LIMITACIONES (Gorillaz) [One Shot]

 LIMITACIONES


Stuart Pot POV:


Vivir con una persona es algo muy diferente a convivir con alguien. Y más, si ese alguien es alguien tan complejo y de personalidad tan cambiante como puede ser Murdoc Niccals. Creo que soy la persona que mejor conoce a este personaje y puedo asegurar que es muy difícil convivir con él, a parte del hecho de que sin él, ya no sabría desenvolverme porque ha consumido toda mi personalidad hasta hacer de mí un mero objeto más de su propiedad. Esa es su cualidad. Pero a parte de esta maravillosa cualidad, tiene unos cuantos defectos que yo jamás llamaría como tal delante de él, y menos aún reconociera haber dicho esto. Tal vez la palabra más adecuada sea, manías. Sí, el tiene ciertas manías, y estas se han convertido en grandes limitaciones para mí, y para cualquiera que viva con él, pero yo soy el único que no debe infligir esa serie de normas. Unas normas que algunas de ellas me parecen del todo razonables pero que la mayoría de ellas no son más que meros caprichos que pueden llegar a costarme la vida, puesto que la integridad física y el orgullo los perdí hace mucho tiempo. Demasiado. Ya no recuerdo qué era no sentirse humillado. En este conciso escrito, y como mera forma de recordarme a mí mismo sus estúpidas obsesiones, nombraré todas y cada una de las que él llama, sus normas para conmigo.

No interrumpir.

Esta en mi opinión es la más amplia de las normas, pues es la que a más situaciones engloba. Hay veces en las que en ciertas ocasiones, no se debe molestar a Murdoc Niccals. La primera, que no más frecuente pero sí la más importante para mí, es cuando él se toma su tiempo para componer. Cuando suena el sonido de su bajo a través de las instalaciones en donde estemos viviendo, es mejor no inmiscuirse. Sé que no se debe hacer, porque yo lo he hecho y cuando rompes el dulce hilo de su inspiración, explota la ira y la decepción. Su expresión se rompe al instante y te mira con esa expresión en la que sabes que has firmado tu sentencia de muerte. He aprendido a no inmiscuirme en sus momentos de inspiración, porque de ellos salen canciones preciosas y siempre que su inspiración termina y consigue un dulce y plácido resultado, acude a mí con ojos de cachorro ansioso para buscar mi aprobación, pues al final es mi voz la que va a cantar sus letras. Maravillosas, siempre son sublimes, siempre y cuando no le interrumpan. Cuando eso sucede, quema todo lo que ha compuesto, pues si su inspiración se quiebra, ya nada es lo suficientemente bueno como para continuar con ella.

Tampoco se le puede interrumpir mientras está con chicas en su cuarto. O en el salón, o en el baño, o en las inmediaciones de los escenarios. Recientemente he descubierto que tampoco se le puede interrumpir incluso si ha decidido usar mi cuarto para tener relaciones. Ya no recuerdo qué excusas me dio, pero tampoco le pedí ninguna. Simplemente intenté hacerme acopio de un par de mis cosas, mi melódica incluida, para poder componer en el salón en lo que él terminaba, pero eso me costó incluso un par de moratones en la mandíbula. Interrumpirle mientras está con chicas es algo muy peligroso, y la peligrosidad depende de la situación en la que se encuentre, cuanto menos ropa tengan las chicas, mas reprimendas me llevo por la interrupción. Si solo coquetea, a veces, es incluso agradable conmigo. Simplemente me veja un poco frente a ellas, me humilla con un insulto y mientras las chicas se ríen yo me escabullo, ocultando mis pasos en el sonido de sus risas. Si la situación es mucho más comprometedora no puedo si quiera hacer acto de presencia, pues Murdoc no dudará en darme un buen escarmiento, pero si la chica se ha sentido incómoda y ha decidido no acabar con él, entonces yo soy su saco de boxeo toda la noche, hasta que o bien él se cansa o yo quedo inconsciente. Lo segundo suele ser lo que ocurre con más frecuencia. Por eso y por el bien de ambos he cedido siempre a poner la oreja en todas las puertas cerradas a las que me dispongo a entrar y agudizar el oído, esperando no encontrar gemidos que provengan del interior. No quiero más sorpresas, ni más moratones en mi cuerpo.

Tampoco se puede interrumpir a Murdoc cuando estamos en una entrevista en la radio, televisión, o incluso en directo en los escenarios. No se pueden cortar sus palabras, ni con comentarios agradables ni siquiera para desmentir sus propias palabras. Cuando se le interrumpe, él siempre pone buena cara desacreditando mis palabras, tachándome de estúpido o idiota. Pero Murdoc nunca olvida y recibo por golpes cada una de las palabras que le han molestado de mí en la entrevista. He aprendido, con el tiempo, a hablar siempre y cuando se me pregunte directamente y a veces incluso él toma la pregunta como si fuese para él y la contesta con total naturalidad, cortándome a mí con un gesto de su mano. Un gesto que he aprendido a valorar como la mayor señal de peligro y sumisión. Y si mis palabras en la entrevista no le parecen convincentes o incluso le desagradan, siempre le queda insultarme frente a las cámaras y con esa expresión y ese tono coquetos se adueña de la atención del reportero y hace suya la entrevista, olvidando mi presencia a su lado. La recobra una vez salimos de allí y se toma su tiempo para reprenderme por haberme comportado, como él dice, como si fuese idiota y descerebrado. Después finge recordar que así es, y se ríe de sí mismo mientras sigue golpeándome.

Al fin y al cabo, no son tantos los momentos en los que no se debe interrumpir a Murdoc, pero en realidad, enfadarse, se enfada igual, pero la respuesta no son golpes, solo insultos o meros desprecios aburridos. Mientras ve la tele, mientras bebe, mientras repasa las canciones, mientras juega a videojuegos. En estas ocasiones molestarle no es un problema, puedo sentarme a su lado y disfrutar de su compañía y sé que solo recibiré algún que otro insulto y algún que otro golpe en la cabeza, pero las vejaciones no me hacen sentir tan humillado ni él parece dispuesto a mantener todo el tiempo esa conducta. Al final, yo acabo sentado a su lado viendo la tele, bebo con él, canto para él y siempre acabamos jugando juntos a videojuegos.

No se deben menospreciar ni molestar ni torturar animales.

Los animales, para él y casi de forma irónica, son cosas sagradas. Es algo hilarante cuando en realidad no parece dispuesto a tratar bien siquiera a los humanos que le rodean, que le quieren, y que estarían ahí pasase lo que pasase. Sin embargo en cierto modo lo entiendo, los animales también me gustan, son nobles, hermosos, cualquier animal será siempre mucho más puro, inteligente y hermoso de lo que yo seré jamás, y él bien lo sabe. Él me lo recuerda cada vez que salimos de caza, pues yo soy siempre su presa. Sé que es algo que a mucha gente no le gusta, yo soy el primero que odia cada vez que reaparece con sus pantalones de caza y la ballesta sobre el hombro. Soy el primero que se aterroriza de ello, el primero que llora suplicando para que no vayamos una vez más, pero soy el único que sufre el dolor de las flechas clavándose en mi cuerpo. Es una sensación extraña a la que aun no me acostumbro. Ciegamente confío en él. Cuando me veo con ese traje de zorro, cuando me encuentro corriendo desesperado en medio del bosque, siempre pienso que él jamás me haría daño. Que dentro de esa mentalidad perversa y corrupta, siempre hay un pequeño mundo de bondad y ternura. A veces yo mismo me creo loco al verme confiando ciegamente en él, pero siempre hay una flecha que me alcanza, siempre su rostro aparece de entre la oscuridad convirtiéndose momentáneamente en mi peor miedo, en la más terrible de mis pesadillas. Comprueba que su presa no haya sufrido un daño mortal y cuando se vanagloria de su buena puntería, me coge de una de mis piernas y me arrastra de nuevo a casa. Duele pensar que confiaría mi vida en él de esta manera, y duele desear que un día su puntería no sea tan buena, y al fin termine con todo.

No defenderse.

Cuando los malos momentos llegan, siempre de forma injustificada, hay ciertas normas que no se pueden saltar. O si no, el dolor se prolongaría por más tiempo y, muy posiblemente, él se ensañaría mucho más conmigo. Cuando él me golpea, no he de defenderme. No puedo defenderme contra sus golpes. Interponer mis manos, tal vez, a veces. No puedo insultarle mientras que él me está insultando, mientras que él me golpea y me humilla. Si caigo al suelo solo me queda hacerme bola y esperar que los golpes pasen. Pero jamás, nunca, y lo sé por las malas, se ha de devolver los golpes. Caer hasta ese punto me haría recibir el doble de dolor, los gritos en un mayor volumen. A él le humillaría la idea de que yo tengo la autoestima suficiente como para golpearle, como para combatir sus golpes y ponerme a su altura, con lo que saldría el demonio que lleva dentro y arremetería contra mí con toda la maldad que tiene. Y tiene demasiada. Mucha más de la que la gente sabe. Yo sé que en realidad, por mucho que me necesite en su grupo, no le importaría si un día me rompe un brazo, o una pierna. Si me rompe más dientes o se me fisura el cráneo. En realidad, a veces deseo que de una de estas, me hiera de forma mortal.

La única solución que he encontrado a los momentos en que me tiene acorralado con sus golpes es suplicar. Suplicar por mi vida, por su misericordia. Llorar hasta que las lágrimas sean reales y gritar de dolor hasta desgarrarme la garganta. Pero surge aquí un problema. Le gusta oírme suplicar. Adora que le supliquen, que se humillen ante él y aún más infligir dolor que él luego puede disfrutar en su mente, en su intimidad. En la confidencialidad de su perturbada mente. Por eso a veces desfallece mientras me golpea, porque ama sentir en sus propias carnes el dolor que inflige a los demás. Adora el dolor ajeno, y el que más le gusta es el mío. Sin embargo es suplicando y gritando como él antes se aburre y se marcha, y dado que no hay alternativa, esto es lo único que me queda. Una cosa he de reconocer, a veces, yo también deseo que me golpee. Cuando pasan días sin prestarme atención, cuando se enfada y no me dirige la palabra, cuando me desprecia, cuando me olvida. El contacto físico, para mí, es necesario y si lo único que saco de él son golpes, a veces solo pido golpes.

No puedo negarme a nada.

Eso es algo indispensable que he aprendido a hacer de forma inconsciente. No puedo negarme ni a las más pequeñas nimiedades ni a sus grandes deseos. Desde que debo ir a buscarle una botella de alcohol hasta que hacer todo un disco encerrado en una habitación bajo el mar. Es algo que no hice de forma voluntaria pero tampoco me negué a ello, al final. Sus órdenes son sagradas, son necesarias para mi existencia. Necesito hacerlas, y siempre me recompensa con una mirada de agradecimiento a pesar de que sus palabras me hieran y sus gestos me dañen. Pero sin darme cuenta, me entusiasma que me pida cosas, que sea consciente de mi presencia, que me tenga en cuenta. Y a mí no me importa hacer de su vida una existencia de rey, de noble, si con ello recibo una sola mirada de agradecimiento. Han sido muchas las humillaciones que me ha pedido. Desde portar un collar con correa para pasearme a gusto por la casa hasta usarme para tus repentinos desahogos sexuales. Han sido muy esporádicos, siempre con una gran tasa de alcohol en su sangre, y al día siguiente, desaparece de su mente pero jamás de la mía. No puedo negarme a nada que me pida, porque no puedo y porque no quiero.

No se puede criticar.

Criticar cualquier cosa que él haga, diga, vista o piense es de las cosas más peligrosas. Cualquier cosa que menosprecies de su persona puede volverse contra ti con su lengua afilada y sus palabras envenenadas. Minará tu autoestima, volverá en contra a cualquiera que se encuentre a tu lado, golpeará tus valores, golpeará todo lo que ames, destrozará todo lo que desees. Nada te quedará si osas criticar sus ropas, lo que ha escrito, lo que ha creado, sus gustos, sus manías, sus deseos. Puede enterrarte en la mierda si lo desea con sus tóxicas palabras. No se lo aconsejo a nadie.

Pero hay algo mucho peor que no ha de hacerse. Mucho peor que todo lo que he mencionado antes. Algo que bajo ningún concepto he de hacer jamás.

No se le debe hacer llorar.

Hay varios motivos que pueden hacerle llorar. No los mentaré aquí, pues puede ser peligroso. Han sido muchas veces las que yo he llorado con él, por él. Pero muy pocas en las que él ha llorado y esas pocas veces, han sido las peores experiencias que he vivido nunca. Sus golpes no duelen tanto, sus insultos no me dañan tanto. Nada en él es tan doloroso para mí como verle llorar. Es desgarrador, una experiencia cruel a mis sentidos. Su cuerpo débil en mis brazos, sus lágrimas, su llanto. Todo en él, me destroza. Pero verle llorar, me mata.

 

 

 

FIN


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