VENDIMIA - Capítulo 26
Capítulo 26 — Un refugio de consuelo
El domingo la Señora
avisó a Agnes de que ella y yo no cenaríamos en casa aquella noche. Lo hizo
delante de mí, reuniéndonos a ambas en el salón después de la hora de comer.
Agnes pareció titubear un tanto, lo que a mí me llegó a asustar, pues no pude
evitar pensar en la posibilidad de que pusiese algún impedimento a nuestra
salida. Con la Señora de mi parte, no tenía nada que perder, pero sentirme
avergonzada por mi posición podría herir mi orgullo. Yo permanecí en silencio
durante todo aquel rato, con las manos unidas delante de mi regazo y la mirada
en el suelo. En verdad estaba mirándole los zapatos a la Señora. Yo los había
limpiado.
—¿Dónde cenarán?
—Preguntó Agnes, que al parecer no había sido informada de antemano de que
iríamos a la ópera.
—Cenaremos en el
pueblo. —Musitó la Señora mientras se acercaba una taza de té a los labios.
Sopló un poco antes de beber y después de humedecerse los labios bajó la taza
hasta una mano sobre su regazo que él sirvió de platillo—. Y después iremos a
la ópera.
—¿La ópera? —Tras
preguntar aquello, que más bien pareció una exclamación, se volvió a mí y me
miró de arriba abajo. Yo evite hacer lo mismo con ella—. ¿Ustedes dos, señora?
—Así es. —Ella asintió
y Agnes supo que no debía decir nada más al respecto. Asintió, igual que la
Señora había hecho y yo me sentí mucho más calmada. Al menos ella sí parecía
saber cuándo detener sus pesquisas, no como yo.
—Muy bien. Avisaré en
la cocina de que no deben servirle a usted hoy a la hora de la cena.
—Eso puede hacerlo
Anabella. —Me señaló la Señora con la mirada, y yo asentí—. Solo te informo
porque es lo debido.
—Está bien. —Después
de aquello Agnes se retiró y la Señora me pidió con un gesto de la cabeza que
me fuese a la cocina a informar pero yo solté media risita.
—¿Esperaba que dijese
algo en contra? —La interrogué. La señora no pudo por menos que devolverme una
sonrisa afirmativa.
—Pero es buena
trabajadora, no diría nada para ir en mi contra.
Cuando me marché
camino a la cocina de repente me di cuenta de que hubiera preferido que Agnes
se encargase de comunicar que yo no cenaría aquella noche allí porque no me
veía capaz de alardear delante de todos que me llevaría a la ópera. No sabía
cómo reaccionarían los demás al saberlo, y de seguro que me mirarían desde entonces
en adelante con suficiencia y rencor. Cuando llegué a la cocina estaban allí
reunidos Ramona, Belmont, Ana y Cosette. Temí la reacción de las dos últimas
así que me quedé por allí sentada hasta que se hubieron marchado. Pasaron al
menos más de cuarenta minutos pero cuando se fueron tras largas partidas de
cartas pude hacerme con la atención de Ramona.
—La Señora me ha dicho
que te informe: Esta noche no cenaremos en casa.
—¿Quienes no cenaremos
en casa? —Preguntó ella, sin entenderlo. Yo fruncí el ceño. No me había
expresado con propiedad.
—Ella y yo. La Señora
y yo. —Aclaré—. Iremos al pueblo a cenar.
—¿Las dos juntas?
—Preguntó. Belmont nos miraba lleno de curiosidad pero no dijo nada en
absoluto—. ¿Al pueblo?
—Así es. —Asentí—.
Cenaremos allí y después iremos a la ópera.
—¿A la ópera?
—Preguntó. Cuando la vi tan sorprendida agradecí tener que lidiar solo con su
pasmo, y no con el del resto del personal—. ¿Y a qué te lleva a la ópera a ti?
—¿A ver representar
una obra? —Le preguntó Belmont a Ramona, para hacerla molestar—. ¿No es obvio?
—¡Ah! —Dijo ella,
restregándose las manos húmedas en su delantal y mirándonos a ambos con una
expresión confusa. Ella misma se aclaró las ideas tras unos instantes de
pausa—. Está bien. No cenaréis en casa. —Asintió—. Bien, menos trabajo. ¿Has
esperado hasta ahora para decírmelo?
—No quería decirlo
delante de nadie más. —Suspiré—. Y agradecería que no dieses detalles de la
escapada.
—No te preocupes.
—Asintió Belmont. Él comprendió antes que Ramona el porqué yo no quería que lo
supiesen los demás—. No diremos nada, solo que tenéis gestiones que hacer en el
pueblo. ¿Bien con eso?
—Perfecto. —Dije con
una amplia sonrisa—.
...
Cuando fueron las seis
la Señora me llamó a su despacho para indicarme que me fuese a cambiar. Para
que nos diese tiempo a cenar deberíamos salir por lo menos a las siete de la
casona, dado que la ópera comenzaba a las ocho y media. Me indicó que cuando
estuviese vestida la fuese a buscar a su dormitorio. Eso ya me sonó mal, pues
de seguro juzgaría si mi vestimenta era la adecuada o si debía cambiarme. Ya me
imaginaba intentando vestirme con sus ropas y la sola idea me produjo un
escalofrío de terror.
Cuando llegué a mi
dormitorio me di cuenta de que tenía muy poca ropa decente con la que arreglarme,
y es más, dado que el tiempo había empeorado no me serviría el vestido con el
que llegué el primer día. Al final opté por vestir parecido a la vez que salí
al pueblo con Alejandro. Me puse unos pantalones negros, una camisa gris, con
la corbata y jersey negro. Unos zapatos de cuero y me solté el pelo. Delante de
un pequeño espejo de mano me pinte la línea de los ojos y los labios con un
color rosa pálido. Me lo quité con el dorso de la mano, me limpié esta con el
delantal y después me puse un tono rojo claro. Más conforme me hice con un
pequeño bolso negro donde metí mi cartera, la documentación esencial, un
pequeño cuadernillo y mi estuche de acuarelas, los cuales me había acostumbrado
a llevar siempre a donde fuese para dibujar en cualquier momento.
Cuando llegué a su
dormitorio ella aún estaba vistiéndose. Le pregunté si deseaba que la esperase
fuera pero me hizo pasar dentro y ayudarle a subir la cremallera de su vestido.
Se había puesto un vestido negro ajustado que yo ya le había visto antes. Después
se subió a unos zapatos de tacón y se soltó el pelo que llevaba recogido en un
moño. Se peinó las olas que ondulaban su melena y después se observó largo
tiempo al espejo, sentada en su tocador. Yo me senté al borde de su cama con la
chaqueta de cuero y el bolso sobre mi regazo observándola a través del reflejo
del espejo. Se pintó los ojos, se aplicó con un poco de colorete y después pasó
a través de sus labios una barra de color granate. Acudió a mi mente la idea de
que se veía extremadamente elegante pasándose la barra de labios a través de
ellos, mucho más de lo que yo hubiera podido aparentar. De seguro me vería como
si estuviese intentado pasar pegamento por una hoja de papel, en vez de
pintando mis labios. Ella parecía que con tal naturalidad solo embellecía lo
que ya era hermoso. Parecía un gesto aprendido desde la infancia, ensayado y
actuado con meticulosidad. Esas pequeñas diferencias eran las que nos separaban
en una distancia tan larga que a mí me daba pereza recorrer. Cuando terminó se
colocó un collar sobre su cuello y me miró a través del reflejo del espejo.
Supo que no le había quitado el ojo de encima pero si no me permitía verla
directamente, no podía prohibirme aprovecharme de su reflejo.
—¿Lista? —Me preguntó
y yo asentí, poniéndome en pie, pero ella se limitó a darse media vuelta en su
asiento y mirarme desde aquella distancia de arriba abajo para comprobar que
era cierto.
—No es muy apropiado
ir con una chaqueta de cuero a la opera. —Me dijo, a pesar de que me había
dicho que mi apariencia no le molestaría a nadie.
—No tengo ninguna otra
ropa de abrigo.
—Ya imagino. —Dijo,
consciente de ello mientras se levantaba y acudía a su armario. Rebuscó sin
indagar demasiado y sacó un abrigo negro, que a ella debería quedarle por la
mitad de los muslos pero que al ponerlo sobre mi cuerpo a mi me quedaba al
menos hasta las rodillas. Era sencillo y grueso. Me lo ofreció y yo me metí dentro
de él. Me sorprendió ver que a pesar de que el largo no era el adecuado me
sentaba bien, y la espalda no me tiraba. Conseguía abrochármelo y cuando vi que
aun así el pecho no se me marcaba, sonreír con satisfacción.
—¿Puedo ponérmelo? —Le
pregunté y ella se encogió de hombros.
—Para eso lo he
sacado. Mejor así. Más elegante. —Me dijo desabrochándomelo y doblando
adecuadamente el cuello del abrigo, mostrando con obsesiva simetría la forma
del cuello de la camisa enmarcando la corbata negra. Sin duda tenía razón y yo
no pude evitar sonreír al reflejo de mi espejo.
Mientras me divertía
con la imagen que se veía ante mí ella me cogió el mentón con ambas manos y me
miró los labios. Creo que di un respingo cuando lo hizo y ella me soltó,
temiendo haberme molestado. Pero no fue por eso. En realidad acudió a su
tocador y me pasó un pañuelo húmedo.
—Quítate ese
pintalabios. No te sienta bien ese color tan claro.
—¡Oh! —Dije,
sobresaltada—. No suelo maquillarme. Así que no sé qué es lo que me sienta
mejor.
—Prueba con este. —Me
pasó una barra de labios marrón oscura. Yo no me había pintado nunca con ese
color y cuando lo hice me gustó el cambio que se reflejó en mi rostro. Mi
expresión parecía más dura y seria. Cuando me sonreí ella sonrió detrás de mí—.
Guárdatelo en el bolso. Y vámonos. —Sentenció colocándose un corto abrigo de
pelo negro y pasándome a mí una bufanda negra. Me la puse sobre los hombros
pero sin cubrirme el cuello.
—¿Les has dicho a
dónde vamos? —Me preguntó inquisidora cuando bajábamos las escaleras para ir al
primer piso. Yo solté un largo suspiro.
—Hum… No, exactamente.
Ramona y Belmont lo saben. El resto no. Vamos a hacer unos trámites al pueblo.
Nada más.
—Bueno. —Dijo ella no
muy satisfecha con mi respuesta. ¿En verdad esperaba que me metiese en
problemas con mis compañeros? ¿Era eso lo que quería? Tampoco le di mucha
importancia. Entendía que ella podría ser así de excéntrica y querer dar una
imagen del todo extraña a sus trabajadores, pero que me metiese a mí en medio
me incomodaba. ¿Podría no ser yo más que una excusa para ser excéntrica?
Una vez fuera Cosette
y Maurice discutían sobre las escaleras. Por lo poco que pudimos oír estaba
Maurice recriminándole a ella que no hubiese colaborado en recoger algún
accidente ocurrido en la cocina. Una jarra de leche que se había roto sobre el
suelo o alguna jarra de zumo. No escuchamos demasiado. Algo que el resto habían
limpiado y ella se había escabullidlo, al parecer siendo la causante. Cuando
escucharon nuestros pasos arriba en las escaleras los dos se volvieron y
Maurice dio varios pasos atrás. Cosette se levantó de las escaleras
sobresaltada y disculpándose con la Señora nos dejó pasar pero nosotras no
bajamos por ese lado de las escaleras. Nos mantuvimos unos segundos allí
arriba. Yo detrás de la señora y esta mirándolos distraídamente a los ojos. Yo
era incapaz.
—¿Ha ocurrido algo?
—Nada, señora.
—Dijeron los dos a la vez. Maurice me miraba desde la distancia con una
expresión medio de pasmo y diversión. Pero Cosette era incapaz de evitar que su
rostro se volviese lívido como el almidón.
—Pero estabais
discutiendo por algo… —Inquirió la señora. Yo quise apremiarla a irnos, porque
sabía que no se molestaría en detenerse en aquella absurda escaramuza si no
fuera porque quería retenerme delante de ellos un poco más. ¿Estaba llegando a
aquellos puntos de sadismo solo por ella, o también por mí?
—Nimiedades. —Dijo
Maurice excusando a ambos. Yo miré a la señora, esperanzada porque acabase
aquella intromisión.
—Bueno, pero no
discutáis a la puerta de la casona. ¡Cualquiera que pase por aquí debe pensar
mal de nosotros!
—Claro, señora.
—Musitó Cosette con la mirada perdida entre nosotras dos. Al final la Señora
nos condujo por las otras escaleras y bajamos en dirección a su coche. A pesar
de que nosotras ya no nos inmiscuimos entre ellos sé que nos siguieron con la
mirada hasta que nos adentramos en el vehículo. Después los vi a través del
retrovisor desaparecer por el borde de la casona. Aún iban discutiendo. Solté
un largo suspiro y me concentré en seguir los movimientos de la señora
arrancando el coche.
—Desde que contratamos
a Cosette estos dos se llevan como el perro y el gato. —Soltó como un dato que
pensó que yo desconociera.
—Lo sé. —Musité pero
ella me sonrió divertida.
—Tal vez se gusten. —A
sus palabras yo no pude evitar soltar una ruidosa carcajada. Ella pareció
sospechar algo y yo me limpié las lágrimas que salieron de mis ojos.
—No podría estar usted
más equivocada.
...
El restaurante al que
me llevó era bastante lujoso para lo que yo estaba acostumbrada, pero me
imaginé que no era nada comparado a los lugares que ella solía asistir. Desde
luego que no me imaginé que fuésemos a ninguna pizzería o franquicia de comida
rápida, pero me intimidó entrar en aquel sitio. Era un pequeño palacete
rehabilitado como restaurante y hotel. Tenían incluso un amplio jardín con
mesas y decorado con pequeño farolillos pero que estaba completamente desierto
porque el frío no permitía que la gente disfrutase de aquella parte de del
restaurante. Un gran cartel en la fachada del lugar anunciaba su nombre:
L’alchimista. El metre nos condujo hasta la parte superior del palacete donde
se extendían un sinfín de mesas en un salón que respetaba la edificación
clásica con una decoración rococó que a la luz de las velas repartidas entre
las mesas y las lámparas, no sé si era elegante o poseía un punto siniestro,
demasiado humorístico. Más que el restaurante me hubiera gustado mucho más
saber cómo serían las habitaciones. Me las imaginé intentando imitar un estilo
clásico que más que elegante resultaría incómodo.
Nos sentamos en una
mesa cerca de uno de los balcones que daban al exterior. No estábamos lo
suficientemente cerca de la ventana como para perder allí nuestra atención pero
me sentí incómoda al comer tan cerca del exterior. No se colaba el frío por
ellas, gracias a Dios. Cuando nos sentamos dejé el abrigo y el bolso en el
respaldo de la silla y me pregunté si debía ayudarle a sentarse, o si ella me
retiraría a mí la silla. Estaba tan incómoda que comencé a pensar en si debía
incluso ser yo la que le sirviese la comida y la bebida tal como hacíamos en
casa. Llena de esos pensamientos me quedé con la mirada baja, sobre el plato
que tenía delante, con las manos en el regazo y la respiración inquieta.
Un camarero se acercó
para preguntarnos sobre la bebida. Yo me quedé muda de repente y no era capaz
de pensar en qué quería, en si debía o no beber vino, en si sería adecuado o no
hacerlo, o si debía dejar que la Señora escogiese por las dos. Ella por suerte
se adelantó a mi incertidumbre y pidió una botella de vino blanco tras
preguntarme con una mirada inquisitiva si aquella elección estaba bien por mi
parte. Yo asentí y bajé la mirada de nuevo al plato. Esta vez la deslicé un
poco más arriba, hasta la copa vacía que desdibujaba los contornos de alrededor
sobre su superficie.
—He pedido un
Albariño. —Dijo ella, como si no hubiese oído su petición al camarero—. ¿Te
gusta?
—No lo sé. —Suspiré—.
Si es vino blanco, por mi bien. Me gusta más que el tinto.
—A mi también. —Dijo
con media sonrisa. Se dio cuenta de que yo estaba más que incómoda. Me lo dijo
con una sonrisa tan cándida y apenada que yo no pude por menos que esbozar una
mueca temblorosa—. Nunca habías estado en un sitio así. —Dijo, mirando alrededor.
—Con un par de copas
de vino se me pasará el nerviosismo. —Le dije, en un susurro, inclinándome
sobre la mesa—. Se lo prometo.
—Bueno, bueno. Yo
también estoy un poco nerviosa. —Reconoció, a lo que me hizo sentir mucho más
relajada—. Pero no hay motivo para ello. No harás nada mal. Y yo tampoco te
podré en situaciones incómodas.
—Bien. —Suspiré.
El camarero llegó con
la botella de vino que nos presentó a ambas y le sirvió primero a la señora,
para que lo probase. Tras dar su visto bueno nos sirvió a ambas y dejó la
botella a un lado. Yo probé entonces el vino. La sensación cálida y fresca a la
par me estremeció y solté un largo suspiro tras dejar de nuevo la copa en la
mesa.
—Es una variedad de
uva propia de Portugal y Galicia, una región de España. Hay una leyenda, sobre
este tipo de uva, que dice que la uva albariño fue llevada a Galicia por los
monjes de la Orden del Císter en el siglo XII. La orden había sido fundada en
1090 en la abadía de Citeux, en la Côte d'Or de Borgoña. Esos monjes, que provenían
de regiones vitivinícolas de Francia, plantaron viñedos en los valles del
Camino de Santiago. No obstante, las evidencias científicas parecen indicar que
la variedad es originaria de Galicia.
—Me olvidaba de que
trato con una experta del vino. —Dije, haciéndole soltar una risa. La verdad es
que su anécdota me gustó y repetí en mi mente aquellos datos.
—Que va. Mi marido era
el experto. Yo solo cargo a cuestas con la hacienda y los trámites.
—Hábleme de su marido.
—Le pedí, pero el camarero nos interrumpió poniendo dos catas sobre la mesa, a
la espera de que decidiésemos que queríamos comer. Estábamos en un restaurante
con la mayor parte de la carta basada en platos italianos, lo cual me resultó
muy fácil de escoger. Pedimos una pequeña ensalada caprese, yo un plato de
raviolis de queso y ella unos linguini con gambas, y de segundo pedí un salmón
a la plancha con berros y ella una lubina.
—¿Quieres saber cosas
de mi marido? —Me preguntó, divertida.
—Supongo. —Dudé en si
ella deseaba realmente hablar de su marido, pero con los segundos pareció
pensar en algo que contarme.
—Fue un matrimonio de
conveniencia. —Murmuró—. Pero fue un buen hombre conmigo. No tuvimos hijos, él
no podía. Y yo no quería. Nuestras familias esperaron que tuviésemos la descendencia
suficiente como para que permaneciese en nuestra familia el negocio de los
viñedos, pero a mi marido no le importaba qué haría de los viñedos tras su
muerte. Era una de esas personas que no pensaban más que en el presente y vivió
toda su vida dedicado a ese negocio sin preocupare que sería de él después.
“Cuando yo ya no esté, no me importará que será de él, porque yo estaré
muerto”, solía decir. Era mayor que yo, pero aun así murió prematuramente.
Tenía problemas de corazón y un día no pudo más. —Se encogió de hombros—. Había
sido un buen marido y los primeros años lo extrañé mucho.
—¿Por qué sigue usted
encargándose del negocio si él ya no está?
—Supongo que en
tributo a él. Yo, al contrario que mi marido, sí soy una persona que espera
algo después de la muerte. El legado, esas cosas… —Suspiró y bebió un poco de
vino para aclararse la garganta—. Me lo legó en su testamento, así que supuse
que de alguna manera sí le preocupaba qué sería de su negocio, sino, lo habría
vendido. O tal vez esperaba que yo lo vendiese y viviese con el dinero de la
compra. En fin. Sea como sea, yo no tengo nada más que mi finca, mis viñedos y
mis trabajadores.
—¿Su familia…?
—Mis padres aún viven.
Tienen una pequeña finca en Basilea, en Suiza, de donde son ellos. Mi padre era
comerciante pero ya está jubilado. Viven una vida tranquila, pero no tengo
mucha relación con ellos. Tengo un hermano mayor, que es quien se encarga de
ellos. La familia… —Suspiró—. A veces está bien esa idea idílica de la familia
como una comunidad de apoyo emocional, como un refugio de consuelo…
—Pero a veces son más
un problema que un consuelo. —Continué yo y ella asintió, tristemente.
—Quisieron que
vendiese la finca y los viñedos a la
muerte de mi marido. Supongo que esa es otra de las razones por las que aun la
conservo. —Rió maliciosamente—. Como acto de rebeldía a su voluntad.
—¿No pensó en casarse
de nuevo a la muerte de su marido?
—¡No imaginaba que
pudieses pensar así! —Yo di un respingo—. Que pensamiento tan arcaico para que
venga de ti.
—Lo siento. —Me
aventuré a decir pero ella se desternilló.
—Claro que no pensé en
volver a casarme. ¿Otro matrimonio concertado? Otro hombre que se hiciese con
las riendas de un negocio que ahora me pertenecían. Ni hablar. ¡Ya era hora de
vivir por mi cuenta, después de más de treinta años!
—Sí, la comprendo.
—Dije, asintiendo. No sé si ella llegó a creerme, pero vive Dios que aquello
era cierto. Era capaz de verme a través de ella, de verme a mí misma como si
estuviese hablando con mi yo del futuro, o tal vez mi yo del presente en otra
dimensión paralela. Tal vez ella podía verse a sí misma a través de mí, al
igual que yo. Tal vez viese en mí una idea de rebeldía que había nacido en ella
tiempo atrás. Eso explicaría porque no me había llevado más que bofetadas de su
parte.
Cuando nos trajeron la
comida, comimos en silencio. Era imposible hablar. La comida estaba deliciosa y
el vino era exquisito. Los raviolis estaban muy jugosos y el salmón era fresco.
Compartimos la comida, probando de los platos de la otra persona con una
naturalidad pasmosa. Y cuando llegaron los postres ambas pedimos mousse de
chocolate. Después del prostre ella pidió un café negro con licor y yo me pedí
solo un licor de hiervas. Hubo un momento incómodo cuando el camarero sugirió
traernos la cuenta para pagar. Desde luego que sabía que ella pagaría por mí,
pero yo no me atrevía a intervenir y sugerir que pagaría mi parte, ¡no tenía
dinero suficiente para ello! No sabía si mencionar aquello como una broma o
limitarme a hacer como si nada y dejar que ella pagase. Opté por lo segundo y
cuando ella pagó la cuenta le di las gracias por haberme invitado. Eso pareció
sobresaltarla y yo le miré apenada.
—No tienes que darme
las gracias. —Dijo.
—Yo jamás podría
invitarla a algo así. —Musité y no supe si hice lo correcto.
—Ya lo supongo. —Dijo,
con el ceño fruncido, como si mi agradecimiento la hubiese ofendido—. Pero no
espero que lo hagas. Tu compañía es una buena forma de pago, si te consuela.
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