A SOLAS (YoonKook) [One Shot]

 A SOLAS


JungKook POV:

Azul. Siempre me ha parecido un color demasiado abstracto. Tantas cosas define el color azul, demasiadas cosas van ligadas a él, demasiados nombres, adjetivos, cualidades. Si eres varón, tienes predeterminado vestir de azul. Si eres el cielo, siempre serás azul. No importa si el fuego cubre la cúpula celeste, siempre será azul dentro de nuestras mentes. El mar, el invierno. No importan el petróleo o el calor, siempre les perseguirá el azul como me persiguen los remordimientos.

Siempre he pensado que venimos determinados por demasiados factores. Los colores, los números, las formas. Si eres un círculo, olvídate de crearte varias esquinas, no forman parte de tu ADN, no puedes mutar y degenerar tu forma. Si eres varón, eres un varón y tienes que cumplir ciertos cánones que se te exigen tan solo por la forma de tus genitales al nacer. Tienes que cumplir ciertas normas de comportamiento que tu familia asegura que cumplas, tienes que acatar unas normas morales que tu cultura promueve. Tienes que caminar de cierta forma, sonreír a determinadas personas, golpear a quien se excede, a quien no da lo mejor o todo lo que pude. Tienes que ser fuerte. Ser humano significa ser fuerte pero la fuerza se me escapa de las manos como el agua entre mis dedos.

Es ya de tarde. Una tarde de cielo cubierto y nubes grises que amenazan con una fina lluvia sobre el pavimento. Hay luz sin embargo y ni veo el azul del cielo golpearme. Pero el azul se despliega con toda su fuerza a mi alrededor. Acomodado en una butaca de mimbre forrada de cómodos cojines me encojo sobre mis piernas mientras con un par de dedos descorro la cortina azul, levemente decolorada, para entrever fuera, entre las nubes grisáceas que amenazan con caer.

A mi alrededor el olor del café negro me abruma con una terrible jaqueca en donde hallo la solución al fondo del mismo baso de donde nace el problema. El café queda unos segundos en mi boca, lo paladeo con un gran nudo en la garganta y lo trago, de un solo golpe. Paladeo de nuevo, me paso la lengua por los labios y suspiro largamente dejando el propio aroma de mi boca salga, cubriendo de neblina el cristal en el que estoy cerca. La ventana, dividida en pequeños cristales del tamaño de mi rostro seccionan todo un paisaje de un gris nauseabundo. El gris de fuera parece que quiera adentrarse dentro, parece que poco a poco tiñe los visillos, los ladrillos, el alféizar. Suelto la cortina y dejo que corra un azul velo entre yo y el gris de fuera.

Me encojo más en la silla, tengo miedo. Un miedo atroz a un pensamiento que aún no quiere formarse en mi mente. No le he dejado la oportunidad, no ha tenido ni el tiempo ni mi autorización para crearse como realidad, pero tampoco espero que me haga demasiado caso. Sé que no puedo controlar las imágenes que vienen a mí de forma constante. Sé que no puedo evitar que esa idea se vaya formando en los resquicios del sedimento de mis recuerdos. Un día aparecerá formada frente a mis ojos y me asentirá con el rostro desencajado. “Él se ha ido”, me dirá. Yo negaré con el rostro y me aferraré a unas esperanzas que, tal como ha surgido ese pensamiento, estas se disolverán poco a poco hasta quedar formando parte de una profunda herida anegada en el fondo de mi alma.

Me paso las palmas de las manos por mis piernas desnudas. Mi piel es suave, lisa, tersa, de un dulce color azul producto de la luz atravesando las cortinas. No me reconozco en este color y tampoco en mi propia piel. Me arrancaría cada centímetro a tiras si con eso el dolor se apaciguase, si pudiese al fin calmar el dolor que me está ahogando. Está ahí debajo, tras capa y capa de piel, bajo la epidermis, en una fina capa de una extraña sustancia de rencor, odio, miedo y desesperación. Una lujuria desmedida, unas acciones acometidas sin conocimiento. El alcohol no ha borrado el recuerdo y ojalá lo hubiera hecho, pues duele más casi que su mirada despidiéndome.

Solo se ha dejado un pijama. Una parte superior de un pijama de dos piezas. Una camisa a razas blancas y azules. No me reconozco en ella y no es la primera vez que me adapto al contorno de su figura, ni a su olor, ni menos a su textura. Pero mis manos saliendo del borde de la camisa me hace querer arrancármela del pecho tan violentamente como él me ha arrancado el corazón de cuajo. Tanto como yo he apuñalado el suyo por la espalda. Me llevo una mano al pecho donde de súbito, el dolor vuelve a pinzarme una de las arterias que llevan la sangre directo al resto de mi cuerpo. El dolor se prolonga tan rápido como la sangre recorra mis extremidades. Lleva a mis pequeños nervios y estos me afirman un dolor que no quiero ni asumir. No me reconozco en el dolor, pero me reconozco en la constante sensación de vergüenza y repulsión. En la de su mirada, en la decepción de su expresión rota por el llanto.

Poco a poco me atrevo a mirar de nuevo afuera, descorriendo levemente para descubrir mi rostro entre el ventanal. Miro fuera y me quedo mirando, casi embobado y sin nada mejor que hacer, a los transeúntes pasar, esperando que uno de ellos sea él, que regrese para verme implorar su perdón. Nadie se asemeja, no hay nadie que tenga el mismo caminar, la misma complexión. Con el paso de los segundos y la falta de su presencia acabo por inventarme facciones, gestos, movimientos en personas que ni de lejos le alcanzan. Creo entrever el color de su pelo por entre el bombín de algún señor o la forma de sus manos en los guantes de alguien. Nadie parece querer complacerme, pues la magia acaba, en algún momento, por desfallecer.

Sin darme cuenta vuelvo a formar un círculo de vaho en el cristal y todo se distorsiona con la misma facilidad como he hecho yo en mi realidad. Todo desaparece, todo se fragmenta, se emborrona, todo nace desde el roce de mis labios y muere en el instante en que me separo. Igual que en una realidad de la que intento evadirme a costa de torturarme con unas esperanzas que no llegan, que no se hacen presentes. La persistencia de mi animal interior me obliga a seguir fiel a la ventana, seguir anclado en su silla, en su butaca favorita mientras me acurruco más en el frío de su pijama. Su olor es, a la par que reconfortante del dolor, prolongación innecesaria de este. Es un flagelamiento a la par que dulce, amargo como el café en mis papilas gustativas.

Miro la mesilla a mi lado donde dejo la taza de café y me descubro por décima vez en el último minuto analizando la compleja estructura del teléfono sobre un pequeño paño de ganchillo blanco. ¿Cuándo se ha vuelto el teléfono azul? Es de un intenso azul que me hace querer acariciarlo como si fuera la primera vez que lo veo, como si me esperase que el precio estuviese en una etiqueta en la parte posterior. Con cuidado y un largo suspiro acompañando el momento extiendo la mano hasta el auricular y me lo llevo al regazo, aun dubitativo sobre mi siguiente acción. Como si tuviera que analizarla en detalle, me quedo mirando fuera mientras la luz azul baña la estancia, volviéndonos a la estancia y a mí, un poco más fríos.

Me llevo el auricular a la oreja, decidido en mis gestos y mientras escucho el incesante pitido al otro lado, con la mano libre llevo mi dedo a marcar los números que ya he memorizado hasta la saciedad. Hasta que la sucesión de un par de cifras me hace daño en una pequeña parte del cerebro que se encarga, o al menos esa ha sido su función en los últimos días, en torturarme con el recuerdo de meros conceptos que antes ni siquiera me provocaba la mínima emoción superficial. Como una caricia ahora se convierten en afiladas garras que me desgarran con violencia.

El sonido de mis dedos pulsando las teclas de los números produce un pitido sordo y doloroso en el auricular. Cuando he terminado de marcar llega el peor momento, la incansable espera de una sucesión de largos pitidos que no hacen sino darme un vuelvo al estómago cada vez que uno parece retrasarse una milésima de segundo más que el anterior. Con un nudo en la garganta y mi mano libre agarrando con fuerza el borde de la camisa del pijama, intento con todas mis fuerzas regularizar la respiración para que, en el caso de que alguien conteste al otro lado, no note que estoy a punto de desfallecer.

Los pitidos terminan en una sucesión de agudas secuencias de pitidos indicadores de que nadie ha contestado al otro lado y el tiempo de espera se ha agotado. Sin embargo no me deshago del auricular en mi mejilla y mis hombros toman por libre comenzar a convulsionarse. Con mi mano libre cubro mis labios y me muerdo estos con una presión que está a punto de eclosionar en forma de llanto descontrolado. El llanto comienza con un par de lágrimas liberadas en cada ojo. Recorren mis mejillas, viven una larga travesía hasta mi mandíbula y mueren cayendo al vacío hasta la nada. El peso del auricular en mi mano me puede, es mucho más grande, mucho más pesado de lo que me gustaría reconocer y cae a mi lado en mi regazo haciendo el mismo trayecto que las siguientes lágrimas en proceso de ser derramadas. A lo lejos sigo escuchando el pitido incesante, una constante tortura de pequeñas dagas clavándose a conciencia en mi piel. Una tras otra, con una constante frialdad de la ausencia de compasión.

Cae de mis manos el auricular, incapaz de poder sostenerlo por más tiempo. Queda colgando del borde de la mesilla con un vaivén pendular. El cable lo ayuda en su movimiento, el pitido lo acompasa, todo parece establecido, determinado. Mi dolor parece haber sido diseñado y presupuestado para mí mismo y esto es lo más doloroso, la inevitabilidad. No haber podido hacer nada, pues al fin y al cabo, el dolor hubiera estado de todas formas. Un dolor punzante, casi mortal pero que no me mata. Esto es al fin y al cabo, su jugada maestra, la dulce prolongación de la vida a su favor para continuar con su función inhumana. Mi llanto llena la sala, el eco de la soledad nos acompaña, nos envuelve, todo queda reducido a mí y a la nada. Esa curiosa y desconocida nada que por mucho que me haya acompañado sigo sin saber qué forma tiene, que color la domina y qué sexo la condiciona. Sé sin embargo como es su tacto y es el más frío y cortante que he palpado jamás. El filo de un cuchillo, la maestría de un bisturí profanándome con sutileza.

No me reconozco a mi mismo dentro de esta soledad, ni a su lado, ni a su vera. Nada parece satisfacerme, nada parece aliviar la inseguridad y la desorientación que me vienen preocupado. No alcanzo a verme a un espejo y menos aun en el reflejo de mi sombra sobre el suelo. No me conozco en la forma de mis dedos ni en el suspiro que tan frágil y dolorosamente lanzo al aire esperando que mi alma no empañe de nuevo la ventana y me deje atisbar fuera, solo unos segundos más. No me distingo en la forma en que no duermo, en la que lloro, en la que desfallezco por el dolor. Sin embargo, sí reconozco como poco a poco me dejo consumir por mi propio dolor. Me veo en la cobardía, en el miedo, en la facilidad para sucumbir a un determinado estereotipo de vergüenza y sumisión. Este es mi ADN, la violenta situación de la vergüenza y la inmundicia en persona. No es maldad, es simplemente falta de voluntad para resistirme a unos estímulos demasiado llamativos, cobarde para negarlos, para no borrar lo evidente. La mentira no va conmigo tanto como no va la fuerza o la valentía. El llanto no es mi signo, lo es la facilidad para llorar y para dejarme caer en las manos de una soledad que me acoge como una vieja amiga a la que acabo de conocer.

No me reconozco en el reflejo del cristal desdibujando mis facciones, pero sí reconozco el sonido de una llave introducirse en la cerradura de la puerta en el salón. Es un sonido tan familiar como doloroso, como excitante, como emocionante. Me quedo ligeramente paralizado, sigo escuchando como el resto de llaves en el llavero, las que no están metidas en la cerradura, tintinean por la forma en que se mueven al girar. Los enclaves se abren, dejan paso a una leve brisa que entra abanicándome y sacándome como de una ensoñación. Me giro para ver la puerta abrirse. Casi como un susurro, como un haz de luz que atraviesa mi alma y la parte en dos. Aun puedo escuchar, como si se tratase de un sueño, un par de notas pronunciadas. Pulsadas en las teclas de un piano. Es tan solo el sonido de la puerta abrirse pero la melodía de un piano suena al fondo de mi mente, sus falanges tocando tan delicadamente, llenando el aire, el espacio alrededor de un olor a caramelo que ahora entra dulcemente por mis fosas nasales.

Tal y como en un sueño alguien tira de mí a la realidad, alguien me saca de un inmenso mar azul de una confusión permanente. Veo con mis ojos el límite entre el agua y el aire, y mis pulmones desean con una férrea necesidad alcanzar el oxígeno tan ansiado en la superficie, pero tengo miedo de sobrepasar esa línea y que el dolor del nuevo aire en mí me provoque un daño irreparable. El agua a mi alrededor, igual que el color azul de la luz al lado de la ventana, me hace sentir protegido, amparado, seguro de cualquier dolor externo que me afecte. El dolor interno es acaparador y celoso de cualquier otro que venga a avasallarme.

No sé muy bien que hacer frente a la situación que se me presenta y me pregunto seriamente qué haré a continuación. Comienzo a pensar en posibles escapatorias, otras salidas, la misma situación en otro contexto, con otros personajes como protagonistas, otros autores ajenos a mi persona. No alcanzo una respuesta y tampoco parece que mi cuerpo vaya a querer reaccionar de ninguna forma porque sin permiso ha comenzado a temblar. Me llevo las manos a las rodillas que se sienten tan ajenas, tan distantes. Tiemblan, todo mi cuerpo tiembla con una extraña excitación de un miedo completamente sumergido en el ácido más corrosivo que existe. Me quedo suspendido en un momento de tremenda lucidez que lo único que trasluce es el miedo que realmente me trasmite todo esto.

Mis labios tiemblan, están hinchados por el llanto y mis ojos, empapados en lágrimas, no me dejan ver más allá del propio destello de la luz haciendo presencia  entre las partículas de agua dentro de mis saladas lágrimas en las cuencas de mis ojos. Intento debatirme con ellas implorando que me den el permiso de ver con una mayor claridad pero apenas puedo distinguir un panorama borroso, extraño, difuso, desconfigurado. Las lágrimas logran caer, me dejan la visibilidad justa para ver cómo su rostro aparece de la nada. Con un fondo negro de una oscuridad demasiado diáfana, muy vanguardista para mi estilo. No casa con el azul que mancha mis mejillas, con el que recorre mis piernas desnudas. Me siento luz y él es la oscuridad que viene a devorarme. Yo soy el que se ha caído del cielo y él sigue siendo un ángel. Mi ángel preferido.

Cuando da un paso dentro lo hace acompañado de su maleta de cuero, decorada con pegatinas de todos sus viajes como una extraña y confusa costumbre. Cuando ha quedado dentro se queda mirando el suelo delante de él y debe resultarle mucho más interesante que cualquier otra cosa. Sabe de mi presencia, me reconoce en ella y él es mucho más consciente de mi existencia que yo mismo, pero sabe disimularlo mientras intenta por todos los medios que nuestras miradas no coincidan. Su única alternativa, no mirarme directamente o de lo contrario, puede que ambos sucumbamos a un declive personal demasiado intenso para la situación. Nos vemos rodeados de una fina y humilde capa de porcelana que procuramos no romper. Se desmoronará. Se nos caerá encima, de seguro.

Con un paso más se detiene. Deja su maleta en el suelo y se queda clavado en el momento. Ambos nos sentimos suspendidos, abrumados. Yo siento mis manos temblorosas, confusas, deshumanizadas. Creo haberme vuelto loco pues su imagen ante mi se traza demasiado realista, se ve demasiado nítida. Está ahí pero también lo estaba la noche anterior mientras, libre en mis fantasías, soñaba que regresaba a mi lado. Pero esta vez es real, no sé cómo es posible la distinción, pero es real. Su olor invade con una furia desmedida mis fosas nasales. Su presencia es mil veces más dolorosa de lo que me había esperado, mucho más de lo que habría deseado pero al fondo del dolor, casi inexplicablemente, encuentro una calma muy sabrosa. Una paz demasiado surrealista, tanto que soy escéptico. No me la creo, pero está a mi lado, danzando y seduciéndome para un baile de nuevo, un dulce y cálido baile de añoranza.

Mientras él suspira largamente mirando al suelo, envuelto en su abrigo negro y dejando sobresalir sus facciones por entre su cuello, me debato en levantarme y no caerme por mis piernas temblando. No quiero caerme, pero me da igual, a dos pasos de su cuerpo caigo al suelo frente a sus botas de piel mojadas de barro. Caigo y me postro ante él con las manos ocultando con vergüenza mi rostro y mis hombros convulsionándose. Me dejo acunar por el frío suelo acariciando la piel de mis piernas, las de mis brazos. Lloro en el suelo frente a él y él solo deja escapar un largo suspiro entrecortado por sus ganas de llorar. Algunas hebras de mi pelo tocan el suelo, todo yo estoy tirado en él con una sumisión remarcada. No es un teatro, es una súplica por su misericordia. El dolor me intimida, el miedo me atenaza.

La maleta a mi lado parece imponente, sus pies lo son y no me atrevo a mirar en su dirección. Aún no he cruzado una sola mirada con su rostro, pero me atemoriza hacerlo y solo cierro con fuerza mis ojos para llorar y suplicar su nombre entre gemidos lastimeros.

–Hyung… Yoongi hyung… –Susurro. No siento que me oiga, yo mismo me doy asco, vergüenza. Eso me da el valor de gritar–. ¡Perdóname! ¡Te lo suplico! No debí hacerlo, fue una estupidez. –Oigo otro de sus suspiro, este aun más entristecido–. ¡Él no es nadie! ¡No significa nada, te lo prometo! ¡Soy tuyo, solo tuyo, te amo! –Rompo en un llanto que rasga mi garganta. Con una dolorosa punzada en mi corazón por su indiferencia me sumerjo de nuevo en el silencio, llorando desconsoladamente a sus pies.

Con el paso de los segundos y el sonido de mi llanto llenando la sala, acabo escuchando como su ropa se roza, se escucha, suenan sus movimientos. La cola de su abrigo cae al suelo. Su sombra no es tan imponente pero sí está más cerca. Acuclillado al lado de mi cabeza posa su mano delicadamente sobre mi coronilla y acaricia mis cabellos, como quien atusa el pelo de su mascota al llegar a casa después de una larga salida. No me importa su carácter, no me importa lo que sus gestos puedan parecer, el contacto de las yemas de sus dedos recorriendo mis mechones me hace sentir tremendamente afortunado. Un poco de su atención después de mis actos es mucho más de lo que merezco. Sus rodillas se hincan en el suelo a mi lado y sigue con sus caricias hasta que rompe uno de sus suspiros para hablar en un tono roto.

–Todo está bien, mi amor. Ya estoy aquí. –Habla en un susurro casi inaudible, solo para mí, solo para nosotros. No habla más alto porque se lo impide el nudo en su garganta. Ambos podemos sentirlo pero yo me limito a llorar desazonado–. Lo solucionaremos, ya verás. Ya ha pasado todo…



 

FIN



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