SUDOR Y SANGRE (IT) [One Shot]

SUDOR Y SANGRE 


Richie Tozier POV:

 

Los ventanales del apartamento me muestran una perfecta estampa de Chicago de noche. Parece casi el recorte de una postal. El fondo negro, casi azulado con las luces de los edificios disponiéndose de forma en que el capitalismo se hace paso a través de la oscuridad avasalladora. Me siento incluso atemorizado al pensar en que en algún momento de la noche el sol decida apagarse y nos deje esclavizados en esta noche perpetua, en esta tiniebla ennegrecida. Por una parte rezo porque no suceda, pero por otra, oh, por otra deseo que vuelvan a sucederme este tipo de cosas inexplicables que hace tanto tiempo que no siento a través de mi cuerpo. Eso explicaría muchas cosas, una de ellas: mis recuerdos.

He vuelto a recordar después de un par de años de lo sucedido, después de tantos años desde nuestro primer encuentro con ESO. Desde que nos conocimos todos. He recordado de súbito en el trabajo y tras vomitar en los servicios he regresado a casa culpando a una indisposición por culpa del sushi que he comido. No me salía la voz ni siquiera para postrarme con una recia disculpa en una voz que no es la mía. Hace mucho que no oigo mi voz y desde hace horas que me mantengo en este silencio indómito en el salón de mi casa. No me he quitado la ropa que sigue oliendo al ácido sudor después de una gran vomitona. Tampoco me he desajustado la corbata nada más que para dejarme resbalar el nudo de mi nuez a través de mi garganta. Los zapatos negros del traje siguen aquí, conmigo, delineando de forma artificial mi pie, con esta extraña sensación de que tengo que ir a algún lado, porque de lo contrario, me habría descalzado.

Tengo que regresar, me digo, tengo que regresar a los recuerdos que tanto me han estado perturbando en estas últimas horas. Pero un extraño instinto de supervivencia me impide querer acercarme a ese conjunto de rostros distorsionados aferrándome a una copa de whiskey sin hielos que se yergue en mi mano con agilidad. Mucha más de la que he tenido yo para inclinarme sobre el retrete y vomitar por segunda vez en el día al regresar a esta casa. Esta casa, me digo, es mía y sin embargo no me siento tan afín a ella como me sentí esta mañana cuando la abandonaba para ir a trabajar. El show de Richie Tozier. Cuanto más lo pienso más se me astilla el cerebro. Pego un largo trago, uno más y me dejo caer en el sofá con la espalda en el respaldo. Miro de nuevo fuera pero solo veo las luces. Algunas se pagan pequeñas, imperceptibles, otras cuantas se encienden y me dejo acunar por la sensación de que es una naturaleza muerta la que baila con esta extraña coreografía de luces intermitentes.

ESO. La palabra baila desde hace tiempo por mi cabeza pero no he sabido lo que significaba hasta esta tarde. Una mera palabra que ha cobrado un oscuro significado tan repentinamente que casi me caigo de mi asiento. Ha sido como una especie de epifanía junto con un brutal choque de adrenalina. Junto con ESO han seguido el resto de recuerdos a cada uno más dolosos que el anterior. Apenas pude hacerme cargo de ellos en su momento cuando regresaron a mí, sino que los dejé pasar y que se almacenasen poco a poco mientras yo me concentraba en salir corriendo al primero cuarto de baño que se me cruzase por el camino. Pero del camino a casa en taxi he tenido tiempo para pensar lo suficiente como para verme con recuerdos nuevos almacenados. En realidad no son nuevos, nunca han sido nuevos. Siempre ha estado ahí, ocultos en algún rincón de mi memoria, como esperando a ser golpeados para salir todos a la fuerza. Estaban cubiertos con un fino velo negro que los ha hecho permanecer en el completo anonimato hasta que BOM, ha estallado. ¿Cuál ha sido el detonante? No estoy seguro pero ha sido como un viaje al  pasado en un tren a alta velocidad. Mareos, náuseas, ese putrefacto olor. Todo me ha doblegado. A mí. Impensable pero cierto.

Y ahora me dejo llevar por la voluntad de una copa de whiskey que enrojece mis mejillas y me vuelve levemente aturdido. Me paso la mano a través de mi cabello encrespado y suspiro largamente mientras dejo caer la cabeza sobre el respaldo del sofá y me muerdo el labio inferior. La copa de whiskey se posa sobre una de mis piernas y yo cierro los ojos. Me suelto de la realidad poco a poco para dejarme llevar a través del pasado, a través de los recuerdos de forma inversamente cronológica. La muerte de Eddie es mi primer último recuerdo. Es un doloso recuerdo, el último que había decidido olvidar. Duele como una espina clavada en algún lugar al que no soy capaz de llegar y es tan profundo que no puedo evitar soltar una pequeña lágrima que resbala a través de mi sien, y después, se desvía por mi pómulo y cae a algún lado. La pierdo de vista, me abandona como él me abandonó a mí. Su cuerpo en mis brazos, aun siento su peso. Mi despedida con un beso en su mejilla. Extrañé su expresión dolida por mi acto pero ojalá la hubiera mostrado, porque eso fue lo más doloroso de todo. Su silencio.

Recuerdo a ESO. Como me enfrenté con él junto con Bill. Bill, el Tartaja. Cuánto tiempo hacía que no pensaba en él, y junto con él vienen el resto de nosotros desfigurados por la madurez, Beverly, Ben, Mike, Stan. Oh, Stan… Niego con el rostro dándome un poco de tregua frente al recuerdo. Me muerdo las mejillas desde dentro y suelto un leve sollozo mientras lo ahogo con alcohol. Este se me queda en la garganta por el nudo que han formado mis lágrimas y a los segundos, haciendo un gran esfuerzo, consigo que baje y deje de quemar en la garganta. No sé qué es lo que quema, el whiskey o las lágrimas. Tampoco importa, me duele demasiado como para buscar una razón, solo quiero un remedio. Y ante el desconocimiento, sigo recordando: La bicicleta de Bill, Silver, siempre tan veloz, el cabello de color de fuego de Bevie, nuestra Bevie, nuestra pequeña casa en los Barrens, los Barrens… el humo, el pestilente olor, la sangre en nuestras palmas.

Y otro recuerdo como un fogonazo, como una bala atravesándome el pecho, nuestra infancia destrozada por un ser que volvería años después. Nuestro primer encuentro con ESO. Nuestras posteriores visiones de ESO en diferentes formas sacadas de nuestros mayores miedos. Esa sonrisa diabólica, esas vestimentas circenses, ese estúpido payaso que fue nuestro calvario, sus formas tan diabólicas de colarse dentro de nosotros, de nuestros miedos, y usarlos en su mayor beneficio. Lo matamos, al fin y al cabo pero se llevó lo que mejor teníamos, nuestra amistad, nuestros recuerdos. Se llevó a Eddie y eso crea en mí un odio que no he sentido por nada en la vida. El odio también regresa. Había estado escondido pero acaba de salir a la luz en forma de lágrimas y vómito. Cuánto duele el jodido recuerdo. Duelen los recuerdos felices, los tristes arden como el infierno. Busco dentro de mi americana un paquete de cigarrillos y saco uno de ellos mientras me lo enciendo con una cerilla temblorosa que se mueve sobre mi mano que más bien pareciera víctima del párkinson.

Cuando le doy la primera calada me siento falsamente aliviado, pero me lo creo lo suficiente como para seguir adelante con los recuerdos. Los cojo como puedo evitando que me hagan daño pero a veces se me queman las yemas de los dedos. Calor. ¿Por qué calor? El calor del dolor de una ráfaga de piedras sobre nuestros cuerpos. ¡Henry Bowers! ¡Oh Dios! Aquí viene uno de los mayores y más dolorosos recuerdos. El recuerdo de una pesadilla que por días me tuvo angustiado, el momento en que descubrí la fragilidad de Eddie, la fragilidad de un miedo tan atroz. El día en que descubrí que las consecuencias de mis palabras y mi verborrea podían estar jugándose vidas. Un recuerdo que había tenido olvidado mucho tiempo, antes incluso de conocer a ESO. Estoy hablando de un recuerdo de hace mucho, mucho tiempo. Algo que en un principio carece de importancia y que apenas es una anécdota que podría ser incluso jocosa, depende de los ojos y el momento, pero que para mí, fue mucho más que eso. Fue el motivo de mi recelo por todo lo que a Eddie se refiriese. A partir de entonces, cuidaría de Eddie el que más, yo sería el primero en prestarle una mano y el primero en buscar su inhalador. Por eso siempre sería, aunque jamás lo reconociese, mi mejor amigo y por el único que sentiría una férrea necesidad de proteger.

La historia comienza en un día de primavera del año 1958 en una calle de Derry. La primavera estaba dejando poco a poco paso al verano pero aun las nubes grises de lluvia cubrían el cielo. Era abril, creo, o tal vez principios de mayo. No consigo acordarme con exactitud y creo que aquél día tampoco recordaría muy bien el día que era o si esa mañana me había puesto calzoncillos limpios, pero sí recuerdo que una bandada de pájaros negros, algo parecido a golondrinas, pasaban surcando el cielo. Mi madre solía decirme que cuando eso ocurría es que estaba a punto de llover. Yo no vi una sola gota de lluvia aquél día, pero sí recuerdo ese cielo encapotado con ganas de descargar con fuerza. Aun así, yo me dirigía a los Barrens en una tarde de viernes después de haber salido de clases y haber comido. Esto sucedió mucho antes de que comenzásemos a mudarnos fuera de Derry. Antes de conocer a Mike, incluso antes de que al primero de nosotros se nos apareciese ESO. No éramos más que unos chiquillos desprotegidos de cualquier realidad, enfrentados a la inocencia de la ignorancia y completamente entumecidos por historias de fantasmas que no creíamos reales. Para nosotros, cualquier descubrimiento sobre sexo o drogas era todo un tesoro hallado y cualquier tontería que nos ocurriese, era toda una historia a relatar. Estábamos muy lejos de la madurez, pero aquél día yo conocí por primera vez la fragilidad de la vida, la mía, y la de Eddie.

No nos distraigamos. Aquella calle. Desierta, completamente en silencio, solo roto por el sonido de mis pasos. Recuerdo mis zapatillas. Los recuerdos se han vuelto nítidos. Mucho, tanto que los siento como si fuesen presente, y no un pasado lejano. Mis vaqueros azules, mi camiseta gris y la camisa de estampado hawaiano sobre ella. Me avergüenzo de ese recuerdo pero me enorgullezco de haberme mostrado tan libre ante la decisión tan espantosa de llevar esa clase de ropa. Era blanca con palmeras azules, o grises, no lo recuerdo con exactitud. Sí recuerdo que mi madre me dijo que me pusiese algo más de abrigo pero a mí me pareció bien como iba y tampoco tenía miedo. Era un niño, no temía a un catarro, teniendo como enemigo a Henry Bowers.

Con una mano en el bolsillo del pantalón saqué una pequeña bolsa de plástico con unas cuantas chucherías. Unos regalices rojos, unos caramelos de menta y varias gominolas de sabor a fresa y coca—cola. Mis favoritas. Las había comprado con el dinero que había ganado cortando el césped esta semana y no había dudado demasiado en qué comprarme. No tenía edad para comprarme las revistas del Play Boy que tanto me llamaban la atención en el kiosco ni tenía la poca integridad de ahorrar para ello, por lo que me decidí a comprar algo que saciase mi ansiedad, nada mejor que el azúcar.

Caminé a lo largo de aquella calle hasta que a lo lejos, cruzando la perpendicular, vi pasar a Eddie sujetando de la mano su inhalador caminando distraído mientras miraba alrededor con esa expresión de inocencia que Dios le había otorgado para ser la perfecta víctima de cualquier acosador que quisiere un par de lágrimas fáciles para divertirse. Mi primer instinto fue llamarle para ir con él, pues en la dirección en la que se estaba encaminando supuse que se dirigía a los Barrens como yo, pero me lo pensé mejor y decidí acelerar el paso pero en completo silencio. Crucé la esquina y me sumé a la calle por la que estaba caminando Eddie. Estaba a más de veinte metros pero comencé a acortar la distancia. Tenía miedo de que la bolsa de plástico en mi mano sonase demasiado por lo que la agarré con fuerza y contuve el aliento. Un pitido me sorprendió mientras Eddie se detenía en seco en la calle. Yo di un respingo pensando que me había oído pero rápido él reaccionaba mirándose el reloj, culpable del pitido y se llevó las manos a la riñonera que ya formaba parte de su persona. No conocía a Eddie sin esa riñonera. A veces pensaba que si estallaba una guerra, ahí tendría un botiquín entero para un regimiento.

Me acerqué sigilosamente mientras veía como, de espaldas a mí, sacaba una de sus pastillas del bote que escondía en la riñonera, jugueteaba con ella y justo en ese preciso instante, cuando supuse que estaba tremendamente concentrado en sus acciones, le sorprendí agarrando sus hombros con mis dos manos y gritando a pleno pulmón.

—¡SPAGUETI! –Mis palabras resonaron a lo largo y ancho de la calle y no sé si es un recuerdo verdadero pero creí ver a una de las personas que residían en una de las casas cercanas asomarse a la ventana descorriendo la cortina. La reacción de Eddie me puso los pelos de punta.

—¡AH! –Grito dando un respingo increíble y el bote de sus pastillas voló por el aire unos segundos con las cientos de pastillas en su interior pero poco a poco cada una tomó una trayectoria diferente y cuando el bote de plástico, con ese color anaranjado, cayó al suelo se desparramaron por toda la acera. Algunas cayeron por la carretera y otras, más afortunadas, habían quedado dentro del bote. Apenas dos o tres de las al menos cincuenta que contenía. Su inhalador también cayó al suelo produciendo un sonido hueco a plástico vacío. Cuando Eddie se giró a mí con el rostro pálido y descompuesto por el miedo y la sorpresa sus ojos estaban desorbitados, casi al borde del llanto y con el labio inferior temblándole por el susto. Sus manos estaban temblorosas como lo están ahora las mías sujetando este cigarrillo. Cuando me reconoció entre carcajadas agarrándome el vientre su primera reacción fue empujarme haciéndome caer al suelo—. ¿Se puede saber qué te pasa? –Me gritó nervioso y sus mejillas enrojecidas por la ira eran aún más graciosas que su reacción asustada. Me agarré con más fuerza el vientre ahí tirado en el suelo con la sensación de que se me cortaba el aliento por la risa.

—¡Me muero! –Dije, sintiendo mis mejillas colorearse—. ¡Tendrías que haberte visto la cara, Ed’s!

—¡No ha tenido gracia! –Dijo, posándose serio y tenso delante de mí, con los brazos en paralelo a su cuerpo y con los puños cerrados—. ¡Y no me llames Ed’s, maldita sea! –Digo, y yo me quedé sorprendido por su temperamento mientras se giraba a sus pastillas distribuidas por el suelo y se acuclillaba para recogerlas. Una a una fue guardándolas en silencio dentro del botecito en el suelo y yo me levanté, guardando las gominolas en el pantalón y acuclillándome a su lado mientras ambos recogíamos las pastillas. El no denegó mi ayuda, pero no se quitó esa expresión ácida de su rostro mientras cogía una por una y las guardaba en silencio. Cuando hubo terminado cerró el botecito con un suspiro cansado y resignado y rescató el inhalador del suelo mientras me miró con esa expresión que quería decirme “Te perdono porque sé que no puedes evitarlo, pero no me ha hecho gracia”. Como respuesta a su mirada comprensiva pasé mi brazo sobre sus hombros y me acerqué a él mientras él se revolvía bajo mi abrazo.

—Tienes que dejar de estar tan amargado, Eddie, no te hace bien…

—Es culpa tuya que esté de mal humor. Casi me da un paro cardíaco. –Dijo mientras posaba débilmente su mano sobre su pecho, haciendo que su camiseta sufriese su peso, plegándose.

—Exagerado. –Dije quitándole importancia y él se revolvió hasta quitarme el brazo sobre sus hombros. Yo me recoloqué las gafas en su sitio con un gesto mecánico y él suspiró mirando alrededor. Después me devolvió una mirada y yo se la mantuve hasta apreciar algún cambio en su tez enfurruñada. Acabó sonriéndome de lado con las mejillas levemente ruborizadas y eso fue suficiente para mí.

—¿Crees que estará Bill allí? –Me preguntó mientras se miraba los pies al caminar.

—Supongo. No lo sé. –Me encogí de hombros y me metí las manos en los bolsillos recordando de repente que ahí tenía mis caramelos y saqué la bolsa mientras Eddie me miraba por el sonido producido por la bolsa. Yo cogí uno de los regalices rojos y me lo llevé a los labios mientras lo mordía y tiraba de él, partiéndolo y masticando ese sabor a fresa tan artificial. Eddie no me quitaba ojo de encima mientras con esa mirada castaña me pedía que compartiese pero sus mejillas enrojecidas por el reciente enfado le prohibían rebajarse a ese nivel. Solía pedirme cuando tenía hambre, o simplemente capricho. Lo hacía a menudo y solo dejaba de hacerlo en caso muy extremo de enfado. Yo tampoco iba a ceder en darle algo de mi bolsa porque había comprado los caramelos para mí, no para él, pero él no me apartaba esos ojos oscuros de mí y el resto de sus facciones me tentaron a ser amable, cosa que no pasaba a menudo.

—No me mires así. No voy a darte. –Le dije y él se sorprendió pero no lo suficiente.

—¿Ni siquiera un caramelo? Has comprado muchos…

—¿Qué pensaría tu madre si te viese? –Le dije y él dio un respingo asustado por mi pregunta, seguro que se imaginó a la gorda de su madre negando con ese orondo dedo lleno de grasa delante de su rostro, gritándole como le he visto hacer a veces. Me revuelve las tripas.

—Por uno mi madre no tiene que enterarse… —Murmuró con ojos pícaros y valientes, una valentía impropia de él y yo resoplé mientras le extendía la bolsa de plástico. Él la cogió como pudo con una mano ocupada por el inhalador y rebuscó dentro rescatando un caramelo y uno de los regalices. Yo intenté arrebatárselo pero él ya le había dado un muerdo y huía de mí con una sonrisa infantil que me destrozaba por dentro.

—¡Dijiste solo un caramelo! Te saldrán millones de caries, Ed’s. –Le dije llevándome uno de los regalices a la boca y él se rió de mí, pero con una punzada de miedo en su mirada.

—Me lavo los dientes todos los días. –Me dijo, rebatiendo mis palabras mientras se acercaba de nuevo a mi lado, confiado—. Además, el que fuma eres tú. –Me sacó la lengua. Una lengua coloreada por el regaliz. Yo estuve a punto de golpear su brazo, el brazo que meses después se rompería, cuando a lo lejos, en una calle que desemboca en la que nosotros estábamos caminando, aparecieron como surgidos de la maleza, Henry Bowers y sus tres amigos, Patrick, Belch y Víctor. Surgieron como linces esperando al acecho. Estaba allí, como si nada y de repente al vernos se convirtieron en fieros depredadores que no dejarían pasar la oportunidad de molestarnos. Saltarían sobre nosotros con la misma agilidad que una leona salta sobre una gacela desvalida. Lo veía en sus miradas, lo sentía en cómo la adrenalina recorría sus cuerpos preadolescentes provocándoles la necesidad momentánea de torturarnos. Eddie recayó en ellos unos segundos después que yo y todo su cuerpo se tensó. Reaccionó antes y mejor que yo, caminando hacia delante como si nada, haciendo como que no pasaba nada aunque su respiración había comenzado a silbar como el sonido de una vieja tetera con el agua hirviendo. Yo solía decirlo. “Que apaguen a Eddie, el té está listo” pero en este momento él no se habría molestado y no habría valido la pena decirlo.

Yo me quedé mirando unos segundos más en dirección a aquellos chicos que se habían sobresaltado por nuestra presencia con sonrisas diabólicas en nuestra dirección hasta que Eddie retrocedió y tiró de mi brazo para que continuase caminando a su lado. Tal vez lo hizo para protegerme, o tal vez, para protegerse a sí mismo de mí, y de mis acciones.

—Vamos, olvídalos. –Me digo con voz apagada y en susurros, que ellos no podían oír. Yo seguí los pasos de Eddie pero Henry nos gritó mientras salían a la calle siguiéndonos.

—¡Perdedores! ¿A dónde vais los dos juntitos? Hansel y Gretel… ¿Vas al bosque? –La mano de Eddie en mi brazo se soltó y comenzó a temblar, llevándose como pudo el inhalador a los labios. Apretó con fuerza y cerró los ojos. Él al menos tenía el refuerzo de aquel inhalador, pero yo no tenía nada más que mi humor para defenderme y eso era mi mejor arma.

—¡Tú debes ser la bruja comeniños! –Le grite a Henry mientras me giraba a él y Eddie daba un respingo asustado a mi lado. Cuando me giré a Henry me di cuenta de que estaba mucho más cerca de lo que me había esperado. Si saltaba sobre mí, que parecía estar a punto de hacerlo, me alcanzaría de un bocado en la yugular. Estaba seguro de que lo haría, y casi lo hace. Al contrario de eso se sujetó a mi pechera y Eddie soltó un gemido asustado por la presencia tan repentina de estos matones a nuestro alrededor. Yo me mostré implacable, como siempre, pero Eddie se escondió tras mi espalda, sujetando con fuerza el inhalador entre sus manos pequeñas y temblorosas.

—¿Qué has dicho? –Me preguntó Víctor mientras me rodeaba un brazo con una de sus manos. Henry me tenía sujeto de la pechera y los otros dos nos rodeaban, nos intimidaban con su sola presencia. Yo me ajusté mejor las gafas sobre el puente de mi nariz y miré a Bowers directo a sus ojos.

—Que solo te faltan las verrugas, Henry, para ser la bruja del cuento. –Dije y apenas pudo creérselo. Cambié mi voz a la de una anciana. Sonaba como mi voz normal pero con un catarro—. Os meteré en el horno y os cocinaré a fuego lento para comerme vuestros cuerpecitos…

—¿Te estás riendo de mí? –Me preguntó mientras me zarandeaba. Eddie agarrado a mi camisa me murmuraba:

—Bip—Bip Richie.

—¿Yo? –Pregunté, señalándome el pecho con una sonrisa que salía de algún lugar de mi interior pero yo no podía controlar—. ¡Pensé que me estaba riendo con vosotros! ¿No nos estábamos riendo juntos? –Pregunté casi ofendido y Víctor me soltó casi asustado de mis palabras, más que eso, ofendido.

—Enséñale, Henry, a reírse de nosotros… —Murmuró Víctor al soltarme y la reacción de Henry, doblemente alentada por sus amigos, fue empujarme hacia el suelo llevándome detrás de mí a Eddie que cayó de espaldas justo a mi lado. En el suelo me sentía más desprotegido y vulnerable, y de forma casi incomprensible, mi sonrisa aumentaba como una escapatoria al pánico que sentí. Eddie estaba al borde del llanto y yo al borde de la locura. Mi primera, única y poco pensada reacción fue lanzarle a Henry la bolsa de gominolas en la cara que le sorprendió tanto como al resto cuando se desparramaron los caramelos por el suelo llevándose la atención de todos. Fue solo un instante el que tuvimos para levantarnos. Solo un segundo para hacerlo y Eddie fue el primero en reaccionar, tirando de mi camisa, y yo le seguí, aullando carcajadas que me doblegaban el pecho.

Eddie y yo nos encaminamos calle adelante mirando a todas partes, buscando algún adulto en el que refugiarnos o algún lugar en donde escondernos, pero Henry y sus amigos eran rápidos y no podíamos ocultarnos en ninguna parte en donde ellos no nos pudiesen encontrar. Había sido un suicidio detenerse, y no lo hicimos. Seguimos calle adelante hasta que la propia calle terminaba y veíamos a lo lejos una casa abandonada en un estado deplorable. El cartel de “se vende” estaba casi en peor estado que la casa en sí y esta sería una buena oportunidad para despistarlos, dado que de llevarlos a los Barrens y encontrarnos con Bill y Stan allí, ellos cobrarían por nosotros lo mismo o el doble, y no quería contagiar mi mala suerte a ningún inocente más.

—¡Ve hacia la casa! –Le dije a Eddie que corría delante de mí, sobrepasándome unos cuantos metros. Cuando quería, podía ser el más rápido de nosotros, si se trataba de huir, ambos dos somos expertos.

En un primer momento la casa parecía el último lugar en donde refugiarnos. Paredes grises por culpa del paso del tiempo, los maderos desprendidos, el moho naciendo en cada pequeña grieta. Cristales rotos, unos cuantos objetos abandonados en estado de descomposición por todo el jardín. Pero el instinto de supervivencia nos gritaba que corriésemos en esa dirección y no hay nada más fuerte que ese instinto. Nada más fuerte, o eso creía.

—¡Vamos a cogeros! –Gritó Víctor y yo me giré para ver como Bowers tropezaba con sus propios pies y caía de boca contra el suelo, llevándose consigo a Víctor que a su vez obligaba a los otros dos a pararse y ayudarles. Henry se deshacía de ese contacto con gestos bruscos, ofendido, pero rápido volvía a la carrera.

—¡Talón de piel de plátano! –Grité mientras Henry volvía a recomponerse y Eddie se giró a mí mientras cruzábamos el bordillo a la entrada del jardín de la casa.

—¡Cállate! –Me gritó casi sollozando y yo le obedecí mientras llegábamos al jardín delantero y rodeábamos la casa en busca de algún pequeño hueco por donde colarnos dentro. Eddie tropezó, o tal vez resbaló con la humedad de la hierba bajo nuestros pies y calló hacia delante, soltando un gemido junto con todo el aire de los pulmones. Tosió débilmente y yo tiré de su camisa cuando pasé por su saldo para recogerlo y ayudarle a ponerse en pié mientras seguíamos corriendo como condenados. Cuando estábamos a punto de cruzar a la vuelta de la casa, Henry y sus amigos ya entraban en el jardín y nos divisaban desde lejos. Yo me sentí frenético y comencé a reír a carcajadas, con una risa nerviosa que Eddie me reprochaba con una mirada aterrada.

En la parte trasera de la casa había una pequeña ventana en la parte inferior del edificio que parecía concretar con el sótano de la misma. Los cristales estaban rotos y no parecía haber ninguna otra salida, por lo que Eddie y yo nos dirigimos allí sin pensarlo demasiado y Eddie se coló primero, entrando casi a horcajadas, nervioso, resoplando con una respiración silbante y yo entré justo detrás de él para caer sobre un suelo de madera con la extraña sensación de que la oscuridad me había consumido de golpe. Eddie estaba a mi lado, temblando, y ambos nos acurrucamos casi como un instinto animal en alguna parte de ese sótano, lejos de la luz que entraba a través del ventanuco en la parte alta del espacio. Nos escondimos entre de un mueble de madera viejo, comido por las termitas y entre un barril grande como un tonel. Nos acurrucamos allí, él con las manos sobre su pecho intentando recobrar el aliento y yo con las mías sobre mi rostro, intentando contener la risa nerviosa. A los segundos se vieron las sombras de unos pies reflejadas justo en la pared de enfrente a nosotros. Los pies se detenían, se quedaban quietos y pasaban de largo. Yo soltaba el aliento y suspiraba tranquilo. Después la voz de Víctor.

—¡Salid! ¡Hijos de puta! –Bramaba con voz animal—. ¡Sé que estáis por ahí!

—¡Vamos, chicos! –Gritaba Henry casi con un toque de cordialidad—. Salid, que solo queremos jugar un rato. –A mí casi me da un ataque de risa y me contuve mirando a Eddie a mi lado mientras seguía intentando recobrar el aliento. En realidad no intentaba recobrarlo, no podía recuperarlo. No podía respirar. Su mano se aferró a mi brazo con una fuerza que desconocía de él, haciéndome dar un respingo. La poca luz que entraba desde la ventana  me dejaba ver el perfil de sus facciones y el leve color de sus mejillas. Un color rosado que se volvía cada vez más rojo. Un rojo intenso que me estaba doliendo a mí.

—Respira. –Le pedí en un susurro pero él negó con el rostro mientras se llevaba una de sus pequeñas y temblorosa mano a la garganta. Se presionó allí como si intentase sacarse algo de los pulmones.

—No… —Murmuró, mientras cerraba los ojos con fuerza, haciendo un esfuerzo por algo. Yo me retiré de él, alarmado—. No… pu—pu—puedo…

—Joder, tu inhalador… —Le recordé pero él ya tenía su mano en la riñonera, rebuscando en el interior—. Déjame a mí—. Le pedí, nervioso. Casi al borde de otra serie de risas nerviosas pero cuando metí mi mano en su riñonera no encontré su inhalador. Seguían pasando sombras de pies sobre el ventanal del sótano. El olor a moho y polvo me estaba sofocando. Estaba sintiendo una gran presión sobre el pecho que me estaba haciendo sentir mareado. Busqué alrededor por el suelo, metí mis manos por entre sus piernas, por entre las mías, pensando que tal vez se le hubiese caído de las manos pero Eddie negaba con el rostro.

—Fu—fue—fuera— ah... –Suspiraba casi con un esfuerzo titánico y puso ambas dos manos sobre su pecho, cerrando los ojos, concentrándose en una respiración regulada pero cuando respiraba más bien parecía que estaba intentando arrancar una moto. Ese sonido me puso los pelos de punta y cada vez lo oyese volvería esa sensación de miedo y vértigo que me obligarían a reaccionar con sensatez, aunque fuesen tan solo un par de segundos.

—¿Fuera? –Pregunté aturdido y él señaló con una mano la luz de la ventana. Me sentí como golpeado en la nuca. Levemente aturdido pero lúcido, lo suficiente como para saber que después del golpe vendría la inconsciencia—. O por dios. –Suspiré mientras me incorporaba levemente y me intentaba asomar al exterior pero la mano de Eddie me agarró el bajo de los pantalones negando con el rostro.

—No… no… —Tragó en seco—. Henry… te… te co-coge…

—¡Shh! –Le chisté poniendo una mano sobre mis labios y tirando de mi pernera, soltándome de él. Estaba a punto de asomarme cuando una pierna apareció y yo retrocedí, escondiéndome entre las sombras. Belch habló.

—La verja tiene ahí una salida. Da al otro lado. Vamos. ¡Han salido por ahí! –Dijo y se oyó el sonido de pasos alejarse a través de la hierba. Después el sonido de la verja metálica que delineaba la parte trasera de la casa y después silencio. Un silencio tan perturbador que me sentí levemente aturdido. Regresé a la vera de Eddie que estaba encogido en sí mismo entre las sombras y me acuclillé a su lado cogiéndole la cabeza con mis manos, haciéndole que me mirase. Había roto a llorar.

—¡Volveré enseguida! ¡Respira, joder! –Le pedí y él asintió débilmente mientras yo me alejaba de él y acercaba una silla hasta la pequeña ventana para ayudarme a subir. Lo hace mirando alrededor antes de salir, asegurándome de que nadie se había quedado merodeando por ahí. Antes de impulsarme y salir me pregunté ¿Qué podía ser más fuerte que el natural instinto de supervivencia? ¿Qué clase de sentimiento me arrojaba a los pies de Henry Bowers por un inhalador? No lo comprendí entonces y sigo sin hacerlo. Me encaramé sobre el césped y salí reptando hasta el exterior. Después de ponerme en pie miré alrededor sintiéndome flaquear y regresé por mis pasos buscando con la mirada ese cilindro de color rojo que Eddie siempre llevaba en su mano. Destacaría sobre el césped y estaba seguro de que se lo había dejado hacer justo cuando él mismo resbaló, pero no estaba seguro y prefería ir mirando por todas partes. Doblé la esquina y lo vi a lo lejos. Un pequeño punto rojo sobre el césped que bien podría ser una pequeña pelota o un pajarillo muerto, ahí tirado, pero según me fui acercando distinguí el color del plástico, la forma, y juro que vi las huellas dactilares de la mano derecha de Eddie sobre su superficie y me lancé a él con una desesperación que no había conocido hasta entonces.

Corrí directo a la ventana sin pensar en nada más que en las pequeñas lágrimas rodando a través del as mejillas de Eddie y me guardé el inhalador en el bolsillo del pantalón mientras corrí en dirección a doblar la esquina cuando me topé de frente con el cuerpo de Henry cortándome el paso. Mi nariz chocó de lleno con el pecho de Henry y el resto de mi cara le siguió. El impacto me hizo caer de espaldas contra el césped y me sentí por un instante aturdido pensando en que el hipotético dueño de la casa habría podido regresar, o incluso que alguno de los vagabundos que habitasen dentro había bajado molesto, infundado por nuestros gritos, pero la chaqueta de cuero de Henry me hizo sentir tan sumamente aterrorizado y su expresión enfurecida, pero al mismo tiempo, Victoriosa de haber cazado a su presa, que estuve a punto de mearme en los pantalones. No por mí. Me estaban cortando el paso para llegar a la ventana y solo pensaba que en cualquier momento Eddie dejaría de necesitar tener que respirar.

—¡Aquí estás, mierda seca! –Dijo, y lo hizo toqueteando mi pie con el suyo. Yo, tirado frente a él en el suelo miré hacia su rostro colocándome las gafas que se habían sostenido en la punta de mi nariz y fruncí el ceño, disgustado.

—¡Déjame en paz, Bowers! Ve a molestar a otros perdedores… —Le dije con voz desagradable, con mi propia voz que no solía oír demasiado pero en el fondo esperaba que comprendiese mi necesidad de librarme de ellos y me dejasen en paz. Una parte de mí lo deseaba, lo anhelaba, pero sabía que era una esperanza infundada por un optimismo demasiado narcisista. Ellos no me dejarían huir, de eso, estaba seguro.

—¡Ven aquí, asqueroso! –Me dijo sujetándome de la pechera de la camiseta y levantándome de un solo tirón. Víctor y Belch se pusieron a mi espalda, de forma que mí huida en caso de haberla, sería retenida. Yo miré por encima del hombro de Bowers la pequeña ventanita de donde seguro que salía la poca respiración que a Eddie le quedaba—. ¿Dónde está tu otro amigo? –Me preguntó mientras Patrick miraba a todas partes. Odiaba la forma en que nos miraba.

—Se ha ido, a su casa. –Dije, serio.

—¿Y tú no te has ido con él? –Preguntó receloso mientras me sonreía con esos dientes asquerosos. Con esa mirada felina que me estaba diseccionando—. Qué extraño…

—He vuelto, para verte esa cara de anormal que tienes. –Le dije y le di un puntapié en la espinilla. Ahora no recuerdo si fue en la derecha o en la izquierda. Tampoco quería darle ahí, sino en su entrepierna, pero su espinilla estaba más cerca y él me soltó de golpe haciéndome sentir levemente liberado, pero solo fue una sensación fugaz, porque pensando que podría escaparme, Belch me agarró del cuello de la camisa y me retuvo lo suficiente como para que Patrick se lanzase contra mí y me retuviese. Víctor fue el primero que dio un golpe de gracia. Un puñetazo sobre el estómago. Me doblé como una hoja de papel, sintiendo un repentino punzón en la boca del estómago. Gemí un segundo y para cuando pude recomponerme, Bowers me esperaba con su puño cerrado para impactarlo sobre mi cara con una trayectoria muy acertada. Mis gafas salieron volando a mi derecha y yo caí junto con ellas. Su puño había dado justo sobre uno de sus laterales y este había impactado sobre mi pómulo derecho, haciéndome un corte del que no me di cuenta hasta que no sentí la sangre que llegaba a mis labios. Me aferré a las gafas como una necesidad imperiosa. Si me iban a golpear, quería ver al menos los golpes. Y si cejaban en su intento por molestarme, quería saber donde estaba Eddie.

—¡Vuelve a poner esas voces, mierda asquerosa! –Dijo Víctor mientras me escupía sobre las gafas ya en mis ojos. Yo pensaba limpiarlas hasta que una mano sujetó mi muñeca y me zarandeó para ponerme de nuevo en pie. Claro está, para volverme a tirar de nuevo al suelo con otro puñetazo. Este sobre mis labios. Esta vez no caí. Estuve a punto de hacerlo pero me contuve. Ante ello, me empujaron. La humillación parecía no estar completa si no acababa de alguna forma en el suelo. Cuando se cansaron de ese procedimiento comenzaron las patadas. Las que impactaban sobre mi vientre no dolían tanto como las que lo hacían sobre mi cabeza o sobre mi espalda. Sentía como todas las vértebras se me descolocaban con cada puntapié de esas zapatillas roñosas. Me mordí la lengua para no reír nervioso, me contuve para no llorar, me prometí que terminaría rápido pero más aumentaba mi ansiedad cada vez que miraba de soslayo entre el cristal de las gafas rotas la pequeña ventana en donde estaba Eddie. No podía no pensar en ello y cuanto más lo hacía, más se prolongaba esta agonía.

—¿Ahora no tienes ganas de insultar? –Preguntó Belch—. Maldito bastardo. ¿Dónde están el resto de tus amigos? El judío ese, ¿Dónde se ha metido?

Escupí sangre a mi lado como respuesta y un par de gotas saltaron al cristal roto de mis gafas. Mi madre me mataría, mi madre me echaría una buena bronca cuando me viese al entrar en casa pero no me importaría entonces. Nada de eso tendría importancia con la sensación de adrenalina que estaba sintiendo. Cada vez que intentaba escabullirme para al menos lanzar el inhalador dentro de la ventana volvían a retenerme y cuanto más luchaba por huir, más les gustaba golpearme. Uno de los últimos puntapiés impactó cerca de mi oreja, haciéndome girar la cabeza como si hubiese recibido una bofetada. Por un momento dejé de oír nada alrededor. El espacio lo ocupaba un penetrante pitido que estaba perforándome el cráneo. Cerré los ojos con fuerza y abrí los labios, ahogando un gemido que estaba a punto de sobrepasar cualquier grito de dolor que hubiese emitido. Sentía el dolor llegando a mí por todas partes pero ese pitido se afanó en torturarme, dejándome escuchar solo unos recuerdos que no estaban tan lejanos. La risa de Eddie. Su risa tan extrañamente presencial. Su respiración silbante, siempre tan presente. Sus pulmones cerrándose.

Cuando abrí los ojos solo quedaba el césped alrededor mientras a lo lejos se escuchaban las vibraciones de unos pasos. Me incorporé como pude mientras miré detrás de mí como los cuatro chicos se marchaban por la esquina de la casa caminando con un completo desinterés y con una chulería desbordante. Me llevé una mano al oído, de donde sangraba mi lóbulo. Tal vez fuera la misma sangre que la que rebosaba del pómulo. En aquél instante solo me preocupaba el creciente sonido que regresaba poco a poco a mis oídos. Paulatinamente me incorporé apoyándome con ambas manos sobre el suelo y me erguí tambaleándome al principio. Me apoyé en la pared de la casa y caminé cojeando como pude hasta la pequeña ventana que me esperaba con alguien ahogándose en el interior. Me palpé el bolsillo del pantalón y asegurándome de que estaba ahí, caminé a través de las imágenes desfiguradas que se me mostraban a través del cristal roto de las gafas y me introduje dentro de aquél agujero. Cada parte de mi cuerpo, todas y cada una, no dejaban indiferente a mi cerebro con punzadas de dolor agónico que rezaba por ocultar y cuando caí en el interior del sótano busqué entre la oscuridad.

—¿E-Eddie-e? –Me respondieron los gemidos agónicos de un chico de labios morados y manos temblorosas. Ojos enrojecidos y facciones ocultas en la oscuridad del rincón en donde le había dejado. Ahí estaba, rojo y medio mareado, de actos endebles y de miradas suplicantes. Caí a su lado sacando el inhalador y llevándoselo a los labios, incluso creo que pude hacerle daño pero él me recibió de buena gana. No supe en qué momento exacto yo había roto a llorar, ni cuando había comenzado a temblar tanto o más que él. Mi mano ensangrentada sujetaba el inhalador y una de las suyas presionó el pulsador para que ese medicamento, que meses después descubriría que era tan solo un placebo, le llegase hasta los pulmones. Cada vez que lo pienso me siento aturdido. Un placebo. Me jugué la vida por un placebo. Y lo volvería a hacer. ¿Qué me pasa?

Tuvo que repetir aquello unas cuantas veces hasta que se sintió con la suficiente fuerza como para no tener que repetir el proceso. Se lo sacó de los labios con un hilo de saliva uniéndolos por un segundo y se lo quedó en una mano muerta que cayó en su regazo. Cerrados los ojos y respirando con profundidad yo sujeté con una mano manchada de sangre su camisa sobre su pecho y me acerqué a él con espasmos. Estaba llorando. Llorando en una ruidosa escena de miedo infantil. Mi otra mano rodeó sus hombros y me quité las gafas mientras hundía su rostro sobre su cabeza, aspirando el olor de su pelo, ocultando mis lágrimas entre las gotas de sudor que le recorrían la sien. Él se dejó abrazar con la misma sensación que ambos teníamos, un miedo agónico.

Su cuerpo en mis brazos se sentía tan pequeño, tan débil, tan frágil que me prometí a mi mismo procurar que jamás nadie le haría daño. Me prometí a mi mismo que nadie osaría tocarle. Me sentí como un caballero feudal, pero no era más que un niño llorando sobre el hombro de su mejor amigo. Temblando, moqueando, sangrando por todas partes. Me inundaba el miedo, no de mi sangre, sino del recuerdo. De la impotencia, de la sensación de pérdida tan palpable. Me abracé a él con más fuerza, él no rechistó, solo respiraba. Y eso era suficiente para él y para mí. Sería él quien luego me curase los rasguños, sería él quien me ayudaría a explicarle a mi madre lo sucedido. Sería él quien tiempo después mataría a Henry Bowers, y quien moriría por defendernos. No cumplí mi promesa de defenderle. No pude. Y cuanto me arrepiento.

 

 

FIN




 

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