NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 1 (Parte II)
Capítulo 1 –
No pienso pasar un solo día más teniendo miedo en clase.
Cuando era pequeño no me gustaba ir al
jardín de los tulipanes aquí en Ámsterdam. Era una experiencia del todo
desagradable. Siempre todo lleno de turistas, todo abarrotado de cámaras, de
espectadores que se deshacían en halagos al colorido mar que protagonizaban las
inmensidades de tulipanes sembrados por todas partes. Mucha gente piensa que
los tulipanes son autóctonos de Holanda, que nacen aquí como idiotas en los
centros escolares. La gente identifica Holanda con los molinos y los tulipanes.
Que estereotipo tan sumamente pobre. En realidad los tulipanes son una planta
silvestre del Himalaya que los franceses trajeron de allí a Europa, y se les
ofreció a la familia real holandesa, hace ya siglos, por no sé qué acuerdo. Es
muy triste, y mucho menos fantasioso que mantenerlos como icono reconocible de
nuestra nación. Pero la realidad nunca es fantasiosa o mítica. La realidad es
real, fría y cruel. La realidad es gris, aunque todos estos tulipanes quieran
mostrarme lo contrario.
Aquél día de noviembre estaba allí por
obligación en una excursión del instituto. Habían pasado tres años ya. Mucho
tiempo, pero casi nada en realidad. Terminé el colegio con buenas notas, tal
como se esperaba de mí y entré en el instituto en donde trabaja mi padre. Y hoy
agradezco que él no haya venido con nosotros en esta excursión que se empeñan
en llamarla educativa cuando a mi no me sirve para nada. Si mi padre hubiese
venido, me habría reprochado al regar a casa no poner un solo gramo de mi
atención en las explicaciones del guía. “Ya te las he escuchado a ti mil veces”
le diría, y para tocar su fibra sensible añadiría “Y tú lo explicas mejor que
él”.
Mi primer año en el instituto fue denso y
algo pesado, pero más por la propia interacción social que por la dificultad de
las asignaturas. No noté demasiado cambio de un lugar a otro y no lo habría
percibido si no fuese por la insistente presión de los profesores por
recordarnos cada día que ya no estábamos en el colegio sino en el instituto.
Como si en realidad hubiese algún cambio sustancial. Los profesores eran igual
de mediocres y pedantes, los alumnos igual de idiotas e infantiles y las
asignaturas, la mayoría, inservibles. De mis antiguos compañeros solo me
acompañaron a este centro mi mejor amigo, y la chica aquella, siempre de la
mano con aquél otro idiota al que tanto echamos todos en falta. Si en el
colegio estábamos juntos casi siempre, en el instituto nos hicimos
inseparables. El resto de la clase eran desconocidos que llegaban de todas
partes, desde colegios a las afueras, colegios privados o incluso estudiantes
de otros países que por mucho que luchasen, nunca llegaban a incorporarse del
todo a las clases.
Ekain se llamaba mi amigo. Mi fiel amigo
friki tan sumamente desinteresado de mí como yo de él. Angélica se llamaba ella,
la rubia de pelo ondulado y mal carácter. Si antes no eran más que compañeros
de clase con los que pasar el recreo, ahora se convirtieron en mi único circulo
social, dentro y fuera de las aulas. El primer año vivimos aterrorizados de los
alumnos más veteranos, de los profesores de los que se decía que eran malvados
como los ogros de los cuentos de críos y de nuestros propios compañeros de
clase. Formamos un trío, un triángulo, la figura geométrica más sólida que
existe. Nos esperábamos los unos a los otros en la entrada del centro cada día,
no regresábamos a casa sin los demás y durante las clases, siempre que
podíamos, nos sentábamos lo más cerca que podíamos entre nosotros. Entre el mal
carácter de Angélica, la imaginación de Ekain y mi franqueza, fuimos
inseparables. Los profesores solían llamarnos con todos los motes inimaginables
y aunque al principio fue algo incómodo, a mí acabó por parecerme gracioso. Ya
en el primer curso les invitaba de vez en cuando a casa a comer, a cenar, a
hacer los deberes o simplemente a ver alguna película. Mis padres jamás
hicieron comentarios burdos o malsanos tales como “¿Y quién de los dos es el
novio de esta chica?” O “¿Ella no tiene amigas que tiene que salir con dos
chicos?”
Mis padres no pusieron objeciones, pues comprendieron
la naturalidad con la que la veíamos como a uno más y ella jamás se mostró
incómoda o desconfiada con nosotros. Sin embargo los padres de Ekain, o los
suyos propios no fueron tan comprensivos, por lo que nuestra habitación se
convirtió en nuestro refugio personal, en nuestra guardia donde poder ver
películas o comer pizza sin la constante presión de que estábamos haciendo algo
incómodo.
El primer año ella echó mucho en falta a
su amigo con el que siempre estaba, Raúl. A veces incluso nos escapamos alguna
vez en plena mañana para ir a un centro escolar a dos kilómetros al norte donde
le habían destinado a él. Él también se escapaba y quedábamos en un parque
cercano a su centro durante su hora de receso. Allí una vez nos encontramos
todos, pero él solo tuvo ojos para Angélica y nosotros dos, Ekain y yo
nos quedamos mirando con resignación como se abrazaban y se mimaban el uno al
otro dándose consuelo. Yo quise ver en ellos amor, pero no era ese ferviente
amor pasional del que tanto había leído los últimos años. Tampoco era ese amor
tranquilo y pausado que yo deseaba tener alguna vez. No era amor, aquello. Se
amaban, Pero no era amor. Con los años, ella le olvidaría, y él seguro que
también a ella.
El primer curso terminó entre apabullantes
exámenes, buenos resultados y una cena de pizza y refrescos en mi casa. Durante
el verano apenas nos vimos. Ekain se fue de vacaciones y Angélica se pasó el
verano, como no, en la piscina de su urbanización. A veces nos veíamos por la
capital en algún supermercado o caminando por la calle y nos abrazábamos y
festejábamos nuestro encuentro como si hiciese años que no nos veíamos, cuando
a lo mucho solo habían pasado seis semanas. Nuestros padres se saludaban y nos
despedíamos con una mirada de complicidad queriendo decirnos que pronto nos
veríamos, no porque quisiésemos, que también, sino porque el sistema educativo
del país nos obligaría vernos cada día, durante varias horas el resto de
nuestra adolescencia. Éramos como trabajadores con contrato fijo en una fábrica
en donde nosotros mismo éramos el resultado de nuestro trabajo. Era deprimente,
pero tenernos los unos a los otros era maravilloso.
El segundo curso empezó y nos topamos con
la sorpresa de que nuestro número de alumnos aumentó considerablemente. Había un
grupo de varios varones y dos chicas que habían repetido el curso y los habían
metido en nuestra clase. Había repetidores en todas las aulas, pero por cosas
de la vida, por razones que desconozco, los peores estaban en la nuestra. En un
principio no me debería haber importado que estuviesen allí pues comprendía que
todos se merecen una segunda oportunidad y nadie debe ser discriminado por
tener un mal año y no aprobar las asignaturas. Pero me vi sorprendido ante la
inesperada sorpresa de que nos tomaron a mis amigos y a mí como dianas para
lanzar insultos e improperios. Como buenos animales de caza la tomaron con la
más débil del grupo, Angélica, solo por el hecho de ser mujer. Si siempre había
tenido un carácter fuerte como un demonio, consiguieron minarla el primer mes
de clase. Al ver que siempre estábamos los tres, todos empezaron a sacar
conjeturas fuera de lugar y el par de chicas repetidoras un día la acorralaron
en el aula medio vacía para advertirla. Sus palabras exactas fueron “No sabemos
qué te traes con esos dos chicos, pero si no quieres que digan cosas feas sobre
ti, más te vale que los dejes en paz, o pensarán que eres una puta y que solo
buscas zorrear.” Ella estuvo a punto de darnos de lado pero cuando se confesó
con nosotros no pudimos evitar pensar que en realidad era culpa nuestra, de
Ekain y mía, que no estábamos haciéndola sentir valorada. Como ella no dejó de
estar con nosotros, las chicas de clase se tomaron el derecho de ser ellas
quienes protagonizasen las aberrantes fantasías que habían creado, llamándola
zorra, calienta braguetas, furcia, y muchas más cosas. Ella no solo tenía que
oír aquellas cosas en su casa, también en su clase y de sus compañeros.
El grupo de chicos se centró más en
nosotros, persiguiéndonos hasta los lavados, acosándonos en los pasillos,
lanzándonos cosas en clase. De nosotros dijeron cualquier cosa que se les
pasase por la cabeza, no les importaba contradecirse en sus ideas, parecían
felices soltando improperios sin más. Nos llamaron maricones, a Ekain y a mí,
nos llamaron violadores, esclavizadores de niñas, idiotas, nerds, frikis, gais
y cualquier cosa más. Mientras sólo fueran palabras a mi no me importaba. Es
más, me resultaba fácil ignorarlas aunque a mis otros dos amigos no les sentaba
nada bien. Un día que encontré a Angélica llorando en los baños de chicas
decidí plantarme. Decirles que como dijesen una sola cosa más acerca de
nosotros, aunque fuese a nuestras espaldas, se enterarían. Al principio
parecieron sorprendidos y algo incrédulos. Pero se tomaron mis palabras a mal,
y al día siguiente Ekain no llegó a clase.
Cuando fui a su casa para darle los
deberes del día, me encontré con su madre hecha un manojo de nervios y el padre
intentando calmarla. “Ahí lo tienes, en su cuarto”. Me indicó su madre despectivamente
cuando pregunté por él y al entrar, lo encontré encorvado sobre su silla, con
un ojo morado, la nariz rota y el labio hinchado. Esa misma mañana de camino a
clase le habían estado esperando, y le habían dado una paliza tremenda. “El
médico dijo que casi me parten una costilla” dijo, no muy compungido. Se le
notaba más preocupado pos su padres, que pensaban que se había metido en una
pelea, que su propio malestar”. Al verle tan magullado me entró un pánico
tremendo. Temía acabar como él, temía que mis palabras hubieran sido las
causantes de aquello y me preocupada que a Angélica le hiciesen lo mismo. No lo
toleraría. Llegué a casa aquella tarde hecho una bola de ira. Nada más llegar a
casa me encerré en mi habitación y pateé con todas mis fuerzas el almohadón en
el suelo. Me tiré sobre él y le molí a puñetazos. Apenas le hice nada, más daño
me hice yo, pero acabé llorando de la impotencia que sentía por no poder haber
hecho nada.
A la hora de la cena me planté frente a mi
padre y le exigí su atención, no como padre, ni como familiar. Ni siquiera como
amigo. Le quería como profesor. Le dije con pelos y señales lo que habíamos
estado sufriendo estos primeros meses en la escuela. Le conté todo la lista de
insultos que nos habrían proferido a mis compañeros y a mí y de la paliza de
Ekain esa misma mañana. Le expliqué que ellos se habían empezado a meter con
nosotros sin motivo aparente y que nosotros nunca respondíamos a sus ataques,
que siempre intentábamos evitar problemas y salir airoso. Pero que ya
habían llegado al límite, golpeando a Ekain, y seguramente a Angélica también
se lo hiciesen. No me preocupaba que a mí me golpeasen, pero no quería que lo
hiciesen con mis amigos. Mi padre se me quedó mirando con estupefacción.
–No pienso tolerar esto más. No quiero ser
un número más en las estadísticas del bullying y mucho menos tolerar que
personas inocentes como mis amigos, sin motivo ninguno, se vean sumidos en esto
conmigo. Es injusto que porque a ellos les vaya mal en casa, en la escuela, o
sea los motivos que sean por los que tienen que sentirse superiores intimidando
al resto, me toque a mí ser víctima de esas circunstancias. No pienso pasar un
solo día más teniendo miedo en clase.
Mi padre puso su mano sobre sus labios,
meditó largo tiempo y el rostro de tristeza y confusión que puso al contarle
que me estaban molestando en clase, pasó a una expresión de subordinación y
desencanto.
–¿Y qué esperas que haga yo? –Me preguntó
y sus palabras me sobrevinieron como un mazazo.
–Lo mínimo que espero que hagas es que les
expulses. Al menos una semana. Para que aprendan la lección. –Volvió a
meditar.
–Dos cosas hijo. Estoy de acuerdo contigo,
en que es injusto que tengas que vivir esto, pero ni yo soy su profesor para
expulsarles ni tengo pruebas para demostrar que tienen ese comportamiento
contigo.
–Pero… pero… –Me quedé sin palabras ante
la frialdad de mi padre–. Le han dado una paliza a Ekain.
–Ha sido fuera del centro. El instituto no
se hace responsable de ello. –Sentenció. Yo me quedé paralizado de terror.
Ahora sí que estaba acojonado ante la idea de que mi padre no me fuese a servir
como escudo de defensa.
–Pero no es justo. ¿Por qué tengo que
convivir con alguien que quiere fastidiarme? –Mi padre se limitó a encogerse de
hombros. Yo me enfurecí y puedo jurar que si hubiese tenido más edad, habría
resultado incluso intimidante–. ¡Te lo digo ahora, padre! Si no haces algo para
que no vuelvan a molestarnos a mis amigos y a mí, pueden suceder dos cosas. O
me voy del centro, o me darán una paliza como a Ekain, y tendrás que recogerme
de la acera ensangrentado y con la cara amoratada, como a él, porque si vuelven
a molestarnos, pienso lanzarme a su yugular con las tijeras en la mano.
Le dejé ahí plantado, reflexionando y
meditando mis palabras. A las dos semanas mi padre pidió mi traslado a otro
centro y eso fue la gota que colmó el vaso. No podía irme, no quería irme y
dejar allí a mis compañeros, mis amigos. Eran todo lo que tenía en mi vida
escolar y me sentiría como una rata traicionera si les dejase allí a merced de
esos hijos de puta. Hice a mi padre que detuviese el traslado y mis amigos se
enfadaron conmigo por ello. Yo les dije que nos les abandonaría. Y ellos se
animaron por ello, pero a las semanas ellos sí pidieron el traslado, y se lo concedieron.
Me dejaron solo. Fue cruel por su parte, pero lo entiendo. Ambos escogieron el
mismo centro en donde estaba Raúl y aquella decisión no me extrañó. Los padres
de Ekain estuvieron encantados ante la idea del traslado y los de Angélica algo
menos, pero esperanzados de que allí hiciese amigas de su edad. Craso
error.
Desde que se marcharon el día de la
excursión al jardín de los tulipanes pasaron dos semanas, pero parecieron meses
o años. Me sentí solo durante todo aquél tiempo y me negaba a hacer amigos de
nuevo. Amigos que me traicionaran, amigos que me abandonasen, pero bien
hicieron. Los chicos parecieron perder el interés por mí y las pocas veces que
se atrevieron a decir algo fue simplemente para remarcar la evidencia de que me
habían dejado solo y marginado. Les notaba que les había afectado la idea de
que hiciesen trasladarse a dos alumnos, pero cuando se les pasase ese estupor,
volverían a por mí. A pesar de solo tener un año más que yo, dos en caso de uno
de ellos, eran más altos, más fuertes y juraría que me sacaban décadas y no
años. Me sentía muy inferior a ellos y a pesar de que sabía que era solo una
impresión psicológica y que yo les aventajaba en muchos otros aspectos, para
intimidarme no les hacía falta más que aparecer delante de mí y fingir que me
cortaban el paso. Eso ya me acongojaba y me hacía suspirar de resignación.
Pensaba “¿hoy cuánto van a ser?” ¿Tres, cuatro minutos fastidiándome hasta que
me dejen en paz, hasta que logré escaparme o hasta que pierdan el
interés?
Mis tíos siguieron trabajando en la
asociación de mi padre y Jacinto no quiso hacer la preparatoria. Cuando terminó
el cuarto curso del instituto, cuando iba a comenzar yo mi primer año allí y él
su primer año de preparatoria, cuando íbamos a estar en el mismo centro, él
decidió que no quería hacer la preparatoria y que quería cursar los estudios
para ser tatuador. Eso decepcionó profundamente a sus padres. A mi padre le
hizo ilusión que tuviese una idea clara sobre lo que hacer con su vida y mi
madre comentó que los tatuajes cada vez estaban más de moda y que en pleno
Ámsterdam, si encontraba un local barato, tendría trabajo seguro. De este modo
estuvo todo el año pasado sacándose el curso de higiénico sanitario el cual le
obliga la ley a tener para poder tatuar. También estuvo asistiendo a una
escuela de dibujo para perfeccionar su técnica y se leyó cientos de libros
sobre historia del tatuaje para presentarse a un curso de tatuador. Por lo
pronto el año pasado se graduó del curso de higiene y sanidad con la mejor nota
de su promoción y ese año iniciaría en febrero un curso de cinco meses de
tatuaje, historia y técnicas. Eso explica porque apenas le veo, siempre
estudiando, siempre leyendo, siempre ocupado de un lado para otro. Buscando
talleres y conferencias a las que asistir, informándose y llamando a todas
partes para labrarse un futuro seguro.
Hacía unas semanas mis padres y los suyos
hicieron una cena en nuestra casa a la que al parecer yo no estaba invitado,
por lo que a mí me dieron de cenar antes y mi madre me mandó a mi cuarto. Pero
no por ello me quedé al margen de la conversación pues estuve atento a todo lo
que se decía. Y en ocasiones hablaron de mí, de mis aptitudes para el estudio y
mi futuro incierto acerca de qué estudiaría al acabar el instituto. Mi padre
sugirió que se me daba bien la historia y la mitología, y mi madre prefirió
verme en un trabajo más manual que me diese de comer no solo por mi cerebro.
Mis tíos apenas quisieron comentar nada porque ya habían aprendido a no
interferir en la forma de educar a un hijo ajeno. Pero sí hablaron sobre
Jacinto. Hablaron mucho.
–No me hace ni pizca de gracia que se esté
gastando el dinero que yo tanto he ahorrado con el esfuerzo de mi sudor en
cursos de tatuajes y piercings. –Comentó su padre con ansiedad, como si se lo
hubiera estado aguantando por mucho tiempo–. Parece centrado y confiado en lo
que hace, pero no quiero que se pase la vida en un trabajo tan desagradable,
tatuando a despojos y yonquis.
–Hoy en día todos tienen tatuajes. Yo
incluso tengo uno en la espalda. –Dijo mi madre, a lo que nadie comentó
nada.
–Yo pensé que querría estudiar otra cosa.
Tiene cabeza para estudiar cualquier cosa. –Dijo la madre de Jacinto–. ¿Qué
importa lo que sea? Pero… no sé. Yo me lo imaginaba estudiando una carrera de
económicas, o incluso un módulo de comunicaciones o periodismo...
–¿Qué tiene de malo ser tatuador?
–¿Qué tiene de malo? –Preguntó mi tío–. De
los tatuajes a las malas compañías y las drogas hay un solo paso. Un día tatúas
a un músico de rock, al siguiente sales a beber con él y ya fumas porros, y te
acuestas con cualquiera. Esa no es la vida que yo quiero darle a mi hijo.
–No seas tan conservador, hermano. –Le
dijo mi padre, suspirando–. Mi mujer tiene razón, no solo se tatúan estrellas
del rock y yonquis, también profesores, deportistas y periodistas.
–Sabes bien de lo que hablo, joder.
–Suspiró mi tío, exhausto–. Con lo fácil que sería que estudiase algo
empresarial y hacer unas oposiciones para funcionario…
–¿Quieres que tu hijo viva una vida
aburrida y monótona trabajando para la corrupta sistemática de la burocracia?
Si tiene algo artístico dentro, por pequeño que sea, se lo matarás…
–Mi hijo no sirve para nada. –Contestó mi
tío, con desgana–. No es un angelito bueno, paciente y estudioso como el
vuestro, estoy seguro de que todo el dinero que estoy invirtiendo en sus
estudios no servirá para nada–. Chasqueó la lengua–. No, se acabó. A partir del
año que viene –se refería a dentro de dos meses–, ya puede ponerse a trabajar,
porque yo no le pienso pagar ni un solo curso más.
–Tampoco es eso… –Dijo la madre de Jacinto
para defenderle. Yo me avergoncé del comportamiento de mí tío, y aunque era
cierto que al principio yo tampoco le vi como tatuador y me chocó la idea, me
ilusioné con el tiempo y ya me lo imaginaba trabajando en una pequeña tienda,
todo él tatuado y con los lóbulo perforados, asistiendo a clientes mientras yo
le iba a visitar con un café y un pequeño pastelito para hacerle compañía. La
idea me supo deliciosa, y las palabras de su tío entonces me agujerearon el
pecho.
–¿Acaso no es cierto? Nos arruinará con
sus ideas estrafalarias. Siempre ha sido un desorganizado y cabezón crío que se
interesa por algo, lo da todo por esa cosa, y a los meses se le pasa la
tontería y lo desecha como un trapo. –Me sentí por un momento objeto de ese
ejemplo. ¿También se había olvidado de mí? ¿Ya no pensaba en mí como yo pensaba
en él?
–No seas tan duro con tu hijo. –Le dijo mi
madre. En su voz la noté dolida por ver como alguien hablaba así de su propio
hijo–. Deberías tener más esperanzas en él.
–Yo ya lo he dicho. No le doy un euro más.
Que se las apañe trabajando. Mañana mismo se lo diré.
–No encontrará trabajo de nada, y menos
hoy en día.
–Pues menos va a encontrarlo cuando se
encuentre con veinte años y sin más estudios que el de tatuador. Ya me vendrá
llorando cuando no tenga donde trabajar o a nadie a quien acudir para un mísero
empleo, aunque sea para descargar camiones.
Quise salir en ese momento a recriminarle
sus palabras, pero mis padres no me lo perdonarían. Me hubiera gustado aparecer
con mi hucha de la mano y entregársela para pagar todos los estudios que su
hijo quisiera cursar. Todo, para él. Me habría mirado como mi padre una vez me
miró y me preguntaría “¿Te haces responsable de él? ¿Hablas por él?” y yo
habría respondido todo orgulloso que sí, que yo me encargaría de él y pondría
mi mano en el fuego porque confiaba en su hijo. Pero no lo hice, no solo porque
era consciente de que con el poco dinero que yo poseía no le pagaría ni la
entrada a una conferencia ni me tomarían enserio si aparecía tan digno por el
salón haciéndome responsable de algo que aún no había sucedido. “Le cedería mi
techo, si lo necesitase, le daría mi comida, compartiría mi cama” ellos no me
escucharían, dado que ni la casa ni la comida eran mías. Y por la cama, ya ni
hablemos.
Y es por eso, que el día de los tulipanes,
semanas después de aquella conversación, semanas después de quedarme solo en
clase y después de que hayan pasado casi dos meses sin ver a Jacinto, a pesar
de que vive justo debajo de mí, duerme a varios metros por debajo de mi cama,
pienso en él. Pienso en mis compañeros. Pienso en mis padres, en mi familia y
en mi futuro. ¿Mis padres se tomarán igual de bien las decisiones que yo tome?
¿Mis tíos se tomarán tan mal las elecciones que escoja? ¿Qué ha sido de mis
amigos? ¿Qué debo hacer con Jacinto? Todo el mundo a mí alrededor se quedó
estupefacto ante la hermosura de un hermoso mar de tulipanes. Rojos, violentas,
amarillos. Todos, enormes y preciosos. Yo no pude apreciarlos, no significaban
nada para mí. Aquel día solo pude pensar en él. En Jacinto. Y en que ojalá
estuviera allí conmigo para hacer de aquel paisaje algo que mereciese la pena
apreciar.
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