EN LA ARENA (YoonMin) [One Shot]

 EN LA ARENA [One Shot]


YoonGi POV:


ROMA

Siglo II d.C.


El sol cae a plomo como una losa sobre cada centímetro cuadrado de mi piel expuesta. El barullo general alrededor nubla, junto con la luz, todos mis sentidos y me hace sentir embotado y aturdido. Entrecierro los ojos para no sentir la luz atravesarme como agujas las retinas y me cubro el rostro con las manos momentáneamente para quitarme la fina capa de polvo que se ha formado por las ruedas del carro funcionando durante horas sobre el terreno de tierra seca. El traqueteo de este, sobre el que me encuentro junto con otras personas, hace que nuestros cuerpos se muevan al ritmo de cada bache de piedra mal adosada.

Con las muñecas esposadas con grandes grilletes intento retirarme el pelo de la frente y paso mis yemas por el cuero cabelludo hasta que la cadena de las esposas me impide de una forma cómoda seguir atusándome el pelo. Sentado en este remolque enjaulado y con tan solo un trapo beige que cubre mis partes, dejo caer las manos sobre mi regazo y miro a mis compañeros, tan presos como yo, con las miradas perdidas y una expresión aburrida y desolada en el rostro. Con labios secos, con polvo en los rostros y el cabello sucio, todos estamos condenados a un mismo indefinido futuro. Esclavos. No somos más que esclavos.

Alrededor, entre los barrotes, el barullo ha comenzado a ser evidente, tanto de pequeñas tiendas de comercio como de personas. La gente caminando alrededor por la calzada ha ralentizado el paso del carro en el que vamos y el cochero, frustrado, habla en voz alta y gritando a las personas que se va encontrando. A veces se detiene a hablar con algún conocido y otras, simplemente, lanza algún insulto que nos hace mirar de reojo lo sucedido. Nada reseñable, nada que nos haga levantar la cabeza ni erguirnos dentro de nuestra jaula.

Siendo un poco más aventurado, me da por mirar a las personas que han comenzado a acumularse alrededor y puedo detenerme momentáneamente en pequeños fragmentos de conversaciones que se van quedando residualmente en mi memoria. Un hombre, agarrado de una mujer de cercana edad, hablan animadamente sobre una pequeña figura de metal que acaban de obtener en una caseta cercana. La observan detenidamente y no es más que un pequeño obsequio. Otros hablan de la calidad del trigo y el pan que hay expuestos en uno de los puestos y los comerciantes gritan en alto el precio más barato de sus productos para llamar así la atención sobre sus consumidores.

El carro se desvía levemente del curso de personas y nos adentramos en una calle paralela, menos transitada pero aun con el barullo generalizado de un ambiente bullente. El carro se detiene. El brusco freno nos hace tambalearnos débilmente y nos miramos unos a otros, un tanto nerviosos y excitados, pero nada de sobresaltos o movimientos bruscos. Puede costarnos mucho. Oímos como el cochero se baja de un salto, se aleja unos pasos y nos deja en un silencio extraño. Oír sus insultos nos había acostumbrado a una rutina y ahora sin él, todo parece desvanecerse. Regresa pasados unos minutos conversando con otra persona y esta, con un “hum” constante parece satisfacer las respuestas del cochero.

Ambos aparecen por la parte trasera del remolque en donde estamos. Se paran a mi lado y observan a través de las rejas la mercancía: nosotros. Los ojos de ambos nos recorren. Yo sigo el mismo camino que ellos recorriendo con la vista a todos los aquí encerrados.

El primero, el hombre frente a mí y siendo nosotros los únicos más cerca de la puerta de la reja donde los hombres nos observan, es un hombre de piel negra, varios palmos más altos que yo y con la cabeza gacha, impidiéndose erguir porque daría con ella en los barrotes superiores. El de su lado es de piel oscura igual pero al parecer con facciones más angulosas, más egipcias. También más alto y con cabello largo y trenzado. Negro como la ceniza pero un tanto aclarado por el polvo marrón que hay en el propio ambiente. Al lado de este, otro hombre igual, con facciones parecidas pero con la cabeza totalmente rapada y con la espalda más ancha y las piernas más gruesas.

A mi lado se sitúa un hombre de cabello castaño, corto pero se nota ondulado y con buenos brazos bronceados. Le he oído hablar en griego antes, para sí mismo, por lo que no me cabe duda de que puede ser un esclavo ateniense que hayan estado trabajando duramente bajo el sol. Al otro extremo donde yo estoy sentado en esta fila está otro hombre de facciones similares al anterior pero con multitud de cicatrices curadas por su cuerpo. Su cabello, recogido en una coleta que apenas recoge pelo, es oscuro y también sucio. Solo quedo yo, de cuerpo pálido y facciones asiáticas, esclavo de Constantinopla capturado en una ruta de comercio desde mi país.

—Aquí los tienes. –Dice el cochero mirándonos a todos y extendiendo su mano hacia su mercancía—. ¿Qué opinas?

—No es tu mejor cosecha. –Dice el hombre con barba blanca y túnica roja. La sujeta con una mano mientras que la otra sostiene una fusta negra.

—Con cosas peores nos has dado espectáculos impresionantes.

—Sabes que eso no depende de ellos. –Nos señala y se nos queda mirando a todos. Yo evito mirarle directamente a los ojos pero cuando los suyos recaen en mi, ya no puede mirar nada más. Me mira de arriba abajo y sonríe, señalándome en dirección al cochero—. ¿Dónde has cogido a este?

—Comerciante de Asia Este en Constantinopla. 

—Estás muy lejos de tu casa. –Me dice pero yo bajo la mirada junto con el rostro a mis manos encadenadas. Demostrando mi sumisión y mi buen comportamiento, el cochero habla por mí.

—Me dijeron que nació allí. Su familia es la que es comerciante.

—¡Oh! Así que nos entiende…

—Sí. Al menos eso creo. No le he oído pronunciar una sola palabra, pero obedece muy bien sin la necesidad del látigo, así que sí. –Un silencio en el que siento todas las miradas dirigirse a mí. Yo apenas quiero respirar. Deseo con todas mis fuerzas convertirme en polvo y desaparecer en el aire—. ¿Qué? ¿Te interesa?

—Tal vez… ¿Cuánto pides por él? –El cochero piensa unos segundos.

—Doscientos denarios*. No vale mucho más. –Me mira cerciorándose de mi valor y asiente—. Doscientos.

—Bien. –Él hombre de barba asiente y el cochero mira al resto de nosotros. Por el contrario, el de barba no me quita los ojos de encima. Me hace sentir tremendamente incómodo

—¿Seguro que no quieres a otro mejor?

—No, creo que este es perfecto. –El cochero asiente, conforme, y abre la jaula extendiendo su mano a las cadenas de mis esposas para sacarme del remolque y me quedo descalzo en el suelo a su lado. El hombre de la barba me sonríe y me da un par de palmaditas en el hombro. El cochero sigue sujetándome por las cadenas mientras se asegura de cerrar bien la jaula. Mientras, habla.

—¿Y bien? ¿Para qué lo quieres? No tiene mucha carne, no servirá para dar de comer a los leones. –Dice el cochero pellizcándome uno de los brazos. Eso hace que me vea mucho más escuálido y me siento ofendido pero no hago nada al respecto. El hombre de barba se ríe, bonachón, y niega con el rostro.

—Nada de eso. Luchará contra el Favorito. –Se produce un silencio en el que el cochero se queda atónito por las palabras del hombre de barba y mientras, yo los miro a ambos.

—¿El Favorito? Me tienes que estar tomando el pelo. –El hombre de barba niega con el rostro.

—Nada de eso. –Está a punto de cogerme de los grilletes pero el cochero me empuja a un lado, impidiendo que el hombre me agarre.

—En ese caso quiero que me des quinientos denarios. –El hombre de barba se sorprende y yo me quedo un tanto paralizado.

—¿Quinientos? Tú mismo has dicho que no vale ni doscientos.

—Pero va a luchar con el Favorito. –El cochero replica. El hombre de barba suspira.

—Míralo. No va a luchar mucho tiempo…

—¿Y para qué lo quieres a él? Mira ahí dentro, tengo a un espartano y a un troyano. ¿No quieres alguno de esos dos? Esos ya están curtidos…

—No, hoy lo quiero a él. –Me señala el hombre de barba cana y yo simplemente me debato en donde mirar.

—Pero… —piensa el cochero—… va a ser una masacre… —Dice y me mira apenado. Niega con el rostro sacudiéndose esa idea de la cabeza y ofrece las cadenas de mis grilletes al hombre de barba—. Trescientos cincuenta y te lo doy. –El hombre de barba suspira, pone los ojos en blanco y rebusca en un pequeño saco unas cuantas monedas plateadas que entrega al cochero.

—Si lo sé no te digo nada. –Replica. El cochero ríe victorioso y rodea el carruaje para subirse de nuevo a su lugar de conductor y el señor de barba me sujeta fuertemente de las cadenas en una mano mientras con la otra sostiene una fusta negra que mueve en el aire como un péndulo. Espera a que el cochero se marche, lo despide con un gesto de su mano y cuando el polvo se dispersa comenzamos a caminar entre la gente.

Observando alrededor soy el único que va con un paño y nada más. Un paño alrededor de mi cintura que me cubre hasta la mitad de los muslos. Se supone, o al menos yo intuyo, que la tela debe ser de un color crema, pero se ha degradado a beige oscuro por el polvo, la suciedad y a saber qué más. Mis pies descalzos van pisando todo lo que hay por el suelo, desde pequeña arenilla hasta baldosas adosadas de piedra que conforman el pavimento de la calzada. A veces es un descanso, otras, un dolor insufrible. Esto hace que mi paso se ralentice en comparación con el hombre que me lleva, el cual porta unas cómodas sandalias. Él me mira apenado cada vez que doy un traspié e intenta hacer que camine más rápido.

—¿Entiendes mi lengua? –Asiento mientras me mira por encima del hombro. Intenta alzar la voz, ya que estamos en medio del barullo, pero es un hombre ya mayor y no puede hacer más esfuerzo del que su fisionomía le permite—. Muy bien. ¿Sabes para qué te he comprado? –Niego con el rostro—. ¿Conoces el Coliseo?

—Sí.

—¿Y sabes lo que ocurre ahí? –Pienso unos segundos y al final, niego con el rostro, un tanto confuso.

—Muchas cosas. –Digo al fin. Él sonríe.

—Sí, eso es. Muchas cosas, pero tú hoy formarás parte de uno de nuestros espectáculos. Tenemos lucha entre gladiadores, y después, un gladiador contra fieras. El día de hoy promete. –Asiente, como si sus propias palabras le hiciesen ilusión.

Seguimos caminando hasta que salimos del barullo y nos acercamos, muy lentamente, a una imponente y alta arquitectura. Un gran monumento de mármol blanco y deslumbrante. Con estatuas de oro en cada una de las ventanas de arcos resplandece aún más y sintiéndome completamente asombrado no puedo contenerme a mirar en todo lo alto como banderas ondean al leve viento que sopla. No alcanzo a ver con exactitud todos los detalles de las cornisas. Estamos demasiado cerca y el monumento es terriblemente alto. Me quedo paralizado unos segundos y el hombre de barba tira de mí con un tirón seco en las cadenas de mis esposas.

—Hemos llegado. –Dice el hombre cuando cruza una de las puertas por las que entra, como manada, toda la gente que estaba en el exterior. Seguimos caminando rodeados de personas hasta que el pasillo que conduce a una salida en las alturas se lleva a toda esa gente que, preparada con algo de comer y una expresión animada en el rostro, forman parte de los espectadores. Nosotros dos nos encaminamos por unos pasillos levemente iluminados hasta lo que parecen unas secciones aisladas. Habitaciones individuales—. Aquí tienes tu camerino. –Dice gracioso y yo me quedo mirando alrededor. Una pequeña ventana da al exterior de donde viene un barullo generalizado. Una puerta cerrada. Una pequeña mesa, con algo de ropa uniformada, y una pequeña tumbona. Una cama, o tal vez algo así como un sofá amplio. De ante marrón y con un reposabrazos se ve demasiado cómodo. Cuánto me gustaría descansar en este instante, pero la tensión del momento me impide disfrutar de todo cuanto tengo—. Hoy serás un gladiador.

—¿Gladiador? –Repito.

—Sí. ¿Sabes lo que es?

—Claro, luchadores que se enfrentan entre ellos para complacer al emperador. –El hombre asiente.

—Muy bien.

—Pero yo no soy uno de ellos. –El hombre sonríe con una mueca un tanto desconforme—. Los gladiadores entrenan durante años.

—Sí, así es. –Suspira, mira a todas partes y entra en la habitación conmigo. Mientras yo me siento en la cama él se queda de pie, mirando alrededor—. Me llamo Tiberius. Tiberio Graco. ¿Tú?

—Min Yoongi. –Hace una mueca. Yo me quedo con las manos sobre las piernas esperando a que asimile la pronunciación de mi nombre—. Es de Asia oriental.

—Ya supongo, no me gusta. –Dice con una mueca mientras se acerca a la ropa en la mesa y comienza a ojearla—. Te llamaré Corpus mulieris. –Ríe por lo bajo—. Cuerpo de mujer, ¿lo pillas? Porque eres tan…

—Sí, sí. –Le corto, recibiendo de él una desagradable mirada—. Lo entiendo. Soy paliducho y delegado…

—Sí, incluso mi mujer te patearía el culo. –Ríe de nuevo con ese tono de intimidad y se sacude la idea de la cabeza. Yo levanto una ceja, incrédulo por sus impertinentes palabras pero me recuerdo que no estoy en posición de decir nada por lo que bajo la cabeza y me quedo mirando las manos sobre mis rodillas—. Tienes el honor de complacer a nuestro emperador con tu actuación. Por un día serás un total espectáculo.

—Pero hay algo que no entiendo. –Digo y él me mira un tanto sorprendido por mis palabras—. Si soy tan débil ¿Por qué voy a luchar?

—A veces ver a dos rivales dignos se hace muy aburrido. La gracia está en saber el final pero divertirse con el transcurso de los acontecimientos.

—Con mi tortura… —El hombre asiente, yo siento mis manos temblar y me las agarro con fuerza.

—Más o menos. Eres un regalo para nuestro emperador. No pongas esa cara, es todo un honor. Lucha con valentía y que los dioses te ayuden. –Dice acercándose a mí a paso lento, me quita los grilletes y se aleja con el mismo paso. Yo me froto las muñecas dolorido y suspiro amargamente. Todo está sucediendo demasiado deprisa y no soy capaz de comprender qué diablos está sucediendo a mí alrededor. Hasta hace un par de días estaba trabajando de comerciante en un puesto ambulante en Constantinopla. Y ahora me veo en lo que parece una pequeña celda amueblada como habitación para aquellos condenados a muerte. Me pongo en pie, viendo como el señor se marcha y se queda mirándome desde la puerta—. Date un baño. Hay una bañera ahí. –Mira la puerta en el interior del cuarto—. Tienes también comida y cuando estés limpio ponte la ropa. Vendré a buscarte en menos de dos horas. Espero que estés listo para entonces. Eres el primero en salir de hoy.

—Soy el entrante. –Digo y él ríe de mis palabras. Su risa hace más cínica mi afirmación y después de carcajearse, sale como si nada dejándome en medio del silencio amortiguado por el barullo del exterior.

Como si mi cuerpo no me respondiese, me quedo unos segundos paralizado, mirando a la puerta y sintiendo mis extremidades entumecidas por la adrenalina. Al fin consigo mirar alrededor y me descubro mirando detenidamente la ropa sobre la mesa. Unas sandalias de cordones altos, marrones, de cuero oscuro. Un paño como el que llevo puesto de un beige claro. Una camiseta de manga corta del mismo color y una especie de peto de cuero con una falda partida en tiras desde la cintura. Tiene tachuelas alrededor de la cintura y sobre los hombros. Deja libre las manchas de la camisa. Hay también un par de tiras de seda que parecen vendajes. Los miro con más deteniendo, al parecer, son para cubrirme las manos con ellas.

No queriendo mirar más tiempo la ropa me encamino por la puerta a la otra parte de la habitación y me sorprendo al ver una bañera excavada en el suelo con agua tibia. Al lado, en una gran fuente, se distribuyen una pata de cordero, un muslo de pollo y varias verduras asadas con fruta fresca. El solo olor me enloquece y el hambre que había desaparecido por la adrenalina regresa con una ferviente necesidad de alimento.

Quitándome la escasa ropa que llevo la dejo caer al suelo y bajo las escaleras que se hunden en al agua. Sentado en el peldaño apropiado me dejo sumergir en el agua y poco a poco veo como la capa de polvo de mi piel se desprende dejando paso a un dulce olor a rosas que se adhiere a mi piel momentáneamente. Me sumerjo entero y cuando salgo me retiro el agua de la cara con las manos cogiendo aire de nuevo. La sensación es tan maravillosa que se me olvida por un instante que estoy a punto de morir en una lucha que me asegura la muerte. Me dejo seducir por el dulce aroma del agua y el terriblemente adictivo sabor del alimento. Unos últimos minutos de placer, unas últimas gotas de esencia a rosas en mi piel.

 

 El tiempo se hace a cada segundo más eterno. Poco a poco siento que desespero, sentado en la cama con mis codos sobre mis rodillas y mi rostro enterrado en mis manos. Ya uniformado y con mis manos vendadas me siento como que me he aderezado para apetecerle más a la muerte. Me he puesto un lazo en la cabeza y me condenan preso como regalo al dios del infierno. Como gesto de cortesía, alguien llama a la puerta pero sin mi permiso accede y veo el rostro de Tiberio sonreírme con complicidad. Yo le miro, pensativo y alzo la cabeza, expectante a su reacción.

—Bien, ya veo que estás listo. Los juegos van a empezar de un momento a otro. Es la hora. –Con esas palabras me levanto y camino hasta la puerta donde me sorprenden dos soldados de la guardia imperial que me esposan de nuevo las manos y cada uno de ellos coge uno de mis brazos y caminan a mi lado para asegurarse de que no voy a escaparme y de que no soy una amenaza. Comprendo que este procedimiento debe ser algo rutinario porque no me veo como una amenaza en absoluto y tampoco tengo la velocidad para escapar de ellos aunque pudiese. Caminamos a paso acelerado por los pasadizos del interior del Coliseo mientras Tiberio va hablándome.

—Te sienta bien la ropa. –Me dice y yo ignoro sus palabras. Suspira y mira hacia delante—. Las apuestas están muy arriesgadas. Apenas un par de personas han apostado por ti. Si ganases, lo cual veo improbable, se harían de oro. Temerarios…

—¿Apuestas? –Pregunto.

—Claro. Un juego nunca es divertido si no hay un riesgo económico.

—Supongo que no habrás apostado por mí…

—Ni lo sueñes, juegas contra el Favorito, no tienes nada que hacer. –Suspiro. Ese nombre lleva un buen rato haciendo eco en mi mente pero la pregunta aún no se ha formulado en mi mente, por lo que no puedo exteriorizarla en palabras. El miedo sea tal vez lo que me impide hacerlo. Tal vez la vergüenza por el desconocimiento. Poco a poco nos acercamos por unos pasadizos a un túnel con el final de este iluminado con una intensa luz amarilla.

—¿Quiénes apuestan?

—Todo el que quiera. El emperador también lo ha hecho. Cinco mil denarios. Es calderilla para él pero ya sabes, si no apuestas no ganas…

Seguimos caminando en dirección a esa luz. Es una luz intensa que poco a poco va cegando mis ojos y no es hasta que no estoy al borde de ese túnel que no distingo lo que se me presenta delante. Aparte de un barullo desmesurado y una luz cegadora, la arena del Coliseo está ahí, expectante a que yo salga a recibirla. Me quedo completamente paralizado. El sonido de unas trompetas me hace retroceder dos pasos pero los dos guardias me detienen, me quitan los grilletes y mientras que uno me extiende un casco de metal, endeble y muy maltratado, otro me da una espada con la hoja tan larga como mi brazo. Al mirar más detenidamente el casco me sorprendo al ver en él varias abolladuras en la parte del cráneo. En la parte delantera tiene una rejilla metálica que me permita ver pero que no se reconozca mi rostro. En la parte de arriba, una lámina de hierro simulando una crin de apenas un par de centímetros. Mera decoración. La espada, al igual que el casco, es de un metal no muy resistente. Ya se ven varias muescas en la hoja y el mango está descolorido, con la falta de algunos pigmentos por la cantidad de manos por las que ha pasado.

—¿Qué…?

—Son tus armas. –Me dice el señor de la barba. Yo me le quedo mirando unos segundos y él se encoge de hombros, como indicándome que no voy a tener nada mejor, y que tampoco lo espere. Yo miro de nuevo a la arena, brillante, resplandeciente como un baño de oro al rojo vivo. Un leve viento, apenas una brisa, mueve la superficie de la arena y adentra un poco de ese polvo al interior del túnel en donde estamos. Roza mis pies desnudos y yo retrocedo un paso. El peso de la espada en mi mano dificulta mi movimiento, el peso del casco en la cabeza y su poca funcionalidad me hace sentir inseguro.

—Tenemos con nosotros a la víctima de hoy. –Grita una voz que retumba dentro de los túneles del coliseo. Se expande fuera, hace que los espectadores griten emocionados—. ¿Quieren ver a la presa del Favorito esta semana? –Las voces aclaman un “Sí” rotundo que me pone la piel de gallina.

—¿Puedo hacerte una pregunta? –Le digo a Tiberio a mi lado y este asiente, también con una ferviente emoción similar a la del público—. ¿Quién es ese “Favorito”?

—El gladiador favorito de nuestro emperador… —Dice como si nada. Me quedo unos segundos mirando alrededor y acabo de nuevo con los ojos sobre él. Suspira resignado a darme más explicaciones—. El mejor gladiador.

—¿No va a compartir con alguien de su nivel?

—Suele hacerlo. Hoy serás simplemente un entretenimiento…

—¡Aquí tenemos a un esclavo traído desde oriente! –Grita la voz de nuevo—. ¡Corpus mulieris! –Una risa generalizada. Un escándalo que incluso a mí me haría gracia en otro contexto, no conmigo de protagonista.

—Una cosa más. –Me dice Tiverio mientras se aleja un paso hacia atrás, lejos de cualquier persona que pueda verle bajo la luz de los espectadores—. Cuando estés tirado en el suelo con la hoja en tu cuello, el emperador bajará su pulgar, así que debes aceptar la muerte.

—¿Y si no lo baja?

—Te salvará la vida. –Frunce el ceño—. Dudo mucho que lo haga. ¡Ah! No  te olvides de saludar al emperador.

Un empujón es suficiente para aparecer bajo el rayo de luz que alumbra la arena. Los vítores comienzan con un sonoro rugido. No son gritos de alegría ni devoción, son de asco y repulsión con gestos desagradables que diviso a ver de las gradas inferiores. Mujeres y hombres gritando a la par por mí en un desagradable espectáculo de insultos y palabras soeces que prefiero ignorar. El suelo bajo mis pies enfundados en sandalias se siente llano y suave. La arena no es más que una fina capa de polvo sobre hormigón y al caminar voy llevándome conmigo el polvo que se levanta del suelo.

Camino casi sin darme cuenta al centro de la circunferencia que conforma la arena. El sol cae a plomo sobre mi cabeza y puedo sentir los rayos de sol atravesando el metal sobre mi cabeza. La espada emite destellos cegadores que no quiero mirar y mi respiración resuena, más que los gritos, dentro del casco. Eso me hace sentir calmado y repito ese gesto cuantas veces quiero para hacer que mi corazón lata al mismo rito que circula mi respiración. Miro alrededor buscando con la mirada al emperador sobre su atril. Lo encuentro en la grada más alta en la zona más alejada de la entrada por donde he salido. La luz del sol está cerca de él y proyecta sobre una especie de corona dorada sobre su cabeza unos destellos que me ciegan momentáneamente. Es lo más semejante a la imagen de un dios que he visto. Una túnica blanca y una expresión apagada, aburrida. Cansada sobre su asiento mientras se entretiene hablando con uno de sus acompañantes. Pongo mi mano en mi pecho en muestra de respeto pero él se limita a retirar la mirada con soberbia y yo frunzo el ceño, disgustado. Bajo mi mano.

—Los que van a morir te saludan. –Digo en un susurro apenas audible y me quedo paralizado en medio de la nada. Los vítores y los gritos siguen llenando mis oídos y dentro del casco retumban como una severa tormenta de truenos gruesos y sonoros. Los vítores se detienen por una milésima de segundo en un instante preciso. Todo queda en reposo y, de nuevo, una gigantesca ovación de la nada. Esta es alegre, viva, ferviente, animada. Entusiasmada. Están coléricos y a la par, frenéticos. Algunos se levantan de sus asientos, y cuando unos pocos lo hacen, el resto imitan su gesto. Todo el coliseo en pie por un solo hombre. Una reacción demasiado violenta por una acción demasiado débil. Me quedo mirando parte de las gradas y puedo ver como comienzan a corear “El favorito” con voz rota por la excitación. Debí suponerlo. El favorito del emperador es, por consiguiente, el favorito de toda Roma.

Me giro lentamente para ver a donde miran todos los ojos como masas coléricas. Solo un giro de ciento ochenta grados me pone en contacto con una figura saliendo de una puerta parecida a por donde yo he accedido a la arena. Se puede ver tan solo su relieve recortado por la luz del sol, en contraste con las sombras del túnel. Tan solo una figura en medio de la nada. Un paso. Tan solo le hace falta un paso para presentarse a mí, en todo su esplendor. La luz en sus armaduras hace que me sienta levemente cegado, brutalmente intimidado. Lo primero que veo de él es su gran casco de corte espartano con una crin negra de cabello real cayendo por su cuello. Un torso desnudo con una musculatura bronceada y brillante, mucha más que la propia espada que porta. Grande, brillante, sujeta por unas manos protegidas con guantes de cuero y con uno de sus brazos rodeado de unos engranajes metálicos en torno a todo su largo fingiendo ser un brazo de armadura enteriza. Solo uno, en donde va a ser impenetrable cualquier arma.

En su mano izquierda, un escudo rectangular con una talla de ares, el dios de la guerra, en plena batalla sangrienta. Juraría que la sangre policromada del escudo es en realidad sangre de verdad. Sangre que han olvidado limpiar de otra de sus batallas. Me gustaría pensar que no es cierto pero es muy probable que yo también manche con mi sangre ese escudo. En la parte inferior de su cuerpo, cubriendo sus partes íntimas, una tela roja a modo de ropa interior, ajustada en sus muslos para darles la forma voluminosa que le proporciona esa fiereza en su aspecto. Unos zapatos similares a los míos. Es evidente que no solo me gana en fuerza física, sino que también hay una evidente injusticia en torno a la distribución de armamento. Me siento como un ratón rodeado por el cuerpo de una víbora a punto de ser acribillado por sus dientes y tragado por sus fauces abiertas.

Estoy a punto de caer exhausto ante el miedo, pero un grito sale de sus labios y me hace despertar de la ensoñación en que había caído. Un grito de saludo al emperador mientras golpea con su espada en escudo en sus manos. Todo el público alaba ese esto y comienzan a pisotear el suelo del Coliseo como continuación del eco de ese gesto que me ha puesto los pelos de punta. Mis piernas han dejado de flaquear, el sol ya no me ciega y solo tengo ojos para ese cuerpo acercándose peligrosamente a mí. A paso lento y fanfarrón está a cien metros. A setenta y cinco. Cincuenta. Veinte. Diez metros.

No es hasta que no lo tengo encima, blandiendo su espada en el aire que no soy consciente del peligro que estoy corriendo y esquivo en el último segundo el filo de la espada que ha pasado por mi lado apenas unos centímetros a la derecha de mi hombro. Caigo al suelo por el gesto y me arrastro gateando hasta que consigo ponerme en pie, sujetando con una mano la espalda y con otro impulsándome con la mano en el suelo. No llego a erguirme cuando siento una presión tirando de mí desde mi tobillo para hacerme caer de boca contra el suelo. Suelto mi espada por el impacto y esa fuerza invisible tira de mí arrastrándome por el suelo haciéndome sentí como mi camisa se levanta y el peto de cuero se desplaza hacia arriba. Revuelvo mi pie, pero no importa, la mano que se ha cernido alrededor de mi tobillo consigue atraerme de nuevo a él y me da la vuelta, como quien gira el cuerpo muerto y desollado de un conejo para abrirle en canal y sacarle las tripas. Su espada me apunta, sonríe debajo del casco y veo la fila de dientes sádicos y nada misericordiosos.

No puedo ver bien sus ojos, ocultos por la oscuridad del relieve en su casco, pero él tampoco puede ver mi expresión de terror al ver cómo me siento tremendamente atrapado con tan solo su mano alrededor de mi pie. Me suelta, sin embargo, haciendo que mi pierna caiga y retrocedo ante las risas de todo el público, incluidas las suyas. Soy nada más que un juego con el que divertirse y no estoy dispuesto a jugar a ser un cobarde. Rescato mi espada y corro al menos hasta mantenerme a una distancia prudencial de él. Alrededor todo me da vueltas y el sonido de mi corazón palpitando descontroladamente retumba en el interior del casco junto con mis respiración y el eco de los vítores y las risas. Me pongo en tensión y me detengo cuando creo que estoy lo suficientemente lejos de él como para poder ver venir cualquier ofensiva.

—No puedes escapar de mí. –Grita y su voz llega hasta mis oídos, reverbera en el interior del casco produciendo un delicioso eco en el que puedo disfrutar mejor de sus amenazas—. ¡¿Quién es vuestro favorito?! –Grita a las gradas y un vitoreo generalizado invade toda la arena. El grano más fino se levanta y retumba en el suelo. El hombre frente a mí comienza a levantar su espada y su escudo como señal de aliento al público, demostrándoles que no se olvida de que esto es un espectáculo para ellos.

El público corea su nombre.

—¡Park Jimin! ¡Park Jimin! –Con un doloroso sentimiento de concordia reconozco el nombre como uno de mi país y eso me hace sentir tremendamente confuso y acongojado. Me quedo pensativo, descubriendo que el hombre que está a punto de matarme tras producirme una lenta agonía, es un hombre de mi tierra, o tal vez, simplemente un romano con nombre asiático. Eso me parece incluso más despreciable y suspiro largamente escuchando el sonido de mi respiración dentro del casco.

Tras conseguir el apoyo del público comienza a caminar hacia mí y yo sé que por mucho que recorra la circunferencia del círculo de la arena, él tiene una resistencia mayor y yo acabaría en sus manos de todas formas. Miro alrededor buscando alguna escapatoria en un repentino instante de esperanza por sobrevivir, pero al no ver más que la candente arena en medio de una circunferencia de gradas, repletas de gente que ha pagado por verme desollado, me convenzo de que no hay más escapatoria posible que la muerte en sí misma. Abrazarme a ella y suplicarle por que no sea demasiado dolorosa. Sin embargo, me debato con mi natural instinto de supervivencia que a medida que veo a Park Jimin acercarse, va aflorando rápidamente. Blande la espalda en el aire, yo agarro con fuerza el mango de la mía y cuando está a punto de caer sobre mí todo el peso de su espada, interpongo la mía.

El sonido del acero estampándose contra el degradado metal de mi espada es un sonido que me golpea directamente en el fondo del cráneo. Cierro los ojos mientras con un gesto de mis brazos desvío su fuerza y le hago deshacer el contacto entre nuestras espadas. Cuando se recompone vuelve a intentar agredirme y yo esquivo la estocada de su espada. Lo repito por tres veces más simplemente esquivando mientras el público corea decepcionado sus falsos intentos por atravesarme con su espada. En una en que consigo revisar su trayectoria y quedo a su izquierda, me mira con enfado y con su brazo protegido con armadura me golpea en el casco, haciéndome caer de espaldas al suelo. El sonido del metal vibrando me aturde momentáneamente y el dolor de este sobre mi rostro me deja un tanto cegado. Me arrastro ciego por la arena hasta que me atrevo a abrir de nuevo los ojos pero los cierro al sentir un pie golpearme el vientre.

Una patada directa a mi vientre que me hace dar un respingo y me pone boca arriba. El sol ciega toda visión pero su sombra cerniéndose sobre mí contagia un miedo que acabo por soltar en un grito al ver su espada caer sobre mí. Me giro al tiempo de sentir como simplemente me corta parte del brazo. Solo un corte pero suficiente como para sentir el frío acero dentro de mi piel, cortando con sutileza los enlaces de mis músculos. Me giro, me revuelco en el suelo para huir mientas con mi mano libre me cubro el brazo, sintiendo la sangre manando y la arena colándose por el corte, rasgando, arañando mi piel.

A cada segundo que pasa, ya acentuado por el dolor, siento que solo está jugando conmigo y comienzo a contar, casi inconscientemente, todas las oportunidades que ha tenido hasta ahora para matarme. Podría haberme cortado el cuello, y en la forma en que se mueve, diría que tiene la destreza de separarme cabeza y cuerpo solo con un mandoble de su espada. No necesita nada más, pero necesita el espectáculo para seguir con diversión, para mantener su fama. Es muy doloroso sentirte como una presa, más como una que ya está dentro de la jaula.

Un sonido metálico con resonancia en el suelo que piso me hace girar y le veo con el escudo en el suelo. Acaba de tirarlo, confiado en que soy lo suficientemente fácil como para no tener que usarlo. Eso sigue dejándome en desventaja en incluso desarmado, me veo como una presa suficientemente fácil, por lo que me limito a quedármelo mirando mientras respiro agitado e intento regular la respiración para esperar de nuevo a su presencia a mi lado y evitar otro ataque. Mientras le veo acercarse me miro el brazo. Un par de hilos de sangre gotean de mi brazo abajo y llega hasta mis dedos. Retiro mi mano y me veo con la palma enrojecida, manchada, goteando, empapada. No es tanto el dolor como el miedo que me embarga. 

Cuando está a menos de cinco metros le veo a punto de levantar su espada de nuevo pero yo me adelanto, pillándole por sorpresa, levantando la hoja y dejándola caer sobre él. Se muestra sorprendido pero evita el ataque de inmediato y ágilmente, haciendo que el propio peso de mi espada y la fuerza con la que la he dejado caer me lleve a mí moviéndome involuntariamente hacia un lado. Doy un traspié, me recupero y me giro con la espada interponiéndola entre yo y lo que quiera que me esté a punto de atacar. Le veo parado, mirándome, con una paciencia que me pone de los nervios.

—¡Vamos! –Le grito, y vuelvo a caer sobre él con la espada en alto teniendo en cuenta que va a llevarme después tras ella si no consigo golpearle con la hoja. Interpone en medio su brazo con armadura y consigue frenar mi espada. Ambos nos quedamos suspendidos en el momento un segundo. Con mi espada sobre su brazo, haciendo fuerza para intentar apartarlo y él, con su brazo en medio, mirándome a través de su casco. Sé que me mira desafiante aunque solo vea la oscuridad de sus ojos bajo el casco. Siento como frunce su ceño, no por la fuerza sino por la osadía de mirarle. De un golpe quita la espada sobre él y me golpea de nuevo en el casco, esta vez, arrebatándomelo de la cabeza.

Lo primero que siento es ese perturbador ruido del metal golpeando y reverberando el sonido. Después, mi cuerpo cediendo al golpe y cayendo a plomo al suelo. Después ese sonido al golpearse y la luz cegadora del sol cayendo sobre mi rostro. El casco se ha desprendido de mi cráneo y lo veo rodar por la arena alejándose de mí. De nuevo me encuentro en el suelo y una patada a mi rostro me hace girar por completo mi cuerpo. La sangre en mi labio. Solo tengo ojos para eso y estoy a punto de soltar mi espada para cubrirme con las manos el rostro pero la uso en el momento exacto para ver como la de Jimin se cierne sobre mí y la interpongo haciendo que el golpe se detenga justo al límite de mi cuello. Él aprieta el agarre y parte mi espada en dos. Con un sonido seco, con la fuerza justa sobre una de sus grietas. Verla partirse me hace sentir como si la última gota de mi esperanza se evaporase bajo el sol cayendo a plomo sobre la arena. Miro directo al rostro que me mira desde la altura de su posición. De pie a mi lado puedo ver la oscura sombra de su rostro mirándome, analizando mis facciones, mis expresiones. Frunzo el ceño y él patea mi mano que sujeta el mango de la espada rota. El otro trozo de la hoja ha quedado a un lado de mi cabeza pero en lo único en que puedo pensar es en el filo del acero de Jimin en mi cuello. Frío, suave, casi imperceptible. Me acaricia como una pluma vagando por mi epidermis, con un suave suspiro y sigilos imperceptibles.

El público vitorea a su ganador y los ojos de todos, los de Jimin incluidos, se dirigen al emperador sentado en su trono que mira atento cada una de las escenas que se representan para él. Este se levanta de su asiento percibiendo ya el final del teatro y es su momento de actuación. Es ahora cuando él decide mi final y yo me limito a coger aire y no moverme demasiado, o puedo correr el riesgo de cortarme el cuello de una forma lenta y dolorosa en vez de simplemente separar mi cabeza de los hombros.

El emperador camina hasta el borde de su tribuna y se acerca a la balaustrada. Con tranquilidad y sosiego se agarra a su túnica, la pasa por su brazo y este lo saca fuera con su mano hecha un puño. El público está en un relativo silencio expectante pero solo puedo escuchar el sonido de mi corazón golpeando con fuerza mi pecho. El puño saca su pulgar hacia arriba y el público suspira, emocionado, poco a poco el pulgar hace un giro de ciento ochenta grados y queda boca abajo. Como si fuera una condena a muerte, que lo es, me dejo caer en el suelo y cierro los ojos con fuerza. De nuevo vuelvo a ser testigo de los ojos de Jimin junto con el emocionado público a su favor. La arena en mis dedos me hace sentir levemente sosegado y me dejo acariciar con ella. Me muerdo los labios, dejo salir el aire y veo la espada levantarse lejos de mi cuello para caer precipitadamente. En lo alto el sol se refleja en su hoja. En mi mano, un frío repentino de un metal roto.

Aprovechando el sol y el rostro en lo alto, cojo el filo cortado de la espada y lo entorno de forma que el sol se refleje en él y lo dirija al rostro de mi verdugo. Lo consigo en el momento en que la espada cae y consigo hacer que se desvíe de mi cuello mientras veo como Jimin gira su rostro, cegado momentáneamente. Aprovecho ese momento de confusión, y animado por la decepción del público, para pasar una de mis piernas por el suelo de forma que golpee sus tobillos y caiga al suelo.

Ese impacto contra la arena consigue quitarle el casco y sale rodando, igual que hizo el mío, entre el polvo de la arena y el pelo de crin de caballo sobre él. Su espada sale también por el suelo y antes de que consiga recuperarla ya me he encaramado sobre su cuerpo apuntando su rostro con la punta de mi espada en mi mano. La hoja duele, pero estoy dispuesto a soportar ese dolor por salvarme la vida. Encaramado sobre su cintura él intenta evitar que le dañe y me sujeta la muñeca que tiene mi espada. Su otra mano intenta alcanzar la espada que ha caído a dos metros de él y nos mira a ambos alternativamente. Su rostro. No me había parado a verle y solo ahora que, como la vez anterior, todo se detiene en un instante, puedo apreciar mejor sus rasgos. Son rasgos como los míos, con grandes labios y ojos oscuros y profundos. Su pelo castaño cae desperdigado por el suelo y su expresión frustrada me hace sentir que tengo el poder sobre él. Después recuerdo que soy yo la víctima y se me pasa.

El instante se puede detener aún más, en medio de la frustración de su rostro y la ira del mío, una gota de sangre cae desde la punta de la hoja afilada de mi mano hasta su rostro. Cae manchando su mejilla y el contacto el frío líquido le hace salir levemente de su intento de rescatar la espada. Solo entonces, cuando mira cómo gotea la sangre de mi mano por la hoja, soy consciente de que me estoy atravesando la mano con ella. Es entonces cuando duele y la fuerza de mi brazo se reduce lo suficiente como para que me desvíe la fuerza, él se quita de la trayectoria de mi espada y me empuja para colocarse encima, aplastándome y sujetando mi mano armada contra la arena.

—Se acabaron los juegos. –Me dice con los dientes apretados mientras me mira enfadado, frustrado por no haber aceptado mi muerte. Extiendo el brazo en medio de su palabrería y alcanzo el mango de su espada. Es mucho más pesada. Más burda y afilada. Su hoja va directa a su cuello y cuando siente la presión allí, su fuerza desaparece. El público grita asombrado y todo vuelve a ralentizarse. Se separa de mí, suelta mi mano y llevo ambas al mango de la espada en su cuello. Se aparta, cae a mi lado y vuelvo a sentarme sobre él, sujetando fuertemente la hoja hasta hacerle sentir dolor. Solo un dolor ficticio de su cerebro creyendo que está siendo cortado. Nada más lejos de la realidad.

Miro al emperador para que me de indicaciones a seguir. Deseo matarle, separar su cabeza de su cuello, pero no lo haré a no ser que eso no me salve la vida y al ver hacia la grada, veo el rostro del emperador mirarme enfadado, ofendido con mi comportamiento. Desganado y con rapidez lanza su pulgar hacia arriba perdonando la vida del hombre bajo el peso del filo de la espada y se gira para desaparecer de nuevo. Yo me quedo un segundo, con la respiración entrecortada y con un temblor general, matarme por dentro. El público grita decepcionado y solo con eso me acuerdo que acabo de hacer perder dinero a mucha gente. Me separo de Jimin y cuando estoy de pie extiendo mi mano para ayudarle a ponerse en píe, pero solo consigo que me dé un manotazo y se ponga en pie solo. Me mira frunciendo el ceño, me atraviesa con la mirada y me arrebata su espada de la mano. Solo el gesto me pone en alerta, pienso que va a agredirme con ella y retrocedo un par de pasos pero solo consigo que se quede mirándome pensativo, con una expresión frustrada y con todos los músculos faciales distorsionados en odio. Me muerdo el labio y retrocedo hasta la puerta por donde vine. La imagen de su rostro se queda grabada en mi mente por un largo periodo de tiempo. Aparece de la nada, me mira de esa forma y deja en mí un sentimiento doloroso de decepción y miedo. Sobre todo, miedo.

 

 

Suspiro con un gemido dolorido. Con las yemas de mis dedos manchadas de sangre agarro una de las vendas sobre el pequeño escritorio y lo humedezco en un cuenco de barro con agua para que empape en toda su capacidad. Lo llevo a mi brazo y lo mantengo allí mientras que mi palma está también sangrante. Ambas heridas, en brazos dispares, me hacen maniobrar con la mano herida para al menos cubrir mi brazo. Con un par de vueltas a la tela alrededor de mi brazo consigo cubrir el corte y me anudo aquí la venda. Una simple lazada un poco deformada por la poca habilidad con la mano herida. Un par de gotas de agua con una tonalidad rosada por un poco de sangre caen por mi brazo pero me limpio simplemente restregándolo con el chaleco de cuero.

Con otro suspiro humedezco la otra venda y con torpeza me anudo esta alrededor de la palma. También tengo un par de cortes en la parte posterior a los nudillos pero ya no puedo hacer nada por ellas porque no tengo más venda y no quiero jugármela saliendo de mi habitación. Ya con la mano vendada y en el silencio de mi cuarto me da por dirigir la punta de mis dedos a varias partes de mi torso donde me siento que han nacido recientemente un par de moratones que con el paso de los segundos se volverán amoratados. En la soledad puedo reconocerme algunos rasguños de los que no me había percatado y algún que otro círculo enrojecido. Mis rodillas están peladas. No corre la sangre pero si las siento frágiles y sensibles. De tocarlas daría un respingo. Y lo mismo con mis codos. Tengo algunos granos de arena incrustados entre las heridas, pero el miedo al dolor me impide siquiera humedecerlos, aunque debería.

Un golpe seco a mi espalda me hace dar un respingo y poso mi mano sobre la mesa, con la mala suerte que el borde del cuenco de barro choca con mis dedos y se vuelca, vertiendo el agua y perdiendo todo su equilibrio. Cae al suelo, el sonido de sus trozos esparciéndose por el suelo ocupa todos mis sentidos, pero no puedo evitar mirar la fuente del primer ruido y encontrarme la puerta del cuarto abierta, con un hombre de pie en medio mirándome con profundidad. La luz entra desde su espalda y no le reconozco hasta que no cierra detrás de él y comienza a dirigirse hacia mí. Su voz es ruda, fuerte, violenta. Me pone los pelos de punta.

—Maldito bastardo, hijo de puta. –Reconozco su voz y su mano cerniéndose sobre la venda en mi brazo me hace retorcerme unos segundos. Me gira a él y me pone de cara para poder verle. Ha perdido todas sus armaduras. Todo rastro de ropaje militar y solo queda con unos harapos rojos en sus partes y unas sandalias romanas como las mías. Su rostro choca con el mío. Su aliento se rompe en mi cara. Sus pequeños ojos negros me miran y me hacen sentir demasiado débil a su lado. Incluso desarmado, se siente fuerte y poderoso. Implacable. Violento. Sus cinco dedos cerniéndose sobre mi herida me han dejado inmovilizado. Después del combate me siento agotado, desanimado. Su voz me inquiere a mirarle a los ojos pero tengo tanto miedo—. ¿Ni siquiera me miras a los ojos? Bastardo, me has hecho quedar terriblemente mal ante el emperador. ¡Mírame! –Lo hago casi por instinto, solo por no obtener una represaría peor que sus gritos, pero su mirada es furiosa y humillada. Peligrosa—. Así mejor, cobarde.

—N—no soy un cobarde. –Casi susurro, humillado por sus palabras, pero rápido me doy cuenta de que es un gran error, porque él aprieta su fuerza y yo suelto un gemido retirándole la mirada. Su olor me llega desde cada uno de sus poros. Aun tiene resquicios de mi sangre en sus pómulos, y una ligera capa de polvo por el rostro y las manos. Igual por el torso. Se ve agitado, nervioso. Respira con largos tragos de aire y su pecho sube y baja. Desde mi altura me veo obligado a bajar el rostro, pero con su mano libre, me levanta la barbilla haciendo que le mire. Con su pulgar y su índice aprieta mis mejillas, me hace daño.

—Vas a pagar por haberme dejado en ridículo. –Sus palabras me hacen sentir pequeño, débil, a su merced, y no estoy dispuesto a luchar fuera de un escenario. No es justo de todas formas pero sentir que va a arremeter contra mí dentro de mis propias disposiciones me hace querer echarle a patadas. Le miro y me deshago con una sacudida de mi cabeza de su mano en mi mandíbula. Le miro y él no cambia esa expresión enfadada y yo escupo a su cara. Literalmente.

Mi saliva golpea en su mejilla derecha y él retrocede un paso, lo suficiente por la impresión y para desviar su mano a su rostro y limpiarse con el dorso, dentro de una expresión de asco. Cuando sale de su disgusto intenta agarrarme de nuevo por el brazo pero me escabullo hacia la puerta del baño. Me adentro y con rapidez cierro detrás de mí pero ni la puerta tiene seguro ni yo escapatoria dentro del cubículo. La bañera de dieciséis metros cuadrados en medio y una bandeja sucia de comida a un lado. Apenas estoy un segundo en el interior me doy cuenta de que ya no tengo vuelta atrás. Sus pasos entran en el baño, me giro a él e intenta agarrarme con una de sus manos pero yo intento evitar por todos los medios que me toque.

—¡Ven, hijo de puta! –Grita mientras intento zafarme de él. Acaba por sujetar una de mis muñecas, pero al tirar de mi propio brazo caigo hacia atrás, descubriéndome en el vacío por unos segundos. No siento el suelo alcanzarme pero sí lo hace el agua y de pronto, estoy en medio de la bañera. Me quedo suspendido unos segundos en su interior, con el agua rodeándome y sintiendo que se cuela hasta lo más profundo de mis huesos. Mi primer pensamiento es no respirar, y el segundo, salir a la superficie cuanto antes. Lo hago asustado porque el cuerpo de Park Jimin está adentrándose en la bañera, bajando las escaleras con rapidez y precaución. Cuando consigo retirarme el agua del rostro y ver con claridad, solo alcanzo a ver una mano cernirse sobre mí y agarra mi pechera de cuero. Yo me revuelvo en el agarre y los agarres del mono de cuero ceden haciendo que yo vuelva a caer en el agua y Jimin se quede con la prenda de la mano. Me quedo con la camiseta blanca y la ropa interior.

Impulsándome con los pies en la base me acerco al borde del otro extremo y me encaramo lo suficiente como para poner una pierna fuera, en el borde de la piedra, pero un brazo me rodea el cuello y me sumerge en el agua. De haber sido una inmersión normal, habría cogido aire, pero el brazo alrededor de mi cuello me lo ha impedido. Con mis ojos abiertos veo las baldosas rodeando las paredes internas de la bañera y con mis manos, comienzo a arañar el brazo alrededor. Solo busco aire desesperadamente y no es hasta que no me deshago un poco del agarre del brazo y consigo morderlo con fuerza, que no me suelta. La libertad de la opresión me ayuda a salir a la superficie, y doy una fuerte bocanada de aire. El pelo se ha puesto sobre mis ojos y al retirármelo solo veo el rostro, empapado y tremendamente enfurecido de un Jimin que se mira el brazo en donde hay una muesca de dientes a lo largo del antebrazo. Un par de esas muescas sangran, y el agua en el brazo ayuda a la sangre a manar con más facilidad.

Retrocedo asustado cuando Jimin alza la mirada a mí y yo me quedo repentinamente desprotegido de todo valor por volver a herirle. Es un instante en el que me desarma solo con una mirada de odio. Sé que me matará solo por esto, por lo que pierdo todo valor de seguir luchando por mi vida. Sé que el animal en mi interior me pedirá luchar hasta el final para sobrevivir, porque eso es lo que mi naturaleza me obliga a hacer, pero no puedo evitar quedarme parado, con la espalda sobre el borde de la bañera y con las manos hechas puños, escondidas bajo el agua. Mi respiración entrecortada, igual que la suya. Nuestros ojos unidos, luchando por mantener el control visual. Nuestros cabellos húmedos, nuestros rostros empapados, ambos con expresiones nerviosas.

—Vas a saber lo que es bueno. —Susurra, con la voz rota por la ira y el dolor. No es demasiado pero sé que es un dolor que no se esperaba y por eso es dos veces más intenso.

Se suelta el brazo y comienza a avanzar hasta mí. Me quedo parado, con la espalda contra la piedra. Como un cobarde instinto cierro los ojos y me sumerjo en la oscuridad de la ignorancia, de la ceguera. Solo siento las vibraciones del agua por su movimiento. La ondulación y la marea, acercándose. Siento su cuerpo a mi lado, frente a mí, la presión del agua por su presencia. Sus manos van ambas a la pechera de mi camisa mojada y la rasgan desde el cuello. Me deja así un segundo y después siento su brazo apoyarse en la piedra a mi lado y su aliento chocando con mi rostro. Mi ceño fruncido espera por alguna reacción, la más probable, un puñetazo en el rostro. Me duele solo de pensarlo y ya siento el metálico sabor de la sangre en mi boca. Paladeo, es sangre, pero no es mía sino suya, de su brazo. Quiero escupir pero tengo miedo de hacer un solo movimiento.

Otra de sus manos cae en mi hombro. Siento la yema de sus dedos recorrerme, tranquilamente por toda la línea de mi cuello. Se desliza poco a poco hasta mi cuello, después, se desvía a mi nuca y envuelve allí su mano, con fuerza, con posesividad. Siento su aliento muy cerca y no puedo por más tiempo aguantar la respiración para que ambos no choquen. La suya comienza a deslizarse hacia abajo, lentamente. Su nariz roza con mi clavícula y doy un leve respingo involuntario. Su rostro se queda allí, un segundo en la parte entre mi clavícula y mi pezón. Un segundo. Un instante, hasta que muerde con todas sus fuerzas.

Cierro aún más los ojos, frunciendo el ceño mientras mis dos manos vagan por su cabello. Una la dejo allí, hundiendo mis dedos entre sus mechones de pelo, la otra la dirijo a su hombro para intentar retirarlo de mí y que el dolor no se prolongue. Me muerdo los labios, evitando expresar mi quemazón por sus dientes, pero al no verse recompensado con ni siquiera un solo gemido, hunde aún más sus dientes, hasta hacerme lloriquear. Me revuelvo como puedo, pero su agarre es intenso y solo tirar de mi cuerpo me hace daño.

Con los segundos parecen satisfacerle mis gemidos y separa su rostro de mí para reconducir sus labios un poco más arriba, sobre mi clavícula en la endeble línea de mi cuello. Vuelve a morder con la misma fuerza haciendo que mi rostro se quiebre y mis manos tiemblen sobre él. Un pequeño afluente de sangre comienza a caer al borde del agua alrededor de nosotros. Solo un hilo, pero perceptible que poco a poco va expandiéndose en el agua. Es impactante pero no parece que él se dé cuenta, aunque también se esté manchando a la vez. No parece notarlo.

—¡Para! ¡Para! –Le grito sin poder contenerme. Pataleo en el agua, me revuelvo en su agarre, pero nada parece querer detenerle. Comienzo a llorar sin darme cuenta, producto del dolor y la impotencia. Me arrepiento de haberme quedado petrificado segundos antes y de no haber reaccionado de cualquier otra forma. Me quedo paulatinamente sin fuerzas, sin ganas de continuar enfrentándome al dolor. Este se cuela muy dentro de mí hasta colarse en mi torrente sanguíneo y recorrerme hasta la punta de los dedos del pie. Comienzo a respira exhausto y poco a poco apoyo mi mejilla en la cabeza húmeda de Jimin a mi lado. Su pelo huele a miel, a pesar de la humedad y el sudor de la pelea. Cierro los ojos lo que hace que un par de lágrimas se caigan de ellos, mientras entierro mi rostro en la parte lateral de su cabeza. Me quedo así durante unos segundos, con una de mis manos en su pelo y la otra en su espalda. Sus manos se dirigen ambas dos a mis omoplatos y me sostienen y aprietan contra él.

—¿Ha dejado de dolerte? –Pregunta Jimin ofendido, tan solo retirando sus dientes de mi piel. Sus labios aún me rozan.

—Solo, ha dejado de importarme. –Susurro casi de forma inaudible. Él parece ofendido pero yo no me retiro del apoyo en su cabeza. Me hace retirar con una sacudida de su cabeza y yo le aparto la mirada mientras sus manos van a mis piernas y me cogen en sus brazos. Me sube a su regazo, me apoya contra la piedra y se queda así unos segundos mientras yo me sujeto a él con las manos sobre su espalda. Me mira con esos orbes negros, oscuros, mientras un par de mechones también negros caen por su frente, dándole una apariencia desalineada. Me mira con curiosidad y después vuelve a dirigirse a mi cuello. Sentir de nuevo su aliento sobre mi piel me sobresalta pero esta vez, en vez de hundir sus dientes, se limita a morderme superficialmente, sin provocarme ningún tipo de dolor abrasador. No hay agua entre nosotros, solo nuestros cuerpos juntos, sin ni siquiera aire. Nada. No hay nada.

Su nariz rozándome la piel, su cabello en su frente humedeciéndome. Miro su oreja a mi lado. Es pequeña, perfecta, con las justas ondulaciones, con una forma delicada, simple, concisa. Bien tallada, bien policromada. Está perfectamente dibujada. Recorro con mis ojos la línea de su mandíbula que se mueve en función quiera morder un radio más abierto de su boca. Sus labios aplastados contra mi piel descubren por un segundo su húmeda y caliente lengua acariciarme la piel. De repente todos sus rasgos se distorsionan y dejo de ver con claridad. Un escalofrío me recorre con intensidad, siento temblar en sus manos.

—¿Y bien? –Pregunta de la nada, vuelvo a retomar poco a poco la cordura—. ¿Cómo se llama mi víctima?

—No soy tu víctima… —Susurro. Él asiente rozando con su nariz en mi cuello. Yo me dejo acariciar y apoyo mi mejilla contra su oreja—. Min Yoongi. –Susurro.

—Yoongie… —Ronronea—. Un nombre muy bonito para alguien que va a morir…

—No lo haré. –Digo con más convencimiento del que tengo.

—¿No? –Pregunta incrédulo—. Yo creo que sí. –Susurra en mi oído, después me da una lamida en el lóbulo y sonríe allí, haciéndome cerrar los ojos.

—¿Qué te hace pensarlo? Ya te he derrotado una vez…

—Estas en mis brazos. –Me corta—. Lloriqueando y con escalofríos de miedo… —Frunzo los labios y el ceño a la par. Me muerdo el labio inferior y suspiro largamente. Miro su oreja nuevamente que ha retomado su perfecta estructura y me acerco con los labios para besar casi como un roce el lóbulo. La humedad de mis labios junto con la de su piel crea una extraña sensación que nos recorre a ambos. Él se queda un instante rígido, inmóvil, con las manos tensas sobre mis piernas y yo repito el gesto, pero sin separarme de él después del beso. Exhalo cerca de su oreja, recorro con mis dientes su contorno, rozo con mi nariz la línea cercana de su cuello y atrapo por último su lóbulo entre mis dientes. Él tiembla, he conseguido que tiemble.

—Yo también puedo hacerte sentir escalofríos.

—Bastardo. –Susurra, mirándome de reojo—. Eso no ha sido gracioso.

—Claro que sí. –Susurro en su oído y él vuelve a temblar. Me coge mejor en sus brazos, me mira directamente al rostro y le encuentro con una mueca desorientada.

—¿Quieres que vuelva a morderte hasta hacerte sangrar? –Pregunta, levemente ofendido, frustrado.  Muerde al aire cerca de mi rostro y yo me aparto hacia atrás. Primero me muestra una expresión sorprendida y después, al ver mi reacción asustada, sonríe infantil. Al yo no corresponder su sonrisa me fulmina con una mirada ofendida y al segundo, vuelve a intentar morderme el rostro, con lo que yo interpongo mis manos entre su pecho y el mío. Al verse frustrado vuelve a intentarlo estirándose hasta alcanzarme y muerde sutilmente mi labio inferior. Estira de él un segundo y después lo suelta, dejándome en una confusión doliente.

Ambos dos quedamos mirándonos unos segundos, dentro del silencio roto por el endeble vaivén del agua chocando contra la superficie de la piscina. Nuestros cuerpos hacen que el vaivén sea más evidente, pero apenas nos damos cuenta de ellos cuando estamos inmersos en nosotros mismos, analizando con una fría cordura lo que acaba de suceder. Jimin mira mi labio inferior, tal vez con un tono más violento de un rojo endeblemente encendido. Yo mismo retrotraigo el labio al interior de mi boca y me muerdo, como gesto de ocultarlo de él. Se da cuenta y me mira a los ojos. Sus negros orbes me analizan y vuelve a acercarse peligrosamente. Cierro los ojos como acto reflejo y siento sus labios posarse sobre los míos, escondidos. Lo hace suavemente, respirando con dificultad y a la espera de que yo corresponda. Me besa, yo suelto mis labios, temeroso, y él atrapa mi labio inferior con sus labios. Cuando me suelta, produce un chasquido que a ambos nos sobresalta. Nos miramos, descubriéndonos el uno al otro.

Como si pasase por la mente de ambos, él me quita la camisa sobre mi pecho y yo me dejo hacer, tranquilamente. Después va la ropa interior de ambos y nos quedamos desnudos, yo aun sobe sus brazos y él entre mis piernas, con nuestros genitales en un dulce y excitante contacto que al principio resulta extraño, pero a medida que nos vamos dando cuenta de que la excitación es agradable, no buscamos separarnos. Respiramos con dificultad, nuestros alientos se entremezclan y él comienza a gemir mientras apoya su rostro en la curva de mi cuello. Besa cada una de las marcas que ha hecho y en ciertas zonas me estremece un doloroso escozor. Con mis manos en su cabello le guio a donde deseo que me bese y acabo reconduciéndole a mis labios.

Nuestros labios unidos, nuestras lenguas explorando la cavidad del otro. Su interior está húmedo y caliente, sabroso, con un dulce gusto a fresas. Cuando nos separamos después del primer beso me quedo mirando la abultada forma de sus labios y el color rosado que ha quedado en ellos como una dulce y jugosa fruta que no me resisto a catar de nuevo. El beso se torna violento, más agitado, más desesperado al paso de los segundos. Una mera exploración ya no nos es suficiente y nos vemos abocados a buscar contacto hasta en la más pequeña parte de nuestro cuerpo. Mis manos vagan por su cuello, sus hombros, su espalda. Después sus pectorales, su vientre. Él hace lo mismo conmigo pero acaba con sus dígitos en mi trasero y allí me hunde dos de ellos, provocándome un respingo que nos corta el beso que se estaba produciendo.

—Jimin… —Susurro casi como un acto reflejo a la incomodidad de sus dedos dentro de mí. Él me besa la barbilla, la mandíbula. El cuello y prosigue hasta mi pecho. Yo escondo mi rostro en su cabello y cierro los ojos con fuerza, mientras introduce un dedo más y me hace gemir con el vaivén de estos. Al rato me vuelve a apoyar la espalda en el borde del perímetro y me coloca de forma que su pene esté en las puertas de mi entrada. Me mira antes de proseguir y yo asiento, sintiendo como su longitud se cuela poco a poco en mi interior, expandiendo mis paredes y llenándome por completo. No evita soltar un gemido de satisfacción y yo no puedo por menos que morderme los labios con fuerza. Sujeto a su hombro, clavo ahí mis uñas y frunzo el ceño con violencia.

—Ya pasa… te lo prometo… —Me susurra escondiendo su rostro en mi cuello. La primera embestida va a la par que su exhalación. Gime alto y yo esta vez le supero, soltando un quejido lastimero. A medida que transcurren los segundos, el agua va haciendo evidente el movimiento de sus embestidas, acompasándose con ambos. Volvemos a unirnos en un beso acaparador de nuestra atención. La excitación aumenta por momentos haciéndome sentir un creciente fuego en todo el cuerpo. El fuego nada en la parte inferior de mi abdomen y se propaga con ferocidad por el resto de mi cuerpo. Siento como su pene dentro me golpea dulcemente en un punto desconocido dentro de mí. Me agarro a él con fuerza, le imploro, le suplico que vuelva a repetirlo de esa maravillosa forma y él cede encantado. Viendo en mi rostro cada expresión de placer que él provoca en mí. Me siento las mejillas ardiendo, por el calor, el dolor, la vergüenza de sus ojos sobre mí y la excitación que me corrompe como el más intenso de los pecados.

No puedo evitar por más tiempo el dolor punzante en mi pene y llevo una de mis manos a masturbarme. Lo hago con rapidez, más aún que el ritmo de sus embestidas, y con ello él considera que es demasiado lento, con lo que también aumenta su propio ritmo. Ahora sí que el placer me ciega. Me dejo hacer completamente en sus brazos e incluso sustituye una de sus manos por la mía. Me entrego a él hasta que ambos sentimos cerca el clímax. Estamos muy cerca y ya no nos importa gemir todo lo alto que podemos, eso nos excita aún más y cuanto más nos excitamos, más gritamos, como inmersos en un jugoso círculo vicioso irrompible. El agua nos salpica, el calor aumenta en grandes dosis de adrenalina. Nos abrazamos el uno al otro, nos dejamos llevar por nuestros instintos más primarios y rezamos a los dioses por que el instante no se rompa, no desaparezca por nada del mundo. Deseamos y rogamos porque perdure el dulce néctar del orgasmo en nuestras pieles. Inevitablemente nos corremos y poco a poco se esfuma el placer dejando tras de sí el agotamiento físico que supone todo el acto.

Mi rostro acaba descansando en su hombro y él pierde las fuerzas para seguir sujetándome en su regazo. El agua me conforta y me ayuda a sostenerme a medias mientras que con los brazos me agarro en su cuello y respiro fuertemente con los labios sobre su piel en el cuello. Él, con sus manos en mi espalda me abraza con fuerza y me acaricia levemente. Puedo oír el sonido de su risa avergonzada y me hace sonreír débilmente a mí. Me separo con una expresión cansada y él me devuelve una sonrisa vergonzosa.

—¿Dónde ha quedado el gladiador que quería matarme? –Le pregunto con una sonrisa a medias. Él se encoge de hombros.

—Le has desarmado. –Contesta. De nuevo esa expresión aniñada y por último, un beso. Uno con un dulce sabor a fresa y miel.


FIN

 

———.———


*El denario (lat. denarius, plural: denarii) fue una antigua moneda romana de plata acuñada aproximadamente entre 268 a. C. y 360. Su valor inicial equivalía a 10 ases, de ahí su nombre y su símbolo: “X”.

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