AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 4
CAPÍTULO 4
Yoongi
POV:
La puerta se ha abierto. La veo entreabierta y sobre el pomo sujeta la mano del guardia que espera mi acercamiento. No puedo. Me faltan las fuerzas para cruzar el umbral y enfrentarme a un rostro que ha conseguido robarme no solo el aliento. El valor y la confianza en mis actos. Ya no recuerdo porqué he venido. Tampoco quiero recordarlo. Prefiero olvidarlo tal como he intentado hacer con él estos últimos meses. Todo en vano.
—¿Le ocurre algo? –Me pregunta el director a mi lado.
Ojalá pudiera explicarlo. Ojalá alguien pudiera entender este extraño sopor que me consume. Es una sensación que debiera reconfortarme. Es cálida y amable. Una caricia de un viejo recuerdo. Pero con ese dulce desvelo regresa el doloroso infierno del frío filo del cuchillo clavándose en su piel. Siento que es un espectro. Nada más que un fantasma de un recuerdo. Igual que cuando su reflejo me mira cada mañana en el espejo del baño. ¿Cómo puedo verle aun sentado a mi lado en el salón? ¿Cómo su olor ha permanecido en mis sábanas a pesar de haberlas cambiado? Fugazmente pienso en la posibilidad de salir corriendo. Todos los trámites habrán sido en vano pero el terror que me consume desde dentro es suficiente excusa como para no regresar. La idea parece tentadora, tanto o más como cuando estuve en su casa. Tanto o más como cuando me perseguía, cuchillo en mano. La imagen de su rostro es mi mejor baza.
—¿Qué le ocurre? –Me pregunta de nuevo, esta vez zarandeando mi brazo, consciente de que he estado al menos varios segundos en shock. Para mí han sido horas de recuerdos vividos que se han manifestado en mi subconsciente, mostrándose como la mejor y más trágica historia de fantasía. Ni siquiera estoy seguro de ser yo quien representaba todas esas escenas. Me recuerdo como un tercero que obraba fuera de mi voluntad.
—Na—nada… —Balbuceo intento sonar fuerte y seguro pero me delata el tartamudeo lo suficiente como para recibir una mirada de advertencia por parte del director, asegurándose de que esta visita es del todo segura para ambos. No para Kook y para mí. Si no para él y su institución—. No se preocupe. Está todo bien. –Repito, mucho más convencido que antes y me atrevo a cruzar el umbral. Nada más hacerlo siento que he traspasado una membrana invisible que separaba la realidad de esta amarga fantasía de color blanco. Toda la sala está pintada en un blanco brillante desconcertante. Tan sumamente acaparador que con tan solo un fluorescente consigue hacer de la habitación un lugar visible. Evito mirar al sujeto ahí sentado con toda la fuerza de voluntad que puedo adquirir en este instante pero acabo sucumbiendo a mis modales y le dirijo al menos una sutil mirada neutral, suficiente como para que sirva de saludo de mi presencia. Él me devuélvela mirada. No. En realidad ya me estaba mirando antes de que yo alzase los ojos. Y sigue haciéndolo cuando yo ya le he borrado de mi retina. Siento la fuerza de su mirada. La fuerza del blanco de sus ojos brillando por el fluorescente. Todo su rostro vuelto a mí ha sido siempre intimidatorio, pero ahora es aterrador. Casi tanto como su imagen envuelta en una camisa de fuerza.
—En media hora le acompañaré a la salida. –Me dice el guardia mientras se despide de mí con una sonrisa amable y cierra detrás de mí. Yo me espero a que cierre del todo y puedo ver como se sienta en una silla plegable al otro lado del cristal y saca su teléfono móvil del bolsillo para entretenerse. Espero, rezo porque al menos nos mire de vez en cuando. Por su seguridad y la mía. Cuando intento buscar con la mirada al director, no logro ver a nadie más, por lo que entiendo que se ha marchado.
—Buenas tardes. –Dice Jungkook al otro lado de la mesa. Yo aun no logro encontrar el valor de sentarme por lo que me mantengo estático mientras le dirijo una mirada desconfiada y algo turbada. Mi plan era venir, hablar con normalidad y regresar a casa, sintiéndome algo más sosegado con mi conciencia. Pero por lo pronto me tiemblan las piernas y no hallo la voluntad de mostrarme fuerte.
—Buenas tardes. –Le repito y él me mira de arriba abajo. Me observa como a un pequeño tentempié al que lanzarse. Cuando la vista le ha sido satisfecha, me sonríe de nuevo mirándome hacia los ojos. Su sonrisa. Es como una puñalada en el abdomen. Él sabe de eso.
—Ya lo suponía. –Me dice, haciendo un gesto con su cabeza en mi dirección—. Te han hecho deshacerte de la corbata antes de entrar. –Dice, y yo me llevo una mano al cuello de la camisa, ajustándome esta mejor para que no se note que antes ahí había una corbata—. Estaba algo revuelta y arrugada. –Se justifica—. Pero saber que la has traído por mí me hace sentir honrado.
—No ha sido por ti. –Le digo, aplacando su ego—. Ni siquiera he pensado en ello cuando me he vestido.
—Tú no, pero tal vez tu inconsciente sí lo ha hecho. –Murmura—. ¿Te has puesto corbata últimamente? –Niego con el rostro—. Eureka. –Susurra y yo trago en seco mientras le retiro la mirada. No alcanzo a comprender cómo puede mostrarse tan sumamente tranquilo mientras soy yo quien tiembla de pavor—. Por favor, toma asiento. –Dice, de nuevo con un mecánico gesto de su cabeza señalando a alguna parte. Es lo único que puede hacer para indicarme. El resto de su cuerpo está maniatado.
—Gracias. –Murmuro y me siento estúpido por esa respuesta a un comportamiento tan ridículo. Ha sido una respuesta estúpida a un comportamiento demasiado excéntrico.
Cuando me he sentado dejo los papeles que portaba en los brazos sobre la mesa. Intento recolocarlos y reorganizarlos de forma que pueda entablar una conversación lineal con él. Tengo cosas que quisiera comentar que se encuentran en estos papeles, pero con mis manos temblando solo consigo ver folios de papel arrugados y algo desorganizados. No alcanzo a leer nada de ellos, la vista se me nubla.
—Me gustaría ser convencional y preguntarte sobre el tiempo fuera, pero por lo que puedo ver de tu ropa ya deduzco que han bajado las temperaturas. ¿Has traído abrigo? Seguro que lo has dejado fuera. ¿Tú estás bien? Supongo que recuperado tras lamerte dos meses las heridas. –Suspira mirando a otro lado, intentando ignorar el sonido de los papeles—. Te preguntaría sobre la familia, pero la reciprocidad no sería muy conveniente. Ya sabes cómo están mis padres…
—Podrías preguntar algo como: “¿Qué haces aquí? ¿Para qué has venido?”. –Le sugiero mientras dejo los papeles sobre la mesa. Encontrando un punto de inicio.
—Ya sé para qué has venido. –Suelta, sin el mayor interés. Vuelve a clavar la mirada en mí. Una gélida mirada y esa sonrisa ardiente. Acabo llevando mis dedos al bolsillo de mis pantalones. No concibo ya la vida sin ese tacto rugoso del tapón del bote de ansiolíticos.
—¿Ah sí? –Finjo interés. Muy mala actuación.
—Ah. Con que quieres jugar a eso… —Suspira—. Te complaceré. –Se aclara la garganta—. ¡Vaya Yoongi! –Finge sorpresa. Mucho mejor interpretación que la mía—. ¿Qué te ha traído a este lugar alejado de la mano de Dios? ¿Qué te trae por las desamparadas y desiertas tierras de la locura y el delirio? –En sus ojos veo una emoción que me pone los pelos de punta. Trago en seco.
—He venido… —Se me olvida el motivo—. Para comprobar que estuvieses bien… —Suspiro y él sonríe, conocedor de mi respuesta, pero unos segundos después, comienza a chasquear la lengua mientras niega con el rostro, divertido.
—No, Yoongi… no hagas eso…
—Es cierto. La última vez que te vi te sacaban en una camilla de tu casa para meterte en una ambulancia.
—Si querías comprobar que estaba vivo solo tenías que leer los periódicos del día siguiente. Aunque es muy probable que en comisaría alguien del hospital se pusiese en contacto contigo o con tu representante informándote de lo acontecido en la sala de operaciones. ¿Dos meses y medio has esperado solo para saber si seguía con vida? –Vuelve a negar con el rostro—. Por ahí no vas bien…
—Es la verdad.
—Tal vez tú te creas esa mentira, pero yo no. –Se pasa la lengua por los dientes, distraído. Retoma su atención en los papeles delante de mí y frunce el ceño mientras los señala con el gesto en una mueca de desinterés—. ¿Qué traes ahí?
—Todo lo que tengo de ti. –Suspiro, algo desanimado—. Informes de los días en las terapias, algunos dibujos, la carta de tu orientador para recomendarte como paciente, una posterior carta del mismo unos días después del incidente…
—Incidente. –Murmura Jeon, regodeándose en la palabra.
—…El informe médico del hospital que me recondujeron a mí cuando saliste de la operación…
—¿Qué pretendes hacer con todo eso? –Me pregunta, cortándome. —¿Vas a regalármelos? No me dejan tener papeles en mi celda. –Se inclina hacia mí—. Ya ves, el daño que puede hacer un mero papel…
—Me han informado que dependiendo de tu comportamiento se te irán concediendo libertades, tales como algunos libros, papel y carboncillo… no lo sé… —Murmuro algo atontado. Su mirada no se baja, su expresión de asco se mantiene y su cuerpo encorvado en la mesa me aguarda—. Pero tendrás que portarte bien… —Mis palabras, por la expresión de su rostro, parecen oler a mierda y acaba retomando el interés por los papeles de la mesa. Señala con la mirada nada en concreto.
—Quiero leerla.
—¿El qué?
—La carta de mi orientador. –Suspira, corrigiéndose—. Del orientador de la universidad.
—¿Estás seguro?
—Sí. –Dice, y se yergue de nuevo en el asiento. Yo rescato el sobre en el que se encuentra la carta, saco esta del sobre y la aliso con mis palmas sobre la mesa para que las dobleces no sean un impedimento para su lectura. Con ligereza la giro hacia él y se la extiendo, pero cuando mi mano sobrepasa el ecuador de la mesa entre ambos, él se inclina rápido con gesto violento y finge querer morder mi mano. El sonido de su mandíbula cerrándose en una sonrisa gatuna me hace retroceder la mano como si me hubiera quemado. Doy un leve respingo en lo que él retoma su atención a la carta delante de él y comienza a leerla. Yo trago en seco y llevo mi mano, salvada tan solo por su inocencia, al bote de pastillas en mi bolsillo y lo rescato, abriéndolo y volcando una en mi palma. Me la trago enseguida, esperando porque su efecto sea rápido y placentero. Juraría que podrían ser tan solo caramelos, pero el efecto placebo lo es todo.
Jeon levanta la mirada cuando me ve tomando una de esas pastillas y sin más interés vuelve a mostrarse atento a la carta. La lee. Puedo ver como sus ojos se mueven a lo largo del papel sin más interés que si estuviera observando una mosca y acaba irguiéndose con un encogimiento de hombros. Yo, con precaución, vuelvo a rescatar la carta sujetándola de una de las esquinas más alejadas a él y la atraigo a mí, despacio. Él engorda su ego con mi temor y yo vuelvo a meter la carta en el sobre.
—¿Y bien? –Le pregunto, expectante.
—Pedante, como siempre. –Dice, sin más—. Le has dado una gran excusa para volver a abusar de hablar sobre su experiencia laboral y sus conocimientos. Pero he de reconocer que tiene razón. –Yo bajo la mirada—. Te advirtió sobre mí. Ese mérito no se le puede negar…
—Si le hubiera dejado te habría mandado a este sitio sin necesidad de pruebas.
—Se habrían salvado personas….
—Ya, pero es ilegal. –Suspiro y él se encoge de hombros a lo que yo le miro intrigado—. ¿Te arrepientes de lo que hiciste?
—¿Me creerías si te dijese que sí? –Me pregunta y yo me quedo en blanco—. Diga lo que diga, haga lo que haga, mis actos me han definido como una persona fría y sin empatía ninguna. Sin capacidad de aprecio o temor. Palabras como Amor, confianza o sinceridad, son conceptos que pierden todo significado si soy yo quien las dice.
—¿Eso es un “no”?
—Eso es que debes interpretar mi respuesta a través de mis actos cometidos.
—La gente a veces se arrepiente de sus actos.
—La gente. –Repite—. Yo no soy “gente”. Si hubiese sido tan corriente como cualquiera, no te habrías atrevido a tomarme como paciente, pues no soy el prototipo de paciente al que acogerse. Si yo fuese “gente” no habrías aceptado una cita conmigo. No te habrías acostado conmigo. Si yo solo fuese “gente” no estaríais aquí… —Me deja al menos veinte segundos para que cavile sus palabras—. No solo no me arrepiento, sino que a pesar de conocer las consecuencias, volvería a hacerlo. –Su rotundidad me hiere. No solo volvería a matar a sus padres…
—¿También matarme a mí? –Murmuro, no queriendo formular esa pregunta demasiado alto.
—Tal vez. –Dice, pensativo—. ¿Tú volverías a inmiscuirte en donde no te llaman? –Pregunta, y de su propia frase le acontece una duda—. ¿Cómo es que fuiste tan estúpido de delatarte, aquél día, diciendo que no había limpiado el baño y que aun había sangre en el sumidero? –Pregunta, herido por mi conducta de aquél día.
—Yo… —Intento hacer memoria. Una dolorosa memoria—. Pensé que era tan solo un perro. Yo, era consciente de que tenías un problema pero…
—Problema. –Murmura, y me hace detener. Cuando quiero retomar el hilo de mi explicación su expresión se ha tornado algo más fría.
—Estaba dispuesto a ayudarte en caso de que hubiera sido un perro. Es decir, no te habría delatado en caso de que fuese un perro, dos o tres. Yo estaba… convencido de poder ayudarte y hacerte dejar ese hábito, pero cuando supe que habían sido tus padres… —Mi estómago se revuelve.
—Era demasiado tarde. –Termina mi frase y yo asiento, apesadumbrado. Él asiente conmigo—. ¿Qué ha sido de ti estos meses? ¿Cuánto ha pasado? ¿Dos, tres meses? Hace mucho que no estoy en la posesión de un calendario. Las noches se suceden a los días y los días a las noches.
—Dos meses y medio, creo…
—Te han inhabilitado, ¿cierto? –Asiento—. ¿Cuánto? ¿Cinco, ocho años?
—Dos años.
—¿Solo? –Pregunta, y piensa en silencio unos segundos—. Supongo que han tenido la consideración de tenerte como víctima y la inhabilitación no es por la relación con el asesinato de mis padres, sino tan solo por saltarte el código ético de la escuela de psicólogos y mantener una relación con un paciente. –Asiento, por su razonamiento.
—¿Era esa tu intención desde un principio? ¿Hundir mi vida?
—¿Hundirla? –Pregunta atónito—. Casi deberías darme las gracias. Te he librado de la carga que suponía tu monótono trabajo. Al menos por dos años.
—¿Las gracias? ¿Crees que el dinero cae del cielo los días de lluvia? ¿Crees que con mi sueldo he podido ahorrar para vivir dos años del aire? Te recuerdo que apenas abrí la consulta hace cinco años…
—Sé que tienes dinero. –Me dice, seguro.
—Lo tengo, pero no gracias a ti. –Él se queda en silencio, esperando porque yo le dé una explicación de mis ingresos que no se merece. Se la doy de cualquier manera—. Mis padres me han prestado dinero. –Acabo asumiendo—. Les conté lo sucedido y a pesar de que me advirtieron que no querrán volver a tener contacto conmigo, me han ingresado algo de dinero. –Ruedo los ojos y él me sonríe ladinamente—. Despedí a Eungi, pero he vendido la consulta. También he sacado dinero de ahí. Y sí, tenía algo ahorrado pero…
—No hay peros. Cuando pasen los dos años tú volverás a trabajar y…
—¿Crees que alguien en su sano juicio va a querer que sea yo su psicólogo?
—En su sano juicio… —dice, riéndose, encontrando la ironía en mis palabras—. No creo que el sano juicio sea un rasgo común entre tus pacientes.
—En ti no, desde luego. –Le digo a lo que él deja de sonreír y me mira con el ceño levemente fruncido. No parece dispuesto a decir mucho más por lo que yo guardo la carta de su orientador en el sobre correspondiente y sigo mirando los papeles delante de mí. La pastilla de la ansiedad comienza a hacerme efecto y poco a poco noto como el control de la conversación vuelve a estar en mis manos. Hacía tiempo que no sentía como yo tenía el control sobre algo, pero no es una sensación del todo reconfortante. Su penetrante mirada al otro lado de la mesa logra su objetivo, incomodarme. Lo suficiente como para no saber qué papel en concreto estoy buscando. No es hasta que no lo encuentro que no recordaba qué era exactamente lo que estaba anhelando decir. Cuando lo tengo en mis manos se lo muestro desde la distancia pero él no cambia su expresión. Probablemente ni siquiera sepa qué es—. También tengo una copia del informe que te hicieron cuando llegaste al hospital y te operaron.
—¿Un informe de la operación? ¿Quieres regodearte en que estuviste a punto de matarme? –Me pregunta y esa voracidad en sus palabras logra tensarme. Por dos meses me he prometido que jamás sería tan duro y frío conmigo mismo por aquellos actos, y oírle a él decirlo con la misma frialdad con la que mi inconsciente me tortura es algo demasiado difícil de afrontar. Tartamudeo antes de poder extenderme en la explicación.
—No, es… es también un informe completo. –Él me mira expectante—. Análisis de sangre, orina, incluso de heces. –Él levanta una ceja, como si no se creyese que yo estuviera hablando de esto.
—Si vas a decirme algo que ya sé, puedes ahorrártelo. No creo que quieras invertir el poco tiempo del que dispones en recalcar lo evidente. Eso siempre es tan aburrido…
—Solo quiero confirmar unas sospechas.
—No tienes sospechas. Ya lo dejé muy claro cuando me preguntaron en el hospital. No todos los días se encuentran restos de carne humana en las heces y en la sangre de un paciente.
—No quisiste especificar en el hospital cuando te preguntaron sobre ello. Pero a mí…
—¿Te devora la curiosidad? –Me pregunta con ojos brillantes de emoción morbosa.
—Más o menos. –Suspiro y trago en seco.
—¿Qué quieres saber? ¿Cómo los descuarticé? ¿Qué parte de ellos me comí? –Sus palabras son tan bruscas y gruesas que me quedo sin voz—. Me comí los riñones de mi padre con unas patatas al horno y las carrilleras de mi madre con salsa de vino blanco y champiñones. –Se paladea con gusto—. ¿Quieres saber qué más?
—No es necesario. –Suspiro y siento mi estómago retorcerse—. ¿Después te deshiciste de los cadáveres?
—Sí. ¿A qué tanta pregunta estúpida? –Insinúa—. No soy Hannibal Lecter, aunque la verdad es que solo me falta el bozal. –Dice, mirando el entorno.
Estoy a punto de decir algo más cuando unos golpes consecutivos sobre el cristal a nuestro lado me hacen dar un respingo, con lo que miro rápido en esa dirección y puedo ver al guardia apuntando hacia su muñeca en la que encuentro un terriblemente feo reloj de pulsera y me enseña una de sus palmas abiertas. De sus labios puedo leer la frase muda “Cinco minutos”. Yo asiento comprendiendo que el tiempo de visita se acaba de forma inminente y comienzo a recoger los papeles sobre la mesa. Oigo entre el papeleo el sonido de su respiración profunda y tranquila. No entiendo cómo es posible que esté tan tranquilo ante mi presencia, yo me encuentro francamente desfallecido. Dudo que pueda mantenerme en pie una vez salga de esta habitación. Los neones en el techo comienzan a hacerme daño. Me siento como a punto de despertar de un terrible sueño.
—¿Vas a volver? –Me pregunta, casi con un deje de tristeza.
—No lo sé. –Suspiro. Ni siquiera entiendo por qué he venido esta vez—. Yo tengo dos años de libre albedrío, pero tú estarás aquí de por vida.
—El juez dijo “Indefinidamente”.
—Conociéndote, eso será mucho tiempo. –Digo y él me devuelve una expresión neutra que me hace mirarle con curiosidad. Sin más complicaciones me pongo en pie y cojo el taco de papeles para incorporármelos bajo el brazo, cuando él murmura en dirección a la mesa vacía.
—Claro que volverás… —Suspira, prepotente.
—¿A sí? ¿Y cómo lo sabes?
—Vendrás. –Dice esta vez mucho más firme y seguro en mi dirección—. Por el mismo motivo por el que has venido hoy. ¿Quieres saber cómo lo sé? ¿Sabes que veo cuando te miro, Yoongi? –Mi nombre de sus labios me sienta como el escalofrío de una leve corriente eléctrica atravesándome de pies a cabeza—. Veo a un pobre hombre solo y abandonado desde hace años. Un libro viejo que nadie quiere leer olvidado en la estantería más alta de una librería. Un cordero que sigue sumiso a la masa y se retrasa, quedando a la cola de un gran monstruo que lo consume día a día mientras se atiborra de ansiolíticos para sobrellevarlo con algo más de dignidad. Desgastado, aburrido, tedioso. Con esa camisa y esa chaqueta de la nana tan vulgar. Careces de autoestima y personalidad para mostrarte algo que no sea tan convencional. Vives tan absorto en el tedio y la monotonía que tienes pavor a cualquier cosa que no sea una experiencia banal. Tienes miedo de viajar, miedo de conocer, de amar, y de perder. Veo a un niño sumiso que sigue a sus amigos en cualquier aventura que no sea temeraria, un crío que se pasaba horas en la biblioteca sin tocar un solo libro porque no tenía amigos con los que salir, no tenía vida más allá de sus obligaciones laborales y familiares. Seguro que pasaste inadvertido todos los años de instituto y de universidad sacando notas mediocres, escondiéndote en los asientos más alejados en las aulas, regresando a casa a la hora establecida y comiendo todo lo que se te ponía delante. Veo a un ser absorto en problemas de fácil solución, ciego a aquellos otros que no quiere o no puede afrontar. Veo a un hombre desesperado por atención. Desesperado por que alguien le aplauda y le dé una palmadita sobre el hombro. Una sonrisa fácil. Solo necesitas eso para ser feliz. Y soy el único que va a proporcionarte algo de lo que buscas. Por eso vas a volver.
Me quedo ahí parado, con las manos temblando y la mandíbula apretada. Ofendido, enfadado. Intento mostrarle mi mejor expresión mientras me dirijo a él.
—No sabes nada. –Él no borra esa expresión prepotente y furiosa—. Te crees muy listo, intuyendo las debilidades de las personas, analizándolas. Pero tu ego no te deja ver más allá de la punta de tu nariz. Hay mucho más aparte de tu gordo y petulante narcisismo. Te crees un genio, un ser brillante, pero tus conversaciones de literatura y música rayan la pedantería. –Sentencio mis palabras agarrando con fuerza los papeles y colocándomelos bajo el brazo. El policía me ve dirigirme hacia la puerta, con lo que este la abre, con un chirrido espeluznante. Mis palabras me han dejado aliviado, pero no lo suficiente. Antes de cruzar la puerta, la voz de Jeon me detiene de nuevo usando mi hombre, esta vez con un tono algo más ameno y sincero. Sinceridad, que gran mentira.
—Yoongi… —Suspira. Yo me vuelvo, como movido por un resorte invisible. De seguro mi rostro muestra la incapacidad que he tenido para negarme a su voz—. Cuando me encerraron, abrieron una investigación y se llevaron mis cosas. Ve a los archivos policiales. Allí podrán dártelas.
—¿Qué? –Le pregunto, atónito.
—Mis cosas. –Repite—. Libros, ropa, cosas de la universidad. Está de seguro todo en cajas en los almacenes de la policía. Mi caso se cerró hace mes y medio. Ve a reclamar mis cosas.
—No soy el chico del correo. –Suspiro, y haciendo un amargo de marcharme él se tensa más en el asiento.
—No son para mí. Son para ti. Quiero que las tengas tú. –Yo le miro, atónito.
—¿Yo?
—Claro. No quiero que mis libros y mis apuntes estén en húmedas cajas con moho en algún sótano de la policía. Sabe Dios qué harán esos inútiles funcionarios con mis cosas… —Yo le miro algo aturdido mientras que el policía sujeto a la puerta espera aún porque yo me decida a salir. Los miro a ambos con una expresión algo confusa. Los papeles en mis brazos se retuercen.
—No te prometo nada. –Le digo a lo que él me mira con una expresión indescifrable. En ella puedo apreciar algo cínico como “no tienes nada mejor que hacer” pero al mismo tiempo una verdadera necesidad material por sus pertenencias y por saber que estarán bien. Acabo saliendo de la habitación con la cabeza gacha y soltando un gran suspiro. Antes de que el guardia cierre del todo oigo un lejano “Adiós” casi apagado. Apenas audible. Suficiente como para hacerme sentir culpable por no responder. Camino con expresión digna y altiva lo suficiente como pasar al lado de la ventana pero cuando ya queda atrás puedo comenzar a sujetarme el pecho, consciente de que puede darme un paro cardíaco si seguía allí dentro cinco minutos más.
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