1952 (YoonMin) [One Shot]
1952: FRONTERA INEXISTENTE
Jimin POV:
La vida no ha sido fácil para nadie. Hoy,
creemos que vivimos en tiempos de paz pero para mí, la paz no es más que un
descanso entre guerras. La vida es guerra, es una lucha constante por motivos
económicos. Nadie lucha por sentimientos de moral ni ideales de justicia o
amor. Nadie se lanza a la batalla pensando en que ganará por una persona, o por
un sentimiento. Nadie. Yo tampoco lo hice.
Desde que recuerdo, mi padre me hablaba de lo
maravilloso que era luchar. Me hablaba de los samuráis y todo lo que ellos
abarcaban. Me encantaba asistir a cortas interpretaciones de guerra en la que
aquellos hombres fuertes, enfundados en aquellas corazas blandían sus katanas y
cortaban el viento con ellas, produciendo aquel característico sonido que
vibraba en mis oídos. Al chocarse entre ellas todos nos manteníamos en silencio
a la espera de que nuestros corazones se calmaran. Me recordó a una tormenta.
Primero viene el rayo, rápido, veloz, casi no puedes verlos si te ves obligado
parpadear. Y después el choque brutal con su mismo elemento pero en la mano de
un contrario.
Creí durante mucho tiempo que eso era la
guerra, era bella, era perfecta. Delicada y hermosa. Como una mujer, llegué a
pensar. Por eso me vi sumiso a ella y decidí a una temprana edad que me
alistaría en el ejército y estudiaría para ser militar. Cuando a los dieciséis
años se lo informé a mi padre, al principio su rostro se llenó de orgullo,
después, mi madre comenzó a llorar. Yo por aquél entonces no sabía que nuestro
país se dividiría.
Tenía la conciencia de que la lucha contra
Japón había sido muy difícil años antes. Cuando yo no era más que un bebé, pero
entonces, la vida me ha sido agradecida y me ha permitido vivir en una paz
calmada. Hoy sé que la paz no existe pero por aquel entonces creía que los
períodos de paz eran algo mucho más difícil de romper, delicado a quebrar. Creí
que las personas respetaban la calma y la sumisión del pueblo que viene tras
una guerra. Eso fue nuestra perdición. La sumisión no a los pueblos nortes que
pretendía anexionarnos, a la de los pueblos americanos, que nos obligaron a
enfrentarnos, hermanos contra hermanos. Padres contra hijos.
Recuerdo aquellos días en que el ambiente
comenzaba a estar inestable dentro de los comandos. Nuestros generales,
subordinados a sus propios comandantes y estos a unos superiores estaban temblorosos
y algo excitados. Cada día este sentimiento se acentuaba y nos consumía aún sin
saber el motivo de este extraño y repentino malestar. Era como una lenta y
densa niebla que comenzaba a cubrirnos desde la superficie de nuestra escala
social. La cúspide, nuestros mayores representantes en el país temblaban,
sumisos a unas órdenes que iban en contra de nuestros propios principios pero,
ay, hijo, el poder de la publicidad es algo maravilloso.
Nos regalaban posters con publicidad contra el
norte. A nosotros nos idolatraban las imágenes. Éramos dioses salvadores. Ellos
eran retratados como monstruos inhumanos, con garras de osos y rostros
deformados. No nos enfrentábamos contra personas, sino contra monstruos y esto,
nos alentaba aún más.
Cuando la guerra comenzó, en agosto de 1950 me
llamaron a las filas. Yo y mi pelotón nos condujimos al paralelo e investimos
contra todo aquello que se interpuso en nuestro camino. Los tanques conducían
veloces, nosotros caminábamos sin descanso y cuando nos vimos sorprendidos por
los norcoreanos, todo cambió.
Mi primera víctima la recuerdo con claridad.
Era un chico de mi edad o incluso menor. Escondido tras un muro se sorprendió
ante mi presencia y reconocido por su uniforme le apunté con el fusil. Él me
miró con sus ojos enormes y me apuntó con las manos temblorosas. Hoy pienso que
probablemente no me hubiera disparado porque él tenía mucho más miedo de mí que
yo de él, pero entonces no lo supe. Solo pensaba que en cualquier momento
saldría de él un monstruo sin alma y me devoraría sin piedad. Fui más rápido y
le disparé en el pecho haciendo que de sus manos cayera el arma y su cuerpo se
hundió en el suelo de espaldas. El sonido al caer fue seco y muy frío. Yo mismo
me acerqué a comprobar si seguía con vida y tras observar detenidamente su
cadáver lo único que encontré de animal en él eran sus dos dientes de conejo
que sobresalían por sus labios en su boca ensangrentada.
Entonces lo comprendí todo. No eran monstruos
contra quienes nos enfrentábamos sino hombres como nosotros. Podían ser
nuestros hermanos, nuestros primos. Familiares y amigos. Durante meses temía
descubrir algún rostro conocido entre los cadáveres pero más me asustaba la
posibilidad de tener que enfrentarme a darles muerte.
En el año 1952 la guerra se degradaba cada día.
Allí, en el norte, la situación era devastadora. Las casas derruidas y las
explanadas secas y bombardeadas eran lo único que nos rodeaba. Recuerdo añorar
el silencio y la tranquilidad de unos segundos en calma. Cuando nos adentrábamos
en uno de esos pueblos fantasma que llevaban siéndolo apenas dos días, un
ataque sorpresa de los soviéticos nos sorprendió y del cielo, comenzaron a caer
como copos de nieve bombas que estallaban y nos lanzaban por los aires.
Es un sentimiento muy extraño de explicar, ser
consciente de que en cualquier momento te puede caer una bomba encima y no
poder hacer nada para evitarlo te obliga a mirar, inconscientemente hacia
arriba, pero te ordenas a no hacerlo porque tu objetivo es el frente y nada más
que el frente. Solían decirnos que las posibilidades de que nos cayese una
bomba encima eran mínimas. Eso no alentaba, pero la frase, no terminaba. Hay
más posibilidades de que muriéramos por el impacto.
Nuestros capitanes no eran muy alentadores,
pero al menos alguien nos educaba y nos adiestraba. De no tenerlos a ellos
sabía que más del setenta por ciento de nosotros regresaríamos a casa y nos
dejaríamos invadir en paz. Yo no me incluía porque consideraba a la guerra como
un acto de servicio para el país, pero de seguro que me quedaba solo al frente
y de esa manera, yo no quería luchar.
Constantemente oíamos el silbido que anunciaba
la caída de una bomba. Hubo uno, entre tantos, que me pareció muy cercano. Uno,
cuyo silbido vibraba dentro de mi casco y hacía que el fusil en mi mano
vibrara. Fue muy extraño porque rezaba en silencio para que no cayese nada
sobre mí, pero otra parte de mí lo deseaba. Una muerte instantánea era la mejor
manera de superar la guerra.
Me equivoqué. Esta, calló en una casa a mi lado
y esta estalló en pedazos. Uno de los muros laterales se hizo pedruscos y uno
de ellos me golpeó en la cabeza haciéndome caer al suelo. Quedé inconsciente
por unos segundos. Tal vez minutos. Algo dentro de mí se convenció de que había
muerto y la subconsciencia que aun permanecía despierta se hacía llamar alma y
se proclamaba victoriosa de estar en el cielo. Esta pequeña y sutil voz se fue
apagando a medida que alguien fuera de mí llamaba a gritos mi nombre.
-¡Jimin! ¡Jimin!
Su voz era tan delicada y maravillosa que
realmente estaba convencido de haber fallecido pero tras abrir los ojos su
rostro apareció frente a mí. Min Yoongi.
-¡Jimin! ¿Estás bien? –Asentí sonriendo.
A finales de la guerra habíamos perdido tantos
soldados que el estado se vio en la obligación de adiestrar, sin tiempo, a
civiles capacitados para la guerra. Tras un tiempo, dejaron de poner estándares
y arrastraban a todos los varones entre dieciocho y cincuenta años y les daban
un fusil y uniformes para llevarlos directamente al frente. Min Yoongi era uno
de esos civiles que, sin capacidad física ni moral alguna, se vio sumido en un
problema del que no tenía conciencia.
El primer día que lo alistaron lo metieron
junto conmigo en las tiendas donde estaba mi pelotón. Nada más vi su cuerpo
pensé que lo matarían el primer día y no me equivocaba porque de no ser por mí,
así habría sido. Sus brazos, no estaban ejercitados ni su cuerpo musculado. Era
un hyung pero probablemente se hubiera pasado la vida en una escuela sin hacer
nada más que leer y estudiar.
Él era la viva imagen de la inocencia. Él era
todo lo que yo odiaba. Pero di mi vida por él hasta el último instante y jamás
dejé que le pasara nada malo. Rápidamente nos hicimos amigos y con cada día, la
amistad entre nosotros se intensificaba. Jamás me había ocurrido. Siempre había
luchado por mí y por mi país pero tras descubrirle, luché solo por él y por su
bienestar. Ya no me importaba mi salud o mi política. Solo él. Y así, luche con
mucha más intensidad. Con mucho más valor y sin una pizca de miedo.
Él me recompensaba a su manera. En las noches
cuando sabía que las pesadillas me atenazaban, se colaba en mi cama y me
abrazaba protegiéndome en un mundo en que yo no controlaba mis pensamientos.
Cuando me hería, él era el primero que me sanaba y me miraba de esa manera en
que me reconfortaba. Cuando regresábamos de cada misión, estrechaba en silencio
mi mano cuando nos encontrábamos a solas y suspiraba intentando aliviar mi
miedo. Siempre lo hacía. Cuando me tocaba, cuando me acariciaba, él era el
centro de mi mundo. La verdadera guerra era entre mis sentimientos.
-¿Dónde te has golpeado? –Me preguntaba
mientras palpaba el casco en mi cabeza. Sus dedos tocaron una abolladura en el
metal pero yo sujeté sus manos alejándolas de mí delicadamente.
-Estoy bien, hyung. Sigamos, no podemos
quedarnos atrás. –Sus manos estaban temblorosas y su asentimiento igual.
Siempre se siente débil cuando salimos al campo de batalla y no se despega de
mí ni un segundo, yo no lo hago de él.
Alcancé mi fusil del suelo a mi lado y me
incorporé sintiendo al principio un leve mareo que obligó a apoyarme en el
hombro de Yoongi pero a los segundos, ya pude valerme por mi mismo. Cuando me
quise dar cuenta, nos habíamos quedado solos en medio de la nada.
-¿Dónde están los demás? –Le pregunté.
-Han ido al noroeste. Vamos. –Comenzó a caminar
aligerando su paso pero de nuevo, ese extraño silbido. Tal vez solo yo lo oyes.
Tal vez solo fueran locuras de mi cabeza porque el bombardeo había terminado.
Mentira.
La bomba cayó frente a nosotros y ambos fuimos
lanzados por los aires. Yo caí lejos y fui desplazado varios metros del lugar
donde había caído el proyectil. Mi cabeza se golpeó contra el suelo pero no me
quedé inconsciente. Por desgracia. Quedé en un silencio extraño en que un
pitido sordo me producía náuseas y malestar. Mi cuerpo dolorido no se movía y
aunque lo hiciera, no sentía el movimiento. No sentía equilibrio. Debía oír
pero no. El pitido infernal me lo prohibía. El polvo reinaba toda mi vista.
Todo estaba cubierto de polvo.
-¡Yoongi! –Grité a medida que me incorporaba
pero no podía escuchar bien mi propia voz. Era como un grito de una voz
desconocida atravesando un muro de acero hasta llegar a mí. El pitido aumentó
su presencia hasta el dolor físico y poco a poco, disminuyó hasta
desaparecer. Cuando al fin pude ponerme
en pie, tras un esfuerzo monumental, comencé a llamar de nuevo a Yoongi y a
mirar por todas partes en busca de un cuerpo que reclamase de mi ayuda.
Lo encontré a veinte metros de donde yo había
caído. Salí corriendo hasta alcanzarle y giré su cuerpo para ver su rostro
temiendo que estuviese muerto. No lo estaba pero en su expresión destacaba un
dolor agónico que le quebraba el alma. Él era el sufrimiento encarnado, el
dolor. El sufrimiento físico. Llamé su nombre y al abrir sus ojos fruncidos en
una mueca, me miró y su rostro, se calmó un poco. Lo suficiente como para
hacerme sentir cálido.
-¡Yoongi! ¿Estás bien?
-N-no lo sé. –Tartamudeaba son sus pequeños
labios temblorosos.
-¿Dónde te duele? –Tras mi pregunta se llevó
una de sus manos a una de sus piernas y tras fijarme en ella, las nauseas
volvieron. Su gemelo, desollado y descarnado dejaba a la vista parte de su
hueso. Cubrí mi rostro asustado y horrorizado y al verme, él también se asustó.
-¿Qué? ¡¿Qué ocurre?! –Giré rápidamente mi
rostro a él.
-Nada. –Mentí-. No pasa nada. Vamos, levántate.
–Intenté levantarle pero al hacerlo, se vio a sí mismo y sus lágrimas
comenzaron a caer de sus ojos. Al igual que yo no puede mantener la mirada fija
por mucho tiempo en su herida y se gira a mi cuello para dejar allí su rostro
hundido. De manera suicida le obligo a caminar y tras un grito de dolor, se
desmaya en mis brazos cayendo junto conmigo al suelo.
Mirando así su cuerpo, sentí como yo me iba con
él a su mundo de inconsciencia. Se partió mi alma. No supe superar esa imagen.
Realmente parecía muerto y verle de esta manera, me desarmó. Literalmente. Allí
dejé mi fusil y cargué su cuerpo a mi espalda. Caminé con él intentando no
tocar su mutilación y poco a poco, nos conduje a la base donde nos atenderían.
…
Eran las tres de la mañana cuando allí, en unas
camillas improvisadas, despertaba el cuerpo somnoliento y dolorido de Yoongi.
Rápidamente acaricié su mejilla y pareció asustado con mi contacto pero tras
mirar mi rostro, el miedo se tornó alegría.
-Al fin despiertas. –Susurré por nos despertar
a otros heridos que dormían a nuestro alrededor.
-Ji-jiminie… -Levantó su brazo y me acarició el
cuello y más tarde la nuca, enredado sus dedos en mi corto cabello. Ya no
portaba mi casco y se deleitaba acariciando mi cabeza con una pequeña brecha
cosida en mi parte derecha.
-¿Cómo te encuentras? –Pretendió responderme
pero tras pensar en la respuesta recordó su accidente e intentó moverse un poco
-Jimin. –Dijo asustado-. No siento la pierna.
¿Por qué? –Se intentó incorporar pero le detuve volviendo a tumbarle. Me miró a
los ojos confiando en mí más que en la realidad que se le presentaba.
-Hyung, has perdido la pierna. No han podido…
-Ahogando en mis palabras el llanto y esperando que fuera suficiente para que
me entendiese. Suspiré y él llevó su mano a su muslo y lo deslizó con cuidado
hacia su rodilla. Allí, tocó su muñón y retiró sus dedos dolorido en su propio
tacto. Su rostro se descompuso y me miró suplicante.
-¿Por qué les has dejado? –Me preguntó furioso.
-Te desangrarías si no lo hubieran hecho. Te
habías mutilado la pierna. No podían…
-¡Jiminie! –Rompió a llorar por el dolor y la
desesperación. Di gracias que está algo sedado y no podía sentir el verdadero
dolor de su amputación porque de lo contrario, hubiera vuelto a desmayarse.
-Yoongi hyung. Mírame. –Le pedí-. Te dije que
te protegería siempre. Esta era la única manera. –Me acerqué a su rostro y
apoyé mi mejilla contra la suya. Esta estaba húmeda de lágrimas y fría por el
temporal. Su cuerpo había perdido mucha sangre y como no había mantas para
todos, decidí colocar mi brazo sobre su pecho e impedir que se enfriara su ya
baja temperatura. Él temblaba del llanto y sus manos sostenían mi brazo sobre
él. A los segundos, me obligó a retirarme de él y tras mirarme unos segundos a
los ojos, habló muy lúcido.
-Gracias.
-No es nada.
-No, gracias por todo. Sin ti estaría muerto
desde el primer día. Yo no debería estar aquí, pero agradezco estar contigo. No
me arrepiento de haberte conocido.
-No digas eso. No vas a morir. –Dije sonriendo,
con lágrimas aflorando en mis ojos.
-No tengo miedo de morir pero no quiero
perderte. Idiota. –Inducido por sus palabras, besé su mejilla y me miró con sus
ojos oscuros y temblorosos. Su mano regresó a mi nuca y acercó de nuevo mis
labios a su mejilla. Besé de nuevo su piel. Nunca habíamos tenido este tipo de
contacto pero no era extraño. No me sentí como si estuviese haciendo algo malo.
Era casi algo necesitado entre nosotros. Cuando necesitaba su contacto, me
acercaba y lo buscaba. Ahora era él quien me necesitaba y si él me pedía que le
besara. No me importaba hacerlo una, dos, tres, todas las veces hasta que me
detuviera. Pero no lo hacía. No me paraba y cada vez aferraba más su mano en mi
nuca.
Besé sus mejillas, sus ojos que se cerraban a
mi contacto. Su cuello, su pequeña y redonda barbilla, su nariz y su frente.
Solo sus labios me llamaban por atención y sus ojos me miraban expectantes,
suplicantes porque lo hiciera. Porque superara el límite entre nosotros. Ya me
había visto tentado antes a hacerlo. Nos habíamos visto desnudos en múltiples
ocasiones. Nos habíamos curado heridas al uno al otro. Nos habíamos visto
llorar, reír, sufrir y temblar. Nos conocíamos como hermanos y como a un
hermano le besé. Juntamos nuestros labios como algo mucho más intenso que un
simple roce. Devoré sus labios temblorosos y él se dejó consumir por los míos.
Los dos sabíamos que si sobrevivíamos no volveríamos a sentir un beso tan
intenso, tan necesitado, tan fraternal.
Nos separamos cuando nos faltó el aire y ambos
nos dimos cuenta, que eso no se volvería a repetir. No porque no quisiéramos,
no porque no lo necesitáramos. No porque fuera algo prohibido. Eso no nos
importaba. Simplemente lo supimos. No se repetiría la circunstancia, ni el
momento. Nada. Ambos cambiamos desde ese instante.
…
Unos meses después, la guerra terminó y la
unión soviética entendió la circunstancia de dos países con ideologías
diferentes por lo que la guerra con fusiles en mano, finalizó.
Al tiempo que esto se producía, Yoongi regresó
a Daegu y yo a Busán, a la espera de que la situación retornara a una paz
estable y con el peso de rehacer de nuevo nuestro país ya independiente del
sometimiento del norte. Volver a ver a mi familia obstaculizó toda intención de
permanecer al lado de Yoongi y durante tres años me los pasé arrepintiéndome de
no salir en busca de la persona que robó mi primer beso. Mi primer sentimiento
de algo parecido al amor.
Cuando, pasados cinco años del regreso a mi
ciudad, obtuve el valor de regresar a una pequeña parte de mi pasado, cogí el
tren y me conduje a Daegu y rebusqué a la familia Min cuyo hijo, Yoongi,
hubiera servido en la guerra en el mismo pelotón que yo. No me costó encontrar
a su familia y tras hablar con su madre, me reveló una verdad que temí que
llegara.
-Él siempre supo que vendrías. –Me dijo con una
sonrisa-. Desgraciadamente no pude recibirte ya. Murió meses después de llegar
de la guerra. La herida en su pierna se infectó y afectó a su sangre. Lo siento
mucho. –Me decía mientras las lágrimas caían de mis ojos-. Te guardó esto. Dijo
que cuidaste de ti mismo y de él. –Me entregó sus medallas en donde se veían
escritos su nombre y su fecha de nacimiento. Todos teníamos unas. Las mías las
tiré nada más que regresé a casa. Pero las suyas en mis manos pensaban como
losas. Esto me hizo llorar mucho más.
Es por esto, hijo mío, que hoy llevas su
nombre. Tu nombre es el de un hombre valiente que se enfrentó a una guerra y
jamás desistió para enfrentarse a las consecuencias. Fue la de un hombre
inteligente que me enseñó algo más que a tener una amistad. Me enseñó a
defenderla, a protegerla. A luchar por algo más que un fin nacionalista. A
luchar por la locura que es una amistad. Al pronunciar su nombre en ti, siento
que crecerás protegido y seguro por su alma. Por su recuerdo. Por sus actos.
Es por eso, Yoongi, que te regalo sus medallas
y te doy un consejo: No importa cuántas guerras vengan, que vendrán, y muchas.
No importan sus motivos, ni las personas involucradas. La paz, la guerra. Es lo
mismo. Cada día, es una guerra. Cada minuto, es una batalla. Luchar, es
defender lo que se ama. El consejo es, lucha por una persona, por un beso. Por
ti, y él. Por quien ames. Por quien no soportes perder. Dale un sentido a la
vida. A tú vida.
Mi sentido se fue con él. Y regresó contigo.
Por ello, tu nombre.
FIN
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