UNA HORA CON LA MUERTE
UNA HORA CON LA MUERTE
16 – Abril – 1998
Acaban de dar las dos de la mañana. Nada
más entrar por la puerta el reloj de pared que tengo golpea con violencia el
número doce con la aguja más larga. Miro la más pequeña, de forma consecutiva
apuntando al número dos que se pavonea de que, una vez más, llego tarde a casa.
No hay nadie esperándome en mi cama y tampoco nadie dormirá esta noche en el sofá.
No hay nadie en la cocina esperándome con la cena fría ni tampoco un rostro
curioso asomándose a través de las cortinas del salón para esperar por mi
presencia. No hay nadie esperándome, ya no.
Me quedo mirando en silencio el reloj que
se puede ver desde la entrada. Es un reloj de madera, ennegrecido por el humo
del tabaco que llevo años expandiendo por esta sala y con una leve inclinación
hacia la izquierda. Parece que en cualquier momento va a ceder a su propio peso
pero la verdad es que cada vez que pienso en ponerlo recto, me sumo en una
pereza que acaba por carcomerme el cerebro hasta las ideas más profundas y
desisto de cualquier intento por ceder ante el leve gesto de ponerlo erguido.
Me muerdo el labio inferior. Siguen siendo las dos de la mañana. La aguja no se
mueve. Me quedo esperando a que la aguja de los segundos, tras ese cristal
traslúcido, siga adelante pero se ha detenido en un eterno segundo tras dar las
dos de la mañana. Contengo el aire, me agarro con fuerza al paraguas agarrado
en mi mano y cuando al fin continúa, suelto aire, desahogado. Liberado de una
presión que desconocía hasta este instante.
Como si me diesen una palmadita en la
espalda para continuar adelante, retiro la mirada del reloj y lo primero que
hago es cerrar la puerta con llave detrás de mí y dejar el paraguas humedecido
con una fina capa de rocío dentro del paragüero, para que mañana de madrugada
pueda estar de nuevo disponible. Lo siguiente, como un ritual que me he
aprendido, me meto las manos en los bolsillos del abrigo sacando todas mis
pertenencias que vaya a necesitar antes de irme a dormir. Saco el paquete de
cigarrillos y miro en su interior, asegurándome de que me quedan tres
cigarrillos y el propio mechero en el interior. Después saco el recibo del taxi
que he tomado para regresar a casa, mi cartera y un caramelo de menta que he
cogido de la oficina. Suspiro largamente y mientras dejo el recibo del taxi
sobre la mesilla al lado de la puerta, con el resto que han quedado ahí
acumulados, me quito el abrigo sujetando con cuidado el paquete levemente
arrugado y cuelgo el abrigo mojado sobre el perchero.
Paso al salón en tinieblas con la extraña
sensación de que se respira un aire denso, pesado. Me recuerdo que no ha estado
nadie aquí desde primera hora de la mañana y acabo entendiendo el motivo. Me
recorre la idea de abrir las ventanas para eliminar este aire pesado pero está
lloviendo demasiado fuerte como para atreverme a hacerlo y prefiero acunarme
por este río de lodo que se cuela entre mis pulmones. Atravieso el salón en
tinieblas, solo iluminado por la luz del exterior tamizada por las cortinas de
color claro y me dirijo sin pensarlo demasiado a la cocina, donde me espera una
jugosa botella de vino recién abierta para servirme una copa que me asegura que
el día ha terminado. Cuando paso a la cocina veo a lo lejos, en el interior del
salón, el contestador automático con una llamada, o tal vez más, que no he
oído. No me extrañaría, no he pisado esta casa en días, pero tampoco me suscita
una sensación de curiosidad el ir a comprobar quién ha requerido del sonido de
mi voz. Mientras abro la nevera el sonido del teléfono vuelve a sonar, con una
intermitente señal de alarma. Yo ruedo los ojos y suspiro largamente mientras
saco la botella de vino y todos mis sentidos son para ella. Para la capa de
humedad que se ha formado a través de sus paredes, para el frío de su
estructura. Para el color verdoso de la botella y para el color purpúreo de su
interior al verterse en una fina copa de cristal. El sonido de ese vertido, el
chapoteo de las gotas golpeando contra los laterales, ese sonido a vacío una
vez vuelve la botella a erguirse y la poso sobe la cerámica de la cocina. Se
oye de fondo el teléfono sonando, con un timbre que he comenzado a detestar. Me
muerdo el labio inferior mientras meto la botella de vino de regreso en la
nevera y me quedo con las manos apoyadas en el frío mármol de la cocina a la
espera de que el sonido se detenga. Me prometo, de forma inconsciente, no tocar
la copa de vino hasta que el sonido del teléfono no se detenga, o de lo
contrario, me reprendería a mi mismo por el poco disfrute que me proporcionaría
la copa de vino, sin el silencio de alrededor.
Pasados al menos treinta segundos, el
sonido se detiene, dejándome una sensación de alivio que no comprendo.
Simplemente la dejo vagar alrededor de mi cuerpo y al fin sonrío de forma débil
colando mi mano debajo de la copa, entrelazando su cuello entre dos de mis
dedos y la muevo, para colorear los cristales con la tonalidad amoratada del
vino que me remueve los pensamientos haciéndome sentir aturdido. Exactamente lo
que busco, el aturdimiento. Llevo mis labios al borde del cristal, respiro con
fuerza y bebo un poco, colando el sutil ardor a través de mis papilas
gustativas, informándolas de que ahí va algo más que una mera bocanada de
alcohol. Ahora sí, pego un trago que vacía casi media copa y me quedo mirando
el restante, en silencio. Me muerdo el labio inferior, suspiro y me aflojo el
nudo de la corbata mientras miro mi endeble reflejo en el cristal tintado. Me
paso la misma mano que ha toqueteado la corbata por el pelo y me desplazo los
dedos hacia atrás retirándome de la frente todo resquicio de mechones rebeldes
que quieran mostrarme con una expresión cansada o desaliñada.
Para sentenciar el día me encamino al
salón encendiendo la luz al entrar en él y me sorprende la presencia de un
joven sentado en la mesa principal con una mueca desinteresada, con las manos
sobre la mesa mirándolas como si fueran lo más interesante del mundo. A punto
estoy de dejar caer la copa de vino y poco me falta para soltar un alarido que
le pondría en alerta de que le he visto. Tiene el cabello levemente encrespado,
castaño oscuro, estoy por jurar, pero las luces anaranjadas no me dejan ver más
de lo que ellas quieren que yo interprete. Piel blanquecina pero levemente
tostada, ojos oscuros, con una profundidad que me sobrecoge aunque no me hayan
mirado, facciones dulces, cuerpo desnudo. Está completamente desnudo sentado
sobre una de las sillas de la mesa central con una pierna cruzada sobre la otra
y con una pose desinhibida. Como me hubiera sentado yo a ver la televisión o
como pensaba sentarme yo ahora mismo a beberme esta copa de vino.
Me gustaría decir que me sobrecoge un
miedo atroz, una sensación de inquietud avasalladora, pero solo siento una
curiosidad tremenda de su presencia en mi salón. Es evidentemente más joven que
yo. Ronda los dieciséis años, tal vez menos, tal vez mucho más. No puedo
deducirlo de ver su perfil y menos aún de su desnudez tan desmesurada. Estoy a
punto de gritar pero no me sale la voz, solo consigo abrir los labios y
suspirar, exhalar un aliento que no consigo que sea nada audible. Me muerdo el
labio inferior y por mi mente pasa la idea de dejarme ver solo por mi
presencia, dejar que él sepa que le estoy mirando sin yo intervenir. Le miro
como si fuera un cervatillo, un dulce cordero que no debo asustar, porque
parece tan distraído y abstraído de lo que le rodea que me sobrecoge la
sensación de que tal vez sea una visión mía de mi mente aturdida y cansada. Tal
vez solo sea un delirio del alcohol, o tal vez, una visión espectral, lo que
sé, es que si es una broma, no soy yo el que sale perdiendo porque su completa
desnudez solo provoca en mí un leve rubor infantil. Me paso la lengua por los
labios secos, paladeo y entonces, su mirada recae en mí. No se sorprende al
verme pero yo si doy un respingo cuando sus ojos caen en mí, de esa forma tan
antinatural como si estuviera esperando porque yo me hiciera presente. Alza la
línea de sus labios, unos labios finos pero rosados. Me sonríe de forma aniñada
entrecerrando sus ojos y la sonrisa se expande a medida que crece mi
desconcierto. Trago saliva con sabor a uva y retrocedo un paso mientras poso
una mano detrás de mí, sujetado la puerta de la cocina como único medio para
huir, en caso de que sea necesario.
–Hola. –Me dice con una voz de chico
adolescente que me pone la piel de gallina y es exactamente el tono de su voz,
algo que se esconde detrás de esa apariencia juvenil, que me pone los pelos de
punta. Su aliento ha llegado hasta mí como una brisa otoñal que me recorre la
espina dorsal como una caricia nocturna. Me hace sentir levemente entumecido y
atontado, mareado incluso. Me siento perdido dentro de una naturaleza que no
consigo comprender. Él no es humano. Acabo de verlo claro, porque acaba de
hablarme desde otro lugar que no es este. No es nada de lo que yo conozca, lo
que está plantado ahí delante. Sus manos juguetean con sus dedos, no han dejado
de hacerlo, pero me mira con esa expresión infantil y extrovertida que me
resulta tan confusa. Me agarro con fuerza a la copa de vino cuando me atrevo a
hablar.
–¿Quién eres? –Apenas me sale la voz
mientras intento por todos los medios no temblar–. ¿Qué… que ha–haces aquí? ¿Có–cómo
has entrado?
–Ven. –Dice señalando con cortesía el
extremo opuesto a la mesa en donde está sentado. Yo me quedo petrificado
mirando la fina línea de su mano bien diseñada señalando una silla delante de
él. Su expresión ha sido de una concordia familiar, como quien me invita a acompañarle
en una dulce cena de tres platos, como si esta fuese su casa, en vez de la mía,
y eso me hace sentir celoso de mi espacio.
–¿Quién eres? –Le repito, necesitado de
una urgente respuesta–. ¿Y cómo diablos has entrado? ¿Por… por qué es–estás
desnudo? –Tartamudeo y entre la vergüenza de ello cierro los ojos con fuerza,
cogiendo aire–. Vete de mi casa. –Le digo señalándole la puerta de salida–.
Vete ahora mismo y no llamaré a la policía. –Le amenazo mirando de reojo el
teléfono pero él no parece alarmado por lo que a mí me sobrecoge el miedo más
profundo que he sentido hasta ahora. Su mano sigue señalando con dulces gestos
teatrales la silla frente a él.
–Ven. –Repite–. Siéntate conmigo. Tenemos
que hablar. –Me dice y yo sonrío sarcástico, intentando ocultar el miedo que
siento.
–¿Es una broma? –Miro en rededor–. Es una
broma de mis compañeros de trabajo, ¿verdad? –Pregunto asustado–. Vamos chicos,
salid de ahí. ¿Dónde están las cámaras? –Le pregunto pero él no baja el brazo
ni cambia esa expresión tranquila. Yo me conduzco a mi cuarto en busca de un
tumulto de personas acuclilladas en completo silencio, esperando a reírse de
mí. Pero me encuentro con la soledad en penumbra, rodeada del polvo surcando el
aire. Suspiro, nervioso, casi resoplo, y me conduzco al cuarto de baño, regreso
a la cocina, desesperado y miro en los cajones más grandes o incluso detrás de
las puertas, por si se me pasan desapercibidos. Incluso llego a mirar fuera de
las ventanas, pero solo me responde la negrura de la noche empapada por una
lluvia primaveral. Cuando regreso al salón noto humedad en una de mis manos, la
mano que sujeta la copa. Un par de gotas han saltado del borde por culpa de mis
movimientos y caen a través de mis dedos. Sujeto la copa con la otra mano y me
llevo los dedos húmedos a los labios mientras el chiquillo se me queda ahí
mirando con esa expresión paciente. Vuelve a señalar la silla delante de él y
es en este mismo instante cuando me planteo la posibilidad de hacerle caso,
pero su desnudez, junto con el hecho de que no le conozca de nada y que no sepa
cómo ha entrado, aún me siguen haciendo recelar de él.
–Los humanos y su necesidad de
explicaciones inservibles… –Suspira mientras baja la mano sabiendo que he
entendido perfectamente dónde quiere que me siente pero solo me limito a acercarme
lo suficiente como para que la mesa tape parte de su desnudez y dejar la copa
de vino sobre el barnizado de la madera. Forma un circulo acuoso justo en la
base. Él se queda mirando la copa de vino con una expresión vacía, con la misma
en que me miraba a mí. Más cerca de él puedo ver la dulce delineación de su
rostro, el perfil aniñado, sus ojos pardos, su cabello ondulado. Un mechón algo
descontrolado cae por medio de su frente molestándole levemente en uno de sus
ojos. Se lo retira con dos de sus dedos, de forma sutil, lo suficiente como
para hacerme pensar que tiene cuidado para apartarse el cabello de la frente
pero no para vestirse.
–Te lo preguntaré una vez más. La última.
–Digo, en forma concisa–. ¿Quién eres?
–Es complicado. –Dice, descruzándose de
piernas y volviéndose a cruzar, resoplando, mirando alrededor con una expresión
pensativa.
–Un nombre. –Sentencio–. Solo necesito
eso.
–¿Para llamar a la policía? “Fulanito
entró en mi casa” Un nombre no va a servirte de nada. Yo no tengo nombre. Soy un
concepto abstracto.
–Genial. Un pirado se me ha colado en
casa. –Suelto, poniendo los brazos en jarra y le miro directamente, pero él me
devuelve mi misma mirada multiplicada por astucia y conocimiento. Sus ojos son
oscuros, tan oscuros que me siento atemorizado.
–Siéntate. –Me repite, pero esta vez
señala el asiento con la mirada–. No voy a hacerte nada. Solo vamos a hablar.
Tengo algo que decirte. –Estoy a punto de rebatirle pero acabo negando con el
rostro, chasqueo la lengua y me siento en el asiento justo en frente de él para
complacer su necesidad incomprensible y cuando me dejo caer con la espalda en
el respaldo, sus cejas se frunce levemente y su expresión se endurece,
tornándole de algo más de seriedad y edad de la que parecía representar.
Suspira y me mira, directo. Suelta unas palabras que me dejan helado.
–Soy la muerte. Y he venido a decirte que
esta noche, morirás.
El silencio que se forma en ese segundo
después a que él de una respuesta tan concisa me deja levemente aturdido. Yo
cruzo una de mis piernas sobre la otra y me quedo mirando la línea del pantalón
del traje que cruza de manera paralela la mitad de mi pierna. Mis zapatos
brillan debajo de esta mesa, mis manos sobre mi regazo, siento una de ellas
levemente pegajosa. Cuando alzo la mirada divertida de mis ojos hacia los suyos
me descubro a mi mismo con un terror agónico por su reacción hierática. Me mira
esperando a que asimile sus palabras y quiero pensar en una solución racional a
esto que está sucediendo, pero una parte de mí, tremendamente lunática, sabe,
con una certeza extremista, que es verdad. Él es la muerte, y viene a
buscarme.
–Es una broma. –Digo, en forma afirmativa,
pero mi voz ha titubeado levemente y él lo ha percibido. No dice nada, se
limita a negar con la cabeza bajo ese aura seria que le dota de una edad
impropia de ese joven cuerpo adolecente. Sus manos sobre la mesa detienen ese
jugueteo incansable y bajan hasta colocarse sobre su regazo. Mirándole con más
perspectiva le encuentro sentado en la misma postura que yo y como no consigo
sentirme a gusto, viéndome reflejado en un chico desnudo, estiro el brazo para
agarrar la copa de vino y beber un largo trago de ella. Puedo ver, mejor dicho,
no veo su reflejo en el interior de la copa reflejado. Tampoco lo veo a través
de ella, ni en ninguno de los espejos o cristales que hay en el salón. Me
muerdo el labio inferior, suspiro largamente y dejo la copa vacía entre ambos
en la mesa. Solo hay una sola gota que resbala desde el borde por uno de los
lados hasta que llega abajo del todo. Ha dejado una estela amoratada.
–Bueno… –Suelta en forma de suspiro
dejando caer la tensión de sus hombros y mira alrededor, como habituándose a
esta estancia. Yo le miro con ojos atentos, más preocupado por la magnanimidad
de su presencia que del hecho de que no sea algo racionalmente comprensible–.
Tienes una casa bonita… –Suspira y yo río de forma sarcástica. Mira al reloj de
pared que tiene detrás de él y cuando regresa la mirada a mí lo hace con una
nota de apremio.
–¿Cuándo? –Le pregunto, curioso y
preocupado.
–A las tres de la mañana. En una hora.
–Dice como si nada mirándome con ojos ennegrecidos. Suspiro sin comprender aún
hasta qué punto eso significa y aún me asaltan dudas a la mente. Dudas
morbosas, dudas un tanto preocupadas. Dudas infantiles y otras algo
esperanzadoras. No sé por dónde empezar pero él tampoco parece muy predispuesto
a soportar mi palabrería. Apenas ha dicho dos frases seguidas y ha tenido que
detenerse, dejando detrás de su silencio una larga espera hasta la siguiente
palabra. Sus gestos son elegantes, casi mecánicos. Y está el hecho de que no
tenga reflejo. Pero sí sombra sobre el parqué y sobre la mesa. Suspiro y cierro
los ojos. Me aplasto estos con mis dos dedos y resoplo. Tengo que hacerme a la
idea. Cuando vuelvo a mirarle, ahí está, indómito, inquebrantable. Como el sol
cada mañana, como la oscuridad cada noche.
–Así que… ¿La muerte? –Le pregunto
levemente acongojado y él asiente despacio, entrecierra sus ojos y vuelve a
abrir esos pequeños labios rosados.
–Sí. La muerte. –Sentencia.
–No te imaginaba… así… –Digo señalándole
con un gesto de cabeza y él se encoge levemente de hombros, desinteresado, casi
ofendido.
–Solo he adoptado una representación
física de un recuerdo almacenado en tu mente.
–¿En mi mente? –Pregunto, intentando
buscar en las facciones de su rostro algo que me sea llamativo pero no alcanzo
a ver más que un rostro de chico ruborizado.
–Sí. Me viste hace muchos años pintado en
un lienzo en un cuadro del museo Gemäldegalerie* de Berlín*, en Alemania. –Dice
sin titubear y yo entrecierro los ojos, frunzo el ceño.
–¿En Alemania?
–Sí, cuando fuiste de viaje a Berlín
cuando tenías cinco años. Fuiste con tus padres. –Asiento, recordando el viaje,
pero sin recordar exactamente el cuadro al que se refiere. Le quito importancia
negando con el rostro y le señalo con un dedo acusador.
–¿Y tenías que aparecer desnudo?
–Sí. –Dice, completamente libre del peso
de estigmas socialmente llamativos–. Te he dicho que soy un recuerdo, además,
¿acaso importa si llevo o no ropa? Tú vienes desnudo al mundo y yo te llevo tal
como has venido, sin un solo objeto personal. –Yo frunzo los labios, aún
receloso. Estoy a punto de decir algo más pero el teléfono vuelve a sonar y yo
doy un respingo, de forma involuntaria. El sonido vuelve a ser ese asqueroso y
repugnante pitido que lleva días molestándome. Cierro los ojos intentando hacer
como que no está aquí pero la voz del chico delante de mí me devuelve a la
realidad con una crueldad cínica–. ¿Por qué no coges el teléfono? Es tu madre.
–Dice, confirmándome lo que yo ya sospechaba pero niego con el rostro, menos
sorprendido de lo que se esperaría de mí porque él sepa que es mi madre.
–Lo sé. –Digo pero ninguno de los dos dice
nada más hasta que el teléfono no se silencia del todo. Él esta vuelto hacia el
teléfono y solo cuando deja de sonar, se vuelve a mí con parsimonia y antes de
volverse del todo, mira el reloj a lo lejos y suspira, mirándome a mí de arriba
abajo. Me siento tremendamente intimidado, como si fuese yo el que está desnudo
en vez de él. A medida que pasan los segundos su desnudez me va pareciendo cada
vez más nimia, y yo me siento a cada segundo más avergonzado.
–¿No tienes preguntas que hacerme? La
gente suele preguntarme cosas… algunos incluso lloran… –Dice con una sonrisa
traviesa, incluso infantil, pero yo chasqueo la lengua y me levanto mientras
sujeto la copa de vino y se la señalo con la mirada.
–Tengo que servirme otra. ¿Quieres tú una?
–Le pregunto no sabiendo muy bien cómo dirigirme a él, ¿usted? ¿Señora muerte?
–No, gracias. –Dice negando elegantemente
con la mano y con la cabeza a la vez.
–Bien. –Digo y me encamino a la cocina y
me dejo iluminar por los fluorescentes mientras me agarro con una mano el
pecho, dolorido, y con la otra saco la botella de la nevera y me sirvo otra
copa, rebosante de ese dulce néctar. Cuando estoy a punto de salir de nuevo al
salón me digo a mi mismo que ha sido una alucinación y que nada me espera
sentado en la mesa más que una silla retirada y el resquicio de que alguien ha
estado acompañándome, nada más. Pero cuando salgo al salón me lo encuentro con
el rostro vuelto a mí, esperándome, mirándome como si supiera que deseaba que
no reapareciese. Me muerdo el labio inferior, dejo la copa en la mesa, cerca de
mi asiento, y me siento dejándome caer en la silla con un estrépito que me haga
volver a la realidad. No lo hace.
–Seguro que me imaginabas con capa y
guadaña. ¿Verdad? Como en los dibujos animado. –Señala la televisión con un
gesto de cabeza y yo asiento, débilmente, mientras me llevo el borde de la copa
a los labios, doy un largo trago y suspiro, soltando un aire putrefacto que se
ha acumulado en mi interior.
–Más o menos. En realidad no tenía pensado
verte… no al menos, tan pronto…
–¿No tenías pensado verme? ¿Te crees
inmortal? –Me pregunta socarrón y yo niego.
–Solo… No soy creyente…
–Yo tampoco. –Me dice sonriendo y su
sonrisa es estremecedoramente hermosa. Ante mi rostro de desconcierto él se
encoge de hombros, desenfadado–. Seas creyente o no, la muerte es algo
incuestionable. Yo soy la única religión cierta. Naces, mueres, así de simple.
Nadie puede negar mi existencia. Tú, estás viéndome…
–¿Vas a matarme?
–¿Yo? –Se señala el pecho–. No. Yo solo
vengo a avisarte. Me ha parecido que te sería de ayuda…
–La muerte no da tregua.
–Yo soy la muerte, y yo decido por mí
mismo lo que hago. –Me contesta, a la defensiva y vuelvo a beber de la copa.
Miro alrededor y me saco el paquete de tabaco del interior de la americana y se
lo muestro.
–¿Te importa? –Le digo y él niega con el
rostro.
–El que va a morir eres tú, no yo. –Me
dice burlón y yo me siento palidecer con su expresión, con lo que me enciendo
un cigarrillo y él se queda mirando la estela de humo que va ascendiendo. El
humo entra despacio en mis pulmones y lo dejo escapar poco a poco. Cuando me
siento satisfecho miro al cigarrillo con un gesto de mi rostro.
–¿Esto es lo que me va a matar? ¿El
tabaco? –Niega con el rostro–. ¿El alcohol? –Miro la copa de vino.
–No. No vas a morir por nada de eso.
–¿Un accidente?
–¿A las tres de la mañana en tu casa? Como
no metas los dedos en un enchufe o prendas en llamas la casa… –Suspira, mirando
alrededor. Se descruza las piernas, se inclina levemente hacia delante apoyando
sus brazos sobre la madera de la mesa y me lanza una mirada curiosa.
–¿Por qué no le coges el teléfono a tu
madre? Está preocupada por ti. Hace mucho que no la llamas…
–¿Eres un cura o algo así? No quiero
confesar mis pecados, ni tengo porque limpiar mi conciencia.
–No soy un cura, pero soy la última
persona con la que vas a hablar, y tal vez, no tengas tiempo para desahogarte
cuando te estés muriendo. –Se separa de la mesa y se apoya en el respaldo de la
silla–. Tómatelo como una hora con el psicólogo. ¿Cuánto hace que no vas? ¿Tres
semanas? Cuatro, tal vez…
–Cinco. –Le digo, frunciendo el ceño y él
niega con el rostro mientras chasquea con la lengua.
–La separación no te hizo bien.
–Ella se marchó. –Le espeto, ofendido y
resentido con mi exmujer, con el chico delante de mí–. Se marchó sin más, sin
decirme nada.
–Ya han pasado casi tres años. Creo que es
hora de superarlo. –Me dice serio y condescendiente y yo entrecierro los
ojos.
–Se marchó con otro. –Le digo, como si no
lo supiera. Sé que lo sabe, o al menos hasta ahora ha demostrado completa
disposición de los detalles de mi vida–. Me desviví por ella y se marchó con
otro. Sin más.
–La gente cambia. –Dice, simple–. Cambian
sus pensamientos, su forma de ser, sus sentimientos para consigo y para con
otras personas. Es así de simple. Ella seguro que te quería, pero irse sin más
era la mejor decisión. Ella no quería verte sufrir, pero a tu lado sufría por
los dos. –Dice, mirándome directo a los ojos.
–No lo entiendo. Vivía como una
reina.
–El dinero, el cariño, y el amor
incondicional no son suficientes para retener a una persona.
–¿Qué querías que hiciera? ¿Comprarle un
palacio? ¿Tatuarme su nombre en la ingle?
–Tal vez haber cambiado, junto con el
cambio de sus sentimientos.
–No lo entiendo. –Niego con la cabeza,
cerrando los ojos.
–No es algo que tengas que entender. Es
algo que tienes que asumir y dejarlo correr. La vida sigue… bueno. Ya no, para
ti. –Suspira chasqueando la lengua y yo estoy a punto de contestarle algo pero
él regresa con la mirada al teléfono.
–Seguro que tu madre también se desvivió
por ti y ahora tú reniegas de su compañía, y de su amor. –Le miro, con ojos
dolidos–. ¿Eso no es cruel? ¿Ella debe dejarlo estar y seguir adelante? Tú
mujer se ha marchado con otro hombre pero tú te has entregado a la bebida.
–Suspira el chico y si no me diese tanto miedo le golpearía, pero me he quedado
estático, de piedra. Me muerdo el labio inferior y con ojos titilantes miro en
dirección al teléfono.
–Mi madre es la que insistió en que fuese
al psicólogo. Si le digo que he dejado de ir…
–Ella ya lo sabe. Y además, no eres un
chiquillo para esconderte detrás de la excusa al miedo por tu madre. El
problema que tienes es que no saber cómo enfrentarte a las palabras de la
psicóloga que te está tratando.
–Se cree que dice sutilezas. –Le digo–.
Pero me llama calzonazos, borracho depresivo…
–Lo eres. Yo al menos te lo digo con
palabras realistas. Borracho. –Dice, acercándose a la mesa.
–¿Así es como voy a morir? ¿Voy a
suicidarme?
–No. –Niega, con el rostro–. No eres tan
valiente como para quitarte del medio. Te estoy diciendo que vas a morir en
menos de una hora y estoy seguro que ni con esas eres capaz de reventarte la
tapa de los sesos.
–Tienes la lengua envenenada. –Le espeto
ofendido y dolido por sus crueles palabras y él se encoge de hombros mientras
se deja caer sobre el respaldo–. Recuérdame porque estás aquí. No eres una
compañía muy grata.
–¡No he venido a hacerte compañía!
–Exclama divertido–. Ni tampoco he dicho que sea alguien fácil de tratar. La
gente se pasa todo el tiempo de su existencia huyendo de mí, corriendo a gran
velocidad, pasando de puntilla a mi lado y no se dan cuenta de que se dirigen
irremediablemente a un acantilado. –Yo le devuelvo una mirada levemente
divertida–. ¿Quieres que te cuente un secreto? Comer sano no te hará inmortal,
ni tampoco dejar de fumar ni dejar de beber. Puedes golpearte, puedes meterte
toda la droga que quieras, solo yo decido cuando es suficiente.
–¿Incluso si alguien se suicida?
–En ese caso me limito a recoger en brazos
la pobre alma que ha decidido adelantar su encuentro conmigo…
–Que poético. –Exclamo.
–Y que realista, amigo mío. –Sonríe y yo
hago un intento de sonrisa mientras le doy una calada al cigarrillo y me
levanto para buscar un cenicero. Regreso con él a la mesa y lo dejo delante de
mí con una mueca cansada.
–¿Crees que debería haber ido al
psicólogo?
–No. –Sentencia, negando con la cabeza–.
Esa tía solo quiere sacarte el dinero. Me llevé a su padre hace tres meses.
Otro asqueroso psiquiatra sacacuartos.
–¿Qué debería haber hecho?
–¿Para qué?
–Para no morir… –Digo, levemente
aturdido.
–No has entendido nada de lo que te he
dicho. –Niega con el rostro, decepcionado–. Hagas lo que hagas, digas lo que
digas, solo yo decido. Y he decidido, este momento.
–¿Entonces? ¿A qué viene este
remordimiento de conciencia?
–Te lo he dicho. No quiero que te vayas
con la sensación de que te arrepientes.
–No tenía esa sensación hasta que has
aparecido. –Le digo, triste.
–¡Exacto! Y cuando me veas acercándome a
ti con decisión, reaparecerán esos remordimientos. –Me sonríe, infantil y yo
levanto una ceja, confuso. Nos mantenemos unos segundos en silencio y miro de
forma inconsciente hacia el reloj. La dos y veinte de la mañana. Aun tenemos
tiempo para hablar pero a cada segundo que transcurre se me hace muy difícil no
sentirme tan tremendamente oprimido.
–Te llevaste a mi padre cuando yo tenía
diez años. –Le digo, con un deje rencoroso que no quería mostrar–. ¿Por qué?
–¿Por qué crecen las flores y porque
llueve cuando se forman nubes tormentosas? –Pregunta, se encoge de hombros y se
me queda mirando mientras se cruza de brazos, esperando que yo le dé una
respuesta, pero como no digo nada, él continúa–. Es la naturaleza. A tu padre
le había llegado el momento y punto.
–Eso fue cruel. Yo era pequeño.
–Todo el mundo muere, no puedes esperar
que todo el mundo muera de anciano. Hay gente que muere anciana, otros al
nacer, y otros en el ecuador de sus vidas, como tú. –Me señalo el pecho sin
saber porqué, asombrado y yo miro alrededor.
–¿Moriré por un capricho tuyo? –Pregunto
esperando una respuesta afirmativa pero de nuevo esa negación de su rostro.
–Yo tomo decisiones, no me dejo llevar por
caprichos.
–Recuerdo aquella mañana. –Digo pensativo–.
Cuando me levanté ella ya no estaba. Pensé que vendría a la hora de comer y la
estuve esperando. Era un día festivo y lo único en lo que pensaba es en que se
habría ido con su amigas de compras. Cuando pasada la hora de comer no
regresaba y no contestaba a mis llamadas me dio por comprobar una sospecha que
había surgido alrededor de las doce del medio día. Sus joyas no estaban, ni su
identificación al igual que el pasaporte y los documentos importantes. Tampoco
estaba la poca ropa que le cabía en una pequeña maleta de mano. Se llevó también
su maquillaje y algunos pares de zapatos. –suspiro mirando la copa de vino.
Apago el cigarrillo en el cenicero y bebo un trago largo de vino dejando la
copa por la mitad.
–Lo sé. –Es la única respuesta para lo que
he contado. Espero al menos un minuto entero a que él diga algo en lo que yo me
quedo mirando el cigarrillo en el cenicero o bebo un trago de vino. Él no dice
nada. Se cruza de piernas, mira alrededor y suspira, como si viviésemos un
incómodo silencio del que no estoy dispuesto a depender.
–¿Ella a muerto?
–No. –Me contesta. Al rato me mira,
sonriendo de forma traviesa–. ¿Te gustaría que estuviera muerta?
–No he dicho eso. Pensaba que a lo mejor
eras una visión provocada por su muerte o… –Me froto los ojos–. Yo que se…
–¿Aún no asumes quién soy? –Mira el reloj–.
Supongo que no lo harás hasta que no sea demasiado tarde. Las cosas siempre son
así, no creemos en lo que vemos hasta que no es algo irrefutable.
–¿Existe Dios? ¿El cielo? ¿El infierno?
–No. No existe nada de eso. Pero si
quieres creer que tu alma irá a alguna parte, cree en ello. Tal vez te ayude a
morir con más dignidad…
–¿Qué hay?
–¿Dónde? –Pregunta, confuso.
–Al otro lado…
–No hay nada al otro lado. No hay otro
lado. Es tan simple como eso. Puf. –Chasquea los dedos–. Y desapareces. Tu
corazón se detiene y tus conexiones cerebrales se apagan. Tu cuerpo, pasadas
doce horas, comienza a descomponerse desde las bacterias de tu intestino y…
–Vale, vale. –Le detengo con las manos,
levemente confuso–. Me sé el proceso, no tienes que…
–¿Entonces?
–Tengo miedo. –Asumo y miro el reloj. Las
dos y media de la mañana.
–Todos tienen miedo. Es el instinto de
supervivencia. El miedo es una característica evolutiva que nos ayuda a
sobrevivir.
–¿Y de qué sirve tener miedo si sé que voy
a morir de todas formas? Es irracional. –Le digo y él me devuelve una mirada
ilusionada, como si hubiese dicho algo interesante. Él se yergue en la silla
mientras posa sus manos en la mesa, delante de mí.
–Eso es, amigo. Ese es el meollo. ¿Lo
comprendes? ¡Es irracional! Una parte de ti aun espera sobrevivir a mí,
sobrevivir a este instante pero no es real. Luchas hasta el último segundo y la
esperanza, aunque hermosa y romántica, no hace sino entorpecer el tránsito de
despedida. Al final mueres y no ha servido de nada revolverte ante ello, ni
sentir miedo, ni angustia, ni tristeza.
–¿Dolerá? –Pregunto, asustado y él
chasquea la lengua, perdiendo el interés que me había ganado de él. Se encoge
de hombros como respuesta.
–Eso depende de la forma en la que te
mueras…
–¿Cómo voy a morir? –Pregunto, angustiado,
pero él mira alrededor y cambia de tema, aburrido.
–¿Cuánto hace que no viene un amigo a tu
casa? ¿Cuánto hace que no tienes visitas? –Pasa uno de sus dedos a lo largo de
la mesa, se queda mirando su propia yema y después se limpia sobre su brazo
derecho. Si hubiera tenido ropa, se habría limpiado pero lo único que ha hecho
es ensuciarse el brazo de una fina e imperceptible capa de polvo.
–No… no sé. –Le digo, mirando alrededor,
realmente pensativo y confuso.
–Seis meses. –Me contesta, perdiendo ese
aire curioso–. Más o menos. Y dado que la vecina no cuenta porque solo venía a
recoger una prenda de ropa que se le cayó a tu cuerda de tender, diría que unos
ocho meses y medio.
–¿Tanto? –Le pregunto casi aturdido y él
se encoge de hombros.
–Ya ves. ¿Dónde están tus amigos? –Mira en
torno a él–. Aquí no.
–Ya no tengo amigos. –Digo, casi
ofendido.
–La bebida es mejor compañía, ¿verdad?
–Pregunta mientras rescata mi copa de vino entre sus dedos y la mueve, mirando
atentamente las ondas del vino a lo largo de la superficie. Huele el vino–. No
me mires con esa cara. Ellos también morirán un día…
–¿Por qué me hablas de ellos ahora?
–Solo quería recordártelos. Tal vez si
ellos estuvieran aquí esta noche…
–¿Podrían salvarme la vida? –Le pregunto y
él me mira al principio divertido, pero luego acaba negando con el rostro,
apretando los dientes.
–Nada, nadie, puede salvarte de mí. No
importa cuánto quieras a tu familia, cuantos amigos tengas, cuánto dinero
tengas o cómo de bien te vaya en el trabajo. A todos nos llega la hora. Ricos,
pobres, dictadores, militantes, artistas o policías. Hombres, mujeres, niños,
ancianos, hombres felices, mujeres tristes. La muerte es igualadora en todos
los sentidos. A los ricos los hace pobres, y a los pobres los… –piensa,
divertido–. Los cubre de tierra. –Se encoge de hombros y yo levanto una ceja,
sorprendido por su arrogancia.
–No entiendo porque estás aquí. –Le digo,
negando con el rostro. Él bebe un poco de la copa de vino mientras yo me hago
entender–. Ahora mismo se están muriendo cientos de personas en el mundo.
Ahora, en este instante. ¿Eres omnipotente? ¿Puedes estar en todas partes?
–Yo formo parte de la naturaleza, y la
naturaleza está en todas partes.
–¿Eso es que sí?
–Eso es que ellos mueren, aunque yo esté
aquí.
–¿Cómo se entiende eso?
–No tengo que tocarte. –Se encoge de
hombros dejando la copa en el medio de la mesa–. No tengo que hacer nada para
que mueras. Simplemente lo haces. Punto. Mi mera existencia dota a tu vida de
un fin.
–¿Entonces? ¿Por qué te me apareces a mí?
No eres Dios, ni crees en la religión. ¿Entonces porque intentas ser
moralizante?
–¿¡Yo!? –Se aprieta el tórax con un dedo.
Su carne se hunde por el peso. Tiene la réplica de un cuerpo humano más
realista que he visto en mi vida. Siento unas granas terribles de hundir mi
dedo también en su carne como muestra de que mi locura se ha trasladado también
al sentido del tacto. Me deshago rápido de ese pensamiento ante la posibilidad
de que pueda leer mi mente–. ¡Yo no estoy soltándote un sermón moralizante!
–¿No? –Pregunto, levemente aturdido. Niega
con el rostro y yo me quedo mirando la copa de vino entre ambos.
–Si en mis palabras oyes algún reproche no
es más que el eco de tu sucia conciencia maltratada. ¿Tienes cargo de
conciencia?
–No. –Niego, pero mi primer gesto es mirar
el teléfono.
–Claro que lo tienes, pero no importa. No
morirás por el cargo de conciencia. –Niega con el rostro y chasquea con la
lengua. Se me muerde el labio inferior y pasa la lengua por él, seguramente
saboreando el regusto del amargor del vino en él.
–Sé que no he llevado el mejor estilo de
vida… –Digo levemente compadecido pero él da un respingo en su asiento y me
mira, con ojos ofendidos y facciones endurecidas.
–¿Quién ha dicho eso? –Me pregunta–. No
soy el arcángel Miguel, ni san Pedro, ni el mismísimo Diablo. No soy un cura
que te esté dando la extremaunción. –Yo le miro encogido levemente en mí mismo.
Trago saliva y él me devuelve una mirada confusa–. No estoy juzgando tu estilo
de vida. Al contrario. Me gusta tu vida. –Asiente mirando a través de la
habitación–. Siempre has hecho lo que has querido, sin que te preocupasen tus
amigos, tu familia…
–Suenas sarcástico…
–Pues no lo estoy siendo. Vive y deja
vivir, ha sido tu lema. ¡Y mírate! Morirás de todas formas que si te hubieras
quedado en la ciudad de tus padres y hubieras trabajado en la panadería de tu
padre. El mismo futuro que si hubieras prestado más atención a tu mujer.
Exactamente igual que si hubieras seguido llamando a tus amigos y no les
hubieras ignorado las llamadas…
–He hecho lo que he creído que era lo
mejor para mí. –Me defiendo pero él se encoge de hombros. No necesito defensa
ninguna.
–Lo sé. –Suspira–. Me da pena matar a
gente como tú, he de serte sincero. Me gusta la gente como tú. Por eso estoy
aquí. Porque te merecías al menos una explicación de mi parte. –Yo frunzo el
ceño y entrecierro los ojos–. Naces y haces lo que te da la gana con tu vida.
¿Quién puede decir que hace lo mismo? No todo el mundo. Has tenido las
facilidades y la capacidad. Te has independizado de cualquier compromiso
social, has renegado de las amistades e incluso del apego a una familia. Te
recriminas que tu esposa te abandonase pero ambos sabemos que tú la abandonaste
a ella hace mucho tiempo, cuando comenzó a ser una carga para ti y tu adicción.
–Miro la copa de vino pero él me devuelve una negación con el rostro–. Vivir libre.
–No he sido libre. Tengo un trabajo, una
casa que pagar, mi madre me sigue llamando…
–Vivimos en un mundo globalizado, y a
menos que quieras dormir debajo de un puente tendrás que trabajar para mantener
una casa. Sobrevives con el mínimo de dignidad que te corresponde como hombre y
sigues adelante con la mirada al frente y disfrutado del tiempo. Lo has
invertido bien. –Mira detrás de mí a la estantería de libros y se vuelve a mí–.
Leer. Beber. Una hora de televisión y a la cama. ¿Verdad? Y vuelta a empezar…
–Me estás deprimiendo. –Le digo serio pero
él se encoge de hombros.
–A veces dicen que la muerte es
liberadora, otras, que es reveladora. Para ti, hoy seré las dos cosas.
–¿Dónde está la libertad en ti?
–En que tú eres tu mayor carcelero. ¡Mira
alrededor! Estás en una hermosa cárcel de mediocridad y pladur* amarillento.
Horroroso, por cierto. –Comienza a mirar por las paredes y el techo.
–¿Eres una especie de epifanía*? –Pregunto
pero él sonríe y a los segundos ríe a carcajadas, sorprendido por mi pregunta y
a mí me hace levantar la comisura del labio, levemente influenciado por el
sonido de su risa alrededor. Hacía mucho que no oía algo así en mi piso.
–No has estado con nadie desde que tu
mujer se marchó. –Me dice, una vez ha cortado la risa–. ¿Por qué?
La pregunta me pilla levemente aturdido y
tengo que pensar con seriedad para darle una respuesta adecuada pero no consigo
nada, por lo que me limito a encogerme de hombros mientras él rescata de nuevo
la copa de vino, dándome tiempo. La mueve, la olfatea y vuelve a beber de
ella.
–Supongo que me he acostumbrado a no estar
con nadie…
–No quieres tener hijos, ¿no?
–No.
–¿Quién se quedará con todo esto? Supongo
que ya es tarde para pensar en ello. –Niega con el rostro chasqueando con la
lengua y cuando me giro al reloj veo que son las tres menos veinte. Me sube una
leve oleada de calor y me quito la americana mientras la cuelgo en el respaldo
de la silla en la que estoy sentado. Rescato mi copa de vino que él me pasa y
después me mira con una sonrisa pícara. Yo alzo una ceja y él hace un puchero
que me pone los pelos de punta–. Me ofreciste vino, pero lo que yo quería era un
cigarrillo. No me has ofrecido ninguno…
–Te presentas como un niño desnudo en mi
casa y no puedes crear un cigarrillo de la nada… –Le insinúo y él se encoge de
hombros mientras se acerca el cenicero y me extiende la mano en señal de que le
dé un cigarrillo con aire desinteresado, altivo y chulesco. Me quedo mirando la
palma de su mano mientras saco el cigarrillo. Es rosada e infantil, al menos en
la delineación de sus dedos, pero en sus palmas tiene más arrugas de las que me
habría esperado. Le dejo un cigarrillo sobre ella y él cierra sus dedos sobre
su contorno. Se lo lleva a los labios y vuelve a extenderme la mano. Yo sonrío
avergonzado de mi error y le extiendo el mechero. Se enciende el pitillo, deja
el mechero con un sonido metálico en la mesa y expulsa aire por los
pulmones.
–Que bien sienta. –Dice dejándose caer
sobre el respaldo y yo me quedo mirando sus facciones levemente borrosas por el
humo ascendiendo desde sus labios. Sus ojos oscurecidos se vuelven levemente
grises por la proyección del humo en ellos y cuando vuelve la mirada a mí, doy
un respingo avergonzado. Suspiro, me paso la mano a través del pelo y él se
queda mirando el cigarrillo en su mano, como si algo no fuese bien con ello–.
¿Mentolado? Que decepcionante. –Pone mala cara pero sigue fumándolo y yo me
quedo levemente paralizado al darme cuenta por primera vez en la noche que esta
será la última conversación que tenga con nadie. Una conversación banal con un
chico que dice ser la muerte. Una absurda palabrería sin sentido. Me ha dejado
un amargo sabor en la boca del estómago y bebo vino para intentar
tragarlo.
–¿Es la primera vez que te apareces a
alguien?
–No. –Dice, seguro.
–¿No se puede hacer nada?
–¿En respecto a qué? –Pregunta, aturdido y
yo paso mi lengua por el labio inferior, pensando bien en las siguientes
palabras que voy a pronunciar.
–Para salvarme. ¿No puedo hacer
nada?
–¿Cuántas veces tengo que decirte que no
soy Dios? Conmigo no tienes pecados que expiar ni buenas acciones que obrar. No
te servirá de nada rezar un Ave María.
–¿Y una especie de… –Pienso en la palabra
adecuada–. Trato?
–¿Un trato? –Pregunta, con una mueca
curiosa y emocionada.
–Sí. Un trato. Algo así como un trato en
que me das un año más de vida… y yo…
–¿Matarías a alguien para ocupar tu lugar?
–Me pregunta, levemente excitado, sujetando con fuerza el cigarrillo. Se
inclina sobre la mesa esperando mi respuesta pero me siento tan aturdido que no
puedo responderle–. No se pueden hacer tratos. –Sentencia, borrando la emoción
de su rostro–. Y aunque se pudiera, no matarías a nadie por vivir un año más de
vida. Que insignificante. –Yo resoplo, decepcionado y desanimado pero él vuelve
a mirarme con un cierto interés–. Si te diese un año más de vida, ¿qué
harías?
–No lo sé. –Digo, pero a medida que pasan
los segundos, se me ocurren miles de cosas–. Intentaría contactar con mi
exesposa para aclarar las cosas y pedirle perdón, cambiaría de trabajo y
dejaría de beber, llamaría a mi madre. Me iría con ella de viaje, siempre ha
querido ir a Londres pero nunca pudo…
–¿Ves? –Me dice, cortándome–. Ese es mi
poder. Nada de matar personas. –Se quita importancia–. Consigo estimular la
imaginación de la gente en el último momento de su vida.
–Idiota. –Le digo, por no llamarle algo
más cruel, dado que su rostro infantil me dota de un pudor paternal.
–Sabes que es verdad. –Mira el reloj
girando su torso. Las tres menos cuarto. Suspiro, le da una calada al
cigarrillo, una larga y profunda, y la suelta con una parsimonia
dolorosa.
–Estoy… –suspiro–. Estoy empezando a tener
miedo. –Asumo, mordiéndome el interior del carrillo derecho.
–Lo sé. Siempre es así. –Asiente, mirando
el cigarrillo, desinteresado.
–E–enserio. No quiero morir. –Murmuro y él
asiente.
–La mayoría no quiere. –Se encoge de
hombros–. Está en nuestra naturaleza. Es un instinto evolutivo para la
perpetuación de la especie…
–¡He dicho que no quiero morir! –Grito,
golpeando con un puño cerrado la mesa haciendo que la copa tiemble y él levante
la mirada, desafiante. Me habría esperado una reacción asustadiza de una
expresión infantil pero me recuerdo que no es un niño, solo porta su fachada.
Su rostro sigue cabizbajo pero sus ojos me miran directamente, con un marrón
oscuro que me hace sentir tembloroso. Sonríe, ladino y yo levanto el puño de la
mesa, regresando mi mano a mi regazo y trago saliva, levemente
acongojado.
–Pues vas a morir. –Sentencia, con voz
grave–. Vas a hacerlo, y ya deberías haberte hecho a la idea.
–Puedo hacer las cosas mejor. –Intento
parlamentar–. Lo prometo.
–No me supliques. –Se indigna, asqueado–.
No te humilles. Das vergüenza.
–Lo siento. –Suspiro, me disculpo, pero no
sé muy bien porqué. Me recorre una oleada de miedo que me pone los pelos de
punta.
Las tres menos diez de la mañana. A lo
lejos, en la calle, suena la sirena de un coche patrulla y la vecina da un
golpe seco con algo desde el suelo y reverbera desde el techo de mi casa. Se
oye el motor de la nevera en la cocina. La voz de alguien en la calle. Sus ojos
me miran, fijos, oscuros, casi malvados, y yo le devuelvo una mirada
acongojada.
–¿Sabes? –Me pregunta mirando de vuelta el
cigarrillo–. No entiendo a esa gente que está en contra de las drogas. –Niega
con el rostro, desconforme–. Consumo no significa adicción e inanición no
significa inmortalidad.
–¿Moriré por la cocaína?
–¿Has tomado cocaína? –Me pregunta
sorprendido.
–Una vez… –Suspiro y él niega con el
rostro, desinteresado.
–No, claro que no. No vas a morir por la
estúpida cocaína.
Otro silencio se instala entre ambos. Un
silencio doloroso. Me siento ahogar, rompo a sudar casi sin darme cuenta y cada
pequeño latido del reloj en el movimiento de sus agujas es como un pequeño
aguijonazo dentro de mi pecho. Me desato el nudo de la corbata lentamente, lo
suficiente como para no alarmarme pero ágil, necesitado de aire. Cuando me
deshago de la corbata la tiro al suelo sin preocuparme de ella. Es doloroso
verla ahí tirada pero me sentía tan ahogado que no consigo sentirme a gusto con
nada, ni siquiera con los botones de la camisa. Me desabrocho el primero y cojo
una gran bocanada de aire.
–Es normal que te sientas así. –Suspira
él, apagando el cigarrillo sobre el cenicero de cristal–. El calor, los
sofocos. Ansiedad. Miedo, pánico. Dolor.
–¿Dolor? –Le pregunto y él se me queda
mirando con esa expresión condescendiente, esperando que le entienda pero la
verdad es que no le entiendo y niego con el rostro, pasándome la mano a través
de la frente. Me miro el dorso, empapado de sudor. Con la necesidad más angustiosa
que he sentido en mucho tiempo extiendo la mano hasta la copa de vino y la
llevo sediento a mis labios. Me sentía ya los labios cuarteados sin la
fragancia del vino entrando por mi boca. Trago de golpe y aunque acalore mis
mejillas, el frescor del vino rebaja mi temperatura. Cuando dejo la copa vacía
sobre la mesa delante de mí lo hago con un golpe seco del cristal sobre la
madera y sus ojos siguen así, condescendientes, ladinos, curiosos, infantiles,
malvados.
Las tres menos cinco minutos. Un cosquilleo
me recorre todo el cuerpo, como champán vagando a través de mi torrente
sanguíneo y que acaba instalándose en mi brazo izquierdo. Después en mi mano,
acaba en mis dedos. Abro y cierro la mano boca arriba sobre la mesa y me sujeto
el brazo, levemente aturdido y él me mira directamente, sonriente.
–Tic–toc, tic–toc… –Murmura y yo levanto
las cejas, abro los ojos sorprendido por su comportamiento y me levanto con la
copa de cristal en la mano.
Las tres de la mañana. Miro el reloj,
exaltado. Cierro los ojos y me obligo a respirar con tranquilidad mientras
sujeto con fuerza la copa en la mano izquierda. Me convenzo a mi mismo de que
esto sigue siendo una broma pesada y respirando con tranquilidad puedo domar
mis emociones, y también la prolongación de mi vida. Miro a lo lejos el
teléfono con el piloto del contestador encendido. Sigue habiendo mensajes ahí,
mensajes de la voz de mi madre que tan repentinamente me parecen tan
necesarios. Necesito escuchar la voz de mi madre como una necesidad imperiosa,
más que la de rellenar la copa de vino. Quiero llamarla, quiero pedirle perdón
y decirle cuanto la quiero, pero dos pasos después de ponerme en pie pierdo
total sensibilidad en la mano izquierda y la copa cae al suelo produciendo un
espantoso sonido de cristales rotos por todo el parqué.
–El dolor. –Murmura el chico detrás de mí
y cuando me giro a él, un fuerte dolor en el pecho me deja sin respiración. Es
como un puñetazo directo al tórax. Me agarro con fuerza la camisa blanca
mientras me agacho un poco, retorciendo mi espalda por culpa de la presión en
mi pecho. Intento coger aire, pero mis pulmones no me dejan en toda su
amplitud. Comienzo a emitir el sonido de una respiración entrecortada, frunzo
el ceño y agarro con fuerza la camisa blanca. Su voz detrás de mí habla, con
tranquilidad–. Morirás por culpa de una enfermedad cardíaca congénita. Tu padre
murió de lo mismo, y tú mueres ahora.
–Po…podía haber ido… –Intento murmurar con
voz ahogada pero el termina mi frase, mientras yo me arrodillo sobre el
suelo.
–¿Ido al hospital? Claro que sí, y te
habrían salvado la vida, pero mi trabajo no consiste en salvar vidas, ¿no
crees? ¿Lo entiendes ahora? Una vida de desfases, de drogas, de desconexión
total de cualquier sentimiento fraternal no te ha conducido a esto, pero lo
contrario tampoco te habría salvado.
–Joder… –Murmuro cerrando con fuerza los
ojos mientras apoyo una de las manos en el suelo, lleno de cristales rotos. No
duele, aunque los sienta clavándose en mi mano porque la adrenalina que me
recorre el cuerpo al sentir como mi corazón falla, es suficiente como para
adormecerme de cualquier otra parte de mi cuerpo que no sea mi pecho
dolido.
–Ha sido un placer. –Dice él, en forma de
despedida sentenciosa.
La respiración se vuelve cada vez más
difícil de conseguir. No logro mantenerme controlado, mi cuerpo reacciona por
sí mismo, y antes de darme cuenta caigo desplomado al suelo con un cosquilleo
soporífero recorriéndome de arriba abajo. El dolor se vuelve recuerdo, el
sonido, silencio. La luz, oscuridad. La vida, muerte.
FIN
–––.–––
La Gemäldegalerie es una pinacoteca que forma parte del conjunto de Museos Estatales de Berlín (en alemán: Staatliche Museen zu Berlin). Cuenta con una destacada colección de arte europeo desde el siglo XIII hasta el XVIII. Se ubica en el Kulturforum al oeste de la Potsdamer Platz. Su colección incluye obras maestras de artistas tales como Alberto Durero, Lucas Cranach el Viejo, Hans Holbein, Rogier van der Weyden, Jan van Eyck, Rafael Sanzio, Tiziano, Caravaggio, Pedro Pablo Rubens, Rembrandt, y Johannes Vermeer. Se inauguró en 1830. Tras la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de la división de la ciudad, los fondos del museo estuvieron separados entre Berlín Oriental y Berlín Occidental. Tras más de cincuenta años, en 1998, volvieron a reunirse en su actual emplazamiento.
Berlín (Berlin en alemán) es la capital de Alemania y uno de los dieciséis estados federados alemanes. Se localiza al noreste de Alemania. Por la ciudad fluyen los ríos Esprea, Havel, Panke, Dahme y Wuhle. Con una población de 3,5 millones de habitantes, Berlín es la ciudad más poblada del país y de Europa Central, así como la primera ciudad en población y la séptima aglomeración urbana entre los países de la Unión Europea (si bien se convertirá en la sexta una vez la salida del Reino Unido de la Unión Europea se haga efectiva).
El cartón yeso, drywall, Pladur [marca comercial], Durlock (marca registrada), volcanita, PYL o tablaroca (placa de yeso laminado, el nombre genérico oficial) es un material de construcción utilizado para la ejecución de tabiques interiores y revestimientos de techos y paredes. Suele utilizarse en forma de placas, paneles o tableros industrializados. Consiste en una placa de yeso laminado entre dos capas de cartón, por lo que sus componentes son generalmente yeso y celulosa, aprovechándose de la buena resistencia a la compresión del yeso con la buena resistencia a la flexión que le da el sándwich de cartón.
La epifanía (por etimología, del griego: επιφάνεια que significa «manifestación») es un acontecimiento religioso. Para muchas culturas las epifanías corresponden a revelaciones o apariciones en donde los profetas, chamanes, médicos brujos u oráculos interpretaban visiones más allá de este mundo.
Lo cierto es que recuerdo que el relato era más extenso, quizás no está completo? O quizás sí y me estoy equivocando ;_;
ResponderEliminarSiento mucho decir que esta es la longitud del texto haha tal vez estuvieras pensando en otro escrito. No sé haha
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