LAS PALABRAS TAMBIÉN HACEN DAÑO (IT) [One Shot]
LAS PALABRAS TAMBIÉN HACEN DAÑO
Richie POV:
El sol entra con fuerza a través de los
cristales de esta heladería. Es por la tarde y ya se empieza a sentir como el
sol desciende poco a poco para ocultarse dentro de unas horas detrás de este
horizonte lejano que puedo ver a través del gran cristal a nuestro lado.
Sentados en esta mesa nos encontramos todos los perdedores mientras que
luchamos cada uno por hacernos con nuestros pedidos, excepto yo, que no he
tenido apetito para meterme nada en el estómago. Delante de mí, un batido de
fresa.
El olor del batido de fresa me hace sentir
levemente turbado, pero la sola imagen, tan pomposa, tan extravagante, me
excita como la más dulce adrenalina. Lo miro con una expresión hierática pero
con la sensación de que es un dulce que no puedo catar. Es dulce, rosado, con
ese olor casero y con la nata en su superficie cubierta de dulces virutas de
colores. Me recuerda a alguien.
—Aun no entiendo cómo puedes ser tan
torpe. –Una voz me saca de mis pensamientos mientras que alzo la mirada para
escudriñar a través de mis gafas levemente caídas el rostro de Bev mirándome
con esa expresión enfadada pero al mismo tiempo divertida. Pícara es la palabra
adecuada que le corresponde, pero solo esa sonrisa malvada es suficiente para
sacar mi lado más divertido.
—Tengo un rabo tan grande que me
desequilibra todo el tiempo. –Digo mientras miro como ella rueda los ojos con
una risa divertida y Eddie a mi lado suelta un largo resoplido, cansado de mis
bromas. Sin pensarlo demasiado y ante cualquiera de sus normas ante el contacto
paso mi brazo por sus hombros y aprieto su pequeño y débil cuerpo contra el mío
en un abrazo—. ¿Verdad, Eds? Tú madre lo sabe muy bien. –Eddie me retira el
brazo de él con un mohín en sus labios y reteniendo palabras que dirigirme. No
puede con ellas, son mucho más fuertes que él y la fuerza se la otorga la
convencionalidad.
—No me llames Eds, sabes que no me gusta.
–Me dice pero sus respuestas están tan banidas que no consigo hacer que entren
dentro de mi cráneo. Como casi nada.
—Lo digo enserio, Richie. –Me repite Bev,
preocupada mientras señala mis codos cubiertos de tiritas de diferentes
colores, cortesía de la riñonera de Eddie. Es siempre tan habilidoso como el
mejor cirujano y tan maternal como mi propia madre—. No te recuerdo sin ninguna
tirita por tu cuerpo.
—Ya te lo he dicho, preciosa. —Le repito—.
La gravedad a veces hace de las suyas. –Ella acaba rodando los ojos,
exasperada, y yo sonrío triunfal para mí. Esa expresión de fatiga por mis
palabras siempre me pone de buen humor, pero más si viene de otra persona. Los
perdedores comienzan a hablar entre ellos, Bev con Ben sentado a su lado y Bill
y Mike hablando entre ellos al otro lado de Bev. Hago un tremendo esfuerzo por
conseguir concentrarme en alguna de las dos conversaciones pero no logro
enfocar mi atención en ninguna de ella. Mientras Bev hunde la cuchara en su
helado de frutos rojos parece estar hablando de algo sobre sus pelo mientras se
sujeta uno de sus mechones pelirrojos y se lo muestra a Ben que la mira con esa
expresión embobada que porta siempre que ella revolotea a nuestro lado. Bill se
lleva su helado de cucurucho de limón a los labios mientras Mike hace una
expresión divertida intentando imitar algo que al parecer ha visto en su casa.
Eso creo. Recuerdo haber oído la palabra casa en su conversación. Ambos
estallan en risas que a mí me desconciertan aún más, porque en realidad, mi
cuerpo me pide centrarme en un único punto que me llama a gritos desde mi lado.
Me giro a Eddie sentado a mi izquierda y
ya sin querer no puedo apartar la mirada de él. Habla animadamente con Stan a
su lado pero sin mirarle. Habla entusiasmado sobre algo acerca de unos nuevos
medicamentos que está probando para los dolores de cabeza pero tampoco logro
centrarme en sus palabras y esta vez me embriaga una sensación de desamparo que
me sobrecoge. No me siento capacitado para estar presente, tampoco para poder
ser partícipe de ninguna conversación. Pero pierdo todo control de mi persona
en el momento en que veo como Eddie alzando con su pequeña pero bronceada
sujeta la pajita a rayas rojas y blancas que sobresale de la copa de cristal en
la que está su batido de fresa. Suele tomar helado pero esta vez ha optado por
un batido de fresa porque según él está menos frío y recientemente se ha notado
ciertas molestias en la garganta. Él ha expresado su preocupación con una seria
convicción, pero nadie se ha preocupado más de ello que yo.
Cuando alcanza con su mano la pajita se
yergue un poco sobre el asiento y alza el rostro para que sus labios rocen el borde
de la pajita. Ya no puedo hacerme cargo de mí mismo al presenciar tan dulce
escena. Su piel bronceada me hace sentir terriblemente perdido y desorientado,
mientras que sus pequeños y dulces gestos me terminan por consumir en esta
sensación de desamparo. Absorbe un poco de la pajita y puedo ver como su apenas
visible manzana de Adán sube y baja por su garganta. Su cuello, sus clavículas,
su piel escondida debajo de esa fea camiseta amarilla y si sigo bajando la
visita me toparé con piernas lechosas aplastadas contra en asiento de cuero y
esa es una imagen que no superaría en todo el día. Esas pequeñas y delgadas
piernas decoradas con esos pantalones cortos rojos. Esos malditos pantalones
que me hacen desear poder arrancárselos.
—¿Me e—e—estás o—oyendo, Richie? –Me
pregunta Bill haciéndome dar un respingo en mi asiento por el volumen de su
voz. Yo le miro sintiendo como mis mejillas comienzan a teñirse de rojo por la
posibilidad de que me haya quedado demasiado tiempo perdido en el perfil de
Eddie y hayan podido pensar demasiado mal. Yo frunzo el ceño mientras que Bill
aún espera que conteste algo. Con un mecánico gesto de mis manos me recoloco
las gafas sobre el puente de la nariz y Bill chasquea la lengua mientras que
Mike me habla, algo divertido.
—Estábamos hablando de la chica nueva que
hay en sexto. ¿Es tan guapa como dice Bill? –Me pregunta Mike mientras que yo
hago un tremendo esfuerzo por saber de quién me están hablando hasta que caigo,
mostrando una risa pervertida.
—¡Tendrías que haberla visto! –Le digo a
Mike mientras que Bill vuelve a retomar el interés por la conversación—. Me
follaría a esa chica día y noche, si pudiera. –Me giro de nuevo a Eddie y le
doy un fuerte codazo en el costado—. Como a la madre de este…
—¡Ah! –Dice Eddie quejándose por el golpe
mientras que da un respingo girándose a mí con una expresión dolida yo le miro
borrando de mí mi sonrisa con lo que él me aparta la mirada desinteresado, como
si yo no fuese más que un estorbo y sigue hablando con Stan de sus medicinas—.
Mi madre me ha dicho que no debo tomarlas sin haber comido antes, porque si no,
pueden sentarme mal. Y que tampoco debo comer de forma copiosa, porque si no,
no me harán tanto efecto… —Vuelvo a darle otro codazo con lo que él vuelve a
dar otro respingo—. ¿Qué quieres, Richie? –Me pregunta girándose a mí y puedo
ver como sus grandes ojos castaños me miran de arriba abajo con una ferocidad
excitante. Yo sonrío de nuevo ante su expresión, pues la cara de idiota que Ben
pone ante Bev, es la única que yo puedo portar cuando soy único testigo de la
mirada de Eddie. Es algo que odio, y que no puedo controlar, pero su expresión,
sea la que sea, me hace sonreír siempre.
—¿Habláis de la mujer con la que estuve
anoche? –Le pregunto mientras él rueda los ojos y pretende girarse de nuevo a
Stan a su otro lado pero yo detengo su rostro agarrando con fuerza una de sus
mejillas mientras que él da un respingo por el contacto y cierra los ojos con
fuerza, intentando apartarse de mí—. ¡No te enfades, Eddie spaghetti! –Le digo
mientras sonrío pero él se suelta de mi agarre mientras que me da un manotazo a
la mano, gesto que me pone más ansioso aun.
—No hagas eso.
—Pero es que eres un chico tan lindo…—Le
digo mientras cojo de nuevo su mejilla y estiro de ella haciendo que sus ojos
se cierren de nuevo, por el dolor y la incomodidad. Me gusta la forma en que su
mejilla se adapta a mis dedos y como su piel se vuelve roja por momentos. Me
gustan sus mejillas y todas las pecas, que como estrellas, adornan un cielo en
el momento del ocaso.
—Para… Eres tan idiota. –Me dice mientras
intenta deshacerse de mí.
—Pero, Eddie spaghetti, eres casi tan
adorable como tu madre suplicando por una segunda ronda… —Digo mientras Eddie
comienza a ponerse nervioso y la voz de Stan detrás de él me da un aviso.
—Bip Bip Richie. –Pero sus palabras no
consiguen entrar en mi cráneo. Nada lo hace.
—¡Richie, para! –Grita Eddie mientras da
un manotazo al aire que consigue impactar contra el batido de fresas frente a
él. El vaso se cae sobre la mesa vertiendo todo el líquido de esta sobre el
regazo y el pecho de Eddie. Yo solo alcanzo a dar un respingo por el sonido del
cristal golpeando la mesa pero el resto son mucho más escandalosos, deteniendo
sus conversaciones para exclamar un grito de susto por lo sucedido. Stan es el
más nervioso, alejándose todo lo lejos del lado de Eddie para no mancharse su
impoluta ropa, mientras que Eddie levanta las manos como a punto de ser
disparado y se mira a sí mismo, cubierto de esa melosa sustancia rosa desde el
pecho hasta las piernas. Le gotea a través de sus piernas descubiertas por esos
pantalones. Ahora estarán pegajosas…
—Eddie… —Le dice Bill levemente
entristecido—. ¿Estás bien? –Le pregunta algo preocupado, pero la expresión de
Eddie no es de tristeza o preocupación, es de un enfado que jamás he visto en
él, y yo soy el único causante de su enfado. Cuando su mirada irascible se
dirige a mí sin miramientos yo doy un respingo mientras que borro de mi
expresión la sonrisa y acomodo mejor mis gafas sobre el tabique. Trago en seco
y sus manos recorren su torso y su regazo para que el batido caiga al suelo,
desprendiéndose de él.
—Eds… —Le digo pero él gira violentamente
el rostro hacia mí. Nunca algo tan hermoso me había transmitido tanto miedo.
—¡NO! –Grita, haciendo que todos
enmudezcamos—. ¡No quiero oírte llamarme una sola vez más Eds! ¡Esto ha sido
culpa tuya! –Yo no digo nada, terriblemente atemorizado mientras que Bev
intenta calmar a Eddie.
—Eddie, no ha sido culpa de nadie, ha sido
solo un accidente.
—¡No ha sido un accidente! –Dice, y con
tal convicción que cualquier cosa que hubiera dicho le habría creído a pies
juntillas—. Siempre todo es culpa suya. –Dice, mirando a todos y después me
mira a mí—. Siempre con tus bromas de mierda que no le hacen gracia a nadie.
Siempre con esas voces que nadie más que tú reconoce. ¡No eres gracioso!
Acéptalo ya.
Vuelve a pasarse las manos por el cuerpo,
intentando desprenderse de más batido, pero su ropa está empapada, y no tiene
remedio. Yo no puedo hablar. Mi garganta se ha secado y mi lengua ha muerto.
Mis manos tiemblan sobre mi regazo. Desearía poder tener la iniciativa de
ayudarle con la ropa, ayudarle con lo que me pidiese, pero estoy tan acobardado
que ni moverme puedo.
—¿No sabes que a veces puedes ser muy
hiriente? –Me pregunta mientras que yo doy un respingo, dolido—. Siempre me
estás jodiendo. Siempre estás burlándote de mí. Nunca tienes suficiente.
¿Verdad? No tienes remedio, joder… —Oír de sus labios estas palabras tan
gruesas me hace sentir roto. Malherido—. ¡Aparta! –Me grita señalando el lugar
en el que estoy sentado para dejarle sitio y poder salir. Yo me levanto de un
respingo, pálido y aterrorizado, mientras que le dejo espacio para salir.
Cuando se pone en pie al lado de la mesa termina por desprenderse de la mayor
parte del batido que gotea por sus piernas y se excusa mirando al resto de
perdedores, suavizando levemente el tono de su voz para con ellos. Sin
incluirme a mí en esa disculpa—. Me voy a mi casa.
Cuando vuelve la mirada a mí, yo bajo la
mía, avergonzado por mi comportamiento y humillado por sus palabras. Pensé que
jamás había sentido tanto dolor y él jamás había sido tan hiriente conmigo,
pero podía serlo una más.
—No eres un amigo, eres un maldito payaso.
–Y con esa sentencia, se marcha sin más alejándose avergonzado por su aspecto a
lo largo de la heladería y desaparece por la puerta. Cuando ha desaparecido el
ambiente dentro de la heladería es un ambiente tenso. Por primera vez veo que
la gente nos está mirando, desde niños de un año hasta adultos responsables de
esta heladería. Mientras que yo intento por todos los medios convertir la
vergüenza en algo productivo Bev me devuelve una mirada entre enfadada por mi
comportamiento, sorprendida por la actitud de Eddie y dolida, identificada con
mi propio dolor. Pero por mucho que ella pueda empatizar en mi dolor, no es
capaz de comprender hasta qué punto me duele a mí. Su expresión, su voz, su
mirada. Sus palabras. Me han apuñalado en una zona que yo mismo tenía a buen
recaudo dentro de mí y ahora, incapaz de expresar una sola palabra, me siento
de nuevo en mi sitio con Stan a mi lado y el batido de fresa esparcido por
todas partes en la mesa, el asiento y el suelo. Todos me miran a mí y la
vergüenza me sobrecoge. Me sobrecoge el miedo, pero sobre todo el dolor. Como
duelen sus palabras. Hasta cortarme el aliento. Si esto es lo que él siente en
sus ataques de asma, no le deseo este mal a nadie.
…
Eddie POV:
Mi habitación se siente siempre tan grande
y triste cuando me encuentro dolido. Cuando estoy enfermo, siempre es un lugar
sombrío y cuando me atenazan los nervios, tan claustrofóbico. Pero ahora se me
muestra un lugar tan gris y silencioso que cualquier mínimo detalle carece de
nimiedad en comparación con el remolino de sentimientos que me atenaza. Me paso
las manos por el pelo húmedo que he dejado tal cual al salir de la ducha tan
larga que me he dado para quitar todo rastro de olor de fresa de mi cuerpo. Me
paso la toalla por el pelo preocupado porque mi madre me reprenda por no
secármelo antes de irme a dormir, incluso yo mismo podría obligarme a ello.
Normalmente lo hago, pero he perdido el ánimo para pensar en nada, para hacer
nada, para sentir nada que no sea arrepentimiento y dolor dentro de mi pecho.
Cuando me levanto de la cama para hacer
algo y fingir que todo está bien me desmorono de nuevo dentro de mi dolor y me
siento nuevamente sobre el colchón, consciente de que nada de lo que haga me va
a sacar esa rota expresión del rostro de Richie de mi mente, y no consigo hacer
nada para que el dolor disminuya, al menos lo suficiente como para dejarme
dormir. Me pregunto si las pastillas para los dolores de cabeza que mi madre me
compró servirán también para esa clase de dolor, y descarto rápido la idea
tomándola como una tontería suprema. No lo suficiente como para no
planteármelo.
Esta vez sí me levanto de la cama y
comienzo a recoger los papeles que están esparcidos sobre el escritorio, todos
de la escuela. Trabajos de historia, algunos deberes de matemáticas, los libros
de lengua e inglés. Todo lo ordeno poco a poco y siento como levemente el
recuerdo de Richie se va disipando con los segundos, pero no lo suficiente,
porque vuelvo a recaer en él, y la recaída es más dolorosa que la mera estancia
en el dolor. Suelto un largo suspiro y me muerdo el labio inferior. Me recuerdo
en la heladería y recuerdo el fugaz momento de ira y enfado. Apenas fueron
segundos después de salir por la puerta que mi expresión enfadada rompió en el
llanto más vergonzoso que he presenciado de mi mismo nunca. Cubierto de batido
y con las mejillas ardiendo he debido ser la imagen más estúpida que sus ojos
hayan visto jamás. De seguro que se burlará de mí por esto y por todo lo demás.
Al final es culpa mía, yo le doy motivos para humillarme.
Cuando termino de guardar los libros en la
mochila para la mañana siguiente, suena un leve golpe contra el cristal de mi
ventana. Doy un respingo mientras oigo como aquello que ha golpeado vuelve a
hacerlo mientras cae a través del tejadillo hasta estamparse contra el suelo.
De nuevo, un golpe similar pero esta vez más fuerte. Lo suficiente como para
que me haga temer por la estabilidad del vidrio, pero me contengo a acudir a la
ventana. Cuando el tercer golpe me sobresalta por la fuerza de este, acabo
acudiendo al cristal y descorro las cortinas para después abrir despacio la
ventana, preocupado porque mi madre pueda oírme. Lo primero que recibo es el
fresco viento de otoño entrando a través de la ventana, golpeando mi rostro con
el olor de la humedad y de las hojas caídas de los árboles. Y después, su
rostro. Me topo con su pálido rostro iluminado por su sonrisa al verme aparecer
por la ventana. Se coloca mejor las gafas mientras mira en mi dirección y me
sonríe con esa expresión idiota que tanto odio ver en él. Sin embargo, su mera
presencia, es fuerte como para ablandar mi corazón y formarme un nudo en la
garganta.
—¿Qué haces aquí? –Le pregunto asustado.
Aguzando el oído por si mi madre nos oye.
—Estaba preocupado por ti. –Me dice como
si fuese lo más obvio del mundo pero yo suelto un resoplido y niego con el
rostro.
—No me mientas. Seguro que el resto te han
mandado aquí. Confiésalo.
—No es cierto. –Dice, entre ofendido y
preocupado—. He venido por mi cuenta.
—¿Y qué quieres?
—Saber si estás bien. Eso es todo. –Dice y
yo me encojo de hombros y le contesto con la voz más seca que tengo.
—Estoy bien, gracias. ¿Puedes irte ya? Mi
madre aún no se ha ido a la cama…
—Vale. –Dice con voz triste y desanimada
mientras que se me queda mirando con ojos de cachorro. Jamás esa expresión me
había conmovido tanto. Sus ojos a través de sus gafas se tornan brillantes y
oscuros, sus cabellos negros brillan por las luces de alrededor con una
tonalidad de ópalo pulido y con un gesto de su mano sentencia una despedida de
una charla demasiado escueta. Sus palabras aún me están haciendo vibrar y han
desaparecido. Pero más me hace temblar la sangre que veo en la palma de su mano
en su gesto para despedirse.
—¡Espera ahí! –Le digo y él se detiene en
seco mientras se gira a mí con ojos esperanzados y una mirada brillante.
—¿Sí?
—¿Qué es eso de tu mano? –Le pregunto
mientras me inclino sobre el dintel de la ventana, casi hasta sentirme inseguro
solo para ver más de cerca lo que él me muestra en su palma abierta. Su mano es
tan pálida y su piel tan suave que puedo distinguir perfectamente un rasguño
lleno de sangre en su palma, más concretamente, en el lugar sobre la muñeca y
debajo del pulgar. Sin embargo tiene manchas de sangre por su camisa de
asquerosas flores hawaianas azul y amarilla. Se ha restregado sin cuidado
ninguno como tiende a hacer cada vez que se cae.
—Me he caído. –Dice, sin darle importancia
mientras que yo resoplo con fuerza—. Viniendo. Está todo muy oscuro y no he
sabido dónde pisar…
—Eres un maldito desastre, ¿lo sabías? –Le
digo de forma seca y enfadada a lo que él baja el rostro a su mano, se mira
disgustado y vuelve a restregarse la mano sobre la camisa. Creo oírle murmurar
un “Lo sé” pero no estoy seguro de ello pues su cabello me cubre todas las
facciones de su rostro en esa expresión cabizbaja y está a varios metros de
distancia, con lo que acabo olvidándolo y miro alrededor mientras que me muerdo
el labio inferior—. ¿Eres consciente de todas las infecciones que hay en el
suelo? ¡No sabes lo peligroso que es ir con una herida sin curar por ahí, como
si nada…!
—Ya… ya… —Dice volviendo a restregar su
mano por su camisa pero yo chasqueo la lengua, disgustado con él, pero más
conmigo mismo.
—Vamos, ven. –Le digo alentándolo con una
mano hacia el interior—. Sube, sin hacer ruido… —Le digo y él más ilusionado
que cuidadoso se encarama a la rama más baja del árbol que tenemos en la
entrada y se sube a ella poniéndose en pie para después saltar al tejadillo
bajo mi ventana. Yo me alejo dando un par de pasos atrás hasta que él ya se
está colando a través de la ventana de mi habitación. No es la primera vez que
lo hace, pero es la primera en la que yo le invito. Normalmente se toma la
libertad de aparecer agarrado a la ventana y encaramado al tejadillo debajo de
ella.
Cuando ha conseguido encaramarse y entrar
al interior de un salto yo ya estoy preparado para atender la curación de su
mano. Lo he hecho tantas veces, y siempre es igual de doloroso. Tanto como si
yo hubiese sido el herido. Porque puedo sentir su dolor multiplicado por cien,
y eso es algo a lo que nunca consigo acostumbrarme. Y sin embargo, siempre
estoy dispuesto a curar la siguiente herida, y la siguiente.
—Ven, siéntate en mi cama. –Le conduzco
con cuidado sujetándole de los hombros hasta que cae sentado en mi cama y yo
cojo el pequeño botiquín que tengo en mi cuarto para conducirme con él a la
cama a su lado. Cuando me siento poniendo el botiquín a nuestro lado él me
sigue con la mirada en todos mis movimientos, lo que me hace sentir levemente
ruborizado e intimidado, pero sigo con mi tarea. Con una mano cojo la suya e
inspecciono la zona herida—. ¿No tienes nada más? –Le pregunto pero él se mira
la rodilla que solo tiene un pequeño moratón sin sangre.
—No, nada más. –Dice, levemente acobardado
y me siento muy aturdido. En todo el tiempo que ha estado en mi cuarto,
alrededor de dos minutos, ya debería haber hecho unas seis bromas, tres de
ellas sobre mi madre y una al menos sobre lo que ocurrió en la heladería. Pero
no ha abierto la boca más que lo necesario y verle en este estado me hace
sentir débil y confuso, como si estuviera enfermo. Me siento febril por su
culpa.
—Voy a limpiarte con alcohol. –Digo
mientras empapo una bolita de algodón blanco en el alcohol de la pequeña
botella y este se empapa bien. Después comienzo a pasarlo alrededor de la
herida para retirar la sangre de toda la zona y comprobar bien donde están los
rasguños. Después de esto, empapo otra pequeña bolita y la presiono sobre la
herida, con lo que sus dedos se contraen en mi mano y me obligo a ajustar mejor
el agarre de su mano en la mía con lo que él me mira con una expresión
adolorida.
—Uf. –Suspira frunciendo el ceño—. Duele… —Murmura
y yo asiento.
—Lo sé. Ya deberías estar acostumbrado,
por otra parte. –Le digo señalándole con la mirada las tiritas que tiene en el
codo y en la rodilla. Él asiente a mis palabras y la próxima vez que dejo caer
el algodón sobre su mano él no hace ningún gesto ni tampoco se queja, pero
puedo ver que aprieta los dientes y sus ojos retiran la mirada de su propia
mano. Yo me encargo en silencio de limpiar toda la zona y de desinfectarla. No
sangra más pero tampoco parece una zona bien limpia, por lo que insisto con el
algodón hasta que me siento satisfecho y toda la herida alrededor ha quedado
brillante y sensible—. ¿No hay nada de “Me hago heridas para que el lindo
doctor Kaspbrak me cure”?
—No. –Dice bajando la mirada a su mano de
nuevo y yo no puedo evitar quedarme mirando esas mejillas lechosas, esas pecas
salpicando su expresión derrotada. Ojalá pudiera verse tal como yo le veo, y
ojalá pudiera expresarle como me hacen sentir esas miradas compasivas y esos
gestos de valentía para protegerme siempre. Jamás le he dicho cuánto agradezco
todas las veces que me ha socorrido en mis ataques de asma y todas las veces
que se ha interpuesto entre Henry Bowers y yo. Y sin embargo, tener su mano en
la mía de esta forma tan sumisa se me hace una realidad tan disparatada que no
puedo valorarla. Sus dedos relajados caen a través de su mano rozando de vez en
cuando mi muñeca sin querer.
—¿Nada de “Eds, ¿no puede curarme mejor tu
madre”? –Le aliento pero él niega con el rostro y rápido se recoloca las gafas
sobre el tabique. Me quedo embobado mirando su perfil, sus labios rosados que
se ven tan brillantes, su brazo, su muñeca en mis manos. Puedo ver las pecas
corriendo bajo ellas y su pálida y lechosa piel de porcelana tan frágil y débil
en mis manos. Cuando solía ser un protector ahora me hace sentir que es nada
más que un muñeco roto.
—Tenías razón. –Dice con una sonrisa
triste—. Soy un payaso que solo sabe hacer payasadas. –Chasquea la lengua y yo
dejo su mano sobre mi pierna, en lo que rescato unas cuantas tiritas.
—No digas eso… —Murmuro pero caigo en el
error de que son mis palabras, no las suyas. Rápido me ruborizo, triste—. Es
decir… yo... no quise decir eso. Estaba enfadado. Solo eso.
—Estabas enfadado, pero con motivo. No
paro de molestarte, pero es que es mi única forma de demostrarte que me
importas. –Dice triste y levanta la mirada para ver mi reacción ante sus
palabras. Yo no le devuelvo el gesto. Me quedo mirando las tiritas en mi mano.
Escojo una azul, a juego con su camisa.
—Pero a veces me haces sentir tan… tan… —No
encuentro la palabra y suelto simplemente un suspiro cansado mientras que le
quito el papel protector a una de las tiritas y la pongo sobre la palma de su
mano en mi pierna. Tan muerta, su mano. Como me gustaría que expresase algo de
vida.
—¿Pequeño? –Me pregunta intentando
terminar mi frase—. ¿Avergonzado? ¿Humillado? –Asiente a sus propias
suposiciones—. Ya lo sé, y lo siento, de veras. Pero soy un idiota, y no sé
como cambiar.
—No. –Me apresuro a decir, colocando una
tirita sobre su palma. Carraspeo unos segundos y cojo aire—. No es necesario
que cambies. Es decir… tú eres quien eres y punto…
—Ya… —Dice, de nuevo cabizbajo y cojo otra
tirita, esta vez amarilla como las flores de su camisa, y la pongo sobre su
palma. Al final, su mano se ve mucho más débil y triste de lo que ya parecía
estando muerta. Sobre mi regazo no me contengo a cogerla de nuevo entre mis
manos y apretarla, cerrando mis dedos sobre ella. Entrelazándolos con los
suyos. Su respuesta es suave pero suficiente como para encender en mí una
chispa de esperanza y cuando levanto la vista él mantiene la suya fija en
nuestras manos.
—Es culpa mía. Yo no debería ser así,
siempre tan aburrido, siempre de mal humor. Siempre preocupándome por
tonterías. Es normal que te quieras burlar de mí… —A mis palabras él aprieta el
agarre en nuestras manos, da un respingo, y lleva su mano libre a mi mentón
para subirlo a su altura, para mirarme directo a los ojos y fruncir el ceño
junto con su expresión enfadada.
—No digas eso ni en broma. ¿Me has oído?
–Yo asiento, ruborizado—. Tú eres jodidamente perfecto tal como eres y no
quiero que cambies una sola de tus manías. Me gusta que me cuides, y que te
preocupes por todo. Que estés atento a todos los detalles y que siempre sepas
qué hacer en cada situación.
—Me sobrevaloras. –Le digo, triste pero
alagado con sus palabras—. Soy un completo desorden y si me falta mi inhalador
no duraría ni un minuto vivo…
—Pero para eso estoy yo. –Dice, con una
sonrisa. Triste, pero una sonrisa al fin y al cabo y esta reblandece mi
corazón.
—¿Para ayudarme con el asma? –Pregunto y
él sonríe, pero esta vez, más decidido.
—Para devolverte el aliento. –Dice y su
sonrisa da paso a una expresión seria pero muy impactante. Sin pensarlo
demasiado se acerca a mí y roza su nariz con la mía, queriendo, pidiendo
permiso para algo a lo que ninguno de los dos estamos preparados. Sin embargo
yo no me alejo de él y puedo ver con detalle cada una de sus pecas bañando su
rostro, su pálida expresión coloreada con el rubor culpable de la situación y
sus labios de color afrutado me besan haciéndome sentir que me caigo desde un
precipicio. La adrenalina no son mariposas en
el estómago, es una férrea sensación de pánico por la situación y antes
de que pueda disfrutar del beso, sus labios se han separado de mí dejándome con
una estúpida expresión desorientada. Él me mira de arriba abajo buscando en mi
rostro una señal de que lo que acaba de hacer no ha acentuado el enfado por el
que él ha venido ni tampoco ha creado en mí ninguna emoción que no sea capaz de
sobrellevar. Yo sin embargo no sé qué hacer, o qué sentir. Me veo aterrorizado
por su gesto pero aún más por el hecho de que me ha gustado. Es más, lo estaba
esperando. Lo deseaba mucho antes de descubrir qué significado pudiera tener.
Pero ahora lo he vivido y ha sido tan fugaz que ni siquiera puedo pensar en que
ha sido algo real.
Segundos después de que se haya separado
de mí se pasa el dorso de la mano por uno de los ojos para frotarse ahí y se
quita las gafas, incómodo con ellas mientras se frota los ojos, haciendo un
terrible puchero con sus labios. Yo hago otro igual, temblando porque esté a
punto de llorar delante de mí. No. Delante de mí no puede hacerme esto porque
entonces yo me romperé en pedazos, con lo que llevo mis manos a ambos lados de
su rostro y el acerco a mí hasta posar su frente con la mía. Antes de poder
decir nada, él habla, estampando su cálido aliento sobre mis labios.
—Perdóname… —Murmura, con la voz rota—.
Soy un estúpido que solo hace gilipolleces. Solo digo tonterías…
—No… no Richie…
—Lo último que quiero es hacerte sentir
mal. Eres mi mejor amigo, eres lo que más quiero… —Un par de lágrimas caen por
sus acolchadas mejillas. Sus manos van a mis brazos, después a mis hombros, a
mi cuello.
—Richie, no… no llores… —Interno mis dedos
en sus cabellos. Jamás habían sido tan suaves, tan dulces, mis dedos tiemblan.
—Perdóname…
—Sí, sí. –Beso de nuevo sus labios. Sé que
no puede ver mi sonrojo, ni mi temor en mis ojos pues no porta sus gafas, pero
me corresponde el beso con sorpresa y necesidad. Tanto como tengo yo. Sus
labios son suaves, dulces, y su tacto es tranquilo y amable. Tras el beso, sus
rasgos jamás me habían parecido tan peligrosos y sus ojos jamás me habían dado
tanto miedo. Caigo desde el abismo y solo confío en sus brazos para sostenerme.
Pero mientras sigo en caída libre, me aferro de nuevo a sus labios para
apaciguar la caída.
FIN
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