VENDIMIA - Capítulo 12

Capítulo 12 — Formar parte de algo

Hoy en día siguen rondándome en la mente las palabras que Cosette me dijo aquél día en respecto a no invadir el terreno de la otra. En ese momento estaba muy conforme con ella y estaba más que segura de que así permaneceríamos largo tiempo, por lo menos hasta el final de mi estancia allí. No había una mano superior capaz de truncar nuestra suerte y disponernos de manera diferente dentro de aquella casa. O al menos yo no la veía. A mí me habían contratado como ayudante en la cocina y punto, aquel era el límite de mi deber. Pero claro que había una mano por encima de nosotras que nos movería como peones sobre un tablero. La reina caería y nosotras debíamos seguir adelante. Ella, como torre protectora se volvería a su esquina. Y yo, creyéndome peón, estaba a punto de llegar el extremo del tablero y convertirme en algo mucho mejor.

Pasados unos días, a mediados de la semana siguiente, más o menos el 6 de septiembre, yo regresaba de mi descanso después de haber estado charlando con Alejandro para encontrar el ambiente un poco revuelto dentro de la finca. No había nadie en la zona del porche y la cocina también estaba desierta. Yo me asusté sobremanera y me conduje directamente a la parte delantera de la casa de donde procedía un extraño murmullo de voces. Allí encontré a Ramona y María lagrimeando, nerviosas, hablando entre ellas con expresiones rotas de preocupación y gesticulando como si estuviesen intentando recrear algo.

—¡Debió haberla protegido Dios! —Decía Ramona agarrándose a las manos de María que de vez en cuando temblaba de puro susto—. ¡Seguro que está bien, María, no tienes que preocuparte más! —Sin embargo era ella la que más afectada estaba.

Dentro de la casona Agnes hablaba a través de un teléfono en el recibidor y al verla tanto o más preocupada que Ramona entonces sí que me sobrecogió el miedo. Tragué en seco y seguí avanzando hasta encontrarme con el rostro de Maurice que, sentado en las escaleras, levantó la mirada lastimera en mi dirección y me pidió que me acercase a él. Sin embargo antes de llegar hasta donde estaba sentado Ramona recayó en mí y me levantó la mano para golpearme el brazo.

—¡Niña! ¿Se puede saber dónde estabas?

—¡Ay! —Me quejé frotándome el brazo, sin embargo ya supe antes de que se disculpase que no me había golpeado por algo malo que hubiese hecho, sino por su estado de nervios.

—Te hemos estado buscando por todas partes. ¿No sabes lo que ha pasado?

—¿Quién ha muerto? —Le pregunté, y creo que se pensó que lo había dicho en broma porque me amenazó con volver a golpearme pero su cara de susto no reflejaba otra desgracia—. ¿Ha pasado algo?

—La señora, mi niña. ¡La señora ha tenido un accidente de coche! —Cuando dijo aquello mi primer impulso fue mirar en la dirección en la que había visto antes el coche negro aparcado, pero ya no estaba. En su lugar había un Citroën de color plateado. Pensé inmediatamente en Agnes. Alejando aún más la vista me percaté de que había más personas alrededor pero no había recaído en ellas. El capataz hablaba con un policía que había venido seguramente a avisarnos de lo sucedido y Cosette y María escuchaban la conversación atentas. Bella se mantuvo en el umbral de la puerta de la casona, atendiendo a Agnes en caso de necesitarlo. Yo sentí un tremendo susto al oír a Ramona pero al mismo tiempo me temí que sus estados de nerviosismo no fuesen más que una exageración prematura.

—¿Dónde está? —Le pregunté, pero no supo de quién hablaba—. La señora.

—¿Dónde va a estar? En el hospital de Colmar. Agnes está llamando para enterarse de su estado. Aún no sabemos nada.

—Pues no alarmarse. Tenía un buen coche, seguro que aguantó cualquier desastre y ella estará bien. —Yo misma intentaba lidiar con mis emociones pero no dramaticé, algo que ellas tomaron por insensibilidad. Claro está, yo apenas había estado allí tres semanas y no había podido establecer ningún vínculo con la señora. Me sorprendió que ellas sí.

—Agnes irá de inmediato al hospital, para atenderla. ¡Dios santo!

Pasados unos minutos acabé por despegarme de Ramona y me senté al lado de Maurice que lagrimeaba en silencio algo aturdido. Me recibió de buen grado y yo pasé mi brazo por sus hombros.

—Bueno, bueno… —Le dije, sabiendo que nada que le pudiese decir le calmaría.

Cuando Belmont terminó de hablar con los policías y estos se marcharon regresó a nuestro lado para contarnos lo sucedido. Al parecer la señora había tenido un accidente aquella tarde según regresaba del pueblo. Un turista se había despistado y chocó de lado con el coche de la señora. No parecía que los policías le hubiesen dado demasiadas buenas noticas. Cuando la ambulancia llegó la Señora estaba inconsciente dentro del coche pero no estaba herida de gravedad. Intentaron despertarla y no fue hasta que estuvo dentro de la ambulancia que no lo consiguieron. Tenía un fuerte golpe en la cabeza. Eso era probablemente el mayor daño que le había visto en el momento. No podía mover el brazo y la pierna, del lado del que había sido golpeado el coche.

Aquellas noticias no parecían calmar el estado de nadie, incluso yo al saberlas me sentí algo más derrotada. Sabíamos todos que un accidente de coche podía ser mortal pero aquellas nuevas no parecían del todo alentadoras. Calmaban un poco el estado de incertidumbre en que estábamos pero poco más. Ana se acercó a Maurice y a mí y trató también de unirse a nosotros pero yo la dejé allí con el muchacho y bajé las escaleras para hablar con Belmont.

—¿Han detenido al turismo?

—Dicen que se dio a la fuga pero lo encontraron varios kilómetros más adelante. Tenía parte del chasis destrozado.

—¿Cómo deberíamos proceder ahora? —Le pregunté, intentando no fruncir demasiado el ceño y parecer dispuesta a colaborar. Mi rostro reflejaba una profunda preocupación.

—Como si no pasase nada. —Se adelantó Ramona, limpiándose las lágrimas del rostro y recobrando algo de coraje—. La Señora estará bien y cuando regrese seguro que quiere encontrar todo tal como lo dejó. Haremos lo posible para que su regreso sea agradable.

—Eso si regresa. —Dijo Cosette de fondo pero todos la oímos. Ramona la fulminó con la mirada, pero fue María quien la reprendió por aquello con duras palabras. Belmont volvió a decir algo pero en ese momento bajaba a prisa Agnes por las escaleras en dirección al coche, pero al vernos allí parados nos dio explicaciones.

—Iré de inmediato al hospital. Ya la han ingresado. Parece que se recuperará pero no está en muy buen estado. Se dislocó el hombro, y también tiene una pequeña fractura en la cadera y el tobillo. El golpe de la cabeza es lo que más les preocupa a los médicos, pero parece que no fue más que eso, un golpe. Pasará varios días allí, así que me marcho. —Las palabras se le agolparon en la boca y a medida que las iba soltando nosotros cambiamos de expresión, de preocupada a sosegada y después de nuevo de vuelta a la angustia.

Después de que su coche se marchase todos nos quedamos en silencio viendo como el polvo que se había levantado con las ruedas se posaba de nuevo en el suelo. Lo hicimos con una única sensación de disgusto invadiéndonos a todos. La reina había caído, pero se repondría. Por mucho que nos esforzamos en seguir haciendo como si nada y mantenernos en nuestros puestos, poco duraría la estabilidad en aquella finca. Habría de esperar a finales de aquella semana para poder presenciar aquello, pero mientras tanto, nuestras obligaciones continuaban como cada día.

Durante el resto de la tarde de aquél día la casa se vio sometida a un silencio casi monacal. Mientras me paseaba por los pasillos de las instalaciones o a través de los exteriores podía sentir como nos había golpeado a todos el mismo mazo, e iba encontrándome por aquí y por allá al resto de trabajadores con las mismas expresiones de disgusto y ese aire fantasmagórico que los arrastraba de un lado a otro de la casa como almas en pena. Para distraerme acabé por esconderme en la cocina, pero al parecer el resto acabó por tener la misma idea que yo y mucho antes de que estuviese la cena lista allí estábamos todos reunidos, como esperando que reuniéndonos llegásemos a un consenso en algún asunto, o tal vez con la intención de aunar nuestras emociones y no sentirnos tan solitarios.

De repente, allí reunidos frente a la mesa de la cocina se me viene a la imagen un óleo en el que colaboré a pintar, una copia del óleo de Francisco Pradilla donde aparece Juana I de Castilla frente al féretro de su esposo Felipe I el hermoso, ya muerto. Era uno  de los primeros cuadros en que había colaborado, cuando apenas tenía dieciséis años, pero recuerdo perfectamente haberme dedicado durante días a dar las primeras bases de color, así como posteriormente los detalles del féretro y las velas a su lado. Cuando pensaba en él no podía evitar recordar aquellos primeros meses de trabajo, pero al mismo tiempo mayor que aquello era el sobrecogimiento de las emociones que aquella escena transmitía. No era paz, aunque quisiese parecerlo en un primer momento. Era inquietud y sufrimiento. La pérdida total de esperanza y la sumisión a la locura que la protagonista experimentaría los años posteriores.

Aquella reunión en la cocina me recordó la imagen de aquel óleo por los rostros allí reunidos, abatidos y desesperanzados. Creo que si nos hubiésemos muerto alguno de nosotros no se hubiesen visto mayores muestras de preocupación, pero creí ver en las muecas de aquellos algo más que preocupación fraternal. De seguro se estarían preocupando también por cómo sufriría su puesto de trabajo, en el caso de que la Señora falleciese o decidiese hacer cambios a su regreso debido a su estado. Nadie habló de ello en alto pero de seguro que a todos se les pasó por la mente. Si se me ocurrió a mí que apenas si me importaba mi estancia allí, cómo no lo pensarán ellos que algunos llevaban allí más tiempo del que yo tenía.

Durante la cena comimos en silencio, no sé si fue un silencio consensuado o alguna superstición que ellos tuviesen. Pero nadie dijo ninguna palabra más alta que otra y parecía incluso que se regodeaban en su propia tristeza. Aquella sensación acabó por agotarme y cuando terminé de cenar y recogimos la cocina, me encerré directamente en mi cuarto con un terrible dolor de cabeza. Me costó deshacerme de él y acabé tumbada boca arriba sobre la cama con las luce apagadas y las cortinas echadas. No terminé de dormirme pero cuando quise darme cuenta pasaban de las doce de la noche y me había desvelado lo suficiente como para querer incorporarme y salir a respirar algo de aire. Ni siquiera me había puesto el pijama aun cuando salí a la cocina a por un vaso de agua y me lo bebí en silencio. Después de unos minutos bebí otro vaso y algo más despejada salí al exterior. Todo estaba en absoluto silencio, pero en este caso era un silencio natural y no forzado. No había tensión en el ambiente y si respiraba con la suficiente fuerza me cercioraba de que nada fuera de la casona había notado el trauma que habíamos sufrido. Allá afuera todo seguía igual. Sentí un pequeño salto o bache en el tiempo, en la continuidad de este, como si me hubiese desplazado a una dimensión donde el accidente solo hubiese ocurrido en mi recuerdo y la realidad hubiese continuado su línea como si nada.

Decidí dar un paseo a través del exterior de la finca en vez de regresar a mi dormitorio a través de las dependencias de la casa. Primero atravesé el huerto y después paseé al lado de los limoneros. No pude evitar detenerme un momento bajo ellos y alzar la mirada en dirección a las habitaciones de la señora. Aquellas vidrieras me sorprendieron más lúgubres de lo que las recordaba y en aquella noche de luna menguante apenas se distinguían sus colores. Creí que no volvería a ver a la Señora allá asomada y al mismo tiempo me imagine que una de las puertas se abrirían y ella saldría, dando un par de pasos hasta apoyarse sobre la barandilla y encenderse un cigarrillo. Me tembló el cuerpo al imaginármela y sin poder sostener por mucho más tiempo aquella mirada continué mi camino. Cuando llegué al porche me sorprendí al encontrar allí a Maurice sentado en el mismo borde. Se sorprendió él de igual manera la verme aparecer a través del camino y cuando estuve a su altura se pasó la mano por el rostro. No supe si para limpiarse algunas lágrimas o como un acto reflejo del sueño que pudiera estar invadiéndole.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —Le pregunté, a sabiendas de que él podría preguntarme lo mismo a mí. Sin embargo no lo hizo.

—No puedo dormir. —Sonrió en mi dirección con una mueca de tristeza y acabó palmeando el suelo a un lado de él, para que le acompañase en el desvelo. Pero yo negué con el rostro y le levanté, sujetándole por el brazo.

—Demos una vuelta. Si no, despertaremos a los demás.

Él pareció un poco confundido al principio pero me siguió sin rechistar hacia el camino que conducía a la Poza. La mayor parte del camino lo hicimos en silencio y temiendo que de nuevo volviese a tener que lidiar con la presencia de alguien sin hablar en absoluto intenté abordarle con alguna pregunta estúpida, pero pareció que no estaba dispuesto a hablar de banalidades. No estaba de ánimo para hablar del tiempo y tampoco de contarme nada de él, por lo que optamos mantenernos en silencio. Parecía que estaba esperando a ver a dónde le llevaba pero cuando llegamos al borde de la poza me senté en el suelo y después me tumbé poca arriba. Él me imitó y nos aquedamos mirando la luna que decrecía poco a poco. Aún era hermosa, sin embargo. ¿Cuándo no sería hermosa la luna?

—Se está mejor de noche. —Le dije—. Hace más fresco.

—¿Has estado antes aquí de noche? —Yo asentí a su pregunta y levantó un poco el rostro para mirarme. Pero después decidió volver a tumbarse—. Sí que es verdad. Se está genial.

—Seguro que no somos los únicos que no pueden dormir esta noche. No tienes que preocuparte de nada. Ya verás cómo en unos días regresa y todo sigue igual. Seguirá siendo un ente que pulula por la casa y que solo se muestra de vez en cuando con su maravillosa magnanimidad persiguiendo su estela. —Él contuvo una risita.

—¿Eso crees? ¿Crees que es maravillosa?

—¿Tú no lo crees?

—Sí, claro que lo creo. Pero la conozco desde siempre.

—Entonces no me he equivocado presuponiéndolo.

Después de aquello volvimos a quedarnos en silencio. A los minutos él volvió a hablar.

—Cuéntame algo sobre ti. No sé nada y parece que no eres de las personas que hablan de sí mismas a menudo. —Sonreí, pero él no lo vio—. Cualquier cosa, no quiero pensar en el accidente.

—¿Y qué quieres saber?

—Cómo son tus padres, o si tienes amigos en Dijon, o si has tenido novio. O a qué te has dedicado antes…

—Pues… —Pensé, intentando mantener en orden los temas sobre los que me había pedido que hablase—. Mis padres son… eso, padres. Mi padre trabajó aquí hace unos cuantos años pero después de eso tuvo un problema en la espalda y decidió que no podía seguir ejerciendo trabajos tan pesados.

—¿Trabajó aquí? ¿Quién? —Preguntó sorprendido de no haber conocido esa información antes.

—Mike. —Le dije, creyendo que así le conocerían. Así era como todo el mundo le llamaba a pesar de que se llamaba Michael. No necesité nada más para que Maurice saltase de un respingo.

—¡Ah! El ayudante del capataz. ¡Sí que lo conocí!

—Supongo que sí.

—¡Tú eres su hija! —Algo debió pasarse por su mente que no pudo evitar fruncir el ceño—. ¡El hombre que te trajo hasta aquí! Apenas lo había reconocido.

—Ha envejecido desde que dejó el trabajo. Su salud no es la que era. —Le dije—. Y además ha cogido algo de peso.

—Ni me fijé. —Soltó decepcionado, dejándose caer sobre la hierba.

—No me quitarste el ojo de encima. —Le dije, divertida. No pude evitar volver el rostro para ver su expresión avergonzada—. Normal que no te fijases en él.

—¿Qué más puedes contarme? —Cambió de tema—. ¿Tu madre también ha trabajado aquí?

—No, mi madre es maestra en una guardería.

—Hum.

—Y bueno, en cuanto a mis amigos, sí. Claro que tengo amigos en Dijon.

—¿Cuántos?

—Vaya… —Suspiré—. Qué pregunta tan complicada. Varios amigos cercanos. Cientos de conocidos… —También tenía amigos fuera del país, pero eso no se lo dije—.

—¿Alguien digno de mención? —Preguntó divertido—. ¿Alguna mejor amiga?

—Sí, claro. Gabriela. —Suspiré, la echaba de menos a ratos—. Fuimos juntas a la escuela y ahora trabaja como redactora en un periódico satírico de la ciudad.

—Hum. —Pensó meditabundo pero me daba la sensación de que aquello no le impresionó demasiado—. ¿Y tú? Me dijiste que eras pintora. ¿Qué pintabas?

—Generalmente hacía reproducciones de obras clásicas. Pero también colaboré en algunos retratos que nos encargasen. —Le vi fruncir el ceño—. Trabajé desde los dieciséis años en un taller con un pintor holandés, y otros dos pintores. Cuando entré allí los otros dos chicos tenían la edad que yo tengo ahora, más o menos. —Nunca tuve clara su edad—. Siempre me trataron con mucho cariño, como una familia que cuida de la pequeña. Aunque de vez en cuando sí que noté desde alguno de mis compañeros que me hacían de menos por ser mujer. Tuve que ganarme el respeto de los tres con mis pinturas, e intentando distanciarme a veces de algunas costumbres femeninas que me habían inculcado desde casa, como sentarme correctamente o hablar con recato. La convivencia con ellos fue además una manera de adecuarme a sus costumbres.

—¿Cómo cuáles?

—Fumar, decir tacos… —Él se rió—. Pero además, también aprendí muy buenos hábitos en el ámbito de la pintura, así que en cierto modo fue una forma de adaptarme en la que salí beneficiada. A mi padre nunca le gustó que trabajase ahí. Cierto que traía buen dinero a casa, pero no le gustaba la persona en la que me estaba convirtiendo.

—¿Cómo entraste a trabajar allí?

—El jefe de aquel taller se llamaba Rudolf Visser y había establecido aquél taller a principios de los años 70. Tenía la intención de pintar allí con su hijo, pero este se desentendió rápido de aquel mundo y comenzó a trabajar como músico en orquestas de bailes tradicionales. En fin. —Suspire—. El pintor por aquella época no recibía muchos encargos así que impartía clases de pintura por las tardes a las que yo comencé a asistir a los catorce años. Había muchas otras chicas de mi edad, incluso mayores, y eso a mi padre no le pareció del todo mal. Le gustaba ver mis progresos en la pintura y se sentía aliviado al saber que compartía clase con otras tantas mujeres. Pero cuando pasados dos años el dueño del taller me propuso trabajar para él mi padre se negó en redondo. Sabía muy bien que tendría que compartir jornadas de seis u ocho horas diarias con tres hombres mayores que yo y eso pareció espantarle.

—Que mal… —Suspiró Maurice y yo me encogí de hombros.

—A mi no me importó en absoluto. Por mi cuenta acepté el trabajo y asistí allí todos los días desde que me ofreció el empleo. Cuando mi padre se enteró entró en cólera pero no me importó tener que lidiar con sus enfados y sus intransigencias. Dijo que no era adecuado que una niña trabajase en un taller con otros tres hombres. Habría que tener en cuenta que los dos muchachos que por entonces trabajaban con el dueño tendrían entre veintitrés y veinticinco años y que el propio dueño superaría los cincuenta. Pero a mí me parecía un ambiente de lo más agradable y nunca me sentí realmente en peligro. Creo, en verdad, que lo que a mi padre más le preocupaba no es que pudiesen hacerme algo malo, sino que me introdujesen en un mundo de donde luego él no pudiera rescatarme.

—¿Qué clase de mundo?

—Bueno, ya se sabe la fama que tienen los pintores. O al menos, así es dentro de la mente de mi padre. Son personas, al parecer, muy liberales, cercanos a personas de baja cuna, de mala reputación. Con hábitos de consumo de drogas y esas tonterías… Sí es cierto que trabajar allí tanto tiempo acabó por inculcarme unos hábitos que él definirían como poco femeninos, y que dejé de lado parte de la educación que había recibido en casa. Pero todo fue de forma consciente y en cierto modo, premeditada.

—A mi me pareces femenina. —Dijo Maurice, seguro que como forma de intentar sanar el dolor que mi padre hubiera podido causarme con sus palabras, pero yo negué con el rostro.

—No es necesario que digas eso. Yo sé muy bien qué soy, y lo que quiero ser. ¿Realmente piensas que lo soy? Porque yo no me veo como tal. Sin embargo me gusta como soy. Me gusta mi carácter y me gustan mis hábitos. Es verdad que no soy recatada o dulce. Pero lo que a mi padre más le impresionó fue que empezase a hablar con la franqueza con la que lo hace un hombre, y no a ser modesta o modosa como lo haría una jovencita. Me pasé siete años viendo como nuestro jefe negociaba con los clientes, nos daba órdenes o consejos y nos adiestraba para que mejorásemos como pintores. También nos enseñó a colaborar y una vez me hice un hueco allí entre ellos yo también tenía conocimientos que divulgar y técnicas que mostrar. Mucha gente suele decir con facilidad que “forma parte de algo” pero uno nunca sabe realmente lo que eso significaba. No eres parte de algo, ya sea una familia o un grupo de trabajo, hasta que no quedan definidos tus límites y eres valorado por tus cualidades en igualdad con los demás. En el momento en que se me dejó trabajar confiando en mis habilidades comprendí que realmente formaba parte de algo. Aunque a los demás no les importase o no les gustase.

—¿Cómo eran tus compañeros?

—El mayor de ellos se llamaba Daniel. Lo contrataron justo cuando el dueño Visser abrió el taller. Al parecer lo conocía de antes o era amigo de la familia de este, no lo sé muy bien. Era muy trabajador y era el mejor retratista que he conocido nunca. Siempre que llegaba algún encargo de algún retrato era él el que se ponía manos a la obra. Sabía captar la esencia de la persona en cuestión con tan solo tres trazos de su pincel. El otro era Paul. Era muy divertido, siempre estaba haciéndonos reír y también era terriblemente torpe. Se lo deja caer todo y alguna vez fue amenazado con ser despedido porque estuvo a punto de tirar un lienzo recién terminado sobre el piso. Aquél día creímos que lo mataríamos. Pero sus composiciones anatómicas eran inmejorables. Nos dimos cuenta el día que recibimos el encargo de un cuadro donde se representaba a Ícaro cayendo después de haber sido alcanzado por el calor del sol… —Me di cuenta de que Maurice no sabía de qué le estaba hablado—. No importa, el dibujo de un chico en una postura muy compleja. —Él asintió—. Antes de ponernos a aquello hicimos varios bocetos de aquel cuadro y cuando todos recaímos en el suyo, tiramos los nuestros a la basura. Desde entonces se encargó de hacer los desnudos y las anatomías masculinas. Así como las composiciones más recargadas. ¡Las manos! Hacia unas manos hermosas.

—¿Es difícil dibujar manos?

—A mi me parece una tarea horrible. —Se rió—. El jefe era paisajista. Ya lo era antes de montar aquel taller y siempre que teníamos que hacer algún paisaje o el fondo de algún cuadro se lo dejábamos a él. Era la forma de captar las nubes, o el degradado de los cielos. No tengo ni idea. Un día tuvimos el encargo de copiar el cuadro de un naufragio, —hablaba del cuadro de Willian Tuner, realizado en 1805—, y no sé cómo lo consiguió, pero creí ver como las olas arrasaban por ellas mismas aquel barco que yo pinté. Me estremecí al verlo finalizado.

—¿Y tú de qué te encargabas?

—De todo lo demás. —Suspire—. Pero sobre todo de los detalles finales, así como de los primeros bocetos de color. Me dedicaba a todo y a nada a la vez. No me especialicé en nada pero siempre estaba echando una mano a todos. Creo que lo que más hice fueron bodegones. Las formas quietas y redondeadas, las sombras yendo y viniendo. Creo que fue lo que más hice.

—¿Y qué pasó después?

—Cuando cumplí diecinueve años los dos compañeros se marcharon. Uno de ellos, el mayor, se casó y a la familia de su esposa no le gustó que trabajase en un taller de pintura así que se marcho a trabajar como peón de albañil. Paul sin embargo se marchó porque su familia se mudó de ciudad y su hermana pequeña estaba algo enferma por entonces. Se marchó por estar con ella. A los años supe que había muerto esta y él no quiso regresar al taller.

—¿Os quedasteis solos?

—Así es. No quisimos coger a ningún ayudante más. Los encargos que llegaban eran suficientes para el dueño y para mí y la repartición del dinero era más adecuada de esta manera. A partir de entonces cuando hacíamos un cuadro en común dejamos de firmar como habíamos estado haciendo hasta entonces: “Visser y su taller” y pasamos a ser “Visser y Mendoza”. Cuando los cuadros los hacíamos por separado claramente cada uno firmaba con su propio apellido. —El me miró como si aquello fuese lo normal—. Créeme que siendo él el dueño no me hubiera sorprendido que hubiese querido firmar solo con su apellido incluso los cuadros que yo pintaba.

—¿Y después?

—Después nada. Hace un año las deudas del alquiler del local y los gastos de este fueron más grandes que los ingresos y tuvimos que cerrar. Él se marchó de nuevo a Holanda y yo me quedé sin trabajo. Así de sencillo.

—Vaya…

—Créeme, que nadie lo siente más que yo. —Miré alrededor. Pasaría de la una de la mañana y debíamos regresar pero no lo hicimos. Nos quedamos allí un largo rato en silencio. Al rato, habló.

—Hay algo que me sorprendió cuando nos conocimos. —Dijo meditabundo—. Algo que me pareció que no te hace muy femenina.

—¿El qué?

—Cuando te quedas mirando a alguien. —No encontró por un momento las palabras que diría a continuación—. Tampoco parece algo masculino. Y no digo que sea incómodo. Es la forma… quiero decir… Pero no me parece…

—¿Y eso te molesta?

—¿Te preocupa que me moleste? —Ahí me pilló y yo sonreí.

—No, supongo que no.

 

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*Francisco Pradilla y Ortiz (Villanueva de Gállego, 24 de julio de 1848-Madrid, 1 de noviembre de 1921) fue un pintor español, director de la real Academia de España en Roma y del Museo del Prado.

*Doña Juana la Loca es un óleo sobre lienzo del pintor español Francisco Pradilla, realizado en 1877. Se encuentra expuesto en el Museo del Prado de Madrid (España). Se representa a Juana (I) de Castilla (la Loca) en ocasión de velar el cadáver de su esposo a campo raso. Aparece la figura de la reina erguida de cuerpo, enjuta de rostro, las manos crispadas y la vista vuelta hacia el féretro. En torno de ella, se agrupan los cortesanos en varias actitudes siendo verdaderamente notable por su expresión la dama segunda del primer término de la derecha.




*Naufragio es un oleo sobre lienzo del pintor inglés William Turner, realizado en 1805. Se encuentra expuesto en la Tate Gallery de Londres (Inglaterra). En este lienzo que contemplamos los trágicos momentos en los que las barcas están siendo zarandeadas por las enormes olas. Si a esto le añadimos la efectista iluminación nocturna empleada obtenemos una obra cargada de dramatismo y violencia, en la que las tonalidades oscuras contrastan con el blanco de la espuma del mar. Turner sentirá una especial atracción hacia las catástrofes provocadas por la naturaleza, y con ellas pretendía demostrar la grandeza de la naturaleza, ante la cual el ser humano nada puede hacer, pensamiento tremendamente romántico.



*Joseph Mallord William Turner (Covent Garden, Londres, 23 de abril de 1775 - Chelsea, Londres, 19 de diciembre de 1851), pintor inglés especializado en paisajes. Considerado una figura controvertida en su tiempo, hoy en día es visto como el artista que elevó el arte de paisajes a la altura de la pintura de historia.

 


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