VENDIMIA - Capítulo 1

 CAPÍTULO 1 - Un comienzo


1983.

Ciudad de Colmar. Región vinícola de Alsace, Francia. Cerca de la frontera con Alemania y Suiza.

 

Me sentí triste cuando mi padre me dijo que rodearíamos la ciudad para llegar al destino. Tenía la esperanza de al menos poder disfrutar de las vistas de una ciudad que para mí era una fantasía, creada a partir de la imagen implantada en mi memoria a través del recuerdo de mi padre.

—Llegaremos antes si rodeamos Colmar. —Dijo sin mirarme, concentrado por completo en la carretera de tierra que se extendía a lo largo de la inmensidad que veíamos—. Para llegar a la viña de la Señora hay que ir por los caminos.

Ni siquiera pude ver la ciudad de lejos, o asomada al borde de una colina. Nada.

—Tendríamos que desviarnos del camino, y hacer más kilómetros. —Eso parecía ser excusa suficiente, a pesar de que teníamos todo el tiempo del mundo y tal vez durante mi estancia en la viña de Alsace no tuviese oportunidad de visitarla.

Mi padre me la había descrito con tanta ilusión durante los últimos años y con descripciones tan llamativas y exóticas que para mí era toda una experiencia poder visitarla, y formar parte de esos recuerdos de mi padre, como un nuevo edificio construido en su mente. La próxima vez que hablase de la ciudad me incluiría en sus descripciones y así entonces podría vivir para siempre en esos recuerdos de su juventud, que con el paso del tiempo cada vez valoraba más. No tendríamos la oportunidad y eso me lleno de una enorme decepción.

Condujimos desde entonces en silencio, forzando de vez en cuando alguna que otra palabra para hacer el recorrido algo menos tenso. Mi padre sabía que no era de mi agrado el trabajo al que me estaba encomendando pero tampoco yo iba a negarme, pues necesitábamos el dinero y en casa los gastos aumentaban pero el dinero ya no entraba con tanta fluidez como lo hacía antes. Los caminos de tierra separaban a un lado y a otro los terrenos de cultivo y las pequeñas poblaciones de campesinos que aparecían esporádicamente como pequeños cúmulos de hongos anaranjados a lo lejos, entre las subidas y bajadas del terreno. Nosotros los veíamos a duras penas a causa del remolino de polvo que formaban las ruedas sobre el terreno y los frondosos árboles que de vez en cuando se empeñaban en cortarnos toda visión del paisaje. Eran hermosos igual, mi padre insistía con su optimismo fuera de lugar, solo para complacerme. Son también parte de la naturaleza, decía.

Hastiada del calor que había estado tostando el coche desde hacía más de media hora, bajé la ventanilla para que el viento causado por la velocidad me revolviese el cabello. Al poco tiempo me arrepentí, pues se me acabaría enredando. El aire aplacó por un rato el calor pero a mi padre le molestaba el ruido que hacía el viento al entrar al interior del coche así que me obligó a subir la ventanilla y en compensación puso un casete de música. Aun así, era música que le gustaba a él, no a mí. Por lo que tampoco eso me satisfacía.

—¿Qué crees que estará haciendo tu madre ahora en casa? —Me preguntó divertido, y yo no supe qué contestarle más que con un encogimiento de hombros—. Seguro que se habrá puesto a limpiar. Siempre está limpiando. –Yo no contesté.

No dijimos nada más hasta que no vimos aparecer los terrenos de los viñedos a los lejos. Entonces su mente se llenó de recuerdos y de sensaciones ya olvidadas. Como quien se muda de cuidad y al regresar a su antiguo hogar comienza a caminar por las calles de su niñez fijándose en cómo cada detalle le devuelve poco a poco a un pasado tan vívido que es capaz de hacerle creer que vuelve a ser joven. Sus ojos brillaron y comenzó a señalar a un lado y a otro del camino diciendo lo mucho que habían cambiado algunas cosas y lo similares que eran otras tantas. De vez en cuando parecía desubicado y a los pocos kilómetros volvía a entusiasmarse y reconocerse dentro de ese espacio. Cuando comprendió que yo no compartía su entusiasmo cesó en intentar compartir conmigo su añoranza y pasó a un tono más serio. Sabía que estábamos llegando al final del camino y quería asegurarse de que yo había entendido cual sería mi papel durante los siguientes meses.

—Tienes que ser obediente, ¿eh? —Me recordó con algo de pena, como si sintiese la despedida ya muy pronta—. Y hacer todo lo que el ama de llaves te diga. ¿Oíste?

—Sí, padre. —Le dije con un deje aburrido—. ¿Nos recibirá la Víbora? —Así llamábamos, o al menos así llamaba mi padre, a la dueña de los viñedos.

—¡No se te ocurra llamarla así! Eso es algo entre nosotros. Así es como yo le digo, pero que no se te ocurra soltarlo allí…

—Sí, sí… —Suspiré—. ¿Nos recibirá ella?

—No. —Se sonríe mientras con una soñadora mirada hacia la carretera suspira—. En todo el tiempo que trabajé allí, apenas si la vi un par de veces.

—¿Ni siquiera saldrá para recibirme? —Pregunté, ofendida.

—No eres la reina de Inglaterra. Y ni siquiera creo que a ella la recibiese.

—Vaya… —Murmuré.

Mi padre trabajó en los viñedos de Alsace cuando tenía 30 años, cuando yo era muy pequeña, y a pesar de que estuvo allí en la época de las vendimias al menos 6 o 7 años, apenas vio un par de veces a la Señora de los terrenos. Cuando me hablaba de ella siempre lo hacía con un tono despectivo y rencoroso, casi misterioso algunas veces. Llegué a pensar que aquella Señora sería un ser mitológico que se apareciese a los pueblerinos de quintas a brevas como llamada por la luz de la luna o el ardor de una hoguera. A veces mi padre se refería a ella como “La bruja”, “La mujer de negro” “La buida” pero normalmente como “La Víbora” en referencia a una mirada que podía indicarte que saltaría sobre tu cuello con colmillos afilados y el veneno goteando de ellos. Tan terrible parecía ser, pero yo estaba segura de que no sería más que la fantasiosa mente de mi padre haciendo de las suyas, invocando muertos donde solo había moribundos y dotando de un carácter mucho más fiero a una persona que sin duda podría tratarse de una mujer ocupada o algo difícil al trato. Nada más. Yo no creía en las supersticiones en que mi padre basaba su vida, pero pronto cambiaría de parecer.

—Es una mujer muy ociosa, ya lo verás. Seguro que la excusan por cosas de trabajo, pero tiene administradores de finca, abogados, un ama de llaves estupenda y buenos recolectores. Todo se lo dan hecho a la Señora. —Soltó, casi escupió, con una entonación envidiosa que no me pasó desapercibida—. Tiene terrenos suficientes como para venderlos e irse a vivir a una mansión. ¡Aunque ya vive en una! Ya verás el caserío donde viven. Bueno, tú vivirás en él. Ya lo verás… ya verás… —Pareció recaer en algo, sobresaltándose—. ¡No te dirijas a ella si no se dirige ella a ti primero!

—Ya me hago una idea… —Dije consciente de la distancia que nos separaba a ambas.

—Y al resto de trabajadores trátalos con respeto. ¡No se te ocurra ser maleducada! —Me advertía porque sabía de qué era yo capaz.

—Sí, lo sé.

—Si te portas bien y eres trabajadora, tal vez te contraten en la vendimia del año que viene. ¡No te arrejuntes con los recolectores! —Me dijo, esta vez con el ceño fruncido—. Les harás la comida, les servirás, pero no se te ocurra tener trato con ellos. Son gitanos.

—Que sí… —Suspiré, apoyando el codo en la ventanilla y con la barbilla sobre la mano asentí.

—Debes entender que nos están haciendo un favor muy grande al contratarte como ayuda para las labores de la vendimia. ¡Es todo un favor!

Mi padre trabajó allí hasta que tuvo en Dijon un accidente como peón de obra y se dañó la espalda, dejándolo postrado en cama durante meses y sin poder desde entonces curvar del todo la espalda, por no hablar de pasarse horas encorvado recogiendo uvas. Ese trabajo se acabó. A falta de dinero no le quedó más remedio que tirar de viejos contactos, en este caso el ama de llaves de la finca a la que nos conducíamos, y preguntar si necesitaban dos manos de una mujer joven para las tareas domésticas. Primero recibió una negativa, pero dos semanas después recibimos de ellos una llamada informando que a finales de agosto necesitarían alguien a quien encargarle las tareas de la cocina, pues una de las muchachas que se encargaba de las tareas había quedado embarazada y tenía precipitados planes de boda. Sin más detalles anunciaron que la plaza estaba vacante pero que no serían más que dos meses. Dos semanas en agosto, el mes de septiembre y dos semanas de octubre. El mismo tiempo que los vendimiadores estuviesen recogiendo la uva. Alguien tenía que alimentarlos y la cocinera sola no daría abasto.

El casete saltó de canción y comenzaron los primero acordes de la canción Tous les garçons et les filles de Françoise Hardy. Un casete de recopilación de grandes éxitos de los 60. Con un murmullo seguí el ritmo de la canción mientras meneaba la cabeza de un lado a otro. Solo recuerdo esa canción de todas las que escuchamos durante el viaje, y esa sería desde entonces la banda sonora que acompañaría ese recuerdo, al igual que el primer día de mi viaje. En realidad, la banda sonora de aquellos meses. Me pregunto ahora cuál será la banda sonora de mi padre que endulzase aquellos años de su juventud. Mientras la escuchaba deseaba que la canción terminase cuanto antes aunque me gustase, deseaba que no hubiese buenos momentos o sensaciones durante el camino que acompañasen mi melancolía, porque eso significaría que después me acordaría de aquel instante y tal vez me pusiese a llorar mientras me encontraba tan lejos de casa, sin posibilidad de regresar.

—Los domingos te llamaremos. Y te enviaremos cartas. Prometido. —Se despedía mi padre, antes de tiempo—. No hagas enfadar a la ama de llaves. Te pegará una bofetada antes de que puedas avecinarlo. ¡Y tampoco a la cocinera, Ramona! Esa sí que te azotará con una espumadera. —Intentaba hacerme reír—. Y cuidado con los gitanos. —Volvió a advertirme.

—Que sí. Que ya lo has dicho…


...


A medida que nos internábamos en los viñedos que correspondían a “La Víbora” los terrenos estaban formados por hileras e hileras de arbustos cargados de racimos de uvas tempranas. Los terrenos podían ascender o descender, formando curvaturas en el horizonte pero las hileras se adaptaban perfectamente a esos relieves extendiéndose hasta la infinidad. Agradecí profundamente que mi trabajo no tuviese que ver directamente con la recogida de la uva, o de lo contrario me hubiera desmayado. La tarde comenzaba a caer y poco a poco el sol descendía bajando a su vez la temperatura del ambiente. Aun estamos en pleno verano, pero en medio del campo el frío se hacía más llamativo y con la desaparición total del sol echaría en falta algo que echarme sobre los hombros. Mientras tanto el calor del coche aún era suficiente refugio y cuando llegamos a la puerta de la masía el sol aún tardaría un par de horas en ocultarse.



Cuando paramos allí nuestro Peugeot 504 azul cielo las pocas personas que estaban alrededor de la entrada se nos quedaron mirando y algunos desde lejos nos saludaron con el movimiento de una mano. El motor emitió un gemido lastimero cuando se apagó, como un suspiro de cansancio después del largo viaje y dejó de vibrar para quedarse allí plantado entre los guijarros. A través de la luna divisé la entrada de la masía. Era mucho más grande de lo que me habría imagino y lo único que pude ver a través del cristal fue la entrada: un muro de al menos tres metros de alto, con una escalera a cada lado y la puerta situada al otro lado de lo alto del muro. Desde aquella entrada al final de las escaleras nos divisó una anciana con traje gris y el pelo del mismo tono plateado recogido en una coleta. Al vernos se volvió hacia dentro y desapareció por las puertas abiertas de la masía. Hablaba con una chica de más o menos mi edad que tras que la primera desapareciese dentro, la segunda bajó las escaleras más alejadas de nosotros y desapareció también, dando la vuelta a la casa. Un mozo no nos quitó ojo desde detrás de unos árboles que se arremolinaban a varios metros frente a la entrada. Allí a lo lejos divisé un columpio que parecía que nadie usaba, y en dirección a donde había desaparecido la chica, tres mesas blancas y ocho sillas, repartidas. Algunas parecían bien colocadas, y otras como si alguien se hubiese levantado a prisa, dejándolas más alejadas del conjunto que las demás. Encima de una de las mesas me pareció ver un cenicero de cristal y un periódico.



Cuando salimos del coche el olor a césped recién cortado me golpeó el rostro, hasta el punto en que fruncí el ceño y arrugué la nariz, sorprendida. Después comencé a notar la presencia de otros olores, como la tierra húmeda, el calor manando del suelo y las uvas, muy a lo lejos. El mozo seguía mirándonos y yo le dirigí una seria expresión, retándole a que me sostuviese la mirada. Rápido se levantó de donde estaba sentado arrancando hierba con las manos y desapareció por alguna parte. Se acobardó, o tal vez se sintió incómodo. Mi padre apareció a mi lado para sostenerme un hombro con su mano mientras me miraba de arriba abajo, comprobando que estaba en las condiciones ideales para presentarme. Pareció contrariado y sujetándome una mano recorrió con sus ojos cada uno de mis dedos. Tenía las yemas y parte del interior de los dedos manchados de pintura verde. Chasqueó la lengua y se contuvo para no golpearme los dedos. Con ganas se quedó. Yo me sonríe para mis adentros.

—Espero que no hayas traído tus pinturas. No has venido de vacaciones. —Me advirtió con una severa mirada.

—No. —Mentí. Igualmente no me creyó.

Ante la idea de que me hubiese manchado también la ropa me revisó más a conciencia. Yo llevaba el pelo suelto, recogido el flequillo con una horquilla, cosa completamente innecesaria porque no era capaz de atraparlo por completo, de lo corto que era y tampoco es que me quedase bien. Aquella espantosa horquilla me hacía un flaco favor, mostrando mi frente en exceso. Mi padre me agarró del brazo y me dio media vuelta para ver que mi vestido no estuviese manchado. Un vestido negro con grandes flores coloridas. A él no le gustaba, pero era cómodo. Con un asentimiento de cabeza me soltó el brazo y me condujo hasta la entrada con el brazo a través de mis hombros.

Cuando subimos las escaleras sentí que realmente ya no habría retorno en todo este asunto. Fue justo en ese momento en que pude darme cuenta de que la realidad se había materializado a mi alrededor y ya no podía deshacer el camino trazado hasta ese momento. Mi presencia en aquella casa los próximos meses sería una certeza, y me sentí súbitamente agobiada. Mi padre contuvo mi expresión con una sonrisa en mi dirección. Yo se la devolví.

La puerta daba a un gran recibidor con un espejo cubriendo la pared izquierda y una extensa consola a mano derecha. Este improvisado pasillo se abría a un espacio redondeado, con unas escaleras hacia la derecha, un amplio ventanal justo enfrente y la parte izquierda quedaba completamente fuera de mi vista. Me hubiera gustado recorrerme cada pequeña parte de la casa como un ratoncillo buscando el mejor agujero donde instalarme. Pero de nuevo me contuvo mi padre con su mano sobre mi hombro. La anciana que habíamos visto anteriormente nos esperaba apoyada en la consola. De cerca no parecía tan mayor como me habría supuesto por su pelo plateado. Su rostro no contenía tantas arrugas y su mirada era vívida y nerviosa. Me arrepentí de haberle puesto más años de los que realmente debía tener.

—Buenas tardes. Señor Mendoza, cuánto tiempo ha pasado. Me alegro de que volvamos a vernos. —Ella sola se puso 20 años más, pensé de repente, con ese tono de voz tan frío y distante. Parecía salido de ultratumba—. ¿Esta es la jovencita que nos ha recomendado?

—Esta es, mi hija Anabella. ¡Extremadamente obediente y trabajadora! —Estuve a punto de carcajearme—. No tendrán ningún problema con ella y si algo sucediese, pueden castigarla como crean conveniente. ¡Si tiene que ir a vendimiar como los demás, llévenla! —Exageró mi padre para acentuar su compromiso conmigo y el ama de llaves, o quien supuse que sería, esbozó una escueta media sonrisa algo disgustada con el tono de mi padre. Yo ni siquiera sonreí. Me entretuve buscando en ella alguna mota de color más allá de su pintalabios rosáceo. Nada. Incluso su piel tenía un desagradable tono grisáceo. Su cabello, su traje. ¡La dama de Gris! Listo, ya no me molestaría en aprenderme su nombre. Aunque no tardó en presentarse ante mí.

—Buenas, señorita. —Me extendió la mano y yo se la estreché—. Yo soy Agnes, el ama de llaves. Seguro que nos llevaremos bien. —Dijo esto mirando a mi padre—. Yo me encargo de la administración de la finca, así como de comunicar todo tipo de quejas a la Señora Schwarz. —“La Víbora”, pensé—. Pero si tienes alguna pregunta en lo que respecta a tu trabajo, estás al cargo de la cocinera Ramona. Ella te indicará tu horario, los turnos de las comidas, y bueno… todo lo demás. —Ella se fijó en que yo no paraba de mirar alrededor, inquieta por todos los detalles de la casa—. Dormirás aquí, en el cortijo, al igual que los trabajadores de la finca. Los vendimiadores duermen en una casa de labor, bajando el camino hasta los cultivos. —Mi padre asintió, ya me lo había explicado él antes—. Irás de un lado a otro para hacer la comida. No hay más que una cocinera y tres ayudantes, contigo cuatro. Los jornaleros tienen que comer, pero nosotros también. Además, una de las ayudantes, Cosette, es también la “dama de compañía” de la señora. —Dijo con sorna, exagerando su puesto—. Aunque en esa labor se invierte poco tiempo. A la Señora no le gusta tener a nadie revoloteando alrededor mucho tiempo. ¡En fin! —La conversación, o más bien el monólogo, tocaba a su fin—. Ya conoces las condiciones de tu contrato, las horas, tu sueldo y los días libres. De lunes a sábado, domingos libres. Nada de molestar a la Señora bajo ninguna circunstancia, si desobedeces los mandados de la cocinera serás reprendida y si una mala conducta se repite en varias ocasiones, regresas a casa en un santiamén.

—Sí, señora. —Asentí energéticamente. Me pregunté si me soltaría el mismo discurso que mi padre me había repetido cien veces en el coche.

—Puedes pasear a placer por los terrenos de la finca, no así como por los terrenos de viñedos. Quedan un tanto lejos así que no tienes por qué molestarte en ir hasta allí a no ser que sea un mandado. Aunque de atender a los jornaleros se encarga el capataz. No te recomiendo que te pasees por la casa si no es indispensable y no tienes permitido el paso a las habitaciones privadas de la señora, así como del resto de los compañeros. Comerás en los horarios con todos los demás en las cocinas y si tienes algún problema con algún compañero, tienes que decírmelo de inmediato. Yo pondré remedio a lo que sea. —Dio una pequeña palmadita y me señaló la puerta por la que habíamos entrado—. Si no tienes ninguna pregunta puedes subir tus maletas, te enseñaré tu habitación y podrás instalarte.

 


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