NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 1 (Parte I)
Capítulo 1 - Del Mediterráneo al Mar del Norte.
La mejor forma de comenzar un relato es describiendo una situación climatológica. Algo así como el dulce rumor de la lluvia golpeando los helados cristales en una tarde del gélido invierno de 1993. El café caliente entre mis manos y un suspiro melancólico que el lector no acaba de entender su porqué, pero ahí está, formando parte de un conjunto que bien podría parecer un cuadro impresionista. Desdibujando el azul de las ventanas con unas cuantas pinceladas emborronadas y el rostro de una joven enfundada en una gruesa manta mirando hacia ninguna parte. Demasiado idealizado para mi gusto, sinceramente. Demasiado convencional. No voy a anunciar una marca de té o unas galletas de mantequilla. No deseo introducir de esa forma mi relato. Así no.
Otra opción, también algo convencional sería hablar sobre mi infancia. Dónde nací, quienes fueron mis compañeros de escuela, e intentando evocar el sonido de las risas de los niños en preescolar, me situaría poco a poco en un entorno familiar apacible y hogareño. Con pollo asado los domingos y una gran fuente de cordero en navidad. Después, para introducir cierto aire melodramático, hablaría de lo influyente que fue para mi vida la muerte de mi abuelo al que tanto quería, y como sus recuerdos aún nos acompañan en nuestra casa. Mi padre se quedó con su ajada navaja de la guerra, mi madre su álbum de fotos, y yo, su reloj de bolsillo. Sería muy hermoso, sin duda. Pero yo jamás conocí a mis abuelos. Y no tengo ningún reloj de bolsillo. Tampoco de pulsera.
Una última alternativa sería hablar de la persona amada. Cómo la conocí, como me desviví por los primero roces de manos, sus suaves mejillas, y como cada noche me quedaba dormido fantaseando con todas las cosas que le diría al día siguiente, cuando en mi fuero interno era plenamente consciente de que tartamudearía como cada vez que la veía llegar a lo lejos. Sería algo inusual, pero romántico. El romanticismo le gusta a todo el mundo, en mayor o menor medida, todos amamos al amor. Cupido se hace querer, tanto por su ternura como por la fuerza de sus flechas.
Nos encantan las historias del príncipe que rescata a la princesa, del amigo que va a buscar a la mujer que ama al aeropuerto para que no parta, de la mujer vanidosa que solo se quiere a sí misma, o del hombre que ama la guerra. El amor, el deseo y la pasión nos mueven, y ¿por qué no iba a comenzar mi relato con el nombre de la persona que amo encabezando el texto? Porque se me hace imposible decir su nombre en alto, incluso escribirlo. Es un nombre tan casto e inalcanzable que no logro hallar la forma de decir todo lo que es para mí, solo con nombrar su nombre. Algo que él no eligió y que sin embargo le engloba, a él y a todo su ser. A sus gustos, a sus miedos. Yo me incluyo en su nombre y también mis gustos, mis miedos…
Por eso, para tratar un tema tan amplio, primero tengo que remontarme unos cuantos años atrás. Muchos años atrás. Antes de su nacimiento, antes del mío. ¿Y quién soy yo sino mis antecesores? Mi padre. Figura primordial en mi vida, eje de mi inteligencia y mi saber cultural. Mi padre, el único que tengo y el único que tendré. El único nexo entre la persona que amo y yo. Mi padre nació en 1960 en un pueblo al sur de Saint Tropez, en Francia. Me gustaría decir que soy francés, pero en mi sangre solo recorre un cincuenta por ciento de sangre francesa. Pero no volvamos a mí, sigamos con mi padre.
Mi padre, cuyo nombre no quiero mencionar, pues jamás tuvo relevancia para él y tampoco para nadie nunca, nació en una zona rural en donde la gente se alimentaba de lo que producía y la mayor parte de la población trabajaba en y para el campo. A veces mi padre, en sus noches de exceso de vino, evoca aquellas largas mañanas entre tierra, patatas y lechugas. Recuerda a su madre siempre con dolor de espalda y a su padre con quemaduras por el sol sobre los hombros. Cuando se quitaba los tirantes decía mi padre debajo tenía otros, era su piel, que se había quemado con los tirantes puestos. Mi padre, en su más tierna infancia no conoció más que el olor de la tierra humedecida por el rocío de primera hora de la mañana y el color oro del trigo brillando justo en la puesta de sol como un mar de oro. Tal como Unamuno conoce bien de los campos de Castilla.
Cuando alcanzó la edad de seis años, ingresó en la escuela del pueblo más cercano. Allí aprendió lo que todos los niños aprenden en las escuelas, como hacer canutos con papel y bolitas, como dar buenos remates con una pelota de fútbol medianamente decente y a perseguir a las chicas en falda para levantársela. Cuando salía del colegio a la hora de comer, volvía al campo, de donde había nacido como una hortaliza más, escarbando la tierra para respirar oxígeno. Igual que una patata o un calabacín. Ayudaba en las labores domésticas de su casa, de su vida natural. Cuando los cerdos estaban grandes y hermosos, se hacía la matanza, y cuando las gallinas estaban en su época de poner muchos huevos siempre se hacían grandes y hermosas tortillas, pasteles de varios pisos y siempre olía a huevos fritos con jamón. Los domingos, caminaban a pie hasta la iglesia y allí, obrando como buenos fieles, dejaban sus pocas monedas sueltas rezándole a Dios por lluvia, por buen ganado y por más dinero.
Cuando mi padre cumplió siete años, sus padres le bendijeron con algo que mis padres jamás me dieron: un hermano. Después de nacer él, su madre había quedado muy debilitada con el parto, y cuando nació su hermano, entró en una enfermedad que en cualquier ciudad se podía haber curado, pero con los pocos recursos de los que ellos disponían ella nunca acabó por recuperarse. No pudo volver a hacer labores de campo y mi padre se vio obligado a dejar la escuela a los pocos años, para poder sacar a la familia adelante.
El bebé, poco a poco fue creciendo fuerte y sano. Mi padre estaba absolutamente embelesado con esa pequeña bolita de pelusa amelocotonada que le habían dicho que era su hermano. Un pequeño ser que, aunque lloraba, dormía y cagaba, a veces se reía con las carantoñas que su hermano le mostraba, y cuando lo tenía en sus brazos, a veces bostezaba y se acurrucaba escuchando el latido de su corazón. Incontables fueron las noches que mi padre pasó en vela acunando a su hermano, con la esperanza que con alguno de los vaivenes, cayese en un profundo sueño. Incansables fueron sus ganas por hacer reír a ese pobre retoño que la mayor parte de las veces solo deseaba aferrarse al pecho vacío de su madre. Inagotables fueron las fuerzas de mi padre para ir cada día al campo, segar los días de siega y plantar los días de plantación para que su hermano tuviese sus papillas para comer y sus mantas para dormir.
Pero aun así, jamás fue suficiente. Cuando mi padre cumplió doce años mi abuelo no daba abasto con un niño aún muy pequeño, una mujer medio enferma y todos los pagos que debía solventar con un niño que aunque se pasase las noches en vela, no rendía lo suficiente. La solución se la proporcionó el cura del pueblo al que cada domingo le pedían rezos por su pobreza. Les informó de que en su congregación había sitio para un muchacho como mi padre y que iba a estar perfectamente atendido. Como si dios hubiera oído sus plegarias, regalaron a su hijo como su mejor pieza de ganado y mi padre se mudó a un monasterio para servir a Dios. Una vez al mes, podía salir y visitar a su familia, pero cuando llegaba a casa solo tenía palabras para su hermano. Solo tenía abrazos para él y todo su tiempo lo dedicaba a jugar con él.
Allí en el monasterio terminó los estudios básicos y tras hacer la preparatoria se licenció en historia de las religiones. Sus superiores nunca pensaron que se ordenase monaguillo, ya que era un joven demasiado curioso e inquieto para una vida monacal. Tras terminar los estudios, a la edad de 22 años, regresó a su hogar, junto a sus padres y a su hermano pero allí no encontró más que resquemor y recelo por su frío comportamiento con ellos los últimos años. Incluso de su hermano, al que tanto había adorado, le despreciaba, cegado como estaba, por la opinión de sus padres. Mi tío, con 15 años, estaba confuso por todo lo propio de la edad, y su hermano fue la perfecta diana contra la que arremeter. Mi padre huyó de aquello. De aquella vida pagana y arrinconada en un lodazal en Francia y se condujo solo, con un petate y cuatro o cinco libros, hacia el norte de Europa.
Entre tumbos y años de miseria, llegó a Holanda a los 24. Allí le ofrecieron un puesto como mecanógrafo en una oficina, y trabajó allí el tiempo suficiente como para encontrar una estabilidad que le proporcionase un nuevo inicio. Una vida a la que llamar suya, unas rutinas y unas aventuras que luego poder contarme. Mi padre adora esos tiempos, de miseria y vagabundeo, mucho más que ningunos otros. Me solía contar que por las tardes, entre las cuatro y las cinco, iba a un café justo debajo de su mísera ratonera a la que llamaba hogar, y allí se tomaba un café bien cargado, horrible siempre, pero cuyo sabor aprendió a apreciar. Leía el periódico, se fumaba un pequeño cigarrillo mientras se ajustaba la corbata y después salía corriendo a la oficina.
Solía contarme como las primeras semanas, hasta cobrar la nómina, sin nada que llevarse a la boca, mendigaba sus horas libres recitando versos de la biblia, pero como vio que nadie le daba un mísero centavo, se le ocurrió recitar a Homero, con lo que consiguió cenar más de dos noches seguidas. Allí en su mayoría son protestantes, me solía decir, no son tan teatrales con la religión como lo son en el sur. También me habló de una hermosa escocesa que solía pasearse por la oficina, en pantalones de campana y blusas que se le marcaban los pezones. Yo siempre arrugaba la cara al oírle decir aquello, y mi madre reía durante horas.
Cuando cumplió 29 se había licenciado en la carrera de historia y había obtenido el título de inglés y alemán, dando clases nocturnas. Aquellos, dice, fueron años duros y a la vez muy livianos. La rutina conseguía matarme pero justo por ser rutina, pasaban los años y no me daba cuenta. Siempre me imaginé a mi padre con ropas desaliñadas, camisas abiertas y cuellos mal doblados mientras tiraba el final del pitillo al suelo, en medio de un charco de esos que bañan los suelos de nuestra preciosa Holanda, mientras seguía con mirada traviesa las piernas de alguna chica escocesa.
Un 20 de diciembre a las nueve y media pasadas de la noche, alguien llama a mi padre. No sabe cómo han conseguido su número de teléfono ni cómo le han localizado desde un pequeño pueblo al sur de Francia, pero cuando oye la voz, la reconoce al instante. Le llama su hermano con hermosas y expendidas noticias. Se casó hace un año, y esa noche acababa de nacer su primer hijo.
Mi padre nunca me ha dado pormenores de la conversación que debieron mantener. No sé si porque no se acuerda o porque no quiere hablar de ello. Pero yo me he hecho mi propia idea de la conversación dada la relación futura entre ellos y los acontecimientos que sobrevinieron. Me la imagino d’aquesta manera:
-¿Hermano? –La voz de mi padre, sonando profunda y algo turbada ante la pronunciación del nombre de su hermano por su propia voz, notificando que se trata de él, y no de una línea telefónica que le quiere vender una nueva oferta o los de la luz, que quieren hablar de su consumo…
-Sí, soy yo. –La condenada afirmación que ha parecido tardar años en llegar. Mi padre se agarra al auricular y consigue regular su respiración, intentando asimilar que no es un sueño y que el adulto que le llama desde el otro lado era el adolescente que le aborreció en su momento. No sabe qué hacer, si colgar, si llorar o si meramente dejarle hablar. Piensa en todo, en todas las posibilidades por las que esté llamado. La más posible, la más lógica, es que sus padres han muerto. Pero su tono de voz no está suficientemente turbado.
-¿De verdad que eres tú? –Pregunta mi padre para seguir alargando un poco más la posible mala noticia y cerciorarse de que no es una pesada broma telefónica. Claro que lo es. Y sin darse cuenta, le ha estado hablando en francés desde que oyó su voz.
-Sí, lo soy. –Una leve risa algo atontada-. Hermano, tengo una estupenda noticia. No estoy seguro de que quieras escucharla. Tampoco sé si querrás si quiera mantenerme al teléfono. Pero quería llamarte. Quería hablar contigo. –Dice y casi parece eufórico por los recientes acontecimientos. En este punto en mi padre no hay debate ninguno. Quiere oírle, quiere mantenerlo para siempre al otro lado de la línea si es necesario. Su vida empieza y termina donde lo hace el rizado cable del teléfono.
-Dime. ¿Qué ha ocurrido?
-Un hijo, hermano. Acabo de tener un hijo. –La noticia le toma por sorpresa. Su hermano, como icono de padre, es la mayor irrealidad que se le haya podido pasar por la cabeza, porque para mi padre, su hermano será siempre aquella bola de bello amelocotonado. Y ahora él, tenía la suya propia.
-¿Eres padre? –Le pregunta, casi exhausto. No sabe cómo reaccionar, pues a pesar de que es claramente una buena noticia, la mera llamada ya le ha dejado en shock-. ¿Cómo ha sucedido?
-Me casé el año pasado. –Dice, como si eso fuese una excusa-. Y hoy ha nacido nuestro hijo. He estado mucho tiempo sin pensar en ti, pero cuando al fin lo he tenido en mis brazos, lo primero que pensé fue “tengo que llamarle. Él tiene que saber esto”.
Mi padre rompería a llorar, aunque él no es de llorar, y a esa breve conversación se le sumarían horas al teléfono para ponerse al día. Las cosas estaban muy bien, y muy claras. Mi padre había conseguido un puesto como jefe de redacción en una revista local, pequeña pero coqueta sobre sátira política, estaba viviendo solo en un pequeño apartamento morroñoso pero encantador en pleno centro de Ámsterdam y no tenía intención ninguna de cambiar su vida por nada. Mi tío, por el contrario, había aprovechado al máximo su vida. Desde que su hermano se fue, él tuvo que encargarse de las tierras y más adelante se haría con la administración del terreno. La abuela murió un año después de que mi padre marchara, pero como por esos años estaba ilocalizable, fue imposible hacerle saber la noticia. El abuelo estaba malo, por eso seguía en aquella tierra, porque si fuera por él y por su esposa, se habrían marchado hace tiempo. A ella, una dulce parisina hija de clase obrera, la había conocido en la carrera de económicas que cursó en París. Se casaron nada más terminar y quedó encinta tres meses después.
-¿Cómo has conseguido mi teléfono? –Le preguntaría mi padre.
-He estado buscándote muchos años. –Le diría su hermano-. Di contigo en la firma de una revista holandesa.
-¿Cómo has sabido dónde buscarme?
-Ye te lo he dicho. Te he buscado durante mucho tiempo.
Mi padre finalizaría la llamada con la promesa de volverlo a llamar, y al intentar dormir aquella noche, no podría. No sería capaz de conciliar el sueño, por lo que se vestiría con la misma ropa con la que había estado trabajando todo el día, se bajaría al bar debajo de su piso y se pediría un whiskey. Sí, el café era solo por el día para despejarse, pero ahora necesitaba embotar su mente para difuminar un poco todos sus pensamientos. Necesitaba templar su cuerpo y hacer que esa sensación de vértigo se disolviese con el hielo y el agua en el whiskey.
Un 20 de diciembre. Un hermoso 20 de diciembre. ¿Es momento de introducir a la chica melancólica sentada en la mesa de un bar, con un café en la mano, mirando hacia la nada? ahí estaba. Esa era mi madre. Ellos se conocieron la noche en que mi primo nació. Un maravilloso 20 de diciembre.
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