien. Nunca se me han dado bien las mentes animadas. Donde hay luz siempre deslumbran los reflejos.
Caí rendida sobre la cama a pesar de que sabía que me costaría coger el sueño, pero no tenía ganas de deshacer la maleta, mucho menos de cambiarme la ropa o prepararme mentalmente para el día siguiente. A través de las cortinas se colaban pequeños haces de luz azulada, producto del reflejo de la luna sobre los árboles del exterior. De alguna manera me las ingenié para habilitar una pequeña lamparita que había sobre el escritorio. Tenía la bombilla suelta y la pantalla de color beige desenroscada. El cable parecía un poco defectuoso y estaba toda ella llena de polvo, pero eso era algo que nunca me había molestado. Lo dejé tal cual y la enchufé a la luz. La bombilla parpadeó un instante y después alumbró toda la habitación con una tonalidad anaranjada muy cálida. Llenó de aire hogareño aquella pequeña ratonera y algo más animada me decidí a desvestirme.
Aún sin ponerme la ropa para dormir estuve al menos hasta la una y media de la mañana colocando las cosas esenciales que había traído en la maleta. La ropa la apelotoné dentro del armario y el par de libros que traje los puse de pie sobre el escritorio. La ropa de trabajo la alisé y limpié por encima para colgarla del perchero que había detrás de la puerta. Adecué la habitación para sentir que estaba en un lugar que podía llamar mío, aunque fuesen unos meses. Al menos un pequeño rincón donde esconderme y estar cómoda. Con mis cosas alrededor parecía que era más mío que antes y con mi olor impregnándose poco a poco en cada uno de los objetivos tardaría poco en acostumbrare. Se escucharon voces femeninas al otro de la pared y supuse que allí estarían las tres reunidas, hablando animadamente, seguramente de mí. Sin embargo los sonidos dejaron de oírse a eso de las doce y media de la noche. Pero yo estuve por lo menos otra hora más yendo de un lado a otro del cuarto. Los enseres de pintura los dejé dentro de la maleta y esta la escondí debajo de la cama. Cuando hube adecuado todo por último coloqué un pequeño despertador en la mesilla de noche y me colé desnuda tal cual estaba dentro de las sábanas. Olían a polvo y humedad. Pero me quedé dormida al instante.
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