VENDIMIA - Capítulo 2

 CAPÍTULO 2 - POCO LUMINOSA


Cuando bajamos las escaleras volvió a aparecer de la nada el mozo que, con una vista aguda y una media sonrisa, miró directamente a Agnes buscando de parte de ella un asentimiento de cabeza. Con este, el mozo se vio con la confianza de acercarse a nuestro coche y ayudarnos a sacar de él las maletas. Era un chico mucho más joven que yo, apenas si tendría dieciséis años pero era más de media cabeza más alto. Cuando pasó por mi lado él también se fijó en ese detalle al mirarme con una sonrisa de suficiencia, oculta de la mirada del ama de llaves e incluso pude ver en su rostro que intentaba medir mentalmente mi altura con una fugaz mirada. O al menos, esa fue mi impresión. Lo confirmé en el momento en que se inclinaba para abrir el maletero y recaía en que yo llevaba unos pequeños tacones, aquello colmó su expresión de satisfacción. Tragué en seco y le enseñé la lengua, algo que Agnes no llegó a ver desde las escaleras donde se había quedado, pero que el muchacho pilló y mi padre también, dándome un codazo en el brazo, y recibiendo de él una mirada colérica.

El mozo bajó la maleta y se colgó al hombro el bolso de viaje. Yo negué con el rostro y me ofrecí a quitarle al menos alguna de las dos cosas. No entendí que él tuviese que hacer aquel trabajo cuando mi padre o yo podíamos con ambos paquetes, sin embargo el chico no me dejó ayudarle, alejándose de mí con un tirón y nos adelantó escaleras arriba. Eso si fue algo que Agnes divisó con vista de halcón y cuando subimos las escaleras para ponernos a su altura me habló como si fuese de otra cultura completamente diferente.

—Es su trabajo, llevar las maletas de los huéspedes. ¿Acaso quieres dejarle sin trabajo? —Yo negué con una expresión algo contrariada. En ese momento tuve la sensación, que acabaría por confirmarse, de que aquella señora no acabaría por caerme en gracia. No sé si era su forma de hablar, completamente plagada de soberbia o su condescendencia, amaba cosas parecían congénitas.

Mi padre se despidió de mí a la entrada repitiendo nuevamente los consejos que me había soltado durante el viaje y tras un fuerte abrazo me soltó a mi suerte. El lugar ya me llamaba demasiado la atención como para apenarme por la despedida. Mi atención ahora se centraba por completo en las novedades que me esperaban en aquel lugar y los pequeños detalles que se irían acumulando poco a poco en mi memoria reciente, en cómo usarlos y después rememorarlos para el recuerdo. Vi marchar el Peugeot 504 con su ronroneo a través de la grava y levantó una nube de polvo desagradable. La mujer, imitando el gesto de mi padre, posó su mano en mi hombro y me condujo dentro. Me despedí mentalmente de mi padre, igual que había hecho con mi madre nada más comenzar el viaje.

—Vamos, ¿no tienes ganas de conocer tu nuevo cuarto? —Ahí estaba de nuevo. Ahora parecía aclararse la idea de que me hablaba como a una niña. Me sentí como si tuviese seis años y mi padre me abandonase en un orfanato. El miedo regresó, la realidad.

Nos dirigimos a través de la entrada hasta el amplio espacio al pie de las escaleras. Esperaba subirlas, y ver qué me encontraba allí arriba. Unas escaleras de madera bien pulida y que en lo alto de de ellas, contra la pared, un reloj zarandeaba un péndulo de un lado a otro.

—Es por aquí. —Me condujo Agnes aun con su mano en mi hombro. No subiría esas escaleras a menudo, me dije, pues me conducía a una puerta escondida a un lado de las escaleras—. La puerta que está al otro lado de las escaleras da a la cocinas. —Aclaró como si me hubiese leído la mente—. Y por aquí están los dormitorios del servicio.

Me pregunté si ella entraría dentro de la categoría de “servicio” o dispondría de alguna habitación en la parte superior de la casa. Me imaginé que sí, porque era lo suficientemente amplia como para permitírselo. Una vez entramos por aquella puerta la casa pareció tomar un cariz mucho más triste y descuidado. Las pareces estaban desnudas de cualquier objeto y tras doblar una esquina se extendía un largo pasillo repleto de puertas a un lado y a otro. Las fue señalando una a una.

—A la izquierda tenemos la habitación del capataz, Maurice, la cocinera y la limpiadora. A la derecha las tres ayudantes, y al fondo, la tuya.

—¿Maurice? —Pregunté y al instante el mozo salió de la última habitación, la que supuestamente era la que yo ocuparía, con una mirada interrogante, asomado como un pequeño animalillo escudriña fuera de su madriguera.

—¿Me llamaron? —Preguntó con una mueca curiosa. No habría reconocido su nombre en mi voz.

—Ahí lo tienes. —Dijo el ama de llaves mientras con media sonrisa le hacía entender al joven que solo le estaban presentando. Entonces el mozo salió del cuarto y cruzó sus manos a la espalda a un lado de la puerta, esperando que yo pasase dentro. Al fondo del pasillo no había una puerta, solo una salida natural a un patio cubierto.

—¿Qué hay al fondo?

—El patio para tender la ropa y para que se asee el servicio. —Yo fruncí el ceño y algo me dijo que no debía preguntar mucho más al respecto. Agnes se quedó a un lado de la puerta como Maurice, y yo entré en el cuarto. El mozo había dejado la maleta en el suelo, al pie de la cama y la bolsa de viaje sobre esta. La habitación era minúscula pero no me pareció del todo claustrofóbica. Mi habitación en Dijon no era mucho más grande. Una cama apoyada sobre la parte derecha del cuarto, un pequeño escritorio en la pared izquierda y justo de frente, una pequeña ventana con unas horrorosas cortinas de pequeñas flores anaranjadas.

—No habrá mucha luz. —Dije en alto. Agnes gruño por lo bajo sin saber qué decir—. Da al norte. —Aclaré y al hacerlo me di cuenta de que era innecesario—. Solo pensaba en alto.

—¿Te parece una habitación desagradable? —Preguntó, esperando que yo rectificase mis palabras.

—¡No! —Negué con una sonrisa incómoda—. Solo pensaba en alto. —Ella volvió a gruñir, satisfecha con mi rectificación. Mirándome de arriba abajo sonrió de lado.

—Cámbiate de ropa y ve a la cocina. Allí te darán indicaciones para que lleves a cabo tus labores. Espero que hayas traído calzado más cómodo que ese. —Me miró directamente hacia los zapatos. Apenas si eran unas sandalias con un tacón de 5cm, pero por supuesto que había llevado calzado para trabajar. El muchacho se sonrió.

—Así es.

Con una última mirada superficial se alejó de la puerta y pude oír cómo sus zapatos repiqueteaban a lo largo del pasillo hasta desaparecer. El mozo aún quedó allí, apoyado en el umbral, con una postura más relajada que la que hubiera podido tener delante del ama de llaves y me sonrió ladino, después me sacó la lengua. Tenía el pelo revuelto y algo ondulado. Si no tenía cuidado sus ojos quedaban completamente ocultos por ellos. Su camisa blanca estaba manchada de tierra y verdín del césped y los pantalones pesqueros mostraban unas canillas destrozadas por arañazos. Al ver que comenzaba tener vello en las piernas me pregunté si tal vez no sería mayor de lo que me habría supuesto.

—Bienvenida. —Me dijo, sin rastro de altanería. Su expresión era pícara pero su tono fue sincero—. ¿Te ayudo con las maletas? ¿Con el cambio de ropa? —Alzó una ceja. Yo sentí un escalofrío.

—No, muchas gracias. —Le corté, con un tono desagradable—. Yo ordenaré mis propias pertenencias.

—Yo lo dejaría para luego. —Su tono volvía a ser sincero—. Solo cámbiate de ropa. La cocinera te espera. Tendréis que empezar con la cena.

—¿Los jornaleros ya están trabajando?

—No. Aún no han llegado. Llegan el lunes. No. —Rectificó—. El domingo a media tarde.

Yo asentí emitiendo un “Hum” pensativo. Si estábamos a viernes aun quedaban un par de días para acostumbrarme a aquella estancia antes de comenzar con el trabajo duro. Maurice no parecía querer marcharse así que yo misma me acerqué a la puerta para cerrarla con cara de disgusto cuando él me detuvo con otra pregunta.

—¿Cuál es tu nombre?

—Anabella.

—Maurice. —Se presentó él, aunque sabía que era innecesario.

—Voy a cambiarme. —Su sonrisa ladina volvió pero esta vez no esperé a que comentase nada y cerré de golpe.

Cuando terminé de cambiarme y salí de nuevo al pasillo estaba desierto. Se oían voces fuera, en el patio y también por algún lugar de la casa, pero no me pareció nada alarmante que pudiese quedarme a escuchar. Me había quitado el vestido y los tacones. Me trencé el pelo en dos trenzas que superpuse sobre mi cabeza con horquillas y después me cubrí todo con un paño blanco. Me puse un vestido de manga larga y puños con gomas en los brazos y unos zapatos planos. Me arremangué mientras salía del cuarto y me pregunté si las habitaciones no tenían llave con las que poder cerrar y dejar mis cosas dentro. Tuve un extraño miedo de que alguien entrase en mi cuarto a curiosear entre mis pertenencias con un malicioso interés. Pero descarté ese miedo rápidamente.

Cuando me interné por la puerta al otro lado de las escaleras me encontré en un par de pasos en una amplia cocina. Con una gran mesa central alargada donde presupuse que comeríamos y con toda la pared contraria como encimera sobre la que cocinaríamos. Había una pica de metal y varios fuegos de gas. En la pared contraria se distribuían una alacena y varios armarios con loza. Una puerta, justo enfrente de por la que yo había salido, daba al jardín. Un jardín algo más descuidado que el terreno por el que habíamos aparecido con el coche. Presupuse que por allí no pasearía la Señora “Víbora”

Mis pasos irrumpieron en una conversación que se mantenía en la cocina entre un hombre de mediana edad y una mujer de la misma quinta. Ella se lavaba las manos en la pica, o algo estaba maniobrando debajo del chorro de agua y el hombre, sentado de espaldas a la mesa, le estaba intentando molestar con comentarios extraños, dentro de un contexto del que yo no era partícipe. Ella le amenaza con mojarle con el agua de la pica y él la chinchaba aún más. Al poco me cercioré de que perfectamente podían ser un matrimonio, y no estaba equivocada.

—¡Jovencita! —exclamó el hombre, al volverse con el sonido de mis pasos. Se sorprendió al verme allí, pero aún más al no reconocerme en absoluto. La cocinera, o quien supuse que lo era, se volvió a mí con aún más énfasis que el hombre—. Ramona, se ha perdido esta muchacha. ¿De dónde has salido? —Sabía que me estaba tomando el pelo y no pude evitar sonreír, igual que sonreía la cocinera. Pero al mismo tiempo se limpiaba las manos con un paño y le azotaba al hombre para que dejase de bromear.

—¡No le hagas ni caso, criatura! —Me defendió—. El ama nos dijo que vendrías hoy. Ya comenzaba a hacer la cena. Vamos, coge un cuchillo y ponte con esas verduras. Pícalas bien. Hay que pasarlas luego por la batidora. Y ponte este delantal. —Me señaló con la mirada una tabla de madera con un chuchillo sobre ella y al lado unas frutas peladas y lavadas. Rescató también un delantal que permanecía colgado de un gancho en la pared junto con otros dos.

—¡Acaba de llegar, por el amor de Dios, Ramona! —Saltó el hombre, pero yo ya me estaba volviendo a arremangar para lavarme las manos antes de manejar la comida—. ¡Ni presentarse le has dejado!

Rescaté el delantal blanco y lo extendí delante de mis ojos. Me quedaría holgado pero no tenía alternativa. Introduje el cuello por la abertura y anudé los cordeles alrededor de mi cintura.

—Ya tendremos tiempo durante la hora de la cena. —Me golpeó la espalda con una mano gruesa y callosa—. Si queremos cenar más nos vale que nos pongamos manos a la obra. Hoy estamos solo tú y yo en la cocina. El resto de mozas están acondicionando las habitaciones de los jornaleros. Después de toda la primavera sin tocarse deben estar llenas de porquería.

—¡Dale al menos algo de beber!

Mientras comenzaba a cortar las verduras miré al hombre allí sentado con un brazo apoyado sobre la mesa y en el extremo de la mano, como una protuberancia de sus dedos, una copa de vino a medio terminar se zarandeaba de un lado a otro. No parecía borracho, sin embargo. Solo se estaba tomando un refrigerio. La frente estaba completamente perlada de sudor. No me quería imaginar en qué habría estado trabajando. Ramona apareció por mi lado. Al sentir como me golpeaba la cadera me di cuenta de que era bastante gruesa y mientras me hablaba, parecía discutir entre palabra y palabra con su marido.

—Déjanos trabajar, Belmont. O de lo contrario no te serviré una sola gotita de vino en toda la cena. —El hombre palideció con semejante amenaza y levantó las manos en señal de rendición. Cuando apuró la copa de vino se levantó de la mesa y salió con paso lento hacia el exterior, intentando hacer tiempo de alguna manera hasta la hora de la cena. Puso sus manos a la espalda, en la zona de los riñones, y profirió un gruñido gutural. Se estaba desperezando—. Mi marido es un poco holgazán pero cuida muy bien de las muchachas. Es como un padre para ellas.

Yo no tenía intención de sustituir a mi padre ni tampoco carecía de una figura paterna. Ni siquiera la necesitaba. Pero me consoló saber que al menos no sería un estorbo o un problema a mayores.

—Me imagino que no es la primera vez que coges un cuchillo. —Me dijo, asomándose al plato sobre el que iba dejando las verduras.

—No, señora.

—¡Señora! —Me recriminó mientras me golpeaba nuevamente con la cadera de forma accidental, yendo de un lado a otro—. En esta casa solo hay una señora, y es Schwarz. Aquí la llamamos así, nunca por su nombre. ¿Entendido? Y si te encuentras con ella no te dirijas…

—Sí, ya me explicaron el protocolo antes de entrar. —Le corté con media sonrisa hastiada y ella me sonrió agradecida de no tener que soltar una retahíla de normas.

—Ya veo que estás enterada de como se hacen las cosas aquí. —Me golpeó nuevamente entre los omoplatos, esta vez de forma más suave y maternal, pero con una sonrisa pícara. Ella sí podría ser mi madre aquí, si quisiese.


Durante ese tiempo que estuvimos haciendo la cena no paraba de entrar una brisa cálida y a la vez cargada del olor acumulado de la vegetación exterior. De vez en cuando el bajo de mi vestido se revolvía, al igual que el de la falda de Ramona. Sin que me diese el sol podía sentir la calidad de este, llevado por el aire, transportado hasta rozar mi piel. La cocinera y yo hablamos animadamente y me explicó cuales serían mis tareas. Dejó bien claro que estaba bajo su mando, por lo menos en las horas en que estuviese trabajando. No debía desobedecerla y mucho menos cometer infracciones porque ella cargaría con la responsabilidad frente a la Señora. Nuestras jornadas serían sin embargo similares. Nos levantaríamos a las seis de la mañana y realizaríamos el desayuno, tanto para nosotras dos como para el resto de trabajadores de la finca. Los recolectores se levantaban mucho antes, me contaba, sobre las cuatro y media o cinco de la mañana para aprovechas las horas frescas de la noche y recoger temprano la uva. De lo contrario el intenso de la jornada laboral les llegaría sobre medio día y podrían sufrir una insolación. Ellos tenían en su propia parcela las disposiciones necesarias para un desayuno. Cuando nosotras hubiésemos desayunado nos dispondríamos a recibir los diferentes encargos que llegasen a la casa a primera hora de la mañana, como al lechero, al panadero, los repartidores de carne o fruta y verdura. Ella tenía apuntado en un pequeño calendario semanal a qué  hora y qué día llegaban cada uno de ellos. A parte de uvas, nuestros terrenos también tenían algunas pequeñas zonas sembradas con pimientos, limones, calabacines, lechugas, ciruelas, entre otras cosas. Durante las horas previas a la comida trabajaríamos en el huerto si fuera necesario y después nos dispondríamos a realizar la comida, teniendo en cuenta que sería no solo para los trabajadores de la casa sino también para los jornaleros. Ellos comían antes, sobre las dos de la tarde. Y después una vez servidos, nosotros. Habríamos de desplazarnos hasta sus instalaciones para servirles la comida y después recoger los enseres a la vuelta. Por la tarde tendría un espacio libre entre las cuatro y las seis que aprovecharía para mis quehaceres y después ayudaría en las labores de la cena.

Después de la cena y tras limpiar a fondo la cocina podría volver a apropiarme del tiempo que sobraba del día. Pero como me dijo entre risas apenas tendría ganas de hacer nada para entonces.

 



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