AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 36

 CAPÍTULO 36

 

Yoongi POV:

La lluvia inunda toda mi visión. Cuando ya he dejado atrás la prisión, cuando al girarme ya no la veo en el horizonte, me siento mucho más relajado y sosegado, pero solo ha sido una sensación falsa. No ha sido más que una alucinación, una de tantas. No logro comprender cómo aún sigo caminando si las piernas me tiemblan, no puedo respirar y me arden el pecho y la cabeza. Camino a prisa por las calles, esquivando peatones, transeúntes que me miran algo extrañados al principio pero luego paso a no ser más que un objeto ajeno a ellos, propiedad de la acera por la que camino. Lo hago con el paraguas de la mano, sintiendo la lluvia esquivándolo y golpeándome en el rostro. Creería que me enfriaría la mente, pero no sirve sino para hacerme sentir mucho más agobiado.

El paraguas se dobla y las barras de metal se vuelven, dándole la vuelta a la tela. El paraguas tira de mí, me detiene, me retrasa y me hace dar un par de pasos hacia atrás hasta que logro domarlo y torcerlo de nuevo para colocarlo en su posición original. Es como si me dijese que no fuese a casa. Como si me ayudase a retroceder, pero no quiero hacerlo. Necesito volver a casa, necesito correr, de inmediato, y correr los  pestillos  para poder sentirme más seguro en la soledad de mi hogar. Esta noche no dormiré, me digo. Seré incapaz de pegar ojo si es que llego vivo a casa.

Con cada transeúnte que me choco me vuelvo a ver su rostro. Puedo ver el rostro de Jungkook en cada uno de los desconocidos que caminan conmigo en la acera, cada gota de lluvia que me empapa es un roce de su piel y mi reflejo en los escaparates, la imagen de un cordero yendo ciego, sordo y mudo al matadero. El sol ha desaparecido, las nubes son grises, casi negras, a pesar de ser aún de día. No hay luz, no hay excusa para una sonrisa alegre. He perdido toda esperanza de hallar la felicidad, solo lucho por la salvación, esquivando personas, lluvia y viento.

De nuevo el paraguas se vuelve del revés y me retrasa. Tria de mi brazo y casi se me escapa. Se ha roto. Sin premeditación lo tiro en la primera papelera que veo y sigo a pie desprotegido, cubriéndome medio rostro con la bufanda y las manos metidas en los  bolsillos. Así es mucho más fácil caminar y avanzar por entre las personas, pero las gotas de lluvia comienzan a caer sobre mis ojos, entorpeciendo mi visión. Es agónico. La espera, el camino, la lluvia. Todo es agónico y doloroso.

Siento un punzante ardor en el pecho. Mis piernas tambalean un segundo y cuando llego a un semáforo en rojo dudo en si cruzar, a pesar de exponerme a un atropello. No lo hago. Me detengo y recargo fuerzas. Es desesperante la incertidumbre y el miedo. Puedo olerle, puedo verle mire a donde mire y cada destello de luz es el brillo en el filo de un cuchillo, para matarme. Enloqueceré de camino a casa, estoy seguro de ello, y tan solo deseo llegar pronto, que todo pase. Mirar atento las noticias y meterme debajo de las sábanas de mi cama. Agua caliente, un café bien cargado y un relajante sonido de la lluvia en el exterior.

Recuerdo las palabras de YungSoo. “Haz deporte” “Sal, no te quedes en casa”. No creo que pueda volver a salir al exterior nunca más, no podré volver a pisar cielo abierto si él sigue suelto. Como un flash se me pasa por la mente la imagen de la camisa de fuerza hecha jirones, destrozada, suelta y sin nadie a quien aprisionar. Que visión tan desgarradora y cruel para mi ansiedad. Que subidón de adrenalina tan inesperado. No sé de donde he sacado el ánimo de salir corriendo en plena calle, pero el pánico es maravillosamente sorprendente.

Cuando el semáforo se pone en verde salgo corriendo. Soy el primero en llegar al otro lado. Comienzo a contar las manzanas que quedan hasta llegar a mi piso. Diez. Mientras, esquivo los  paraguas que se empeñan en rozarme y sacarme un ojo. Me cruzo con personas sin que estas sepan que huyo de una muerte inminente. Algunos me miran enfadados por haber chocado su hombro. No me importa. Una reprimenda es lo último que busco y lo que menos temo en este instante. Puede darme un ataque de ansiedad en plena calle, y no descartaría un infarto. Puede que llegue a casa y a punto de cruzar la puerta, alguien me degüelle desde la espalda. Me imagino forcejeando con el pomo mientras alguien me apuñala. Puedo sentir la ansiedad colándose por cada poro de mi piel

Nueve manzanas. Casi tropiezo y caigo. Habría sido una terrible desgracia retrasarme aun más, pero ya no puedo hacer nada porque me tiemblan las piernas, no solo por el esfuerzo, también por el pánico. Ocho manzanas. Pararía a un taxi, pero no tengo dinero, pediría misericordia al primer transeúnte, para que me protegiese, pero no tengo el ánimo ni la maldad de involucrar a nadie más. Me siento traicionado, herido por una buena persona. ¿Qué ha hecho ese joven para que Jungkook le convenza de tal inmisericorde acto? ¿Ha sido siempre un teatro? ¿Quién es ese joven para arruinarme la vida de esta manera? Lo que más me duele es que no conozco ni su nombre y me ha condenado a muerte. Que injusticia tan dolorosa.

Siete manzanas. ¿Quién puede desearme tal destino? ¿Acaso no es más que un inocente que se ha pasado día y noche bajo el efecto sedante de las palabras de Jungkook? Sé que no hacen falta más que un par de horas semanales para caer bajo sus hechizos, y él se ha pasado más de seis horas diarias con él. El efecto ha podido ser devastador, pero no ha sido él quien se jugaba la vida, sino yo…

Seis manzanas. Cinco manzanas. Ya puedo ver, si me esfuerzo, el bloque de pisos en el que resido. El camino parece despejado, no le veo a lo lejos, aunque si dejo libres mis fantasías, puede que aparezca en cualquier momento, pero me arriesgo a una sobredosis de adrenalina. Cuatro manzanas. Tres. Dos.

Estoy a punto de alcanzar la puerta de mi edificio. Me siento atemorizado. Miro a todas partes mientras saco las llaves del bolsillo de mi abrigo. Estoy empapado. El agua cae como un torrente por mi rostro. Mi abrigo pesa casi el doble. Solo veo una cortina de agua delante de mí. Solo eso. Y cuando estoy frente a la puerta de mi edificio me detengo y miro a todas partes, no quiero que nadie me sorprenda, no quiero que nadie se abalance sobre mí. No me lo perdonaría. No quiero ser tan descuidado. Meto la llave a ciegas, casi sin mirar la cerradura y cuando la puerta se abre siento un inmenso placer recorriéndome de arriba bajo. Siento que voy a vomitar por el miedo y el estrés.

Cuando estoy dentro cierro la puerta de golpe y me quedo al menos cinco segundos en silencio mirando hacia el exterior. Nadie. No hay nadie al otro lado. Con algo más de calma corro al ascensor y presiono el botón. No baja. Alguien lo debe estar usando. Pulso de nuevo. No baja. No baja. No baja. Lo pulso tantas veces que acaba por dolerme el dedo con lo que desisto de subir en el ascensor y corro hacia las escaleras. Piso uno, dos, tres… cada vez que doblo una esquina, miro primero en esa dirección asegurándome de que nadie me espera en uno de esos escalones. Y cuando ya la he doblado, miro hacia atrás, asegurándome de que nadie me sigue. Suelto grandes bocanas de aire y cojo otras del mismo calibre.

No es hasta que no veo la puerta de mi piso que no me siento mucho más calmado. Estoy a punto de desfallecer cuando me abalanzo sobre la puerta y de nuevo procedo a abrirla sin apartar la mirada de las escaleras que suben y bajan. No oigo pasos, no oigo nada. Nada más que la llave luchando por entrar en la cerradura. Me agarro con fuerza al marco de la puerta, deseando entrar, deseando no tener que luchar más para hacerlo. Cuando al fin la llave encaja, giro esta como si la muerte me persiguiese, como si lograse alcanzar el cielo. La puerta cede y yo caigo con ella en el interior. Cierro detrás de mí y aun en la oscuridad corro todos los  pestillos y cerraduras. Todo. Se oye al menos durante un minuto el sonido de engranajes metálicos y cadenas chocando.

Exhalo todo el miedo que tenía acumulados y me apoyo con la frente en la puerta, desfallecido al fin. Casi lloro de felicidad. De mis labios sale una sonrisa exhausta. La siguiente bocanada de aire me llega hasta el estómago ya allí se revuelve, poniéndome los pelos de punta. Inhalo una segunda vez con más cuidado y puedo percibir entre los matices de este aire cargado, dentro de esta oscuridad penetrante, un ligero aroma a cigarrillos Camel. Cigarrillos…

Él ha llegado antes que yo.

Él está aquí.

En la oscuridad, conmigo.



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