VENDIMIA - Capítulo 27
Capítulo 27 — Tus malos hábitos
La ópera comenzaba a las ocho y media pero
antes de menos cuarto ya estábamos en nuestras respectivas butacas. Estábamos
en un palco en el segundo piso, más o menos en frente del escenario. Me
sorprendió que durante el momento de la entrada algunas personas se nos
hubiesen quedado mirando con algo de curiosidad, pero no fue hasta que la
Señora Schwarz comenzó a saludar a algunos conocidos que no me di cuenta de que
realmente ella era clienta habitual de aquella sala de teatro y conocía no solo
a algunos trabajadores del establecimiento sino también a algunos clientes,
habituales como ella, que se presentaron aquella noche. Se estrenaba la ópera
de Don Giovanni de Mozart aquel mismo
día y muchos aficionados a la ópera fueron, como nosotros. Por la forma en que
la señora Schwarz se relacionaba con aquellos conocidos me di cuenta de que no
era una mujer muy sociable y despachaba a todo el mundo con prisas o con
desgana. Llegué a pensar que sería por mi presencia a su lado, pero incluso en
ciertas ocasiones me presentó como una “amiga” así que no creí que fuese de
todo culpa mía. Me divertía ver como algunas parejas se acercaban a ella con
aspavientos o expresiones de sorpresa y ella les ignoraba o les mostraba una
sonrisa educada pero se alejaba cuanto antes de ellos. Yo intentaba imitar sus
gestos o su comportamiento, pero me resultó más cómico que frío.
Cuando llegamos a nuestro palco no pude evitar
soltar una risa divertida, rememorando los incómodos instantes antes de lograr
llegar a nuestros asientos. Ella me miró, y entre las tinieblas que se
extendían a nuestro alrededor pude divisar aquellos ojos melosos atravesarme
como un aguijón. Dejé de reír inmediatamente y me erguí en mi asiento, con el
estómago dándome un vuelco.
—No me gusta poner buena cara a todo el mundo.
—Me dijo, excusándose—. Son pretenciosos y pedantes que vienen aquí a ver una
obra como las temerosas de Dios que van a la iglesia, solo para cotillear, para
echar una ojeada y juzgar a quien no ha ido y confabular con quienes se han
presentado. En verdad ni siquiera disfrutan de la opera. Solo vienen para
afirmar que han venido.
—Ha tratado mejor al acomodador que a la pareja
que nos ha abordado a la entrada del palco. —Ella no dijo nada y yo no pude
evitar contener una risa—. ¿Usted va a la iglesia? —Le pregunté y ella pareció
desconcertada con mi pregunta. Volvió a mirarme por el rabillo del ojo. Aquella
forma de mirar siempre conseguía atemorizarme.
—No. —Musitó. Esperé a que ella me preguntase a
mí pero no lo hizo, así que no contesté de vuelta.
La obra comenzó pasadas las ocho y media. Era
una representación que duró al menos dos horas y cuarenta y cinco minutos. Yo
ya conocía el argumento: En la Sevilla de mediados del siglo XVI, Don Giovanni,
un joven noble, arrogante y sexualmente promiscuo, insulta y enoja al resto de
los personajes del reparto. En una reyerta mata al padre de una joven, El
Comendador, cuya hija, prometido y demás personajes intentan descubrir al
asesino y llevarlo ante la justicia. Después del intento del protagonista por
seducir a otra dama y el arduo trabajo de la hija del Comendador por
desenmascarar al asesino, este se topa en el cementerio con la escultura del
Comendador sobre la tumba de este. En broma, invita a la estatua del difunto a
cenar y esta acepta. Más tarde, cuando Giovanni está cenando, llega “el
invitado de piedra”. Esa pétrea aparición concede a Giovanni una última
oportunidad de arrepentirse, pero el joven se niega. La estatua arrastra a
Giovanni al infierno.
La representación comenzó después de que
extinguiesen todas las luces de la sala y el telón se retirase. Los personajes
aparecieron caracterizados con ropas barrocas, y aunque el fondo era bastante
elaborado aún podían verse las cortinas del fondo y las pequeñas puertas y
trampillas que concedían a los actores las oportunidades de aparecer y
escabullirse. Me pareció una representación muy fiel para lo que me habría
imaginado. Los actores comenzaron a cantar en italiano, y aunque no dominaba la
lengua era capaz de seguir el argumento. La Señora Schwarz se inclinó hacia mí,
regalándome una bocanada de su perfume.
—He visto representaciones de esta ópera con
decorados y vestuarios muy actuales.
—¿Más económicos?
—No lo sé. Pero con decorados clásicos se gana
encanto, ¿no crees?
—Sí. —Musité sin extenderme, porque no deseaba
hablar más. Quería escuchar aquellas odas.
Pasada hora y media hubo treinta minutos de
descanso y todos nos levantamos de nuestros asientos aunque no todos salimos
afuera. La Señora sí me condujo afuera y nos alejamos de la puerta del teatro
para tomar el aire. Ver una representación de casi tres horas, incluso si era
una buena ópera, debía ser extenuante sin un descanso en medio.
—¿Te está gustando? —Me preguntó, aunque no
hacía falta que lo hiciera. Bien sabía que me estaba gustando.
—Soy gran admiradora de Mozart. En verdad ya
conocía esta ópera aunque nunca la he visto representar. —Lo dije mientras
sacaba un cigarrillo del bolso. Tenía unos cuantos guardados que Alejandro me
había dado. Ella me miró y yo le extendí uno. Negó con un ademán de su mano
pero me extendió un mechero plateado que tenía en su bolso. El humo nos separó
unos instantes pero luego volví a verla a través de la neblina. Hacía bastante
frío como para no notar el cambio de temperatura. Yo le extendí la bufanda que
tenía sobre mi brazo pero ella negó de nuevo con el mismo gesto.
—Siempre me he identificado mucho con el
personaje de Doña Ana. La mujer desgraciada que busca la venganza por la muerte
de un ser querido. No es que realmente haya vivido una experiencia similar,
pero esa desesperación, esa ansia por buscar a la persona responsable de su
desgracia, supongo que me identifico con esa incansable búsqueda de la verdad y
el sentido de la vida, o de la muerte.
Como aquella confesión me pilló por sorpresa
tarde unos segundos en poder continuar con la conversación, exhalando una larga
bocanada de humo. En cierto sentido no lograba hermanarme con aquel sentimiento
descrito.
—Yo preferiría verme como el Comendador,
regresando como un espíritu desde el más allá para vengar mi propia muerte. Al
final, la obra se resuelve de una manera muy elegante, aunque simple. El propio
muerto viene a cobrar el alma de su asesino. Es una buena forma de justicia.
—A veces la justicia es muy abstracta, y
difícil de medir. No me gusta hablar de justicia —Reconoció frunciendo el
ceño—. Uno nunca llega a un consenso en cuanto a ese ideal.
—Eso es porque las personas suelen confundir la
igualdad con la justicia. —Dije, mirando la punta del cigarrillo—. No es lo
mismo darles a todo el mundo un mismo castigo que castigar a cada hombre en
función de su delito. O dar el mismo premio a todo el mundo que premiar en
función de las necesidades de cada persona. —La señora parecía escucharme, pero
no me estaba mirando—. Imaginemos a dos personas de diferentes alturas tras una
valla, viendo un precioso paisaje, sin embargo, mientras que la persona de más
estatura es capaz de ver por encima de la valla, la persona de menos estatura,
es incapaz. La igualdad les daría a cada uno un taburete sobre el que alzarse,
a pesar de que uno de ellos no lo necesitase. La justicia sin embrago le
otorgaría un taburete solamente a la persona que lo necesitase, para estar a la
altura del otro.
—¿Y por qué no derribamos la valla? —Preguntó
ella, dejándome en silencio.
—Porque eso significaría derribar también el
sistema de juego. Llegaríamos a ese resultado a través de la anarquía.
—¿Y ese no es un resultado más favorable?
—Tal vez. —Dije, no muy segura de que lo que
ella esperaba que contestase, pero cuando se volvió a mí con media sonrisa supe
que en verdad solo estaba divagando para ver hasta donde era yo capaz de
llegar—. La verdad es que se me da mucho mejor la metafísica que la política.
—Anda, volvamos dentro, antes de que me sueltes
un discurso aristotélico. —Soltó con media risa pasándome el brazo por los
hombros y conduciéndome dentro del teatro.
…
Cuando la ópera terminó pasaban de las once y
media de la noche así que nos subimos a su coche y condujimos directamente
hacia la casona. Yo me había puesto la bufanda al cuello y con ella hasta la
nariz y las manos en los bolsillos me hundí en el asiento delantero, con los
ojos cerrados y la expresión tranquila. Ella me preguntó en algún momento si me
había quedado dormida pero yo le aseguré que solo estaba hecha una bola porque
tenía frío y debajo de aquellas capas de ropa conservaría el calor que me
faltaba. Encendió la radio en una emisora de blues. En ese momento sonaba una
canción que yo no conocía pero que ella sí reconoció. Me dijo el nombre, pero
ya no lo recuerdo porque no le di la menor importancia.
Cuando llegamos a la casona y bajamos del coche
me pregunté qué debería hacer a continuación. No sabía si debía acompañarla
hasta su dormitorio y ayudarla a desvestirse, o sería ella la que me despidiese
a mí en el hall y debiera conducirme directa a mi dormitorio. Como no lo tuve
claro hasta que no llegó el momento me limité a seguirla. Una vez en el salón
se volvió a mí al pie de las escaleras y yo esperé que me mandase directa a mi
dormitorio. Ya tenía las palabras de agradecimiento por la velada en la punta
de la lengua pero ella me cortó con una sonrisa algo excitada, como una niña
que aun no quiere irse a dormir.
—¿Te apetece tomar una copa?
—¿Ahora? —Pregunté, dándome cuenta de que
podría sonar desconforme con la oferta—. ¿Aquí? —De nuevo una pregunta
estúpida, pues dónde iba a ser, si no—. ¡Claro! —Me apresuré a decir, con una
sonrisa.
—Creo que hay una botella de ginebra en la
cocina. ¿Harías el favor de subirla al despacho con dos copas y hielo?
—Claro, no hay problema. —Asentí, a lo que ella
se volvió de nuevo a las escaleras y subió hasta su despacho. La casona estaba
en completo silencio pero dudé de que todo el mundo estuviese durmiendo y como
había esperado no tener que pasar por la cocina me aterrorizó la idea de tener
que encontrarme con alguien allí. Desgraciadamente una vez en la cocina tuve
que enfrentar a María y Ana que remendaban unos calcetines a la luz de las
velas. O al menos los calcetines y el costurero estaba allí, ellas solo
hablaban con unos frutos secos en la mesa. Eso me dio una idea.
—Buenas noches. —Les dije, a lo que ellas no
parecieron sorprendidas por mi presencia, sí por mi aspecto. Debía tener las
mejillas rojas por el frío y toda vestida de negro entrado así como un espectro
en la cocina podría haberlas sugestionado, allí parlamentando a la luz de las
velas.
—Hemos oído el coche llegar. —Dijo María con
una sonrisa, como indicándome que me habían estado esperando por si aparecía
por la cocina.
—Sí, hemos llegado hace un momento. —Asentí.
Sin embargo se extrañaron al verme hurgar por los armarios de la cocina.
—¿Qué buscas? —Me preguntó Ana, como si
realmente pudiese ayudarme en mi labor.
—No te preocupes, un pedido que me ha hecho la
señora.
—Hay sal de frutas en el armarito de las
especias.
—No. —Dije, con media sonrisa—. No es eso.
Las dejé en silencio mientras yo preparaba una
bandeja con dos copas llenas de hielo, la botella de ginebra, un pequeño
platillo con un limón, un cuchillo y un cuenco con frutos secos. Si hubiese
habido solo una copa en la bandeja no me hubieran lanzado la sagaz expresión
que me mostraron. Yo las ignoré y cuando salí de la cocina me despedí con un
nuevo “buenas noches” que me contestaron con algo de resquemor.
Ya en el despacho de la Señora ella había
encendido unas lámparas alrededor de la mesita de té y había vaciado el entorno
de libros. También se había deshecho del abrigo de piel y se había sentado en
uno de los sillones, esperando que yo la imitase. Pero en vez de eso puse la
bandeja en medio de la mesa, me deshice del abrigo y la bufanda y corté el
limón a la mitad, para exprimir medio en una de las copas. Después corté de él
un pedazo y lo sumergí entre los hielos.
—¿Con limón o solo?
—Solo. —Dijo sirviéndose ella misma. Después me
sirvió a mí. Los hielos tintinearon en ambos vasos unos segundos y ella se
llevó el suyo a los labios dejando una evidente marca de carmín en el borde del
vidrio.
—Yo soy incapaz de tomarlo solo. —Reconocí—.
Incluso con la tónica me resulta muy fuerte.
—¿Prefieres las ginebras más dulces? —Preguntó
señalando la botella, que era una ginebra clásica.
—Así es. —Contesté, sonriendo y alcanzando una
almendra del cuenco de frutos secos. Ella sonrió al verme—. Las rosas son mis
preferidas. E incluso así suelo mezclaras con limón.
—Tienes malos hábitos para tener solo
veintitrés años. —Soltó, y aquello me dejó algo pasmada. Aquella recriminación
me perseguiría allá donde fuese—. Sueles…
—Ya, ya… —La corté, hundiendo la copa en mis
labios y dando un gran trago—. Ya lo sé. Fumo con frecuencia, bebo con más
frecuencia aun, digo tacos, no me siento de forma adecuada, no soy elegante o
femenina…
—Ya te lo han dicho antes. —Se aventuró a
adivinar.
—Es una cruz con la que cargo desde hace mucho
tiempo. Pero no la entiendo. No hago nada que no hagan el reto de personas de
mi edad, pero el resto se empeñan en esconderlo con hipocresía, como si fueran
sutiles pecadillos que expiar más tarde, pero yo vivo mis malos hábitos con
naturalidad.
—Hum… —Soltó, pensativa, con media sonrisa
maliciosa—. Yo añadiría otros tantos que no has mencionado, pero sí, grosso
modo… —Como única respuesta yo fruncí el ceño y ella se desternilló por mi
expresión. Debía ser más sincera de lo que esperaba a causa del alcohol, por lo
que me costó deshacerme de esa mueca que se me había quedado fundida en la
piel.
—Ya me imagino que añadiría usted: Mal
carácter, hablar cuando no conviene, entrometerme en asuntos ajenos, no saber
cuál es mi posición, delirios de grandeza…
—Más o menos. —Dijo, y volvió a desternillarse.
Tal vez su risa, al igual que mi expresión, fuese producto del alcohol.
—No se burle de mí. —Le pedí y ella pareció
reaccionar. Sonrió con una falsa expresión de calma y después se cruzó de
piernas, relajando la espalda sobre el respaldo, y los brazos en los
reposabrazos de la butaca. Me miró desde aquella distancia con aquellos ojos de
color miel—. Me siento como un ratón cuando me mira así.
—¿Ah? —Preguntó, pero no parecía muy
sorprendida de lo que le había dicho. Más de mi sinceridad que de la propia
confesión.
—Como si tuviese la oportunidad de saltar sobre
mí y matarme, pero con extrema suficiencia no lo fuese a hacer, y solo
disfrutase de mi miedo.
—¿Tienes miedo de mí?
—Desde el primer día. —Dije arrugando la
nariz—. Pero eso solo me vuelve más osada. Yo no me dejo morir. Si va a
matarme, me revolveré hasta la agonía.
Ella se terminó su copa de un solo trago y yo
se la llené de nuevo. En realidad no sabía si debía haberlo hecho o no, solo lo
hice, porque no quería que aquella velada terminase tan rápido. Ella no se
quejó y me lo agradeció rescatando la copa y llevándosela de nuevo a los
labios. Aguantaba el alcohol mejor que yo, pero aun así parecía ya un poco
afectada. Sus mejillas se sonrojaron. Mi mirada estaba algo nublada pero pude
distinguirlo, o al menos a mi me hizo ilusión imaginármelo. Tal vez la que
estaba algo afectada era yo. Apuré también mi copa y me serví otra tal como la
había preparado la vez anterior. Me llevé varios cacahuetes a la boca. Ella no
probó los frutos secos. Cuando levanté la mirada ella estaba mirando el cuadro
de Juana I de Castilla, detrás de mí. Tal vez no lo estuviese mirando realmente
a él, pero tenía la mirada perdida en ese punto. Me hubiera gustado que hubiese
seguido mirándome. En ese momento comprendí que aunque su mirada fuese
aterradora, tenerla sobre mí era como una constante caricia que se hundiese
bajo las capas de piel, y aunque dolía, también era agradable. Tener su
atención sobre mí, a pesar del riesgo que eso suponía, era toda una aventura.
Ansiando el momento para retroceder ante su inminente ataque. O dejarme cazar,
para poder revolverme en su abrazo.
—¿En qué piensa?
—Pintas bien. —Dijo, como una resolución a la
que acabase de llegar en ese momento. Yo me volví en la butaca hacia el cuadro
que descansaba a mi espalda. A pesar de que aquel cuadro no era únicamente mío,
agradecí el alago.
—Al menos, tras todos mis defectos, hay algo
que le gusta de mí. —Solté, y me di pena incluso a mi misma por culpa del tono
en que lo solté.
—No he dicho en ningún momento que no me
gustasen tus malos hábitos. —Sonrió, con una ceja en alto—. Son los que te
hacen ser quien eres.
—Y por experiencia sé que no suelo gustarle a
mucha gente. Soy bastante antipática y gruñona, aunque no lo parezca de
entrada. Y suelo decir las verdades que nadie quiere escuchar porque a mí se me
enquistan en el pecho.
—Eso es porque no tienes nada que perder.
—Dijo, y no supe si valorar sus palabras u ofenderme. No identifiqué nada en su
tono que me pudiese dar una pista. Había dicho lo que pensaba, punto.
—Tal vez sea por eso. —Dije, y haciendo un
ejercicio de empatía entendí que ella en su situación tal vez no pudiera
mostrarse tan libre—. Sí, puede que sea así. Tiene razón.
—Tal vez con los años te vuelvas más sutil. O
tal vez no. —Pensó.
—Créame, creo que me vuelvo peor con los años.
—Sonreí y ella se rió.
Por unos segundos sentí que la distancia que
nos separaba, fuera cual fuese, desaparecía al instante y ambas nos quedábamos
danzando en una conversación sobre la misma línea. Ambas estábamos una frente a
la otra sujetas por las mismas cuerdas y bailando la misma melodía. A veces
esquivándonos, otras chocando, pero con la misma fuerza y jugando en un juego
con normas comunes. Esa sensación sin embargo desapareció rápido y al hacerlo
me golpeó sutilmente la realidad, devolviéndome a mi sitio. Me sonreí con
tristeza, algo que ella no pudo apreciar, y sin saber por qué me volví al
cuadro que estaba a mi espalda. Volví a mirarlo intentando distinguir mi
trabajo entre el de los demás.
—Pero no he querido decirlo como si lo
considerase algo malo. —Aclaré, más para mí que para ella, aunque me escuchaba
bien atenta. Me bebí un trago de la ginebra para aclararme la garganta y las
ideas—. Siempre intento hacer un fuerte ejercicio de reflexión, pensando en mi
yo del pasado y en mi yo del presente. Intento acordarme de mi misma hace unos
años atrás, uno, o dos como mucho, y pensar en las emociones que tenía en esos
momentos, en la situación en la que me encontraba, laboral o económica. Pensar
en los objetivos que tenía por aquel entonces y saber si, reflexionando sobre
la persona que soy hoy en día, he cumplido con las expectativas, o si al menos
el camino por el que transito me llevará esos objetos. A veces los objetivos
que esperaba de mi misma los he abandonado por el camino y he seguido una nueva
ruta, eso también lo valoro como algo positivo. Pero hay veces siento, cuando
veo que no he avanzado demasiado y me siento frustrada, como si me hubiese
atascado o entretenido por el camino, o el trayecto se estuviese alargado más
de la cuenta, como si no hubiese medido bien las distancias. Normalmente el
balance siempre ha sido positivo. Pero estos últimos meses…
—¿Sientes que te has detenido en el camino?
—¿Detenido? —Exclamé—. Creo que incluso me he
perdido. Ya no soy capaz de verme a mí misma hace unos cuantos años, y mucho
menos de imaginar el camino por el que debo continuar. Miro a mi alrededor y no
encuentro pistas que me permitan volver como mínimo al punto de origen. Por no
hablar de estas últimas semanas.
—¿Qué pasa con estas últimas semanas?
—¡Esto ni siquiera estaba planeado! Siento que
me he metido en el camino de vida de otra persona completamente diferente a mí.
Intenté tomármelo como una experiencia positiva de la que aprender, pero ahora
lo siento como una soga al cuello que cada día se aprieta un poco más. Un día
me ahogaré con ella, no me cabe la menor duda.
—Nada te ata a este sitio. —Me dijo ella con un
tono calmo—. Y aun eres muy joven, la vida entera te está esperando, y no
tienes que tener prisa por regresar al punto de origen.
—Eso me dice todo el mundo. —Asentí—. Pero soy
incapaz de creerlo. Me lo repiten como un dogma al que le falta un fundamento.
No quiero pensar en edades ni en distancias. Solo sé que quiero aprovechar cada
día de mi vida sabiendo que cuando muera, todo habrá valido la pena y he sido
feliz siempre que he tenido oportunidad. Cuanto más tiempo permanezco aquí, más
siento que estoy alejándome de la felicidad. Como si mi propia existencia se
estuviese desvaneciendo entre mis dedos, convirtiéndose en humo. Alienando la
persona que soy y convirtiéndola en un producto prefabricado de una versión
mediocre de mi misma.
La Señora me escuchó con la mirada clavada
sobre mí y sobre los gestos que hice para poder expresarme con mejor exactitud.
No dijo nada después de aquello y yo tampoco tenía nada más que decir. Era la
primera vez que me expresaba con tanta claridad acerca de mis emociones hasta
el punto en que yo misma acababa de descubrir cosas de las que era
completamente ajena. Ella apuró su copa y se sirvió un poco más. Yo no la imité
esta vez.
—Es como si estuviese en el purgatorio.
—Suspiré—. A la espera de un juicio o algo parecido. Y tengo ganas de que ese
juicio llegue, incluso si me condena al infierno. Pero permanecer aquí más
tiempo me volverá loca.
—No hablas de esta casona, ¿no es cierto?
—En cualquier otra parte sería igual. No es por
usted. Esto no es nada personal. Pero la situación es la que es. Esta es la
metáfora de mi purgatorio.
—¿Y cuál es el cielo?
—No tengo idea. —Reconocí—. Solo sé que el
infierno es salir de aquí y no tener trabajo. Pero como a la tierra ya no puedo
regresar porque he muerto, solo queda esperar.
—Qué idea tan macabra de la realidad. —Suspiró
con una sonrisa triste—. Solo estás pasando por una etapa de la vida, como todos
hemos pasado. Al final se sale adelante, de una manera u otra. Más tarde o más
temprano.
—Lo siento. —Sonreí, con amargura—. Pero soy
incapaz de ver las cosas así de sencillas. No cuando me han arrebatado mi
existencia en la tierra.
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