AMOR ARTIFICIAL [Parte I] (YoonKook) - Capítulo 23
CAPÍTULO 23
Yoongi POV:
24 – Octubre – 2017
MIÉRCOLES
Me paso los dedos por los labios. Me
estiro de uno de ellos y después me lo muerdo intentando enfocar la vista en
alguna parte pero no consigo deshacerme de la idea de que en menos de cinco
minutos Jeon entrará por esa puerta detrás de mí y tendré que atreverme a
enfrentarme a su persona con la irritante idea de que el lunes rocé sus labios
con los míos y me pareció que al fin, después de años de sequía, alcanzaba un
oasis en mi miserable vida mundana.
—Mi madre me ha dicho que no puedo salir
con una camiseta tan corta que se me vea el ombligo. ¿Se puede saber por qué
no? Es mi cuerpo… —Está ella diciendo. La paciente que asiste a estas horas y
es terriblemente agotador intentar mantener la atención sobre ella cuando lo
único en lo que puedo pensar es en Jeon.
—Es tu cuerpo… —Le digo, encogiéndome de
hombros mientras ella se descascarilla el lacado de uñas sobre sus dedos—.
Supongo que puedes enseñar y hacer con él lo que quieras…
—¡Eso le he dicho yo a mi madre!
—Pero ten en cuenta de que eres menor de
edad y que vives con ellos, así que tienes que respetar unas normas de
convivencia…
—¿Se puede saber de qué lado estás? –Yo me
encojo de hombros mientras comienzo a garabatear en la libreta algo sin sentido
y después lo borro y lo tacho con más tinta. Ella resopla mirando a otro lado
mientras que yo me muerdo el labio inferior, nervioso—. Tú no lo entiendes. Hoy
en día las chicas mostramos el cuerpo, ¿sabes? Y no pasa nada. Seguro que en tu
época te multaban por eso… —Yo frunzo el ceño mientras levanto la mirada en su
dirección y ella me devuelve una mirada despectiva.
—¿En mi época?
—Sí. –Dice—. En tu época las mujeres
llevaban corsé y esas cosas. –Dice, y sé que sabe que no es cierto, pero solo
quiere ofenderme y hacerme sentir mayor.
—¿Cuántos años te crees que tengo?
—¿Cuarenta? ¿Cincuenta? –Pregunta y yo doy
un respingo en la silla mientras que ella alza una ceja, esperando de forma
impertinente una respuesta.
—Tengo treinta, chiquilla…
—¿A sí? –Me dice, mirándome de arriba
abajo—. Sigues siendo muy mayor…
—Creo que por hoy hemos acabado. –Digo
mientras me levanto y ella resopla rodando los ojos y es justo al ponerme en
pie que comienzo a sentir la adrenalina en mis piernas, en mi columna. Saber
que él puede estar al otro lado de la puerta me hace sentir vertiginoso pero
solo tengo pensamientos para él, dulces y temerosos pensamientos
contradictorios hasta que la chica se pone delante de mí en mi trayectoria
visual hasta la puerta y se azota el pelo para pasárselo a la espalda, en vez
de estorbarle sobre el hombro.
—Hoy es nuestra última consulta.
—¿A sí? –Le pregunto confuso y ella
asiente mientras se encoge de hombros y yo asiento. Se inclina levemente en mi
dirección y me dirige una mirada algo convencional.
—Espero que tus padres tengan buenas referencias
de mí. –Le digo sonriendo y ella me sonríe de vuelta.
—Espero que mis padres tengan buenas
referencias de mí cuando te llamen mañana para hablar sobre mí.
—Sí, las tendrán. No te preocupes. –Le
digo y ella vuelve a inclinarse de nuevo y la veo acercarse a la puerta lo que
me hace sentir aun más nervioso y excitado. Suelto la libreta en mi escritorio
e intento retirar la mirada de la puerta, dado que la sola imagen me pone
terriblemente paranoico. Me quedo mirando a lo lejos la estantería, las carpetas,
la ventana, alguno de los marcos en las paredes. Mis manos comienzan a sudar y
me paso las palmas de estas por los pantalones. Me miro de arriba abajo.
Repentinamente me arrepiento de no haberme puesto una corbata pero tampoco
pensé en ello a la hora de vestirme. Camisa negra y jersey gris encima.
Vaqueros negros. Me paso la mano por la frente y me coloco mejor el cabello.
Suspiro largamente y me acerco a la puerta que da al exterior para divisar a
Jeon sentado con las manos sobre sus rodillas, moviendo sus piernas
rítmicamente mientras mira a ninguna parte. Estoy a punto de llamarle pero me
contengo para observarle un segundo en la intimidad de mi pensamiento. Vaqueros
negros rotos en las rodillas, camisa blanca de manga larga y una chaqueta negra
a su lado en la silla colindante. Me muerdo el labio inferior y mi impaciencia
me precede.
—Jungkook… —Le llamo y él da un respingo
emocionado mientras que se levanta de la silla y se despide con un gesto de la
mano de mi secretaria. La misma dulce acción que el lunes pasado, y en mí crece
el mismo sentimiento de confusión insano. Me meto en el interior de la consulta
dejando la puerta abierta a que él pase y cuando le veo entrar retrocedo hasta
quedarme a un palmo de mi escritorio. Él cierra detrás de él y al mismo tiempo
en que el manillar suena con el cierre, él deja caer la mochila al suelo junto
con su chaqueta. Lo deja ahí, sin más. Pero no me da tiempo a pensar en ello
porque antes de poder preguntarle, o simplemente de reaccionar, él ya me tiene
en sus brazos. Me sujeta la nuca y me besa apasionadamente mientras yo doy un
respingo y me pongo de puntillas, colando mis manos en su nuca, sujetando
fuertemente sus cabellos para que el choque de sus labios con los míos se haga
más intenso.
Apenas pienso en lo que sucede, en cómo
continuar o como solventarlo. Nada importa, de repente. Su mano en mi cintura
apretándome contra él y yo colgado de su cuello mientras siento cómo mis
piernas se entrelazan con las suyas en un par de pasos de retroceso en los que
acabo apoyado en el escritorio, aun de puntillas para llegar mejor a sus
labios. Él, con el rostro inclinado a mí, me besa repetidas veces. Cuela su
lengua en mi boca haciéndome llegar a un éxtasis de placer pecaminoso que jamás
había probado, nunca antes había catado lujuria semejante. Extravagante,
misteriosa y terriblemente atrevida y peligrosa. Pero me encanta. Me encuentro
adicto a ella, me sorprendo esnifando su olor desde su cuello mientras él
recorre con sus labios mis mejillas, mi clavícula. Le dejo explorar mi cuello y
me besa repetidas veces en mi manzana de Adán. Me estremezco con cada una de
sus caricias, con cada uno de sus gestos. Una de sus piernas se cuela entre las
dos mías y me presiona, me hace sentir violento e intimidado, y jamás lo hubiera
sabido, me gusta sentirme intimidado y a su poder. Soy yo quien ha vendido su
alma por un poco de su cariño, por su atención, y ahora por sus dulces
besos.
Cuando nos separamos por aire, y por
apreciar el rostro del contrario, nos encontramos altamente ruborizados y
violentamente avergonzados y excitados. Él se separa un poco de mí y se me
queda mirando de arriba abajo el rostro mientras analiza todas y cada una de
mis expresiones. Seguro que he roto a sudar, pero no quiero ni pensar en ello.
Encuentro mis manos temblorosas, una agarrando fuertemente su camisa en uno de
sus brazos bajo su hombro y la otra acariciando los cabellos que nacen desde su
nuca. Con sus mechones enredados en mis dedos, ojalá me succionase su piel,
ojalá me fundiese con él en una vorágine de sudor y gemidos. Definitivamente he
perdido todo control de mis impulsos y mis deseos. Ya no sé qué quiero. Quiero
todo lo que él quiera. Quiero todo lo que necesite para darle. Le quiero a él.
Quiero ser suyo.
Una de sus manos pasa a estar en mi
rostro, suave, lenta. Pasa su pulgar bajo la línea de mis labios para retirarme
saliva de su beso. Me delinea el labio inferior con la yema de su dedo y con
los ojos fijos en esta. Después lo hace sobre el propio labio y segundos
después me da un dulce y tierno beso como sentencia a su adorable gesto. Cuando
se separa de mí me acaricia la mejilla mientras yo intento retomar el aliento
que me falta y me sonríe tímido y nervioso.
—Dulce pecado de tus labios… —Murmura y yo
le miro con ojos temblorosos. Aun me siento lleno de energía, lleno de
adrenalina. Podría morirme en este momento. A mí sí que va a darme un infarto
de miocardio.
—¿De mis labios es el pecado? No es sino
vuestro, el pecado que yo contengo.
—Devuélvemelo. Devuélvemele ese pecado.*
–Murmura y vuelve a besarme. No tan apasionadamente pero sí vuelve a
acariciarme con su lengua, a apretarme contra él. Me encuentro sentado casi en
el escritorio y él cuela sus brazos por debajo de los míos y me rodea la
espalda. Cuando siento que su pierna vuelve a rozarme en mi ingle yo le
detengo. Respiro profundamente y le separo de mí interponiendo mis manos entre
nuestros pechos. Él rápido entiende mi negativa. El lugar, la situación, el
momento. Él se separa de mí despacio, riéndose por lo bajo avergonzado, con las
mejillas levemente coloreadas. Seguro que no tanto como las mías—. Perdóname,
no he podido evitarlo. Desde que te conozco he querido besarte. –Se excusa—. Y
desde el lunes que me han negado la posibilidad lo he deseado aún más.
—Yo también lo he querido. –Digo
intentando hacer que él no se sienta culpable, pues el sentimiento es mutuo,
pero no puedo evitar sentir responsabilidad de la situación y me bajo del
escritorio mientras me ajusto mejor la camisa dentro del jersey y este sobre
ella. Me abrocho el primer botón de esta que no recuerdo haber desabrochado y
le señalo el sofá para comenzar con la terapia pero él suelta un resoplido y
camina disgustado no sin antes recoger la mochila y su chaqueta del suelo.
Cuando se sienta en el sofá mira a todas partes distraído mientras que espera a
que yo me siente. Cuando lo hago, en compañía de mi libreta, aun siento el
rubor en mis mejillas. Este aumenta cuando él me devuelve la mirada pero no
desaparece cuando él me ignora.
—¿De qué vamos a hablar hoy? –Me pregunta
con una expresión aburrida y yo estoy tan descolocado que no sé por dónde
empezar.
—La verdad… es que… no he preparado nada
para hoy ni sé de qué hablar… —Murmuro pero él se me queda mirando con grandes
expectativas en la mirada.
—Podríamos no hablar de nada… —Me dice
pícaro.
—No podemos hacer esto aquí. –Le digo en
un susurro casi inaudible pero él asiente, conociendo la situación.
—A mi me basta con tenerte en mis brazos,
con que te sientes a mi lado. –Palmea el sofá a su lado y yo me levanto aun
extrañado, mordiéndome el labio, y cuando me he sentado a su lado él pasa uno
de sus brazos por mis hombros y me acerca a él. Ríe en su gesto y su risa es
tan infantil y agradable que me dejo abrazar mientras apoyo mi cabeza en su clavícula—.
Solo déjame que te colme de halagos.
—No necesito halagos. –Le digo, riendo—.
¿Qué propones si no es hacer terapia? ¿No te sienta mal que tus padres paguen
por algo que no estás cumpliendo?
—Lo hacen siempre. Estoy acostumbrado y
ellos también.
—¿Lo hacen siempre? –Pregunto repitiendo
sus palabras—. ¿Cómo es eso?
—Por ejemplo, a los cinco años me
regalaron una bicicleta, pero yo nunca aprendí a montar en ella. Me pareció un
esfuerzo innecesario. A los diez me apuntaron a clases de piano, pero a mí no
me gustaba. Se me daba bien, como todo. –Dice, de forma prepotente—. Pero no me
gustaba. Además, los profesores eran demasiado liberales. “tenéis que sentir la
música” “No miréis la partitura” esas mierdas. En fin… —Suspira— A los
dieciocho me compraron un coche, pero yo no quería sacarme el permiso de
conducir. A ellos les sorprendió, pero les hice ver que jamás me habían
preguntado sobre ello y que, además, yo no necesitaba un coche. Estaba aún
yendo al instituto, podía ir andando…
—Vaya… —Digo pensativo y él comienza a
acariciar mi cabello.
—Cuando terminé el instituto, mis padres
me planificaron un viaje a Estados Unidos de un año. Algo así como un Erasmus
pero sin estudiar. Querían que mejorase mi inglés y esas cosas. Fue un año
horrible.
—¿No te gustó Estados Unidos?
—No me gustó ni el país, ni la comida, ni
la gente, ni la política ni el idioma. Ir allí obligado me hizo sentir tan
traicionado que aborrecí al país sin culpa ninguna. Me prometí que no volvería
a pisarlo. Por esta idea de mis padres perdí dos años antes de entrar en la
universidad. Es por eso que aun con veintidós sigo en tercer curso, cuando
debería estar en el quinto. Tampoco es que perdiese el tiempo. Allí me pasaba
casi todo el día leyendo, por lo que me instruí yo solo. También leí mucho
sobre medicina, así que el primer año de carrera yo fui el mejor de mi
promoción. –Dice orgulloso—. Y sigo siéndolo, claro…
—Niño narcisista. –Le digo y él me mira
ofendido.
—Viejo cascarrabias. –Me dice a mí con voz
infantil y yo frunzo el ceño y arrugo la nariz en su dirección a lo que él
sonríe ladino y me planta un beso en los labios. El gesto me sobresalta, pero
me agrada en sobremanera.
—Tu familia tiene un alto nivel económico,
por lo que veo…
—Sí, lo tiene. Mi padre es el director de
sucursal en un banco. Puede permitirse esas cosas.
—Me dijiste que tu madre trabajaba en una
librería, ¿no? –Le pregunto y él asiente—. ¿Por qué? Con el sueldo de tu padre
os es suficiente…
—Lo es, pero mi madre, desde que voy a la
universidad, se aburre mucho y no sabe qué hacer con su tiempo. Es una mujer
creyente y devota. Salir cada día a malgastar dinero la condenaría al fuego
eterno. Así que para matar el tiempo ayuda en una librería de una conocida. Qué
ironía. ¡Lo que daría yo por trabajar en una librería, rodeado de libros!
—No atenderías a los clientes. –Le digo—.
Estarías siempre leyendo por los rincones…
—Cierto. –Dice, divertido—. A lo que voy
es a que ella aun estando rodeada de libros, es la misma inculta mujer de
siempre. A veces vuelvo a casa con la esperanza de que me diga que le ha
asaltado la curiosidad de leer a Freud*, a Dickens* o a Shakespeare, pero nunca
sucede. A veces incluso creo que me ofendería ver un libro de tan alto calibre
en sus manos. Me ofendería en lo más profundo de mí. Por no hablar de uno sobre
da Vinci o Miguel Ángel. Puede que ese día ella se reuniese con su
creador.
—No seas exagerado. –Le pido y él se
encoge de hombros.
—Es verdad. Me molesta casi tanto como ver
a mis compañeros con el pulso tembloroso, bisturí en mano, dispuestos a
diseccionar un cerebelo de cordero.
—Eres todo lo contrario que he conocido
hasta ahora. –Le digo y él me mira curioso.
—¿Qué significa eso?
—Normalmente las personas con gran poder
adquisitivo suelen descuidar su enriquecimiento espiritual e intelectual para
dedicarse a otras empresas. Pero tú funcionas al revés, inviertes ese
presupuesto en aumentar tus fronteras…
—¿Estás pensando en tu mujer? –Me
pregunta, bruscamente y yo doy un respingo.
—Sí, lo hacía. Pensaba en ella. Eres todo
lo contrario a ella.
—¿Y eso te gusta? –Me pregunta
decepcionado.
—Claro que me gusta. Me encanta. –Digo y
él me mira emocionado.
—¿Y cómo es que estuviste con alguien como
ella?
—Tal vez porque no conocía a nadie como
tú. –Le digo y él me mira sonrojado—. Pensé que no existía la gente como tú,
pero eres real.
—Soy real. –Dice divertido y se acerca a
mí para besarme y yo me dejo hacer en completo silencio. Sus labios se funden
con los míos y aun sigo sin comprender hasta qué punto esto es real, esto es
palpable. Me parece estar viviendo un dulce sueño del que despertaré de
inmediato, pero no, él sigue besándome y es cierto. Está aquí, conmigo—. Me
encantas. –Dice en un susurro cuando se separa de mí y yo le sonrío con los
labios brillantes.
—Tú a mí también. –Digo y él frunce el
ceño.
—¿Cuánto?
—Tanto como hermosos son los poemas de
Shakespeare. –Le digo pero él no desfrunce el ceño.
—Nunca he leído sus versos. –Piensa,
pensativo mientras que mira al frente—. Solo sus tragedias.
—¿Bromeas?
—Hablo enserio. –Él me mira, avergonzado—.
Debería hacerlo. –Dice—. Pasa saber cuán grande es tu amor.
—¿Y tú cuánto me quieres?
—Tanto como apasionada era la ambición de
Julian en Rojo y negro.
—Pensé que tú no podrías sentir
amor.
—Y no lo siento. Siento una profunda
obsesión de protegerte, cuidarte y adorarte.
—Eso es amor. –Le digo.
—Entonces, desgraciado de mí, que he caído
presa de las flechas de Cupido.
———.———
Referencias:
—Dulce pecado de tus labios…
—¿De mis labios es el pecado? No es sino vuestro, el
pecado que yo contengo.
—Devuélvemelo. Devuélvemele ese pecado.*: Fragmento de la conversación entre
los dos protagonistas de la novela de Shakespeare, Romeo y Julieta.
———.———
*Sigmund Freud (Príbor, 6 de mayo de 1856—Londres, 23 de septiembre
de 1939) fue un médico neurólogo austriaco de origen judío, padre del
psicoanálisis y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX.
*Charles John Huffam Dickens (Portsmouth, Inglaterra, 7 de
febrero de 1812—Gads Hill Place, Inglaterra, 9 de junio de 1870) fue un
escritor y novelista inglés, uno de los más reconocidos de la literatura
universal, y el más sobresaliente de la era victoriana. Fue maestro del género
narrativo, al que imprimió ciertas dosis de humor e ironía, practicando a la
vez una aguda crítica social. En sus obras destacan las descripciones de
personas y lugares, tanto reales como imaginarios. En ocasiones, utilizó el
seudónimo Boz.
En este punto siempre siento un amor gigante por ellos ;n; alfjakdk
ResponderEliminarMe encanta releer estos capítulos, aún se me hace tan irreal el desenlace de esta historia, me encanta!
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