VENDIMIA - Capítulo 12
Capítulo 12 — Formar parte de algo
Hoy en día
siguen rondándome en la mente las palabras que Cosette me dijo aquél día en
respecto a no invadir el terreno de la otra. En ese momento estaba muy conforme
con ella y estaba más que segura de que así permaneceríamos largo tiempo, por
lo menos hasta el final de mi estancia allí. No había una mano superior capaz
de truncar nuestra suerte y disponernos de manera diferente dentro de aquella
casa. O al menos yo no la veía. A mí me habían contratado como ayudante en la cocina
y punto, aquel era el límite de mi deber. Pero claro que había una mano por
encima de nosotras que nos movería como peones sobre un tablero. La reina
caería y nosotras debíamos seguir adelante. Ella, como torre protectora se
volvería a su esquina. Y yo, creyéndome peón, estaba a punto de llegar el
extremo del tablero y convertirme en algo mucho mejor.
Pasados unos
días, a mediados de la semana siguiente, más o menos el 6 de septiembre, yo
regresaba de mi descanso después de haber estado charlando con Alejandro para
encontrar el ambiente un poco revuelto dentro de la finca. No había nadie en la
zona del porche y la cocina también estaba desierta. Yo me asusté sobremanera y
me conduje directamente a la parte delantera de la casa de donde procedía un extraño
murmullo de voces. Allí encontré a Ramona y María lagrimeando, nerviosas,
hablando entre ellas con expresiones rotas de preocupación y gesticulando como
si estuviesen intentando recrear algo.
—¡Debió haberla
protegido Dios! —Decía Ramona agarrándose a las manos de María que de vez en
cuando temblaba de puro susto—. ¡Seguro que está bien, María, no tienes que
preocuparte más! —Sin embargo era ella la que más afectada estaba.
Dentro de la
casona Agnes hablaba a través de un teléfono en el recibidor y al verla tanto o
más preocupada que Ramona entonces sí que me sobrecogió el miedo. Tragué en
seco y seguí avanzando hasta encontrarme con el rostro de Maurice que, sentado
en las escaleras, levantó la mirada lastimera en mi dirección y me pidió que me
acercase a él. Sin embargo antes de llegar hasta donde estaba sentado Ramona
recayó en mí y me levantó la mano para golpearme el brazo.
—¡Niña! ¿Se
puede saber dónde estabas?
—¡Ay! —Me quejé
frotándome el brazo, sin embargo ya supe antes de que se disculpase que no me
había golpeado por algo malo que hubiese hecho, sino por su estado de nervios.
—Te hemos estado
buscando por todas partes. ¿No sabes lo que ha pasado?
—¿Quién ha
muerto? —Le pregunté, y creo que se pensó que lo había dicho en broma porque me
amenazó con volver a golpearme pero su cara de susto no reflejaba otra
desgracia—. ¿Ha pasado algo?
—La señora, mi
niña. ¡La señora ha tenido un accidente de coche! —Cuando dijo aquello mi
primer impulso fue mirar en la dirección en la que había visto antes el coche
negro aparcado, pero ya no estaba. En su lugar había un Citroën de color
plateado. Pensé inmediatamente en Agnes. Alejando aún más la vista me percaté
de que había más personas alrededor pero no había recaído en ellas. El capataz
hablaba con un policía que había venido seguramente a avisarnos de lo sucedido
y Cosette y María escuchaban la conversación atentas. Bella se mantuvo en el
umbral de la puerta de la casona, atendiendo a Agnes en caso de necesitarlo. Yo
sentí un tremendo susto al oír a Ramona pero al mismo tiempo me temí que sus
estados de nerviosismo no fuesen más que una exageración prematura.
—¿Dónde está?
—Le pregunté, pero no supo de quién hablaba—. La señora.
—¿Dónde va a
estar? En el hospital de Colmar. Agnes está llamando para enterarse de su
estado. Aún no sabemos nada.
—Pues no
alarmarse. Tenía un buen coche, seguro que aguantó cualquier desastre y ella
estará bien. —Yo misma intentaba lidiar con mis emociones pero no dramaticé,
algo que ellas tomaron por insensibilidad. Claro está, yo apenas había estado
allí tres semanas y no había podido establecer ningún vínculo con la señora. Me
sorprendió que ellas sí.
—Agnes irá de
inmediato al hospital, para atenderla. ¡Dios santo!
Pasados unos
minutos acabé por despegarme de Ramona y me senté al lado de Maurice que
lagrimeaba en silencio algo aturdido. Me recibió de buen grado y yo pasé mi
brazo por sus hombros.
—Bueno, bueno…
—Le dije, sabiendo que nada que le pudiese decir le calmaría.
Cuando Belmont
terminó de hablar con los policías y estos se marcharon regresó a nuestro lado
para contarnos lo sucedido. Al parecer la señora había tenido un accidente
aquella tarde según regresaba del pueblo. Un turista se había despistado y
chocó de lado con el coche de la señora. No parecía que los policías le
hubiesen dado demasiadas buenas noticas. Cuando la ambulancia llegó la Señora
estaba inconsciente dentro del coche pero no estaba herida de gravedad.
Intentaron despertarla y no fue hasta que estuvo dentro de la ambulancia que no
lo consiguieron. Tenía un fuerte golpe en la cabeza. Eso era probablemente el
mayor daño que le había visto en el momento. No podía mover el brazo y la
pierna, del lado del que había sido golpeado el coche.
Aquellas
noticias no parecían calmar el estado de nadie, incluso yo al saberlas me sentí
algo más derrotada. Sabíamos todos que un accidente de coche podía ser mortal
pero aquellas nuevas no parecían del todo alentadoras. Calmaban un poco el
estado de incertidumbre en que estábamos pero poco más. Ana se acercó a Maurice
y a mí y trató también de unirse a nosotros pero yo la dejé allí con el
muchacho y bajé las escaleras para hablar con Belmont.
—¿Han detenido
al turismo?
—Dicen que se
dio a la fuga pero lo encontraron varios kilómetros más adelante. Tenía parte
del chasis destrozado.
—¿Cómo
deberíamos proceder ahora? —Le pregunté, intentando no fruncir demasiado el
ceño y parecer dispuesta a colaborar. Mi rostro reflejaba una profunda
preocupación.
—Como si no
pasase nada. —Se adelantó Ramona, limpiándose las lágrimas del rostro y
recobrando algo de coraje—. La Señora estará bien y cuando regrese seguro que
quiere encontrar todo tal como lo dejó. Haremos lo posible para que su regreso
sea agradable.
—Eso si regresa.
—Dijo Cosette de fondo pero todos la oímos. Ramona la fulminó con la mirada,
pero fue María quien la reprendió por aquello con duras palabras. Belmont
volvió a decir algo pero en ese momento bajaba a prisa Agnes por las escaleras
en dirección al coche, pero al vernos allí parados nos dio explicaciones.
—Iré de
inmediato al hospital. Ya la han ingresado. Parece que se recuperará pero no
está en muy buen estado. Se dislocó el hombro, y también tiene una pequeña fractura
en la cadera y el tobillo. El golpe de la cabeza es lo que más les preocupa a
los médicos, pero parece que no fue más que eso, un golpe. Pasará varios días
allí, así que me marcho. —Las palabras se le agolparon en la boca y a medida
que las iba soltando nosotros cambiamos de expresión, de preocupada a sosegada
y después de nuevo de vuelta a la angustia.
Después de que
su coche se marchase todos nos quedamos en silencio viendo como el polvo que se
había levantado con las ruedas se posaba de nuevo en el suelo. Lo hicimos con
una única sensación de disgusto invadiéndonos a todos. La reina había caído,
pero se repondría. Por mucho que nos esforzamos en seguir haciendo como si nada
y mantenernos en nuestros puestos, poco duraría la estabilidad en aquella
finca. Habría de esperar a finales de aquella semana para poder presenciar
aquello, pero mientras tanto, nuestras obligaciones continuaban como cada día.
…
Durante el resto
de la tarde de aquél día la casa se vio sometida a un silencio casi monacal.
Mientras me paseaba por los pasillos de las instalaciones o a través de los
exteriores podía sentir como nos había golpeado a todos el mismo mazo, e iba
encontrándome por aquí y por allá al resto de trabajadores con las mismas
expresiones de disgusto y ese aire fantasmagórico que los arrastraba de un lado
a otro de la casa como almas en pena. Para distraerme acabé por esconderme en
la cocina, pero al parecer el resto acabó por tener la misma idea que yo y
mucho antes de que estuviese la cena lista allí estábamos todos reunidos, como
esperando que reuniéndonos llegásemos a un consenso en algún asunto, o tal vez
con la intención de aunar nuestras emociones y no sentirnos tan solitarios.
De repente, allí
reunidos frente a la mesa de la cocina se me viene a la imagen un óleo en el
que colaboré a pintar, una copia del óleo de Francisco Pradilla donde aparece
Juana I de Castilla frente al féretro de su esposo Felipe I el hermoso, ya
muerto. Era uno de los primeros cuadros
en que había colaborado, cuando apenas tenía dieciséis años, pero recuerdo
perfectamente haberme dedicado durante días a dar las primeras bases de color,
así como posteriormente los detalles del féretro y las velas a su lado. Cuando
pensaba en él no podía evitar recordar aquellos primeros meses de trabajo, pero
al mismo tiempo mayor que aquello era el sobrecogimiento de las emociones que
aquella escena transmitía. No era paz, aunque quisiese parecerlo en un primer
momento. Era inquietud y sufrimiento. La pérdida total de esperanza y la
sumisión a la locura que la protagonista experimentaría los años posteriores.
Aquella reunión
en la cocina me recordó la imagen de aquel óleo por los rostros allí reunidos,
abatidos y desesperanzados. Creo que si nos hubiésemos muerto alguno de
nosotros no se hubiesen visto mayores muestras de preocupación, pero creí ver
en las muecas de aquellos algo más que preocupación fraternal. De seguro se
estarían preocupando también por cómo sufriría su puesto de trabajo, en el caso
de que la Señora falleciese o decidiese hacer cambios a su regreso debido a su
estado. Nadie habló de ello en alto pero de seguro que a todos se les pasó por
la mente. Si se me ocurrió a mí que apenas si me importaba mi estancia allí,
cómo no lo pensarán ellos que algunos llevaban allí más tiempo del que yo
tenía.
Durante la cena
comimos en silencio, no sé si fue un silencio consensuado o alguna superstición
que ellos tuviesen. Pero nadie dijo ninguna palabra más alta que otra y parecía
incluso que se regodeaban en su propia tristeza. Aquella sensación acabó por
agotarme y cuando terminé de cenar y recogimos la cocina, me encerré
directamente en mi cuarto con un terrible dolor de cabeza. Me costó deshacerme
de él y acabé tumbada boca arriba sobre la cama con las luce apagadas y las
cortinas echadas. No terminé de dormirme pero cuando quise darme cuenta pasaban
de las doce de la noche y me había desvelado lo suficiente como para querer
incorporarme y salir a respirar algo de aire. Ni siquiera me había puesto el
pijama aun cuando salí a la cocina a por un vaso de agua y me lo bebí en
silencio. Después de unos minutos bebí otro vaso y algo más despejada salí al
exterior. Todo estaba en absoluto silencio, pero en este caso era un silencio
natural y no forzado. No había tensión en el ambiente y si respiraba con la
suficiente fuerza me cercioraba de que nada fuera de la casona había notado el
trauma que habíamos sufrido. Allá afuera todo seguía igual. Sentí un pequeño
salto o bache en el tiempo, en la continuidad de este, como si me hubiese
desplazado a una dimensión donde el accidente solo hubiese ocurrido en mi
recuerdo y la realidad hubiese continuado su línea como si nada.
Decidí dar un
paseo a través del exterior de la finca en vez de regresar a mi dormitorio a
través de las dependencias de la casa. Primero atravesé el huerto y después
paseé al lado de los limoneros. No pude evitar detenerme un momento bajo ellos
y alzar la mirada en dirección a las habitaciones de la señora. Aquellas
vidrieras me sorprendieron más lúgubres de lo que las recordaba y en aquella
noche de luna menguante apenas se distinguían sus colores. Creí que no volvería
a ver a la Señora allá asomada y al mismo tiempo me imagine que una de las
puertas se abrirían y ella saldría, dando un par de pasos hasta apoyarse sobre
la barandilla y encenderse un cigarrillo. Me tembló el cuerpo al imaginármela y
sin poder sostener por mucho más tiempo aquella mirada continué mi camino.
Cuando llegué al porche me sorprendí al encontrar allí a Maurice sentado en el
mismo borde. Se sorprendió él de igual manera la verme aparecer a través del
camino y cuando estuve a su altura se pasó la mano por el rostro. No supe si
para limpiarse algunas lágrimas o como un acto reflejo del sueño que pudiera
estar invadiéndole.
—¿Qué haces aquí
a estas horas? —Le pregunté, a sabiendas de que él podría preguntarme lo mismo
a mí. Sin embargo no lo hizo.
—No puedo
dormir. —Sonrió en mi dirección con una mueca de tristeza y acabó palmeando el
suelo a un lado de él, para que le acompañase en el desvelo. Pero yo negué con
el rostro y le levanté, sujetándole por el brazo.
—Demos una
vuelta. Si no, despertaremos a los demás.
Él pareció un
poco confundido al principio pero me siguió sin rechistar hacia el camino que
conducía a la Poza. La mayor parte del camino lo hicimos en silencio y temiendo
que de nuevo volviese a tener que lidiar con la presencia de alguien sin hablar
en absoluto intenté abordarle con alguna pregunta estúpida, pero pareció que no
estaba dispuesto a hablar de banalidades. No estaba de ánimo para hablar del tiempo
y tampoco de contarme nada de él, por lo que optamos mantenernos en silencio.
Parecía que estaba esperando a ver a dónde le llevaba pero cuando llegamos al
borde de la poza me senté en el suelo y después me tumbé poca arriba. Él me
imitó y nos aquedamos mirando la luna que decrecía poco a poco. Aún era
hermosa, sin embargo. ¿Cuándo no sería hermosa la luna?
—Se está mejor
de noche. —Le dije—. Hace más fresco.
—¿Has estado
antes aquí de noche? —Yo asentí a su pregunta y levantó un poco el rostro para
mirarme. Pero después decidió volver a tumbarse—. Sí que es verdad. Se está
genial.
—Seguro que no
somos los únicos que no pueden dormir esta noche. No tienes que preocuparte de
nada. Ya verás cómo en unos días regresa y todo sigue igual. Seguirá siendo un
ente que pulula por la casa y que solo se muestra de vez en cuando con su
maravillosa magnanimidad persiguiendo su estela. —Él contuvo una risita.
—¿Eso crees?
¿Crees que es maravillosa?
—¿Tú no lo
crees?
—Sí, claro que
lo creo. Pero la conozco desde siempre.
—Entonces no me
he equivocado presuponiéndolo.
Después de
aquello volvimos a quedarnos en silencio. A los minutos él volvió a hablar.
—Cuéntame algo
sobre ti. No sé nada y parece que no eres de las personas que hablan de sí
mismas a menudo. —Sonreí, pero él no lo vio—. Cualquier cosa, no quiero pensar
en el accidente.
—¿Y qué quieres
saber?
—Cómo son tus
padres, o si tienes amigos en Dijon, o si has tenido novio. O a qué te has
dedicado antes…
—Pues… —Pensé,
intentando mantener en orden los temas sobre los que me había pedido que
hablase—. Mis padres son… eso, padres. Mi padre trabajó aquí hace unos cuantos
años pero después de eso tuvo un problema en la espalda y decidió que no podía
seguir ejerciendo trabajos tan pesados.
—¿Trabajó aquí?
¿Quién? —Preguntó sorprendido de no haber conocido esa información antes.
—Mike. —Le dije,
creyendo que así le conocerían. Así era como todo el mundo le llamaba a pesar
de que se llamaba Michael. No necesité nada más para que Maurice saltase de un
respingo.
—¡Ah! El
ayudante del capataz. ¡Sí que lo conocí!
—Supongo que sí.
—¡Tú eres su
hija! —Algo debió pasarse por su mente que no pudo evitar fruncir el ceño—. ¡El
hombre que te trajo hasta aquí! Apenas lo había reconocido.
—Ha envejecido
desde que dejó el trabajo. Su salud no es la que era. —Le dije—. Y además ha
cogido algo de peso.
—Ni me fijé.
—Soltó decepcionado, dejándose caer sobre la hierba.
—No me quitarste
el ojo de encima. —Le dije, divertida. No pude evitar volver el rostro para ver
su expresión avergonzada—. Normal que no te fijases en él.
—¿Qué más puedes
contarme? —Cambió de tema—. ¿Tu madre también ha trabajado aquí?
—No, mi madre es
maestra en una guardería.
—Hum.
—Y bueno, en
cuanto a mis amigos, sí. Claro que tengo amigos en Dijon.
—¿Cuántos?
—Vaya…
—Suspiré—. Qué pregunta tan complicada. Varios amigos cercanos. Cientos de
conocidos… —También tenía amigos fuera del país, pero eso no se lo dije—.
—¿Alguien digno
de mención? —Preguntó divertido—. ¿Alguna mejor amiga?
—Sí, claro.
Gabriela. —Suspiré, la echaba de menos a ratos—. Fuimos juntas a la escuela y
ahora trabaja como redactora en un periódico satírico de la ciudad.
—Hum. —Pensó
meditabundo pero me daba la sensación de que aquello no le impresionó
demasiado—. ¿Y tú? Me dijiste que eras pintora. ¿Qué pintabas?
—Generalmente
hacía reproducciones de obras clásicas. Pero también colaboré en algunos
retratos que nos encargasen. —Le vi fruncir el ceño—. Trabajé desde los
dieciséis años en un taller con un pintor holandés, y otros dos pintores.
Cuando entré allí los otros dos chicos tenían la edad que yo tengo ahora, más o
menos. —Nunca tuve clara su edad—. Siempre me trataron con mucho cariño, como
una familia que cuida de la pequeña. Aunque de vez en cuando sí que noté desde
alguno de mis compañeros que me hacían de menos por ser mujer. Tuve que ganarme
el respeto de los tres con mis pinturas, e intentando distanciarme a veces de
algunas costumbres femeninas que me habían inculcado desde casa, como sentarme
correctamente o hablar con recato. La convivencia con ellos fue además una
manera de adecuarme a sus costumbres.
—¿Cómo cuáles?
—Fumar, decir
tacos… —Él se rió—. Pero además, también aprendí muy buenos hábitos en el
ámbito de la pintura, así que en cierto modo fue una forma de adaptarme en la
que salí beneficiada. A mi padre nunca le gustó que trabajase ahí. Cierto que
traía buen dinero a casa, pero no le gustaba la persona en la que me estaba
convirtiendo.
—¿Cómo entraste
a trabajar allí?
—El jefe de
aquel taller se llamaba Rudolf Visser y había establecido aquél taller a
principios de los años 70. Tenía la intención de pintar allí con su hijo, pero
este se desentendió rápido de aquel mundo y comenzó a trabajar como músico en
orquestas de bailes tradicionales. En fin. —Suspire—. El pintor por aquella
época no recibía muchos encargos así que impartía clases de pintura por las
tardes a las que yo comencé a asistir a los catorce años. Había muchas otras
chicas de mi edad, incluso mayores, y eso a mi padre no le pareció del todo
mal. Le gustaba ver mis progresos en la pintura y se sentía aliviado al saber
que compartía clase con otras tantas mujeres. Pero cuando pasados dos años el
dueño del taller me propuso trabajar para él mi padre se negó en redondo. Sabía
muy bien que tendría que compartir jornadas de seis u ocho horas diarias con
tres hombres mayores que yo y eso pareció espantarle.
—Que mal…
—Suspiró Maurice y yo me encogí de hombros.
—A mi no me
importó en absoluto. Por mi cuenta acepté el trabajo y asistí allí todos los
días desde que me ofreció el empleo. Cuando mi padre se enteró entró en cólera
pero no me importó tener que lidiar con sus enfados y sus intransigencias. Dijo
que no era adecuado que una niña trabajase en un taller con otros tres hombres.
Habría que tener en cuenta que los dos muchachos que por entonces trabajaban
con el dueño tendrían entre veintitrés y veinticinco años y que el propio dueño
superaría los cincuenta. Pero a mí me parecía un ambiente de lo más agradable y
nunca me sentí realmente en peligro. Creo, en verdad, que lo que a mi padre más
le preocupaba no es que pudiesen hacerme algo malo, sino que me introdujesen en
un mundo de donde luego él no pudiera rescatarme.
—¿Qué clase de
mundo?
—Bueno, ya se
sabe la fama que tienen los pintores. O al menos, así es dentro de la mente de
mi padre. Son personas, al parecer, muy liberales, cercanos a personas de baja
cuna, de mala reputación. Con hábitos de consumo de drogas y esas tonterías… Sí
es cierto que trabajar allí tanto tiempo acabó por inculcarme unos hábitos que
él definirían como poco femeninos, y que dejé de lado parte de la educación que
había recibido en casa. Pero todo fue de forma consciente y en cierto modo,
premeditada.
—A mi me pareces
femenina. —Dijo Maurice, seguro que como forma de intentar sanar el dolor que
mi padre hubiera podido causarme con sus palabras, pero yo negué con el rostro.
—No es necesario
que digas eso. Yo sé muy bien qué soy, y lo que quiero ser. ¿Realmente piensas
que lo soy? Porque yo no me veo como tal. Sin embargo me gusta como soy. Me
gusta mi carácter y me gustan mis hábitos. Es verdad que no soy recatada o
dulce. Pero lo que a mi padre más le impresionó fue que empezase a hablar con
la franqueza con la que lo hace un hombre, y no a ser modesta o modosa como lo
haría una jovencita. Me pasé siete años viendo como nuestro jefe negociaba con
los clientes, nos daba órdenes o consejos y nos adiestraba para que mejorásemos
como pintores. También nos enseñó a colaborar y una vez me hice un hueco allí
entre ellos yo también tenía conocimientos que divulgar y técnicas que mostrar.
Mucha gente suele decir con facilidad que “forma parte de algo” pero uno nunca
sabe realmente lo que eso significaba. No eres parte de algo, ya sea una
familia o un grupo de trabajo, hasta que no quedan definidos tus límites y eres
valorado por tus cualidades en igualdad con los demás. En el momento en que se
me dejó trabajar confiando en mis habilidades comprendí que realmente formaba
parte de algo. Aunque a los demás no les importase o no les gustase.
—¿Cómo eran tus
compañeros?
—El mayor de
ellos se llamaba Daniel. Lo contrataron justo cuando el dueño Visser abrió el
taller. Al parecer lo conocía de antes o era amigo de la familia de este, no lo
sé muy bien. Era muy trabajador y era el mejor retratista que he conocido
nunca. Siempre que llegaba algún encargo de algún retrato era él el que se
ponía manos a la obra. Sabía captar la esencia de la persona en cuestión con
tan solo tres trazos de su pincel. El otro era Paul. Era muy divertido, siempre
estaba haciéndonos reír y también era terriblemente torpe. Se lo deja caer todo
y alguna vez fue amenazado con ser despedido porque estuvo a punto de tirar un
lienzo recién terminado sobre el piso. Aquél día creímos que lo mataríamos.
Pero sus composiciones anatómicas eran inmejorables. Nos dimos cuenta el día
que recibimos el encargo de un cuadro donde se representaba a Ícaro cayendo
después de haber sido alcanzado por el calor del sol… —Me di cuenta de que
Maurice no sabía de qué le estaba hablado—. No importa, el dibujo de un chico
en una postura muy compleja. —Él asintió—. Antes de ponernos a aquello hicimos
varios bocetos de aquel cuadro y cuando todos recaímos en el suyo, tiramos los
nuestros a la basura. Desde entonces se encargó de hacer los desnudos y las
anatomías masculinas. Así como las composiciones más recargadas. ¡Las manos!
Hacia unas manos hermosas.
—¿Es difícil
dibujar manos?
—A mi me parece
una tarea horrible. —Se rió—. El jefe era paisajista. Ya lo era antes de montar
aquel taller y siempre que teníamos que hacer algún paisaje o el fondo de algún
cuadro se lo dejábamos a él. Era la forma de captar las nubes, o el degradado de
los cielos. No tengo ni idea. Un día tuvimos el encargo de copiar el cuadro de
un naufragio, —hablaba del cuadro de Willian Tuner, realizado en 1805—, y no sé
cómo lo consiguió, pero creí ver como las olas arrasaban por ellas mismas aquel
barco que yo pinté. Me estremecí al verlo finalizado.
—¿Y tú de qué te
encargabas?
—De todo lo
demás. —Suspire—. Pero sobre todo de los detalles finales, así como de los
primeros bocetos de color. Me dedicaba a todo y a nada a la vez. No me
especialicé en nada pero siempre estaba echando una mano a todos. Creo que lo
que más hice fueron bodegones. Las formas quietas y redondeadas, las sombras
yendo y viniendo. Creo que fue lo que más hice.
—¿Y qué pasó
después?
—Cuando cumplí
diecinueve años los dos compañeros se marcharon. Uno de ellos, el mayor, se
casó y a la familia de su esposa no le gustó que trabajase en un taller de
pintura así que se marcho a trabajar como peón de albañil. Paul sin embargo se
marchó porque su familia se mudó de ciudad y su hermana pequeña estaba algo
enferma por entonces. Se marchó por estar con ella. A los años supe que había
muerto esta y él no quiso regresar al taller.
—¿Os quedasteis
solos?
—Así es. No
quisimos coger a ningún ayudante más. Los encargos que llegaban eran
suficientes para el dueño y para mí y la repartición del dinero era más
adecuada de esta manera. A partir de entonces cuando hacíamos un cuadro en
común dejamos de firmar como habíamos estado haciendo hasta entonces: “Visser y
su taller” y pasamos a ser “Visser y Mendoza”. Cuando los cuadros los hacíamos
por separado claramente cada uno firmaba con su propio apellido. —El me miró
como si aquello fuese lo normal—. Créeme que siendo él el dueño no me hubiera
sorprendido que hubiese querido firmar solo con su apellido incluso los cuadros
que yo pintaba.
—¿Y después?
—Después nada.
Hace un año las deudas del alquiler del local y los gastos de este fueron más
grandes que los ingresos y tuvimos que cerrar. Él se marchó de nuevo a Holanda
y yo me quedé sin trabajo. Así de sencillo.
—Vaya…
—Créeme, que
nadie lo siente más que yo. —Miré alrededor. Pasaría de la una de la mañana y
debíamos regresar pero no lo hicimos. Nos quedamos allí un largo rato en
silencio. Al rato, habló.
—Hay algo que me
sorprendió cuando nos conocimos. —Dijo meditabundo—. Algo que me pareció que no
te hace muy femenina.
—¿El qué?
—Cuando te
quedas mirando a alguien. —No encontró por un momento las palabras que diría a
continuación—. Tampoco parece algo masculino. Y no digo que sea incómodo. Es la
forma… quiero decir… Pero no me parece…
—¿Y eso te
molesta?
—¿Te preocupa
que me moleste? —Ahí me pilló y yo sonreí.
—No, supongo que
no.
———-.———
*Francisco Pradilla y Ortiz (Villanueva de
Gállego, 24 de julio de 1848-Madrid, 1 de noviembre de 1921) fue un pintor
español, director de la real Academia de España en Roma y del Museo del Prado.
*Doña Juana la Loca es un óleo sobre lienzo del pintor español
Francisco Pradilla, realizado en 1877. Se encuentra expuesto en el Museo del
Prado de Madrid (España). Se representa a Juana (I) de Castilla (la Loca) en ocasión
de velar el cadáver de su esposo a campo raso. Aparece la figura de la reina
erguida de cuerpo, enjuta de rostro, las manos crispadas y la vista vuelta
hacia el féretro. En torno de ella, se agrupan los cortesanos en varias
actitudes siendo verdaderamente notable por su expresión la dama segunda del
primer término de la derecha.
*Naufragio es un oleo sobre lienzo del pintor inglés
William Turner, realizado en 1805. Se encuentra expuesto en la Tate Gallery de
Londres (Inglaterra). En este lienzo que contemplamos los trágicos momentos en
los que las barcas están siendo zarandeadas por las enormes olas. Si a esto le
añadimos la efectista iluminación nocturna empleada obtenemos una obra cargada
de dramatismo y violencia, en la que las tonalidades oscuras contrastan con el
blanco de la espuma del mar. Turner sentirá una especial atracción hacia las
catástrofes provocadas por la naturaleza, y con ellas pretendía demostrar la
grandeza de la naturaleza, ante la cual el ser humano nada puede hacer,
pensamiento tremendamente romántico.
*Joseph Mallord William Turner (Covent Garden,
Londres, 23 de abril de 1775 - Chelsea, Londres, 19 de diciembre de 1851),
pintor inglés especializado en paisajes. Considerado una figura controvertida
en su tiempo, hoy en día es visto como el artista que elevó el arte de paisajes
a la altura de la pintura de historia.
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