VENDIMIA - Capítulo 25
Capítulo 25 — El azúcar le sienta bien
El miércoles 28 hizo
un tiempo horrible. Bueno, horrible si te gustan los días cálidos y soleados,
como a la mayoría. Personalmente nunca me gustó decir que un día era malo si
llovía o no salía el sol. La lluvia es necesaria y el frío forma parte de los
cambios estacionales. Hacía el tiempo que tenía que hacer para ser finales de
septiembre. Las temperaturas bajaron drásticamente aquella semana. Yo me puse
unas medias gruesas de lana bajo el vestido y todos dejaron de lado las camisas
de manga corta para ponerse chalequitos de lana y algún que otro pañuelo al
cuello. El miércoles en concreto llovió bastante desde la tarde. Por la mañana
había amenazado con tormentas y nubarrones, y a media tarde el cielo no se
contuvo, dejando caer toda una tromba de agua. Los vendimiadores dieron gracias
de que aquella lluvia no les hubiese sorprendido por la mañana y nosotros nos
refugiamos todos en la cocina, con un par de velas sobre el centro de la mesa y
charlando animadamente mientras mordisqueábamos mendrugos de pan para quitarnos
el hambre hasta la hora de la cena. El día se había vuelto muy gris, y apenas
entraba luz desde fuera.
—Hace un día de
perros. —Dijo Ramona sirviéndose un vaso de agua. En verdad el día estaba
terrible pero me hubiera gustado captar aquel instante donde las nueves
parecían tan densas y oscuras. El interior de la cocina se volvió lúgubre y el
color anaranjado de las velas volvía a los rostros máscaras barrocas recién
sacadas de los cuadros de Caravaggio. Solo faltaban unas copas de vino en la
mesa y algún laúd.
—Pues no parece que el
tiempo vaya a mejorar. —Dijo Belmont con un encogimiento de hombros—. Dentro de
unos días empieza octubre. Tal vez tengamos alguna semana de tregua el mes que
viene, pero de aquí a unas semanas nos plantamos en Navidad.
—¡No corras tanto! —Se
quejó Ramona, angustiada por esa noticia—. Que apenas acabamos de dejar el
verano atrás.
—Podríamos jugar a
algo. —Sugirió María mientras ponía una cara de aburrimiento tan exagerada que
incluso a mi me pareció buena idea jugar a algún juego—. ¿Sacáis las cartas?
—Preguntó.
—¡Sí! —Incentivó
Maurice—. Juguemos a las cartas.
—No se me dan bien los
juegos de cartas. —Se quejó Ana apenada. Cosette la secundó.
—Podríamos jugar un
rato. —Sugirió Ramona, al ver que el tiempo de afuera amargaba el ánimo de
todos.
—Anabella. —Me llamó
Agnes, apareciendo por la puerta con una curiosa mirada de intriga al vernos
allí a todos, sentados alrededor de unas velas—. La Señora te llama.
—Voy. —Dije,
levantándome al instante y acudiendo a su encuentro. En verdad me alegraba de
que me hubiese hecho llamar, porque no me gustaba jugar a las cartas, y menos
con tantas personas. Cuando llegué a su despacho la encontré sentada en una de
las butacas de donde había apartado los libros para sentase y bajó el libro que
estaba leyendo hasta su regazo para cerrarlo, con dos dedos dentro, marcando el
lugar donde había interrumpido la lectura. Tenía una pequeña chaqueta de punto
sobre los hombros pero aún parecía tener frío.
—Tráeme algo caliente.
¿Hay café hecho?
—No señora. —Le dije,
apenada—. ¿Quiere que haga más?
—Trae simplemente un
vaso de leche caliente. Estoy helada. —Soltó un resoplido.
—¿No prefiere un té?
—No. Una taza de leche
caliente.
—¿Quiere que le traiga
alguna manta o algo por el estilo? ¿Quiere que encienda la chimenea? Caldeará
la estancia.
—No suelo encender la
chimenea del despacho. —Dijo con algo de impaciencia—. Es peligroso hacerlo en
esta habitación, donde vuelvan los papeles. Solo la del dormitorio y el salón.
Nada más.
—Entiendo. —Dije y me
di media vuelta. Cuando bajé abajo puse un cazo al fuego y calenté un poco de
leche. Al llenar la cocina de aquel olor todos se apuntaron a beber un vaso
pero no había calentado lo suficiente así que tuve que poner un cazo más grande
a calentar mientras yo subía la taza de leche al despacho de la señora. Cuando
se lo dejé en la mesilla delante de ella se lo quedó mirando y volvió a la
lectura, ignorándome. Pero cuando estuve a punto de marcharme ella me pidió que
aguardase unos instantes. Volví a colocarme a su lado y ella me señaló la otra
butaca que había al otro lado de la mesa. Llena de libros.
—Siéntate. —Ordenó y
yo titubeé. Tras apartar los libros y ponerlos en el suelo al lado de la pata
de la butaca me senté con las piernas juntas y las manos en el regazo. No
esperaba quedarme allí demasiado tiempo. No podía evitar pensar que a pesar de
que la cocina estuviese repleta de gente, nadie se acordaría de la leche al
fuego y se saldría del cazo.
Cuando la Señora bajó
el libro de nuevo a su regazo y me miró a la cara me barrunté que el vaso de
leche había sido una excusa para que la atendiese. Fruncí los labios y ella
pareció adivinar lo que estaba pensando. Solo me miraba a la cara cuando iba a
decirme algo importante. Y solo me hacía sentar cuando a demás de importante,
era personal.
—¿Qué quiere la
señora? ¡Ah! Si es sobre la oferta que me hizo el otro día…
—No. —Suspiró como si
ella misma se hubiese acordado en ese momento del asunto. No parecía querer
hablar de ello—. Eso ya lo trataremos en otro momento. No quiero presionarte.
—Vale. —Asentí, aunque
ya estaba dispuesta a darle una respuesta acerca de ello—. ¿Y bien? ¿He hecho
algo malo?
—No, no. —Se sonrió—.
¿Te gusta la ópera?
—¡La ópera! —Dije más
sorprendida de lo que debiera haber mostrado—. Pues no lo sé. Nunca he ido a la
ópera.
—¿Nunca? —Ahora fue su
turno de sorprenderse—. Imaginé que habrías ido unas cuantas veces.
—No. —Dije, negando
con el rostro.
—Está bien. —Asintió,
no muy satisfecha con mi respuesta—. ¿Y te gustaría ir?
—¡Claro que sí! —Dije,
de nuevo entusiasmada—. Espere… —Me detuve, sonriente—. ¿Está proponiéndome ir
a la ópera con usted?
—Así es. —Dijo,
bajando la mirada hasta su libro—. Esta vez quiero avisarte, y no darte una
sorpresa. La última no salió bien. —Musitó.
—¡Oh! Le prometo que
esta vez iré, se lo aseguro. ¡No faltaré! ¿Cuándo es? ¿Qué ópera vamos a ver?
¿Es la de Don Carlos?
—No.
—¡Dígame cual!
—No.
—¡Oh dios mío, no
tengo ropa para ir a la ópera! —Dije compungida.
—No pongas esa cara.
—Me dijo con una carcajada. Me sorprendió tanto verla reír que me pregunté si
sería la primera vez que lo hacía tan efusivamente—. No pasa nada. Con que te
pongas una camisa y una corbata nadie va a decirte nada.
—¿Seguro?
—Además, iré contigo.
Yo responderé por ti en lo que haga falta. —Aquello me llenó de alegría y sentí
como mis mejillas se caldeaban. Creo que con el calor que yo irradiaba podía
haber templado la habitación.
—¿Cómo iremos?
—En mi coche, por supuesto.
—¿Puedo montar en su
coche? —Pregunté, de nuevo haciéndola reír.
—Iremos el domingo.
—Me dijo, para zanjar de una todas mis dudas—. La ópera es a las 20:30 en el
teatro de Colmar. Iremos en el coche, y volveremos igual. Aún estás a tiempo de
echarte atrás. —Me dijo desafiante—. Porque si vuelves a desaparecer como la
última vez más te vales que no regreses.
Ante aquellas palabras
yo me erguí en mi asiento.
—No me lo perdería por
nada del mundo.
—Más te vale.
—Sentenció, entrecerrando los ojos—. No hagas que me arrepienta.
—No se me ocurriría.
—Como ella no necesitaba más de mí me levanté con una sonrisa y me conduje
hacia la puerta pero apenas di dos pasos me volví a ella para ver cómo se
llevaba la taza de leche a los labios—. Le he echado un poco de azúcar. —Le
dije y ella se volvió a mí—. Una pregunta, si me permite.
Ella asintió con un
gesto de incertidumbre.
—¿No le preocupa lo
que puedan decir? Normalmente la gente habla, y más en algo así. —Ella supo a
qué me estaba refiriendo.
—¿Te refieres al resto
de trabajadores de la casona? Saben que soy lo suficientemente excéntrica como
para llevarme a una trabajadora conmigo a la ópera. Y saben que tengo la
suficiente autoridad como para echarles al día siguiente de oír un solo
murmullo al respecto.
—No. Hablo del resto
de personas. En la ópera.
—Ah. —Dijo ella, y
meditó unos segundos al respecto—. Nadie tiene que saber que eres mi
trabajadora.
—Hum. Entiendo.
—¿A ti te preocupa?
—A mí no. —Dije, con
altivez.
—Pues listo. —Finalizó
y señaló con su mentón la taza—. Has hecho bien. El azúcar le sienta bien.
Cuando volví a la
cocina estaban todos sumergidos en un juego de cartas menos Cosette y María que
se habían puesto a charlar sentadas a la puerta de la cocina, desde donde
podían ver la lluvia y el cielo gris sobre la casona.
—¿Te animas a jugar en
la siguiente ronda? —preguntó Maurice al verme entrar. Yo negué con el rostro.
Era demasiado perezosa para aprender a jugar a un juego nuevo y entorpecer al
resto. Me senté sin embargo a su lado y les observé jugar.
—Cenaremos en una
hora. —Dijo Ramona al aire como si quisiese anunciarnos que después de aquella
partida algunas tendríamos que ayudar a preparar la cena.
La leche la habían
retirado del fuego a tiempo y Maurice, Belmont y Ana se bebían su buen vaso de
leche. No dejaron nada para mí pero Maurice compartió el suyo conmigo. A mitad
de la partida un rayo quebró el cielo inundando momentáneamente la cocina de
una intenta luz blanquecina y nos sobrecogió a todos un espasmo por el susto.
…
Pasadas las dos de la
mañana, ya sumergida entre las sábanas de la cama, no conseguía conciliar el
sueño. Hacía un frío terrible y mi cuerpo no se adaptó bien a aquella repentina
bajada de temperatura. La lluvia que caía fuera golpeaba insistentemente contra
mi ventana y podía sentir que de un momento a otro me tiraría los cristales
abajo. Me levanté para hurgar en el armario en busca de alguna manta que
ponerle a la cama y aunque conseguí una, al echármela por encima no me pareció
suficiente, así que volví a dar vueltas y vueltas sobre el colchón. Cuando me
estaba planteando levantarme y ponerme a leer en el escritorio o hacer
cualquier otra cosa para no tener que soportar la sensación del sueño sin poder
conciliarlo, unos golpecitos se cernieron sobre mi puerta. Yo me incorporé
asustada y salí en busca de aquel que llamaba. Maurice apareció al otro lado
con una sonrisa y una manta sobre los hombros. Al abrir la puerta me golpeó el
frío y agradecí incluso la poca temperatura que había en el dormitorio.
—No puedo dormir.
—Dije con una sonrisa dulce e infantil. Él ya bien lo sabía porque tampoco
podía conciliar el sueño.
—¿Tienes frío? —Me
preguntó, pero aunque su voz quiso sonar inocente a mí me pareció del todo
atrevida. Además, levantó una ceja, lo que me hizo sentir arrinconada.
—Estoy helada.
—Reconocí a lo que él me cogió del brazo y me llevó a su dormitorio. Yo me dejé
arrastrar por él. Si al menos su cama estaba templada aquello que agradecería.
Me dejó meterme a mí primero y al instante noté como su cama estaba mucho más
cálida que la mía. El muy maldito tenía una bolsa de agua caliente. Me hice una
bola dentro de aquellas sábanas y puse mis pies helados sobre la bolsa. Tirité
bien alto para entrar en calor y mientras él se acomodaba a mi lado yo me
restregué contra su pecho, buscando aún más calor.
—No has parado de dar
vueltas en la cama. —Dijo. Me había oído—. Se oye todo.
—Ya veo. —Dije,
agradecida—. ¿Y has venido a rescatarme?
—Así es.
Sabía que no lo habría
hecho gratis, por lo que me acerqué a él para besarle y me correspondió. No lo
hice obligada, ni porque sintiese que quería recompensar su gesto. Realmente
deseaba besarle y darle algo del poco calor que yo tenía. Tal vez yo solo
quisiese aumentar el calor de ambos. Nos besamos durante un buen rato mientras
explorábamos nuestros cuerpos, mutuamente. Tras corrernos en las manos del otro
nos quedamos profundamente dormidos hechos una bola el uno al lado del otro. Lo
sentí por él, pero acaparé toda la bolsa de agua con mis pies. Él no se quejó.
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