NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 2 (Parte II)

Capítulo 2 – A mi no me tomarían en serio. Solo tengo trece años

Nos situamos a finales de noviembre de 2007. Yo acababa de cumplir hacía poco los trece años, mientras que en un mes, Jacinto haría los dieciocho. Los dos estábamos muy cambiados, yo más que él. Había crecido considerablemente en este tiempo hasta alcanzar el metro sesenta. Durante días me dolieron las piernas, las rodillas, y la espalda. Mi madre decía que crecía al menos un centímetro por día, pero era una exagerada. Yo le recriminaba que ambos, ella y mi padre, eran altos y eso tiraría de mí hasta llegar al menos al metro ochenta. El pelo no cambió nada, seguía con mis rizos y a mi padre le daría un paro cardiaco si alguna vez decidiese cortármelos. Un día, unos meses antes, me había mirado al espejo como si fuese la primera vez que me veía reflejado en él y eso me hizo sentir terriblemente asustado. Me descubrí en un cuerpo que había cambiado muy rápido y mucho. Mis piernas empezaron a tener un sutil bello rubio. Mis tibias se marcaron con intensidad, y mis clavículas aparecieron de repente, igual que un sutil bulto sobre mi tráquea. Mi nuez. Aun me quedaba mucho para terminar de desarrollarme, pero me encantaba ver los primeros síntomas de mi madurez. Mis manos eran más grandes con largos dedos pálidos y mis pies aumentaron varias tallas hasta la treinta y ocho. Aun me quedaban varios números para alcanzar a mi padre, pero ya podía ponerme los zapatos de tacón de mi madre.

Jacinto también había cambiado un poco. Se había dejado el pelo algo más largo que cuando le conocí. Ya no portaba los lados tan cortos como cuando le conocí, pero se había rapado la nuca de forma que la cantidad de pelo aumentaba hasta que llegaba a la coronilla. Su frente se la había cubierto con su pelo ondulado, oscuro, como sus ojos. También había crecido, pero menos de lo que yo lo había hecho. Medía un metro setenta. Solían decirme que él no crecería mucho más, pero estaba esperanzado de al menos poder alcanzarle. Pocas cosas más habían cambiado de él. Seguía vistiendo como si la ropa la hubiesen pisoteado parios metaleros, su carácter seguía siendo el mismo, y lo que más me dolía, él nunca subía a verme. Siempre tenía que bajar yo. Siempre tenía que ser yo quien diese el primer paso. Eso me hacía pensar que tal vez él no quisiera verme y yo solo le estorbase, pero cuando estábamos juntos, el poco tiempo que lo estábamos, era dulce y agradable, y eso siempre me hacía querer bajar a verle una vez más.

Ya hacía semanas que no le veía, cuando un día a finales de noviembre bajé un viernes a su casa. Su padre estaba trabajando, pero su madre tenía la tarde libre y estaba merodeando por casa limpiando y haciendo la cena. Me preguntó si deseaba cenar en su casa y yo no rechacé la idea. De cualquier forma quedaba media hora para la cena y no deseaba que este lapso temporal me apartarse de Jacinto. Cuando entré en su habitación estaba allí estudiando sabe dios qué, concentrado y en silencio con los cascos puestos. Me sentí mal por molestarle. Me sentí culpable cuando llamé al umbral de la puerta ya abierta para obtener su atención, pero cuando me miró y me sonrió, la culpabilidad desapareció por completo. Dejó los papeles aparte y se excusó con dulzura.

–Solo son unos apuntes de historia… –Chasqueo la lengua–. Además, ya es viernes y hay que divertirse un poco también. –No sabía si su determinación y enfoque en los estudios era por su propio deseo o si se veía obligado a hacerlo por satisfacer a sus padres y que estos observasen que estaba decidido a estudiar para ser tatuador. Yo me quedé apoyado en el umbral de la puerta y él se relajó en su silla, mirándome desde la distancia con picardía–. ¿Has crecido desde la última vez que nos hemos visto?

–Sí. –Dije–. No lo notarías tanto si vinieses más a menudo a verme.

–Lo siento. –Se excusó–. Estoy muy ocupado con los estudios.

–Lo sé. Por eso no me enfado. –Le dije y él me miró de nuevo con esa expresión de picardía. Sus rasgos habían dejado de ser dulces y se habían afilado un poco. Estaba mucho más adulto que yo, y aunque yo acortaba distancias, él seguía cambiando. Eso me dolía–. ¿Te harás algún tatuaje pronto?

–Tal vez. –Dijo, pero yo sabía que no tenía dinero para hacérselo, y sus padres no le dejarían tatuarse.

–Deberías. Nadie se fía de un tatuador que no tiene tatuajes. –Le dije, y mis palabras le dolieron, pero él se hizo el desinteresado.

–Cuando gane mi propio dinero me tatuaré de todo.

–¿Qué te tatuarás?

–De todo. –Repitió. Estaba seguro de que no lo diría con su madre merodeando por la casa. Entré en la habitación y cerré detrás de mí. Caminé hasta la cama seguido de su mirada y me senté allí. Él se giró con la silla hasta estar de cara a mí y yo me crucé de piernas. Ambos nos quedamos largo rato mirando sin decir nada pero nos dijimos demasiadas cosas. Él suspiró y me apartó el rostro. Yo seguí mirándole. Pensé en todas las veces que me había masturbado pensando en él desde aquél día en la piscina. Eran incontables, demasiadas. Pero siempre las mejores con él en mi pensamiento.

–Sé que tus padres no lo aprueban. –Suspiré con franqueza. Me encantaba la forma seria, sincera y espontánea con la que soltaba dardos como aquellos. Y me gustaba la forma en que impactaban tan de sorpresa en las personas. Me miró, sin estar aun acostumbrado a ello y me apartó la mirada del rostro, quitándole importancia.

–Ya, bueno. Pero yo decido mi vida, y lo que quiero estudiar. –Me miró sospechoso–. ¿Cómo sabes que no están de acuerdo con ello?

–Lo sé. Y punto. –Él no dijo nada y yo le aparté la vista. Miré sobre su escritorio. Había colocado allí el bote de las grullas que le había regalado y en el interior pude apreciar dos o tres de ellas deshechas. Estaban abiertas y medio dobladas para disimular que las hubiera fisgoneado. No me importó–. Me quedaré a cenar, si no te importa.

–En absoluto. Mi padre hoy viene tarde, y así amenizas un poco la conversación entre mi madre y yo. Últimamente no nos entendemos. Será cosa de la edad.

–¿Tuya o de ella? –Ambos reímos.

–No lo sé. Por una parte piensa igual que mi padre, pero por otra en realidad le da igual que yo estudie lo que sea con tal de que me haga feliz. Mi padre no piensa igual. Piensa que la felicidad viene a través de un trabajo estable, una vida conforme al sistema moral judeocristiano y encontrar a una mujer agradable que me dé hijos sanos y fuertes. –Aquellas palabras me hicieron sentir un regusto rancio en la boca.

–Un padre no debe regir la vida de un hijo de esa manera.

–Díselo a él, no a mí.

–A mí no me tomarían en serio. Solo tengo trece años.

–Nunca te toman enserio. –Suspiró–. Mientras sean tus padres, siempre se creerán mejor y más sabios sólo por ser mayores. No importa que tengas diez, trece, veinte o cuarenta años. Siempre te obviarán. –Yo me mantuve en silencio y le miré con ojos tristes y decepcionados. Tras un largo silencio, comenté:

–Yo confío en ti. Estoy seguro de que si esto es lo que quieres, lucharás con todas tus fuerzas. Yo no tengo mucho dinero, y tampoco tengo contactos, pero si necesitas cualquier cosa, yo haré lo que sea. Sé que serás el mejor tatuador de Ámsterdam. Y cuando consigas el trabajo, quiero que me tatúes. Si quieres probar conmigo, no me importa.

Él se quedó largo rato pensativo.

–¿Qué quieres tatuarte?

–Las dos figuras principales de un cuadro de Jean Broc*. –Él me miró frunciendo el ceño–. Aquí, en el interior del brazo. –Señalé la cara interna de mi brazo izquierdo–. Las quiero delineadas y con unas rayas de sombras. Algo así como un grabado. Que se reconozcan, pero que sean algo más que unas líneas…

Sin poder terminar soltó un largo suspiro. Un suspiro entre exhausto y sorprendido. Cuando alcé la mirada lo hallé con una sonrisa bobalicona y una expresión de complicidad que me hizo sentir confuso. No deseaba que me preguntase el nombre del cuadro, aunque si me lo hubiese preguntado, se lo habría dicho. No hizo falta, él sabía a qué cuadro me estaba refiriendo y eso le hizo sentir alagado, aterrado y muy confuso. La muerte de Jacinto.

Alguien tocó a la puerta y ambos borramos de inmediato nuestras expresiones como si hubiéramos estado haciendo algo malo, como su hubiésemos estado tramando un robo a mano alzada. Él ensombreció su expresión y yo desfiguré la mía para aparentar sorpresa por la llamada. Apareció su madre por detrás de la puerta con una sonrisa endeble y algo culpable.

–¿A que no me haces un favor? –Le preguntó a su hijo con tono suplicante, pero él sabía que no tenía alternativa a negarse–. ¿Puedes bajar al supermercado? Necesito que compres unas verduras y algo de carnes, ya que estás. He tenido que tirar unos pimientos que estaban en mal estado…

–Vale. –Suspiró Jacinto y rápido me miró, temiendo dejarme a solas a lo que yo me adelanté.

–¿Quieres que te acompañe?

A las siete de la tarde ya era casi noche cerrada. Las farolas estaban encendidas y los coches tenían puestas las luces. En un par de semanas encenderían el alambrado eléctrico de las luces de navidad y estaba a punto de ponerse a nevar en cualquier momento. Antes de salir a la calle Jacinto se enfundó en una coreana gris y yo propuse subir a mi piso a buscar algo de abrigo antes de salir, pero él me ofreció una de sus sudaderas y una chaqueta. La sudadera era negra, me quedaba perfecta y alegó que ya era vieja, que pensaba tirarla porque le apretaba en los hombros, pero a mí me gustó y me sentaba bien. No solía portar ropa de color negro, más que nada porque a mi madre no le gustaba como me sentaba, pero yo me vi maravillado. La chaqueta que me prestó si me estaba algo grande. Era un cortavientos azul ultramar con una bandera inglesa en el pecho. Justo antes de salir su madre le dio a él un paraguas y a mí me subió el cuello de la cortavientos para cubrirme el mentón y parte de la boca. Yo le agradecí y ella nos dejó marchar. Lo lógico habría sido que ese gesto hubiese ido dirigido a su hijo, pero a este no le hizo falta, se abrochó enseguida y se subió el cuello de la coreana todo lo que pudo.

Cuando salimos a la calle, todo estaba hermoso. A mí me lo pareció, pero a él no. Le molestó que su madre no fuese previsora y tuviese que ser él quien pagase por su descuido, y eso ya le ensombreció el rostro todo el trayecto hasta el supermercado a un par de manzanas. Me estuvo hablando sobre anécdotas parecidas de su madre. Cosas como que salían de viaje y ella siempre era la que se olvidaba las cosas importantes en casa, como el pasaporte, el móvil o cosas así. También sobre cómo odiaba cuando su padre le exigía cierto tipo de comportamiento que él no tenía, como el hecho de ser educado con las personas, tener buena presencia y no decir nada que pueda molestar a la gente. Él me habló y me habló sobre cientos de cosas diferentes pero yo no pude pensar en otra cosa que no fuese él, él mismo, a mi lado, caminando juntos y solos por la calle. No recordaba otro momento similar y a pesar de no apreciar la navidad, me hubiera gustado que las calles estuviesen alumbradas con toda la decoración pertinente para hacer del momento algo mucho más agradable. No paré de darle vueltas a la idea de cogerle de la mano. De tocarle, de enlazar su brazo con el mío y caminar juntos hacia ninguna parte. Él se extrañaría al principio, tal vez lo permitiría. No había muchas personas por la calle, nadie nos conocía, nadie sabía que éramos familiares, ni siquiera amigos, solo dos personas agarradas de la mano. Sin más. No me atreví.

Cuando llegamos al supermercado me animó pensar que en el camino de vuelta encontraría el valor para atreverme a sujetarle la mano, pero alguien debería llevar las bolsas de las compras, y eso dificultaría e incomodaría la situación. Era absurdo pensar en aquello por más tiempo así que me limité a dejarlo pasar. Alguna vez sucederá, pensé. Pero no pude saber cuándo.

–¿Qué tenemos que comprar? –Le pregunté mientras yo me hacía con un carrito de plástico y tiraba de él hacia el laberinto de pasillos, acompañado de Jacinto. Este sacó una lista en papel arrugado del bolsillo y yo me deshice del cortavientos mientras intentaba descifrar la letra de su madre. Él no se quitó la coreana.

–Tenemos que comprar unas pechugas de pollo, un par de pimientos rojos, otro par verdes, unas patatas y… –meditó–. Creo que pone lechuga. Sí. Lechuga. –Divisó el horizonte con mirada inquieta y nos dirigimos juntos a la sección de fruta y verdura. Mientras caminábamos y él escogía las mejores piezas me seguía hablando de sus vicisitudes en su casa. Me contó que su padre, al decirle que quería ser tatuador, al principio se lo tomó a broma, y más tarde se enfadó terriblemente porque no le gustaba la idea de los tatuajes, ni de que él se tatuara ni de todo el circulo social que rodeaba a ese mundo.

–Se piensa que las drogas van asociadas a los tatuajes, como si estuviésemos en los años ochenta. –Suspiró–. Muchas veces no entiendo de dónde ha sacado esa forma de pensar, te lo prometo. –Chasqueó la lengua pasándome una bolsita de plástico con unas cuantas patatas–. A veces me da la sensación de que solo lo hacen por molestarme.

–Es normal que pienses así. Al fin y al cabo, tenéis formas diferentes de ser y de ver las cosas. Él puede estar pensando lo mismo de ti en este momento. –Se volvió a mí pensativo–. Puede pensar que tu forma de actuar es tan solo para molestarle.

–Eso es muy profundo. –Dijo–. Pero si él piensa así, es que es estúpido.

–Eres tú el que lo ha dicho primero. –Le recordé y él me fulminó con la mirada. Yo le sonreí y él me ignoró. Después fuimos a la sección de las lechugas, los berros y similar. Cogió la primera lechuga que encontró y la arrojó a la cesta. Después nos orientamos y nos dirigimos a la carnicería. Cuando llegamos había varias personas por delante de nosotros para ser despachadas. El hombre que estaba atendiendo estaba bastante ocupado y parecía querer darse prisa, pero no podíamos irnos. Así que nos quedamos hasta que nos tocase el turno. El silencio se volvió tedioso así que él se volvió a mí con un suspiro y me miró apenado.

–La verdad es que mi madre, en esta ocasión, no creo que se haya despistado.

–¿No?

–No. Te invitó por cortesía y como tú aceptaste, ha tenido que improvisar una cena. Seguramente me hubiese dado un bocadillo de embutido y un par de tranchetes de queso y nada más. Así que… esto en realidad es culpa tuya. –Me dijo con una sonrisa y yo le miré apenado.

–¿Sí? Vaya… aun estamos a tiempo de devolver todo. No hace falta que… –Tiré de la cesta para regresar a la sección de verduras pero él me agarró de la cintura y se rió algo enternecido por mi reacción.

–¡No es necesario! No seas bobo, no pasa nada porque te quedes a cenar. Además, a mi madre le gusta cocinar, no es ninguna molestia. –Me retuvo unos segundos a su lado y después me soltó. Yo me quedé a su lado y mastiqué la idea de que su brazo me había rodeado. Tenía fuerza, tenía decisión.

–Si tú lo dices… –Suspiré–. Pero me has hecho sentir mal, capullo.

–Lo siento. –Dijo riendo, no sé si de su propia broma o de mi reacción.

–Eres un idiota. –Le miré directo a los ojos–. Un idiota al que me queda poco para alcanzar. –Dije y me puse de puntillas a su lado. Con ello ni conseguí siquiera llegar a su altura, pero lo pareció y él me ignoró riéndose.

–Deja de hacer el bobo. Aun te queda mucho para alcanzarme.

El carnicero despachó a una señora dándole al fin el ticket de la compra y saltó al siguiente cliente. Aún quedaban dos por delante de nosotros. Y algunos más habían aparecido después de nosotros. Cuando el carnicero se enfrascó en un nuevo pedido, volví mi atención a Jacinto.

–No tanto. –Le dije, pasando mi brazo por sus hombros y volviendo a ponerme de puntillas a su lado. Su mirada no estaba puesta en mí pero podía sentir todo su cuerpo atento a mis movimientos–. ¿Ves? Solo unos centímetros.

–Unos veinte. –Dijo y yo rodé los ojos, volviendo a poner los talones en el suelo.

–Menos que antes…

–Claro es lógico. –Dijo como si no le diese importancia. Yo agarré con mi mano libre el borde de su coreana sobre su pecho y le hice que me prestase atención con un tirón sutil. Casi un reclamo. Volvió la mirada a mí y yo le miré directo a los ojos.

–Eres un desconsiderado conmigo. –Le dije en un susurro. No lo dije fríamente, pero sí de forma directa. Él miró a otro lado, fingiendo estar enfrascado en la banal conversación entre el carnicero y la clienta pero yo aproveché su despiste para besar su cuello. Al principio no se mostró asustado pero tras que mi beso calase en su piel su única reacción fue sujetarme la muñeca que sostenía su abrigo e intentar retirarla de él–. ¿Tanto te molesta un beso? –Le pregunté riendo mientras me deshacía de su agarre y él chasqueaba la lengua disgustado. Agarré su mano, que intentó detenerme de nuevo y me puse de puntillas para besarle esta vez cerca de su oreja, pero él retrocedió un paso y yo avancé con él.

–No vueles tan alto, Ícaro.

Ahí estaba de nuevo, mi maldición. El jodido dogma que se colaba en mis más terribles pesadillas. Con ese tono queriendo quitarle importancia a la situación, pero volviéndola mucho más fría. Era como un hachazo en mi espalda, como una fría cuchilla cortándome la lengua. Me dejaba mudo y atontado. Yo me detuve al instante con su muñeca agarrada con fuerza, tal vez excesiva en mi mano y mi brazo sobre sus hombros. Solté un cálido suspiro en su cuello y él me mostró media sonrisa malvada. Muy maliciosa. 

–Así que te gustaban mis orejas. ¿No? –Le miré con odio y rencor–. ¿Te siguen gustando?

–Te dije que no las mirases. –Él se limitó a encogerse de hombros como si no pasase nada y yo apreté la mandíbula–. Te dije que me las pagarías…

–No me importa. –Otra persona que era despachada. Le tocaba a la siguiente.

–¿Cuáles más has leído?

–Un par más.

–¿Cuáles?

–¡Ah! –Se hizo el interesante y estuve a punto de dejarle ahí tirado con la compra y volverme a casa, pero eso involucraría a nuestros padres y no quería que ellos preguntasen nada. También podría haberle besado, pero no me atreví. Le miré fulminante y él me devolvió la sonrisa más cruel que me ha mostrado nadie nunca. Me quiso decir “Lo sé, pero no sabes qué es lo que sé”

–¿Mirarás las demás?

–No me hacen falta. Ya me las imagino y bah. –Fingió desinterés–. Son solo tonterías.

–Tonterías. –Dije, masticando el dolor que me habían provocado sus palabras. Solo tonterías. Mis sentimientos eran tonterías. Para él era una tontería lo que yo sentía. Por él. Me quedé completamente exhausto en un solo instante y desee tener el valor para abandonarle allí, para quitarme su asquerosa y ajada sudadera y volverme a casa para encerarme en mi cuarto, para quemar mi cuarto, quemar mi casa y que con ella el edificio se viniese abajo. Borrar todos mis recuerdos con él, borrarnos a ambos de este mundo. Me separé de él y me quedé mirando como el carnicero servía la carne picada en una lámina de papel plastificado sobre una pesa. Intenté no fruncir el ceño, intenté parecer desenfadado y no darle importancia a lo que acababa de decir, pero me fue imposible. Tal vez ahora, con mi edad, me lo habría tomado de otra manera, pero en ese momento estuve luchando duro para contener mis emociones. Él lo notó. Y su forma de compensar sus palabras fue acariciándome el pelo, revolviéndomelo. Yo le aparté la mano de un golpe y él chasqueó la lengua–. No te enfades, querubín. Era solo una broma.

–Ya, una broma. –Suspiré y me mordí la lengua, pero esta se me escapó–. Eres lo único que tengo, el único amigo que me queda, y dices que lo que siento son tonterías. –Mi franqueza le dejó helado. Yo tengo pocas virtudes, pero una de ellas es que no logro callarme lo que siento–. Tú sí que eres una broma. Y de muy mal gusto.

Volví mi atención al carnicero y tras varios largos suspiros por su parte, al final confesó.

–Leí la de “Tu voz” y “Te pareces al David de Miguel Ángel” lo cual es todo un halago. –Dijo entre una sonrisa y una mueca de disculpa–. Eres todo un encanto por pensar eso de mí, y me hizo muy feliz descubrirlo. No te enfades por eso. –Me habría tocado, pero corría el riesgo de volver a ser golpeado, así que se contuvo limitándose a ponerse a un lado mío, de cara a mí. Yo le miré con tranquilidad.

–Tenía que haber hecho uno de “Veinte cosas que odio de ti”.

–Habría sido el mejor regalo del mundo igual, solo porque lo has hecho tú, para mí. –Supe que solo quería ser zalamero para no tenerme enfadado, y menos en la cena delante de su madre.

–No finjas ahora ser amable y encantador. Ha quedado claro que piensas que es una tontería. –Le aparté con un brazo mientras me dirigía al carnicero–. ¡Sí! Nos toca a nosotros.


–––.–––


*Jean Broc (Montignac, 16 de diciembre de 1771 – Polonia, 1850) fue un pintor neoclásico francés. Su obra más famosa es el óleo La muerte de Jacinto (hoy en los Musées de Poitiers), completado en 1801. La temática de sus cuadros a menudo está asociada con temas homoeróticos. Broc estudió pintura con el maestro Jacques–Louis David y a menudo frecuentó el grupo intelectual conocido como "Les primitifs" (Los primitivos) o "Barbus" (Barbudos).Falleció en Polonia donde se había trasladado porque su hija Marie–Louise Aline se había casado con el general polaco Józef Dwernicki.

 


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