AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 30
CAPÍTULO 30
Yoongi POV:
Comisaría de Seúl.
Sala de espera.
Mis manos duelen. El filo de las esposas sobre mis muñecas es hasta cierto punto hiriente, pero en mis brazos es donde se concentra la mayor parte del dolor, pues tengo las manos esposadas a la espalda y la tensión de esta postura ya comienza a mellar la fuerza en mis brazos. Sentado como estoy en una silla, el dolor es menos llamativo, pero el asiento se encuentra en medio de un pasillo, y puedo ver el ir y venir de las personas aquí dentro. En cierto sentido me hace sentir humillado, a la par que distraído. Yo también formo parte de la distracción de alguno de los policías que deambulan por esta zona del edificio, y soy la comidilla de aquellos que se han reunido al fondo en la máquina de café mientras invierten su tiempo en señalarme disimuladamente con el pequeño vasito de café con leche.
Al fondo de esta sala están las mesas de los oficinistas, de aquellos policías renegados a una mesa de oficina, que pasan su tiempo pululando entre su asiento, el baño y la máquina de café. Arrastrando sus pies cada mañana hasta el escritorio para yacer profesionalmente en esta oficina como meros engranajes de un sistema burocrático. El mismo que por su retraso, ya me hacen esperar dos horas hasta que alguien se digne a dirigirme la palabra y me reprendan por lo sucedido. La espera es peor que cualquier condena. El desconocimiento y cualquiera de las represarías que vayan a tomas contra mí. La espera, la larga espera en la ignorancia me hace preguntarme ciento cincuenta veces, una por cada cinco minutos, cómo de grave es que lo que he cometido, a juzgar cuan inconsciente he sido y lo poco humano que he debido parecer al despotricar contra un joven inocente. Me siento culpable, y me planteo la idea de pedir perdón por lo sucedido. Alegar que estaba drogado, alegar que no estaba en mis cabales. Pero lo cierto es que a cada minuto que pasa me siento menos responsable de mi cuerpo, menos identificado con las emociones que me embargan. A cada golpe de la aguja del reloj detrás de mí puedo sentir la necesidad acuciante de una nueva dosis golpeándome el estómago.
Ya he preguntado unas diez veces a cada policía extraño que ha pasado por mi libertad, por mi reprimenda, porque alguien me afloje las esposas o por lo menos se dignen a esposarme desde el frente, y pueda descansar de una postura tan antinatural. Nadie ha salido a responderme, y a una petición de ir al servicio, me han mirado casi con hilaridad, al verme impedido de manos. Otros me han mirado con asco, como a un yonqui al que dejarán a solas en el lavabo para meterse la siguiente dosis. Y cuanto ansío mi dosis. Pero la peor ha sido la expresión de pena de algunos trabajadores. Me han mirado con cejas caídas mientras me rogaban por paciencia mientras desaparecían por el pasillo o acudían a la máquina de café para formar parte de la tertulia de mi persona. Por alguna parte he oído “el psicólogo de la muerte” “el psicólogo del psicópata” Y me hacen sentir como si realmente fuesen solo producto de mi mente. Hago oídos sordos, pero es imposible evitar esas miradas de temor desde la lejanía de la sala.
Un cuerpo se detiene delante de mí. Me quedo mirando deliberadamente y durante largo tiempo la bragueta del hombre uniformado. El hombre carraspea, pero yo no aparto la mirada hasta que este hombre se arrodilla a mi altura y me indica que me ponga de pie. Lo hago, subordinado porque no puedo ya negarme a nada, y cuando lo hago me da media vuelta, me quieta las esposas y me las coloca con las manos delante del cuerpo. Suelto un gemido de placer al sentirme los brazos adoloridos. El hombre me devuelve una mirada algo apenada pero seria, siempre hierática.
—¿Puedo ir ya al baño? –Le pregunto pero él parece ser la primera vez que oye esa petición de mis labios, a lo que acaba negando. Yo le devuelvo una mirada hiriente pero él vuelve a sentarme, ejerciendo presión con su mano sobre mi hombro. Caigo a plomo en el asiento y le miro desde la distancia con una expresión enfadada—. Llevo aquí dos horas sin que nadie me diga nada.
—Sabe por qué le hemos detenido. –Me dice, como si eso fuese lo único que necesito saber.
—Quiero hablar con un abogado de oficio. –Le digo, mirando a todas partes en busca de algo que no está a mi alcance.
—No le hará falta. –Dice, frunciendo el labio como si esa noticia le decepcionase.
—¿No?
—No. Los dueños del restaurante no han querido mostrar cargos, usted no tiene antecedentes y no ha agredido a nadie, por lo que… —Se pone las manos en la cadera.
—¿Mi único castigo es estar aquí sentado?
—Eso parece. ¿Está usted medicándose?
—Sí. –Asiento—. Ansiolíticos y a veces tomo calmantes musculares suaves.
—¿Estaba bajo los efectos de los ansiolíticos cuando entró en el restaurante?
—Sí. –Asiento, pero él me mira dubitativo—. ¿Puedo ir al baño ya?
—Aún no. Dígame. ¿Le hacen efecto estos ansiolíticos?
—Cada vez menos. –Reconozco—. Pero es porque estoy adquiriendo tolerancia al medicamento.
—Entiendo. ¿Visita usted a un psicólogo?
—No. Yo soy psicólogo.
—Lo sé. –Dice, y resopla—. He leído su expediente. Implicación en un doble asesinato, víctima de un médico psicópata…
—Si ya lo sabe todo, ¿para qué me retiene aquí?
—Solo quiero comprobar que está usted en su sano juicio para devolverlo a su casa.
—Sé ir por mis propios medios. –Digo—. Pero estas esposas digamos que me dificultan el camino.
—Aún no puede marcharse. Habrá de esperar un momento más. –Dice y mira a todas partes, buscando algo o a alguien—. ¿Seguro que no estaba bajo los efectos de alguna otra droga?
—Seguro. –Digo, con voz grave.
—¿De qué conocía usted a Lucas, el joven del restaurante? Solo su hermano mayor se ha dignado a tomar declaración de lo que ha sucedido…
—Es… —Suspiro—. Un conocido.
—¿No me diga? –Dice, en forma de sarcasmo—. ¿Y de qué se conocen?
—De amigos de amigos… —Suspiro.
—¿Qué relación les une?
—Ya se lo he dicho. –Insisto—. Es un amigo de un amigo.
—Bien. –Desiste—. ¿Y qué le ha llevado a usted al restaurante? Me han dicho que entró precipitadamente exigiendo ver al joven. ¿Fue paciente suyo?
—No.
—¿Entonces?
—Pensé que… estaba implicado en algo, pero no creo que haya sido él.
—¿Sospechas sobre qué?
—Alguien ha estado entrando en mi casa, agente. –Le digo serio, mirándole a los ojos—. El otro día, por ejemplo, mientras yo estaba acostado en la cama, alguien entró en mi piso, hizo ruido y me despertó. Para cuando quise salir, ya se había marchado.
—¿Cómo? –Pregunta, alarmado—. ¿Llamó a la policía? –Le retiro la mirada—. ¿Lo hizo, verdad?
—No.
—¿No? –Suspira—. Claro, es mejor tomarse la justicia por su mano con tan solo suposiciones. –Yo ruedo los ojos—. ¿No serían alucinaciones de la ingesta de pastillas? –Me pregunta y estoy a punto de reprenderle por sus palabras pero me quedo en silencio, por lo que él confirma que esta es una de las posibilidades. Escondo el rostro en mis manos y niego con el rostro, pensativo.
—¿Podría ver al joven? ¿Y a su familia? Me gustaría disculparme con ellos…
—Me temo que no es posible, le han prohibido la entrada al local y se están planteando la posibilidad de redactar una orden de alejamiento. –Yo niego con el rostro escondido en mis manos—. ¿Qué le ha llevado a pensar que ese joven era responsable del allanamiento a su casa?
—Es… —No encuentro las palabras—. Sospechoso por las influencias que se gasta.
—¿Qué influencias?
—Es… —Niego—. No importa. Él no es el culpable.
—¿Y bien? –Me pregunta—. ¿Desea que la policía haga algo con usted? ¿Quiere que le pongamos escolta o..?
—¿Acaso lo harían? –Le pregunto pero él no me mira.
—No podríamos, pero sí aumentaríamos la vigilancia de patrullas por…
—Déjelo. –Digo y le extiendo mis muñecas—. Quíteme esto, quiero ir a orinar y a mi casa.
—No puedo. –Niega—. ¿Sabe? Normalmente por menos dejamos al culpable en el calabozo una noche, como escarmiento.
—¿Van a dejarme aquí toda la noche? –Él vuelve a retirarme la mirada para buscar a alguien a lo lejos.
—No, usted tiene un ángel de la guarda. Cuando le trajimos aquí y pedimos su informe en el archivo policial, la directora se ha prestado voluntaria para hacerse cargo de su responsabilidad. –Dice él con media sonrisa—. ¿La conoce?
—Supongo. –Digo, desanimado y él se encoge de hombros.
—Ahí viene. –Dice, mirando a lo lejos. Yo sigo la dirección de su mirada, topándome con una mujer adulta, elegante, mayor que yo y toda ella vestida de azul marino a excepción del abrigo que es azul claro—. Por deferencia a ella, se le deja marchar, pero no será tan afortunado la próxima vez, así que tenga precaución. –Me dice el policía y acto seguido me coge las muñecas con una sola mano y se deshace de las esposas. La sensación de alivio es sumamente agradable y me dejo caer en la silla mientras me sobo las muñecas. Cuando la señora Lee llega a nuestra altura, ella y el policía se saludan y se despiden con cordialidad y me dejan aquí como si fuese un paquete que entregar. Yo no me muevo de la silla mientras la miro desde la distancia casi con una mueca de repugnancia.
—No necesito una carabina, ¿sabe? Sé resolverme la vida por mí mismo. –Le digo a la señora Lee y ella me mira casi sorprendida. Me sonríe con amabilidad pero esa sonrisa es mucho más hiriente—. ¿Va a decirme que me lo advirtió? No quiero oírlo.
—No sea infantil. Levántese y vayámonos. –Me dice pero yo me cruzo de brazos.
—No pienso ir con usted a ningún lado. ¿Cómo puede ser tan entrometida?
—No hablas tú…
—¿…Hablan las drogas? Y benditas drogas que me hacen hablar correctamente saltándome las convencionalidades.
—Se está saltando la educación, señor Min.
—No me diga así, me recuerda a mi padre y me exaspera.
—Le recuerdo que usted no está en el maldito calabozo gracias a mi intervención. –Dice ella, poniendo sus manos sobre su cadera. Entre su edad y su postura siento que una profesora me está reprochando mi mala educación—. Y que gracias a que he convencido a los señores Kravitz no han interpuesto una demanda más severa que una mera orden de alejamiento. Ahora formará parte de su expediente. A partir de ahora le será mucho más difícil encontrar trabajo en una institución.
—No tengo intención de trabajar como psicólogo nunca más. –Digo, casi sin pensar en lo que estoy confesando—. Odio esta estúpida profesión de pedantes egocéntricos y ególatras que se creen mejor que el resto del mundo solo por poder decirle a alguien “te chupas el dedo y te acuestas con zorras cada noche porque tu madre no te dio el pecho de pequeño” ¿Y cree que saberlo le soluciona el problema? No sabemos solucionar problemas. Confiamos en que diciendo dónde está el problema, el paciente se las sabrá arreglar solo, y ya con esta autoridad no vemos moralmente superior al resto de humanos en el planeta. Estoy harto de escuchar la mierda de la gente, la mierda ajena que de alguna u otra forma acaba salpicándome. ¿Alguien me ayudó cuando mi exprometida me dejó? ¿Alguien me ayudó cuando un maldito psicópata me estaba seduciendo? –Algunas miradas se vuelven a nosotros—. ¿Quién soluciona mi mierda? ¿Usted va a solucionarme la vida o va a decirme “La vida te va como el culo porque tu papá no era un buen referente paterno”?
—Cálmese. –Me dice, casi me ruega—. No sabes lo que estás diciendo.
—Lo sé muy bien. Por una vez he de atribuirle algo de razón a Jungkook. Odio mi trabajo. ¡Lo odio! Es monótono, chabacano y pedante. Sentarme a escuchar penas ajenas no debería ser un maldito trabajo.
—Todo el mundo tiene un trabajo monótono y aburrido. Todos tenemos derecho a quejarnos de nuestro trabajo.
—Pero yo soy libre. Soy libre de decidir qué coño hago con mi puta vida. –Casi grito—. Y no quiero seguir embotado en una maldita habitación, con niñatos que se creen adultos por llevar un paquete de tabaco en el bolsillo del vaquero. Se acabó. Si tengo que volver a esa vida, me pego un tiro. –Me pongo en pie y salgo de su vista casi con necesidad acuciante.
—¿A dónde va? –Me pregunta ella, casi asustada.
—¡A mear! –Grito, y a alguien al fondo de la sala se le escapa una risa. Cuando encuentro el baño me adentro en él y el silencio del interior es casi reparador. Me meto sin pensarlo en uno de los cubículos y me bajo la cremallera de los pantalones con pequeños saltitos, aguantando los últimos segundos antes de orinar—. Vamos… vamos... –Suspiro y cuando el chorro sale por fin suelto un gemido de placer—. Joder… —Murmuro mientras orino y cuando termino, pasado casi un minuto, me recoloco el pantalón y salgo para lavarme las manos. Una vez en el lavabo me llevo las manos bajo el grifo del agua que comienza a enfriarme las yemas de los dedos. Detrás de mí, a través del espejo, veo la fila de cubículos. Todos cerrados excepto por el que he salido yo.
Oigo el sonido de una puerta. Miro hacia la puerta de salida pero esta está quieta, cerrada, tal como la he dejado. Uno de los cubículos se abre, despacio. La puerta, de color azul claro, se entorna hacia el interior mostrando la silueta de un hombre en el interior. Una silueta alta, de anchos hombros, mirándome directamente a través del espejo con una sonrisa siniestra. Es el rostro de Jungkook, mirándome a través del espejo. Yo le miro, inmóvil. El agua sigue mojándome las manos, pero ya no la noto. Siento mis manos entumecidas, como si fuesen nubes de algodón. Tiemblo, palidezco y en mi espalda sufro un espasmo de adrenalina. Comienzo a sudar.
—No es real. –Digo, convencido como si estuviese mirando un fantasma. Con las manos cóncavas me inclino y tiro agua a mi rostro. El agua está helada, pero yo también. De nuevo alzo la mirada. Ahí está, sigue ahí. No se mueve. Su sonrisa me está destrozando. Me quema—. No eres real. –Le digo, rezándole a todos los dioses que se me pasan por la cabeza por la salvación.
—¿No? –Me pregunta, y de nuevo esa sonrisa. Estoy temeroso de que se atreva a dar un solo paso. Temeroso de mirarle sin el espejo de intermediario, como si este fuese un puente que me mantuviese en cierto modo a salvo.
—Los… los ansiolíticos no… no provocan visiones o alucinaciones. –Le digo y él me sonríe mucho más ladino.
—Pero estar dos días sin dormir, sí. –Suspira y cierro los ojos con fuerza. Me inclino de nuevo sobre el lavabo y vuelvo a mojarme el rostro con agua. He mojado sin querer mi cabello. Cuando alzo la mirada ya no está. Pero temo mirar más a través del espejo por si vuelve a aparecer por entre la oscuridad de alguna sombra más. Apago el grifo y me quedo inclinado sobre él, con mis manos a cada lado de la porcelana. Miro con detenimiento el sumidero. Tiene una forma estrellada hermosa, casi parecen pétalos metálicos. Pero entre dos de las uniones hay algo negro. Algo grueso, húmedo. Con los dedos lo sujeto y tiro de él, sacando del sumidero un mechón de pelo negro tan largo como mi antebrazo, manchado de sangre y con restos de carne adheridos a él. El pestilente olor me hace retroceder de golpe y caigo al suelo, revolviéndome mientras me quito el cabello y la sangre que se ha quedado por mi ropa. Del lavabo cuelga toda una melena negra, encharcada en sangre. La sangre gotea con gruesas gotas de cada mechón hasta esparcirse por todas las baldosas debajo del lavabo.
Me levanto de un salto, como impulsado por un resorte y salgo del baño, cerrando la puerta detrás de mí y apoyándome en ella, no dejando salir a mis visiones del interior. Cuando estoy fuera el aire no es más limpio ni más ligero, pero respiro como si aquí fuera sí hubiese oxígeno, y dentro no. Estoy sudando. Me paso la mano por la frente perlada de sudor y cuando me doy cuenta de que estoy mareado, hasta el punto en que puedo desvanecerme, una voz a mi lado me sobresalta, haciéndome dar tal respingo que yo mismo me asusto.
—¡Señor Min! –Me dice la señora Lee—. No toleraré ni una falta de respeto más de usted. Me marcho, y no se crea que si vuelve a estar en líos estaré ahí para rescatarle de nuevo. Le diría que me debe un favor, pero ya veo que no está en sus cabales para agradecer nada ahora mismo. –Se mete una mano en el bolsillo de su americana con intención de sacar algo, y yo le retiro la mirada, respirando con dificultad.
—Si va a darme otra tarjeta, no se moleste, ya tengo la que me dio, en casa.
—No es mi tarjeta. –Dice, y me extiende una tarjeta, sin duda, pero no es igual a la que me dio aquella vez en la puerta del archivo policial—. Es la tarjeta de un psiquiatra. –Me dice y yo ruedo los ojos. Me la extiende de nuevo con más ahincó y yo se la quito de las manos con una expresión exhausta y ofendida.
—Gracias. –Le digo en forma de sarcasmo. Ella me devuelve una mirada fría, pero tras mirarme de arriba abajo acaba por compadecerse de mí. Siento repulsión. Casi prefería el odio.
—Vaya, se lo suplico. Y cuanto antes. Debe ser adulto y tomar el control de su vida… —Suspira y se da media vuelta para marcharse con coquetería. Me deja el olor de jabón de miel. Cuando se aleja yo murmuro para mí:
—El control de mi vida… —Arrugo la nariz—. Ya, claro, no te jode…
Me planto la tarjeta delante de los ojos con intención de partirla en dos, pero el nombre allí impreso me hace detener mi gesto infantil. Me quedo mirando con una expresión soñadora el nombre “Psiquiatra YungSoo”. Mi antiguo compañero de universidad.
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