INFANCIA MEDITERRÁNEA

 

INFANCIA MEDITERRÁNEA

 

Nací en un pequeño pueblo de Trápani*, al oeste de Sicilia*. Pueblo, de cuyo nombre no quiero acordarme, era una pequeña región habitada de bonachones y campechanos habitantes sumidos en la somnolencia de varias copas de vino tinto y calurosas tardes al sol. Amaba esas tardes infinitas al sol, esas meditabundas horas de tedio y monotonía mientras solo se escuchaba a los grillos en el arroyo, cerca del jardín.

Yo nací en la primavera del año 91, en el pequeño centro de salud del pueblo antes mencionado. Las intenciones de mis padres eran trasladarse hasta la capital de Trápani para disponer de todas las comodidades de un hospital en condiciones, pero al parecer yo tuve prisa por conocer el nuevo mundo que me aguardaba al otro lado del perineo de mi madre y esta no quiso tenerme a mitad de camino, por lo que en una camilla más o menos improvisada y con todos los médicos del pueblo aguardando a mi nacimiento, respiré por primera vez del aire húmedo y cálido del Mediterráneo. Mi madre siempre me dice que la partera que la acompañó en el alumbramiento se quedó atónita cuando me tuvo en brazos, pues exclamó que mis ojos eran oscuros, tanto como el grano de café recién molido. Mi madre dijo que eso debía ser una equivocación, pero la enfermera, a pesar de que aun mis iris no estaban del todo desarrollados, vaticinó que mis ojos serían tan oscuros como las profundidades del mar. Siempre me ha resultado curioso, dado que mi madre tiene los ojos verdes y mi padre de color miel.

Alicia quería llamarme mi madre, Carmen, mi padre. De haber tenido conciencia y capacidad de dialogar, me habrían dejado decidir a mí, mi propio nombre, pero al ser responsabilidad de ellos y como únicos progenitores, tuvieron que mediar. Cynthia me llamaron, al fin, tras mucho deliberar. Mi madre, como buena bióloga siempre me ha dicho que escogió mi nombre por el grupo de mariposas comúnmente llamados Cynthia, denominadas painted ladie. Mi padre, como buen historiador, reniega y afirma que él escogió ese nombre porque es el nombre con que el poeta romano Sextus Propertius*, en su composición poética, llama como seudónimo a su amante.

¡Qué nombre tan hermoso! Dicen algunos. ¡Qué hermosa maldición! Aseguro yo. Es cierto que tiene unas claras ventajas de individualidad, porque en mis años de vida jamás he conocido a otra persona con el mismo nombre que yo, y con suerte, alguna mujer cuya fonética se asemeje pero no su escritura. Sin embargo, las desventajas están claras, dado que la rareza del nombre es en sí un arma de doble filo, pues cansada estoy de repetir su escritura en voz alta. Frases como “Con H intercalada” “No, con una Y griega.” “No, en la otra I. No, no tiene dos Y griegas.” “No, no se escribe con K.” Me tienen hastiada. ¿Qué importa? Digo yo a veces, simplemente no me llames por ningún apodo o apelativo. Me gusta mi nombre tal como es y solo respondo ante él.

Mi padre nació, al igual que mi madre, a principios de la década de los sesenta, pero entre ambos se llevaban varios cientos de kilómetros de distancia. Mi padre nació en las costas de Holanda, me figuro que observando las mismas marinas que Turner. De familia humilde estudió en la universidad de Ámsterdam* y viajó con una beca para recorrer Italia. Mi madre, hija de importantes empresarios de Francia, nació en la provincia de Bretaña*, en una ciudad llamada Vannes*, estéticamente tan nórdica como la propia Gran Bretaña. Cuando lo pienso me siento empequeñecer. Estuvieron tan cerca entre ellos y tan lejos a la vez, observando mares diferentes pero la misma agua. A tan solo un viaje en barco para conocerse. No fueron sino las costas del Mediterráneo las que les unirían. Mi madre, dados los ingresos de su familia, pudo permitirse estudiar en la mejor universidad de Nápoles. Su familia no estuvo conforme, pues prefirió que lo hiciese en universidades más prestigiosas del norte europeo, como en Oxford o semejantes. Incluso alguna francesa les habría bastado. Pero mi madre, impulsada por una fuerza superior a ella y a su propio entendimiento, se decidió a viajar a Italia y cursar una carrera de biología, con fines puramente de enriquecimiento personal. Daba la casualidad de que por entonces mi padre hacía un curso en Nápoles, sobre historia de Italia gracias a una beca que había obtenido. Mi padre siempre me recuerda el nombre del curso “Historia de Italia: Influencia de la economía en el arte, la guerra y el pensamiento social.” Juntos en Nápoles, el Mediterráneo hizo el resto.

Con dinero, tiempo y trabajo consiguieron hacerse a un precio casi regalado un terreno en un pueblo alejado de la mano de Dios en Sicilia. Se enamoraron tanto de ellos como de Italia y de su comida. Del calor después de la comida y del fresco vino tinto para apaciguar el calor. Mi padre encontró en el pueblo un trabajo de profesor en la pequeña escuela que recogía a todos los infantes del pueblo, a mí incluida. Daba clases de inglés, francés, historia, arte y a veces, hacía las de padre cambiando algún que otro pañal. Mi madre trabajaba para una revista francesa, como redactora de una interesante sección de naturaleza. La revista se llamaba “La Nature Splendide” (en francés, “La naturaleza espléndida”) pero mi padre, para hacerla rabiar, solía llamarla “La Natura Spiacevole” (en italiano: “La naturaleza desagradable”). Yo me destornillaba con ese juego de palabras, y ellos discutían en varios idiomas. Ambos conocedores del francés, el inglés y el italiano, acaban enzarzándose en complejas discusiones como buenos políglotas, hasta que mi padre sacaba del cajón de las sorpresas algo de su alemán, y desarmaba a mi madre.

 

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Yo nací allí, y allí me crié. Aun puedo recordar con nitidez como los días de sol intenso, si mirabas fijamente hacia la masía*, desaparecía el perímetro en donde comenzaban los cimientos, parecía fundirse con la tierra, de color similar, y nacer por entre las rocas, igual que nacían los laureles que rodeaban todo el terreno, y los olivos. De la nada, casi como bendecidos por el santo dedo de Dios que ha señalado de forma casual un punto específico en el terreno. Esa era la impresión que me daba a mí al ver de lejos la construcción. Dos pisos más una boardilla. Enorme para tres seres, inmensa en los fríos días de invierno, eterna cuando la recuerdo, diminuta cuando teníamos visitas.

No recuerdo cuántas han sido las veces que me he arañado la piel al rozarme o al caer sobre la pared de piedra de la casa. A medida que me iba haciendo mayor, el dolor disminuía y era casi una forma en la que la masía me saludaba de vez en cuando, recordándome que estaría ahí para resguardarme los días de frío y para hacerme de sombra los días de calor. El arañazo pasaba a un segundo plano cuando mi madre descubría que había vuelto a tropezar o me había ido de costado contra la casa. “Está hecha con piedras irregulares” le decía yo, por la forma en que algunos adoquines sobresalían de la precisión con la que estaban las demás colocadas. Ella me miraba con una extraña media sonrisa “Corre a desinfectarte con yodo” solía decirme ella “Vaya a ser que se te infecte y tengamos que ir al boticario”. ¡Y qué miedo le tenía al boticario del pueblo! Hombre de nariz aguileña y dedos retrotraídos como garras. Siempre amenazándome con un buen escarmiento si tocaba alguno de los botecitos de los estantes. Yo aprovechaba su ignorancia para susurrarle a mi madre un sutil “partons d'ici!” (En francés: “Vayámonos de aquí”) a lo que el hombre se pensaba que estaba maldiciendo por lo bajo.

En la parte trasera de la casa, cerca del porche donde mi madre en los calurosos días de verano se sentaba en una mesita de endebles patas de metal con una fresca limonada, mi padre tenía unos estupendos rosales que plantó unos años antes de que yo naciera. Él siempre dijo que el día que yo nací floreció el primer capullo de ese año. Yo no me lo creí, y sigo sin creérmelo, pero él siempre en mi cumpleaños me despertaba acariciándome la mejilla con una de sus rosas. Jamás cortó una sola rosa, más que para mí en mi cumpleaños.

Yo amaba esas rosas, tan solo porque mi padre las amaba casi tanto como a mi madre y a mí. Cuando florecían les ponía nombre, hablaban con ellas, las protegía de los pájaros o de las mascotas de los visitantes. Yo amaba acariciar esos suaves pétalos y hundir mi índice en el centro de alguna de ellas para notar el rocío que aun albergaba en su interior. Después olerme el dedo, sentir el intenso aroma a rosas y acariciarme la mejilla como solía hacer mi padre. Eran de un color rosa que no he vuelto a ver jamás en ninguna otra flor. Era un rosa tan potente, tan artificial, que el resto de flores que crecían en el jardín perdían toda su gracia. Mi madre, cuando teníamos visitas, solía hacer la broma de que a mi padre le hubiera gustado llamarme Rosa, y de conociéndole, seguro que lo habría pensado. No me habría importado.

A parte de esas rosas, el jardín estaba plagado de los pequeños experimentos de mi madre y el eterno entreteniendo de mi padre: hierba buena, menta, romero, jazmín, por no hablar de los cientos de laureles y olivos que nos proporcionaban durante todo el año el dulce olor de la oliva y el refrescante aroma del laurel. En las comidas no faltaba el toque de aceite y esa hoja afilada que coronaba cualquier guiso, como si un emperador lo hubiese galardonado de vencedor. Cuando hacía calor, al mojito no le faltaba menta y cuando me apetecía algo de picoteo, trepaba a algún olivo y escogía la aceituna más jugosa para degustarla, a pesar de las reprimendas de mi padre. Después me raspaba las rodillas, mi madre me reprendía y de nuevo la imagen de una esporádica visita al boticario del pueblo.

Por la fachada delantera de nuestro hogar crecía una hermosa enredadera que alcanzaba a asomar a través del balcón que conducía a mi habitación. Cuando cumplí los cinco años, la enredadera pasó de las ventanas del salón, y a los doce, la enredadera comenzó a rodear mi ventanal. Mi padre se enorgullecía de su crecimiento mucho más que del mío propio y a las visitas siempre les señalaba, con una gran sonrisa, la rama más gruesa exclamando ¡Esa no era más que una ramita hace dos o tres veranos! Y qué cierto era. Los ventanales de la casa eran la mayoría balcones. En el piso inferior los ventanales eran de forma cuadrangular, excepto los del salón, que eran cuatro enromes ventanales de cristal que se desplegaban en abanico para una mejor ventilación. Los de los pisos superiores eran todos iguales: balcones verticales, de al menos metro y medio de ancho y tres de alto. Abiertos de par en par en las estaciones de calor, y cerrados a cal y canto en los días fríos. La madera de los ventanales estaba raída, y casi carcomida, pero solo es la impresión inicial. Es solo la pintura superficial. Todos los veranos mi padre decía que los tenía que pintar y jamás llegó a hacerlo. Supongo que el aire bohemio o rústico que daba era la mejor imagen que podía pedir de ellos. Yo estaba contenta con ellos y él no tenía tiempo para todo.

El interior de la casa estaba estratégicamente diseñado para ser el ideal de la palabra acogedor. Era todo aquello que un niño habría deseado, todo joven de la toscana. Las puertas siempre abiertas dispuestos a acoger a cualquier ser, humano o animal, que tuviera bien visto entrar y acogerse a nuestros brazos. El aire corriendo estancia por estancia llenando el interior de las habitaciones, hasta el más recóndito rincón, con el más dulce olor de las olivas en el exterior. Normalmente, aunque la puerta de entrada estaba siembre a disposición de todos, todo el mundo accedía al interior por la puerta de la cocina, situada en la parte trasera de la masía y por donde comenzaba la vida. Como si la cocina fuese la puerta por la que se accede al paraíso, o la boca por la que alguien se alimenta. Igual que la arteria aorta por la que la sangre llega a todas las partes del cuerpo, la cocina funcionaba de entrada al interior de nuestro humilde hogar, y la primera imagen que nos sorprende es la gran isla de la cocina enmarcada con el olor de algo cociéndose al puchero sobre la que se alineaban varias cestas o cuencos de fruta, siempre repletos, como dispuestos para posar, rebosantes y exuberantes, a un bodegón de Zurbarán*. Manzanas, melocotones, plátanos, sandías o melones en las estaciones cálidas. Higos, peras, castañas, uvas y chirimoyas en estaciones frías. Dulces eran los días en los que mi padre traía del pueblo unas grosellas o frambuesas. Mi madre detestaba las fresas, pero siempre teníamos cerezas.

Sumergidos en el interior de la cocina, alguien había puesto la radio del salón. Siempre sonaba algo de música. No recuerdo mi hogar sin una música de fondo. Mi padre amaba a Charles Aznavour* y Edith Piaf*. Mi madre los toleraba. Música francesa era lo que más se escuchaba en mi hogar por el día, mientras que por la noche, después de varias copas de fuerte vino casero, mi padre se animaba a poner algo de rock de los ochenta, como AC/DC* o Iron Maiden*. Yo prefería Kiss* y mi madre The Rolling Stone*. En las tristes tardes de invierno, cuando el viento golpeaba los cristales y todos nos reuníamos al calor de la chimenea del salón, a mi padre se le antojaba Haydn*, y a mí algo de Bach*. En las tardes calurosas, después de largas siestas, mi padre buscaba animarnos con lo más excéntrico de Mozart y cuando se cansaba del sonido del tocadiscos o el casete, se sentaba la pequeña pianola del salón y nos deleitaba con algo alegre y refrescante para conducirnos, nota a nota, hasta el relente del anochecer. La favorita de mi padre era Para Elisa, de Beethoven, pero yo siempre le decía que era demasiado aburrida. A mí me parecía tediosa de todas las veces que la había escuchado, pero él siempre defendía que enamoró a mi madre con ella. Ella enrojecía y yo rodaba los ojos. Yo le decía: “Si è innamorata del mare.” (En italiano: “Ella se enamoró del mar”).

 

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Durante los días de invierno, el pueblo enmudecía y solo se oía jaleo los días de fiesta, en navidad, y a las horas determinadas en la que los chiquillos salían y entraban a la escuela. Mi padre me llevaba al pueblo cada mañana en su coche, un seiscientos que podría haberse definido mejor como chatarra. La categoría de coche le era excesiva. Era un coche beige, que no había conocido más que los estrepitosos caminos de tierra de Sicilia. Cuando llegábamos a la escuela él aparcaba casi a la entrada y entrábamos juntos. Me despedía en la entrada con una suave caricia en el hombro y yo me desplazaba hasta mi salón y él hacia su departamento. En total solían ser cinco los profesores que se encargaban de todos los cursos. Éramos pocos alumnos, y pocas personas instruidas en el pueblo como para dar clases. Mi padre me dio durante un año la asignatura de historia. El mejor año escolar que recuerdo. Después regresábamos juntos a casa, le hablaba del día y él me contaba problemas que habían tenido otros profesores y cotilleos que a una alumna del centro no se le debía contar. Pero él era mi padre, y yo la niña de sus ojos. Yo era su Rosa. Cuando llegábamos a casa nos encerrábamos dentro, a veces mi padre salía a cuidar de las plantas y después, tras largas tardes de estudio y trabajo, nos reuníamos a cenar delante de la chimenea, arropados con las dulces sonatas de Chopin y el olor de castañas asadas.

En los meses de verano todo era muy diferente. Contando con algunas semanas más de calor, arañando meses escolares, podría decirse que al menos durante cuatro o cinco meses el panorama era mucho más alegre y risueño. No es que no me guste el invierno. Los días grises y la lluvia son también en cierto sentido alegres y refrescantes, pero no es solo algo estético, sino la propia actitud de los pueblerinos y los vecinos a nuestra masía. Mis padres, descendientes de las colinas escarpadas y los grandes cielos grises del norte de Europa, solían decir que estos fríos días de invierno no eran nada, sobre todo mi padre, hijo de Holanda. Pero para mí, hija del Mediterráneo, eran como una losa. Cuando la luz del sol comenzaba a bañar con fuerza los trigales, los maizales y las hojas más escondidas de los laureles, las vistas parecían aflorar como las rosas en nuestro jardín. La hija del panadero traía a mi madre pan recién hecho con la excusa de visitarnos, nuestro vecino, cuyas tierras colindaban al sur, nos traía garrafas de leche y se quedaba durante horas a tomar un par de copas de vino, que siempre se alargaban hasta que el sol se escondía para no regresar hasta el día siguiente. Siempre había voces pululando por el hogar, cuando en invierno no se oía más que el crujir de la madera del suelo y el retumbar de los cristales.

“Dov'è la ragazza siciliana?” (en italiano: “Donde está la chica sicialiana”) Solía oír que me llamaban los visitantes preguntándole a mis padres por mí para distinguirme de ellos en respecto a mi nacionalidad. Ellos siempre contestaban: “Nella sua stanza, divorando un libro”. (“En su habitación, devorando algún libro”) cosa incomprensible para aquellos pueblerinos, pero que a mis padres no les importaba mostrar. “Debería salir con amigos” “Dile que baje al pueblo, a jugar con los demás chicos” “¿Tiene ya un ragazzo? Refiriéndose a si tengo algún novio. Mi madre le quitaba importancia, mi padre siempre contestaba: “Es muy joven aun”. Aun seguro que lo diría. A la hora de cenar yo bajaba, me unía a la mesa, con o sin invitados, y tras varias copas de vino todos acabábamos por demorarnos hasta bien tarde hablando de tonterías o con algún debate que terminaba por enfadar a mi madre por ser mi padre tan pedante.

Los visitantes que más solían venir a vernos eran los compañeros de trabajo de mi padre que, esposados como nosotros a estas maravillosas tierras de Sicilia, no solían irse de vacaciones. Eran los hombres y mujeres más cultos de todo el pueblo, y a juzgar por sus largos debates morales y filosóficos, yo diría que de toda la comarca. Recuerdo a la señorita Melissa. Era una italiana, de nacionalidad Florentina que compartía departamento con mi padre. Era varios años mayor que mi madre, pero era mucho más guapa que ella. Pelo rizado formándole un hermoso nimbo castaño alrededor de su cabeza. Había estudiado filosofía en la maravillosa escuela de Florencia y tenía un máster en oratoria y no sé qué más. No había quien la ganara en esas largas noches bajo la luz del farolillo.

Otro compañero de mi padre era el doctor Paoul Languini. Era un italiano con doble nacionalidad, napolitana y belga. Era el profesor de las asignaturas de naturaleza, biología, química y geografía. Mi madre le admiraba y aunque habría tenido la edad de mi abuelo, estoy segura de que ella le habría pedido matrimonio de no haber conocido antes a mi padre. Algunos conocidos de mi madre también nos visitaron hace tiempo. Unos amigos que conoció en sus años de escuela vinieron a la masía y se quedaron tan asombrados por conocer el verdadero espíritu italiano que tuvimos que echarles entre lágrimas. Suyas, no nuestras. Mías no, desde luego. Eran una panda de franceses pedantes que se hicieron con la casa en un abrir y cerrar de ojos.

Una de las amigas de mi madre, al verme caminar por las casa me reprendía a la mínima que tenía oportunidad. “Esos no son andares para una jovencita de dieciséis años” “Esa ropa no es nada femenina” “Una chica de tu edad no debería fumar” “No debería beber” “Debería salir más, a que te dé el sol, estás muy pálida” “Te dará algo de tanto leer”. Yo siempre le decía en el alemán que me había enseñado mi padre. “Halt die Klappe, flache Frau und hohlen Kopf.” (En alemán: “Cállate, mujer idiota y cabeza hueca”). No entendía nada, y procuraba no decirlo delante de mi padre, pero solo el tono y el gesto de mi tez la silenciaban por unas horas. Después salía corriendo a mi madre para decirle algo así como “Me ha dicho algo muy raro en alemán” Yo me excusaba diciendo que solo le había dado la buenas tardes en el primer idioma que se me había venido a la cabeza.

Durante los días de verano, los que más me gustaban, eran los silenciosos. Escasos, sin duda, pero al menos un par de horas al día, siempre después de comer, la realidad se sumía en un profundo silencio solo roto por el dulce sonido de los grillos en el exterior, el lejano sonido de un arroyo y mis pasos descalzos sobre la madera. Mi madre odiaba que caminase descalza, pero creo que no he hallado jamás mejor sensación que la de mis pies descalzos sobre la tibia madera en un día de verano. Mis suelas acababan al final ennegrecidas porque poco me importaba salir así al jardín, o recorrer los caminos entre laureles solo con mis suelas en carne viva, pisando cada piedra, desgastándome hasta sentir que yo también formo parte de esta naturaleza tan enriquecida. Después pisaba algo punzante, lloriqueaba y mi madre me llevaba al boticario en busca de una crema para la herida.

Después de cenar, en días sin visita, también se producía un silencio inaudito. Esos silencios eran los que yo aprovechaba para pedirle un cigarrillo a mi padre y él me lo encendía con una cálida sonrisa y su mechero clip con una pica de la baraja de cartas tallada. Siempre me decía “No le digas a tu madre” y yo le decía: “Unser geheimnis” (En alemán, “Nuestro secreto”). El alemán era para nosotros como un pequeño puente de comunicación privado en el que mi madre no entraba. Ella nunca había mostrado intención en aprenderlo y mi padre jamás lo ha usado a pesar de que en su casa se hablaba con frecuencia, tanto como el francés o el inglés. Pero a mí, me encanta. Esa fuerza, esa seriedad y ese porte de su rostro cuando habla en alemán. Igual que una mujer se derrite cuando le hablan en francés, a mí, mi padre me enamoró en alemán. En esos momentos, aun resonando el Geheimnis, fumábamos mientras mi madre terminaba de limpiar la cocina y observábamos en silencio la profundidad de la noche que se extendía más allá de los laureles, y seguíamos con la mirada curiosa las pequeñas luciérnagas que se atrevían a perturbar la negrura de una maravillosa noche de verano.

En vacaciones, cuando mi padre terminaba de sus obligaciones para con la escuela y mi madre se tomaba unas semanas de enviar redacciones a su revista, viajábamos a cualquier parte. Uno de los lugares que primero se empeñaron en que conociese fueron sus ciudades natales. Viajamos a Vannes cuando tenía unos tres años y a Ámsterdam a los seis. Hasta los dieciocho estuvimos recorriendo Europa, tanto en las vacaciones de navidad como en las de verano. Fuimos a Florencia, Venecia, Nápoles, Roma, Viena, Berlín, Múnich, París, Milán, Barcelona, Sevilla, Atenas, Safo, Alejandría… Mi madre acumulaba conocimientos para sus investigaciones y redacciones y mi padre me explicaba cada pequeño detalle de cada pequeña piedra que nos encontrábamos por el camino. Todo para él era maravilloso, espléndido, toda una espléndida obra de la humanidad. Los templos eran siempre hermosos e imponentes, las esculturas siempre eran detallistas y las plazas siempre inmensas. Las comidas siempre deliciosas y las compañías, inmejorables. Era un placer viajar con él, era siempre el conductor y el acompañante en las largas caminatas. Mi madre era la que ponía la aguja en el mapa y nosotros dos nos dejábamos guiar por ella mientras que el resto del viaje observaba en silencio, al igual que yo, como mi padre nos influenciaba con su entusiasmo. Todos los viajes fueron maravillosos, pero no hubo ningún lugar tan extraordinario como nuestra terraza en un cálido día de verano, con el sol casi desparecido, mientras mi padre fumaba a mi lado y mi madre servía una copa más de vino.

 

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Cuando cumplí los dieciséis y comencé bachillerato, mi padre empezó a hacer de tutor personal también por las tardes. No fue algo que yo necesitase ni tampoco algo a lo que él estuviera obligado. Amaba que me enseñase, amaba que me animase y descubriese a través de él mucho más de lo que en los libros se me mostraba. Mi madre había sido siempre una devoradora de libros. Su estudio, una de las habitaciones de esta gran masía convertida en su habitación personal, estaba repleta de libros, de todas clases, desde libros de su área de estudio hasta los más grandes clásicos. Podía leerse dos o tres libros semanales si tenía tiempo y yo no la dejaba atrás. Pero mi padre no. Mientras que mi madre devoraba libros, mi padre amaba la lectura y podía estar al menos un mes con el mismo libro. Lo leía una, dos, tres veces. Buscaba aquello que no conocía, lo investiga a fondo y cuando lo había aprendido continuaba con la lectura. Siempre que leía algún libro, siempre tenía cerca varios más, una biblia, una enciclopedia y un diccionario en caso de leer un libro en italiano o francés si se hallaba con alguna palabra que no conocía. Mi madre me enseñó a leer y mi padre a amar la lectura.

Fue durante esa época de mi vida, en plena adolescencia, cuando empecé a crear una identidad que se reflejase en mi forma de vestir, y en la decoración de mi cuarto y mis gustos en cuanto a lectura. Yo siempre había tenido unas preferencias muy claras, mis padres siempre dijeron que yo ya nací adulta y siempre supe lo que quería y lo que me gustaba, pero en la adolescencia es cuando más radicalizamos nuestras opiniones y nuestros deseos. Mi madre siempre fruncía el ceño cuando me arreglaba para algún evento o simplemente cuando me compraba algo de ropa en alguna tienda del pueblo.

A ella siempre le habría gustado que vistiese algo más femenina. Siempre me sugería que me comprase algún vestido, alguna falda o algo por el estilo. Odiaba cuando me comparaba con las demás chicas del pueblo. “¿No las ves? Con esos vestiditos siempre tan monas…” Pero a mi padre se le caía la baba cuando me ajustaba un fino lazo de raso negro al cuello de la camisa y le pedía que me abrochase los botones de los puños. Jamás me he visto al mismo nivel de feminidad como el resto de chicas. Y tampoco tan desgarbada como los chicos del pueblo. Bien que me gustase andar descalza, pero siempre con sutileza y agilidad. No suelo cruzar las piernas cuando me siento, y tampoco me recoloco el pelo con sutileza sobre el hombro. Lo tengo demasiado corto como para permitirme ese gesto. En los días de calor envidiaba no poder pasearme por casa con unos meros bóxers como hacían los chicos, y jamás alardeé de mi feminidad o mis atributos femeninos. Los ignoraba igual que paso desapercibido la mitad de mis caninos o los meñiques de mis pies. Acabó por asumir que no había engendrado una hija, y tampoco un hijo. Yo era Cynthia, y eso ya definía mucho de mí, mucho más que mi sexo.

Mi madre también solía reprenderme por no estar tan a menudo con los otros chicos del pueblo. En invierno no le importaba tanto, y cuando era pequeña, tampoco, pero a partir de aquellos calurosos veranos de mi adolescencia, empezó a insistir en que debía relacionarme con otras personas. Solía salir a veces con mis compañeros de clase, únicos chicos de mi edad del pueblo, pero sus diversiones distaban mucho de mis intereses, y aunque sé que mi madre estaba preocupada por mí, a mi no me recompensaban aquellas salidas. Hablar de chicos no era divertido, y hablar de chicas tampoco.

Muchas veces le decía a mi madre que bajaba al pueblo a dar una vuelta y ella, encantada, me llevaba en coche hasta la plaza y así aprovechaba a hacer recados, pero yo me escabullía y me adentraba en la única librería del pueblo para mantener largas conversaciones con el tendero, buen amigo de mis padres y hombre respetuoso de nuestro secreto. Me llegó a regalar al menos veinte libros en todo el tiempo que estuve allí viviendo. Siempre me guardaba alguno de algún autor que sabía me gustaba, o me recomendaba algunos que sabía que no conocía. Algunas veces me escabullía sola a algún bar cercano para tomar un refresco acompañada de un libro o simplemente me perdía por entre los riachuelos y me sentaba a la orilla de alguna roca con los pies en remojo mientras leía en alto algún verso de Horacio* como si con ellos, y acompañada de la soledad de un bosque privado, invocase a ninfas y faunos para aliviar mi soledad. Los chicos del pueblo no lo habrían entendido, y mis padres tampoco.

Para mi dieciséis cumpleaños mi madre me compró la colección completa, e inédita, de todos los libros de Tolstoi. Mi padre me compró un cuadro que representaba el oleo de Propercio y Cintia en Tívoli*, de Auguste Vinchon*. Dos metros de ancho, y más de dos y medio de alto. Hermoso, sin duda. Quedé embelesada por la delicadeza del pintor y mucho más por el hermoso rostro de ambos personajes. El hombre, recostado en el hombro de su amada mientras escribe versos de amor hacia ella y por ella. Él, tan sumamente delicado y ella tan fuertemente imponente. Adornó el cabecero de mi cama durante dos maravillosos años. Formaba parte de todo el menaje de mi cuarto. Una estantería repleta de libros, un armario de color marfil, tan desgastado como los marcos de las ventanas, con camisas y pantalones de vestir, un escritorio a rebosar siempre de libros abiertos, apuntes sueltos y un ordenador de mesa. Alrededor, para tapar el mal estado de la pintura de las paredes, había posters y fotografías puestas al tun–tun, como una mala enfermedad que va cubriendo la superficie de la epidermis de mi pared de pequeñas motas irremplazables. Recuerdo varias fotos de mis viajes por Europa puestas en las puertas del armario. Frente al escritorio, varios dibujos que hice de algunos monumentos o cuadros. El Partenón, la calavera del cuadro de Jerónimo leyendo de Caravaggio, algunos dibujos que había hecho para mi madre sobre hojas o animales, para sus trabajos de investigación que al final no había llegado a necesitar, algunos grupos de música, cientos de tonterías… Pero cada noche, antes de acostarme, por dos largos años, miraba el cuadro de Vinchon y siempre me reconcomía la misma desazón al no reconocerme en el rol de ninguno de los dos personajes. Yo no escribía versos y nadie jamás me había escrito versos. No sentía amor ni nadie me amaba. Que melancolía…

A mi padre le encantaba el arte y tenía un fiel amigo en Ámsterdam que imprimía cuadros en grandes formatos para que se enmarcasen y decorasen casas tan desoladas como la nuestra. En vez de pagar a un pintor que tardase años en hacer un cuadro similar, o comprar el original, esta era la forma en la que un pedante como mi padre podía permitirse el lujo de disponer de cuadros lo más similares a los originales. A mi madre también le encantaban, e hizo que mi padre pidiese La libertad guiando al pueblo* para su estudio. Mi padre tenía en su despacho varias marinas de Turner* y algunos grabados de Goya* y Durero*. En el salón teníamos Las vísperas sicilianas de Francesco Hayez* y El pasmo de Sicilia de Rafael Sanzio*, y por los pasillos teníamos algunas madonas clásicas del renacimiento, aunque mis padres eran fervientes ateos. En uno de los pasillos teníamos una imitación a mármol de la escultura en bronce Efebo de Antequera* y en el jardín, cerca de los rosales de mi padre, una Venus capitolina con una pequeña ánfora* hueca en donde mi padre colocaba las herramientas de poda. Yo siempre le reprendí por aquello pero acababa siendo útil. Mi madre, aparte, en su despacho tenía una pequeña maqueta del sistema solar echa a escala comprada hacía muchos años en París, unos marcos con dibujos de disección de Leonardo da Vinci y pequeñas maquetas del cuerpo humano y animales. Mi madre se especializó en biología vegetal, y trabajó algunos años en museos de Italia en secciones de biología vegetal, pero su pasión siempre fue investigar, y acabó especializándose en los beneficios de las plantas en el consumo humano y en aplicaciones medicinales. Por eso amaba llevarme al boticario, para hablar de medicamentos y ungüentos.

 

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En el verano de mis diecisiete cumpleaños mi madre llegó al colmo de la desesperación y tuvo una larga charla conmigo a principios de verano, con mi padre delante. Me pidió, casi me suplicó, que saliese con los chicos y chicas del pueblo y me relacionase como los demás. Yo intenté explicarle que entendía por qué su empeño, dado que se preocupaba porque yo como persona no mantuviese relaciones sociales fuera del entorno familiar, pero le hice ver que yo no necesitaba eso para mi felicidad. Al parecer a ella mi felicidad no le importaba y solo quería que me relacionase como una persona normal. En su mente podía leer algo así como “Yo no soy feliz, así que tampoco quiero que lo seas tú”. Mi padre no intervino por respeto a mi madre para no contrariarla delante de mí, pero cuando yo me marché a mi cuarto los oí discutir acaloradamente acerca de ello. Mi padre defendió que yo al fin y al cabo, no era tan diferente del resto de chicos en el pueblo, solo más aventajada en las asignaturas y algo más madura, pero que no por ello no sabía relacióname con la gente, y que en el entorno escolar a mí no me veía sola o marginada, sino que me relacionaba con facilidad. Eso a mi madre no pareció bastarle. “No puede estar todo el día en casa. No es bueno para ella y tiene que hacer cosas como el resto de chicos. Salir a nadar, salir a montar en bici, a pasear. Tiene que correr y divertirse.” Mi padre dijo: “¿Es que no crees que sea feliz?” A lo que ella contestó “No, no lo creo. Tiene que vivir experiencias de chicas de su edad.” Yo ya sabía a qué se refería, y no tenía nada que ver con nadar o ir en bici por ahí. Mi padre no continuó la conversación y se encerró en su estudio, mi madre hizo lo propio. Aquella noche no hubo cigarrillo ni sobremesa. Pero sí hubo silencio, mucho silencio.

A los días, nos visitaros unos padres, cuyos hijos eran alumnos de mi padre y se quedaron a comer. A mi padre siempre le agradaba invitar a los visitantes a comer y no solían rechazar la oferta. Y si osaban mostrarse indecisos, mi padre los hacía pasar a la cocina y con solo el olor del fogón ya se acababa quedando sin remedio. En la interminable conversación de sobremesa, los chicos, dos hermanos, chico y chica, comentaron que aquella noche habría baile en la plaza del pueblo, y eso le dio a mi madre la excusa perfecta para lanzarme a los brazos de aquellos muchachos. Me vendió al precio más bajo y ellos aceptaron sin otra alternativa, pues no iban a decir que no dado que estaban mis padres y los suyos delante. A las nueve, mi madre me bajó al pueblo y todo el camino me reprochó que me hubiese puesto un polo de manga corta negro y unos vaqueros negros rotos. Le dije que luego refrescaría, pues apenas acababa de comenzar junio, pero ella no lo decía por eso. Es lo que más me fastidiaba de mi madre, que a pesar de ser la mujer más inteligente del mundo, al haberse criado en una familia muy tradicional seguía teniendo ciertos estigmas que me intentaba inculcar de forma inconsciente, pero para mí cada uno de ellos era como el pinchazo de un alfiler cada vez que los sacaba a coalición.

Me dejó en la plaza donde ya estaban montando una especie de escenario improvisado y me dijo, en un francés muy refinado: “Pásatelo bien y sube a cantar, seguro que muchos de los chicos al final de la verbena se animan a cantar”. Yo miré con terror el escenario y la miré a ella atónita. Le solté en mi mejor francés: “Subiré al cadalso* solo con una soga al cuello.” Ella puso mala cara y arrancó sin más. Si yo había venido no era por ella, ni por mí, ni siquiera por los pobres chicos, víctimas de la bífida lengua de mi madre, sino por mi padre.

Aquella noche me besó un chico. Nos besamos durante un largo rato y cuando él me rozó el borde del vaquero con la yema de los dedos salté como si hubiera sido impulsada por un resorte. Aquello había sido entretenido hasta cierto punto, pero sus dedos habían sido demasiado juguetones. Me marché sin más, dejando al chico más atónito que enfadado. Regresé a casa mientras meditaba en lo que acababa de suceder. Para mí no era nada raro, ni siquiera era nuevo. Ya había besado antes a otros chicos, pero aquello me desencajó completamente. Cuando me metí en la cama no pude pegar ojo y cuando me desperté al día siguiente, en el desayuno, mi madre me miró de hito en hito con una sonrisa exuberante. Mi padre no muy diferente me sirvió zumo de naranja, ambos sentados en la terraza de la parte trasera y yo me senté al lado de mi padre, para beberme de un trago el zumo.

“¿Un nuevo descubrimiento?” Le pregunté a mi madre, y ella asintió, casi exhausta de la emoción. Ella me dijo, en el francés más vulgar que pudo: “Esta mañana ha venido Fulanita, y me ha dicho que su hija te vio anoche a ti y a tu novio.” A sus palabras me quedé mucho más atónita de lo que ella estaba. Mi padre bebía café tranquilamente y yo miré a mi madre aun con sueño. ¿Novio? Le pregunté a lo que ella asintió. “El hijo del kiosquero, ¿no?” Yo, aun con el vaso de zumo en la mano lo planté sobre la mesa con indignación y me subí a mi cuarto, sin mediar palabra. Mi madre quedó allí postrada y mi padre se enfadó, tanto o más que yo, con mi madre. Discutieron de nuevo, y esta vez deseé que mi padre hiciese entrar en razón a mi madre.

Días después, cuando me digné a dirigirles de nuevo la palabra mi madre se disculpó por haberme sacado el tema con tan poca delicadeza, pero yo la excusé, diciendo que no había sido su poco tacto, sino la facilidad con la que había supuesto que él era mi novio, incluso que hubiera creído a una pueblerina que de milagro sabía sumar dos más dos. Ella se ofendió pero no me faltaba razón. “Lo sé, –dijo–, debí preguntarte a ti primero antes de suponer nada.” Estábamos en ese momento sentados en la terraza nuevamente y yo le cogí un cigarrillo a mi padre y me lo encendí. Mi madre sabía que fumaba, pero jamás me había visto acceder al vicio con tanta naturalidad y decisión. Di una larga calada, era media tarde, el sol aquel día no quería terminar de salir de detrás de unos nubarrones que avecinaban tormenta. Ella me preguntó si quería hablar del tema y yo me encogí de hombros, dado que no me importaba lo más mínimo. Después de meditarlo mucho tiempo, aquello no era nada para mí, no más importante que el interés que le pongo a cepillarme los dientes.

–Dis nous. Comment ça s'est passé? (En francés: “Cuéntanos, ¿cómo pasó?”)

–Habíamos estado bailando un rato. Yo estaba cansada y me propuso dar una vuelta. Nos detuvimos en un sitio donde había un claro, nos sentamos y nos besamos. –especifiqué–. Él me besó a mí.

–¿Cómo fue? –Me preguntó ella.

–Normal. Un beso. –Dije sin darle más importancia. A lo que ella no parecía menos emocionada.

–¿Qué te gusta de él? –Era una pregunta que yo también me había hecho a lo que contesté en respecto a la conclusión a la que yo había llegado.

–Me gustan sus orejas. –Dije, sin decir más a lo que mi padre se atragantó con el vino y mezcló durante un rato la tos con la risa. Mi madre se quedó atónita.

–¿Sus orejas? –Me preguntó, temerosa de que fuese una de esas personas a las que les gustan los fetiches extraños.

–Sí. –Dije–. Tiene las mismas orejas que el muchacho de Narciso* en el cuadro de Caravaggio. –Ahí mi padre tuvo que retirarse de la mesa para poder reír a gusto y mi madre, más atónita de lo que le había visto nunca, comenzó a reír pensado que era una broma.

–¿Qué sentiste durante el beso? –Me preguntó. Entonces supe que me estaba psicoanalizando. Había leído lo suficiente a Freud* como para saber que después de esta última pregunta, habría hecho un retrato perfecto de mi persona. No le contesté otra cosa más que la verdad.

–Nada. –Suspiré–. Mientras nos besábamos estuve intentando descifrar un párrafo que leí de El Anticristo de Nietzsche* antes de salir el otro día. Un pasaje que hacía una detallada descripción de la religión budista. No alcanzo a comprender si la está alabando al poner en contraste con la religión católica solo porque no hay mejor ejemplo de opuestos.

Mi madre, enfadada, se marchó, y a sus pasos les seguía la risa de mi padre en la cocina mientras buscaba un baso en donde servirse un poco de agua.

Aquella noche mi padre y yo hablamos largo y tendido de las metáforas de Nietzsche dentro de El Anticristo y me dejó su propia edición, con todos los apuntes y referencias que él había incluido en su propio tomo. No mencionó nada de lo sucedido aquella tarde.

 

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Si aquello sucedido en aquél verano no había matado a mi madre, lo que sucederían las navidades próximas, si lo harían. En la víspera de año nuevo, mi madre me mandó al pueblo a hacer unas compras navideñas de última hora. Algo de salsa de tomate, algo de perejil, algo de carne… cualquier cosa para que no faltase nada en el último momento. En aquel pequeño ultramarinos me encontré a una compañera del instituto. Era un año mayor. El verano pasado acababa de graduarse y me comentó por casualidad que no iría a la universidad. Su hermano mayor había ido y sus padres ya no tenían dinero para mandarla a ella también, por lo que se quedaría trabajando en el negocio familiar, una pequeña pescadería muy cerca de la plaza. Yo le dije que la universidad no era para tanto, intenté animarla, pero a ella tampoco le desanimaba la idea de quedarse en el pueblo.

Cuando la encontré en el ultramarinos iba ataviada con un abrigo marrón precioso, una bufanda negra cubriéndole media cara y los mechones ondulados le caían a través del gorro, como una cascada de fideos chinos que se desbordan hasta caer en una salsa de carne. Sus manos, ocupadas con cien cosas, iba tambaleándose fuera del establecimiento camino a su casa, que quedaba a quince minutos andando. Yo le ofrecí mi ayuda, mucho más curiosa de poder acompañarla que impulsada por verdadera humanidad por ayudarla. Ella me dejó acompañarla y compartimos la carga. Yo le llevé una bolsa de verduras y ella la carne, algunas latas y un saco de arroz. Caminamos en dirección a su casa cuando me di cuenta de que jamás la había visto tan cubierta de ropa. Siempre que solía verla fuera de clase era en verano cuando bajábamos al riachuelo o por la plaza, y siempre iba con un precioso peto vaquero y camisas de manga corta. Una vez la vi casi desnuda, cuando en un aparatoso accidente en el rio perdió la parte superior del biquini y varias chicas la ayudamos a cubrirse. Tenía el cuerpo de una Venus, y me excitaba pensar que debajo de ese abrigo tan grueso se hallaba una hermosa Venus púdica.

Cuando llegamos a su casa me ofrecí a subirle las bolsas. Ella se negó. Non è necessario. Su voz sonaba como una dulce melodía. Yo insistí nuevamente y ella acabó por acceder. No había nadie en su casa. Yo coloqué las verduras en el cajón que ella me indicó mientras estaba atareada con las latas en conservas. Cuando me despidió en la entrada de su casa no pude menos que besarla. La besé en los labios con un sutil roce que ella no malinterpretó. Como no se apartó la volví a besar. Nos besamos durante al menos un minuto hasta que sus padres nos sorprendieron.

Apenas terminé de hacer los recados y llegué a casa mi madre ya se había enterado de lo sucedido. Aquél día teníamos ya visita y todos me miraron con esa expresión de decepción que ansiaba ver en el rostro de mi madre, pero no en el de unos desconocidos que me traían sin cuidado. La frase de mi madre, en un pedante y asqueroso italiano para que todos se enterasen, me tomó por sorpresa: “Come hai osato?” (“¿Cómo te has atrevido?”) Mi padre no estaba allí, eso me dolió más que nada. Yo no contesté a la vulgaridad y la intolerancia de mi madre. Sé que de haber estado viviendo en París, en Ámsterdam, en Florencia, ella no habría sido tan sumamente intransigente, pero las gentes del pueblo le devoraron todos los sesos. Si es que le quedaba alguno cuando se casó con mi padre.

Sin saber el motivo de su enfado, me fui a mi cuarto. No estaba segura de si estaba enfadado porque hubiera besado a una chica, porque fuera una chica a la que ella conocía o simplemente por haber involucrado a una segunda persona en mis gustos sexuales. Tal vez, si lo hubiera expresado pero no besado a nadie, a ella le habría dado igual. No lo supe entonces y sigo sin saberlo. Lo que más me torturaba era verme sumida en la misma turbación que la vez anterior, pues ese beso no significó nada y nunca me habría engañado pensando lo contrario. Mi padre vino a mi cuarto, pasada la medianoche. Supo que estaba levantada porque la luz del flexo de mi cuarto se escapaba por la parte inferior de la puerta. Llamó, entró, se sentó en mi cama con un suspiro y yo miré el cuadro que me había regalado, intentando imaginármelo a él como el hombre que escribe poemas, y a mi madre como la mujer que los inspira. No, tampoco encajaba. Él suspiró en un dulce alemán.

–Mein Mädchen. (“Mi niña”).

Yo le pregunté: ¿Qué es exactamente lo que he hecho mal? –Lo dije casi al borde del llanto, intentando tragarme el nudo en mi garganta. Desde que comencé a controlar el llanto, había intentado no llorar jamás delante de mis padres. Llorar era de débiles. Esa noche fue mi padre el que lloró, y entre lágrimas me contestó.

–Nichts, du hast nichts falsch gemacht (Nada, no has hecho nada malo).

Salimos a mi pequeño balcón y allí fumamos, escuchando como mi madre lavaba platos en la cocina. Hacía una noche de frío terrible, pero el cigarro que compartimos nos reconfortó a ambos. Le confesé que no sentí nada al besar a aquella chica pensando que de alguna forma eso podría aliviar a mi madre, pero me dijo que no se lo dijese. Que sería mejor ser algo que ella comprendiese, pues a mí, no me comprendería. Mirando las estrellas hablamos de las proezas del emperador Adriano, de las esculturas de Miguel Ángel, de las madonas de da Vinci, de los hermosos efebos de Caravaggio, los poemas de Lorca y las canciones de Queen. Pasadas las dos de la mañana le confesé que me hubiera gustado ser Antinoo*. Y él me confesó que le hubiera gustado ser Safo*.

 

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En el año 2007 terminé bachillerato e ingresé en la universidad pública de Palermo para estudiar la carrera de historia del arte. A mi padre no le sorprendió mi decisión el día que le comuniqué mi elección y a mi madre le encantó la idea de que estudiase algo relacionado con los intereses de alguno de mis dos progenitores, para tenerles de respaldo en caso de necesitarlos. Creo que de haber escogido la carrera de química o matemáticas le habría preocupado. En agosto de aquél año mis padres me ayudaron a encontrar un pequeño piso para mí sola en la capital, y me acompañaron hasta la estación de autobuses de Trapani y allí me despidieron. Ellos me dijeron que me visitarían siempre que pudieran y yo hice lo propio.

El piso que me habían alquilado era ridículamente pequeño en comparación con nuestra casa, pero con el paso de los meses se me hizo enorme para mí sola. Hice nuevos amigos en la universidad y comencé a salir algo más dado el tedio que me suponía estar sola en mi piso. Echaba en falta los libros de madre para poder leer a mi antojo, echaba en falta la buena comida del huerto de mis padres, el sabor del aceite de oliva casero y el vino a media tarde. Echaba de menos la sensación de la protección paternal y a mi padre. Sobre todo a mi padre. Yo misma me sorprendí de lo que pude extrañarles, los vacíos se hacían mucho más profundos y los silencios mucho más perturbadores. Les llamaba cada día, a cada hora me acordaba de ellos y siempre buscaba una excusa para hablar con ellos o enviarles algo. En las navidades regresé a mi hogar por una semana. El olor era el mismo de siempre, el panorama era el mismo de siempre, y ellos, estaban igual. Nada había cambiado en aquel lugar como si estuviera fuera de las leyes del espacio tiempo y yo me hubiera sumergido durante años al paso de las horas, los días y los meses.

Mi madre cada día que estuve allí me preguntó si me estaba alimentando bien, y mi padre si estaba aprendiendo suficiente. Yo asentía y me reconcomían el temor de marcharme de nuevo. Pasado enero, cuando terminé los exámenes, me visitaron y se alquilaron una habitación por un fin de semana. En semana santa de aquél año volví a la masía, y cuando terminé el curso, de nuevo regresé al hogar. Que cálido el verano, que eternas las tardes de ocio y de monotonía. Jamás había sabido apreciar el valor del color de las cerezas tan estratégicamente colocadas en aquellas fuentes en medio de la cocina, en donde el sol puede reflejarse pero no estropearlas. Que belleza aquel bodegón, porque era completamente mío. Mi hogar. Yo vivía en aquel cuadro de por vida, y siempre sería mío, parte de mí.

Cuando empezó el segundo curso me volvieron a acompañar a la estación y me despedí de ellos y de mi hogar nuevamente. Pero en ese momento no sabía que no volvería a verlo jamás. A mi hogar, y a mi madre.

El siete de noviembre mi padre me llamó a las tres de la mañana, angustiado y encolerizado a la par. Llorando a veces y otras mudo como un muerto. Me dijo que mi madre estaba en el hospital porque había sufrido, según los médicos, un derrame cerebral. Así, de la nada, mientras lavaban los dos los platos en la cocina, ella se desplomó y la trasladaron a la capital de Trapani para atenderla. Hubo un momento en toda su explicación en que no supe muy bien en qué idioma estaba hablándome. Me hablaba en un inglés tan italianizado que parecía un mal francés. Yo le dije que se calmara. Que se pondría bien y que todo pasaría. Que yo cogería el bus a Trapani y que juntos veríamos a mamá despertar.

Antes de coger el bus, mi padre me llamó de nuevo. Antes de descolgar yo ya sabía lo que estaba a punto de comunicarme, y me conduje a los lavabos para poder atender bien la llamada. Llorando con cierto alivio en el cuerpo pero derrotado como nunca le había notado me comunicó que mi madre había fallecido hacía quince minutos. Los médicos no pudieron hacer nada. Muerte cerebral. Yo le dije que iba a coger el bus y que nos veríamos en el hospital. Él no dijo nada. Lloré al menos dos minutos en aquí cubículo en el que me había encerrado, pero no estaba muy segura por qué lloraba. Amaba a mi madre, pero yo aún no había asumido que se había muerto. Tampoco lloraba por mi padre porque es un adulto que puede llorar por sí mismo. Estaba llorando por la angustia que mi padre me había trasladado a través del auricular.

Cuando llegué al hospital mi padre estaba en aquella lúgubre sala de espera con la cabeza entre las manos, como si aún se protegiese de la mala noticia que acababa de recibir. Cuando llegué me abracé a él, le rodee la espalda con mi brazo y él lloró en mi regazo como si él fuese el hijo de la mujer que acababa de morir. Lloré con él mientras le acariciaba el cabello, mientras le acariciaba la barba, le susurré “Se ha ido sin sufrir, sin darse cuenta” pero eso no parecía aliviarle tanto como me aliviaba a mí. Yo aun era joven, yo aún podría reconstruir mi vida, de hecho, estaba apenas comenzando a construir una, pero él había edificado todo un palacio en torno a ella y ahora se había visto emparedado entre los muros de su grueso castillo. Weine, nicht, váter. (No llores, padre) fue la frase más repetida durante aquellos dos días. Él me anunció que mi madre aún seguía en la habitación, yo le dije que no deseaba verla así y él lo entendió sin vacilar. El velatorio fue íntimo. Su muerte fue tan repentina que apenas nos dio tiempo de informar a nadie. Solo estuvimos mi padre, el padre de mi madre, al que solo había visto dos veces en mi vida, y la madre de mi padre, a la que jamás había visto antes. Cuando la enterramos, dado que no sabíamos qué hacer con su cuerpo, mi padre me obligó a regresar a Palermo. “Tienes una vida que continuar, ella ya no”. Asentí a sus duras palabras y nos despedimos en la estación.

Apenas pasaron tres meses, vendió la casa, los terrenos y parte de las pertenencias. Se quedó con sus cosas, las mías y se mudó a un piso a las afueras de la capital. Dijo que era para vernos más a menudo y que ya nada le quedaba en nuestro hogar. La noticia de la venta me sentó tan terriblemente mal que lloré durante días, mucho más que por la muerte de mi madre. Fue como una puñalada a mi más preciado tesoro. Fue como perderme en mi misma, pues parte de los recuerdos de la mayor parte de mi vida se esfumaban como el viento. Fue como venderme a mí, a mi pasado y a quien yo era y abandonarme en un lugar perdido de la mano de Dios. Él no sintió el mínimo remordimiento por arrojarme tan deliberadamente al olvido pero yo no pude perdonárselo. Me trajo mis pertenencias y me excusé muchas veces achacando a mis estudios el no poder ir a verle. A él no le importó. Él estaba ya roto.

Cuando lo visité, en el verano de tercero a cuarto, ya no le reconocí. Se había dejado una barba terriblemente larga. Solía afeitarse a menudo, hasta dejarse una barba más o menos cuidada, pero cuando le encontré en aquél verano estaba desaliñado, con la mirada perdida, tan confundido y atolondrado que no quedaba nada de mi padre en él. Apenas tenía cincuenta y tres años cuando aquello sucedió, pero estaba en un estado de envejecimiento y demacración que aparentaba al menos setenta. Ropa sucia, raída. La casa estaba hecha un asco. Le pregunté por su última lectura y me dijo que no había vuelto a leer desde que se había mudado al piso, le pregunté por la música que solía escuchar y me dijo que había vendido el tocadiscos y el casete. Ya no trabajaba, cobraba una pensión de viudedad. Ya no hacía nada más que quedarse meditabundo en aquel sofá de cuero durante todo el día. Aquél hombre no era mi padre. No era el hombre que yo idolatraba y del que yo estaba tan enamorada. Ese año no se había acordado de mi cumpleaños, no me había preguntado por los estudios más que por una burda convencionalidad y cuando mencioné a mamá, se enfureció.

Aquel día, de regreso a mi hogar lo comprendí. Perdí a mi madre y a mi padre a la par. Cuando ella murió, se llevó a mi padre con ella y yo morí junto a él. Ellos no se habían enamorado del mar, ni de Sicilia. Se habían enamorado el uno del otro y el golpe fue tan devastador como la explosión del Vesubio. No había dejado superviviente alguno.

 


FIN

 

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    AUTORA: Aclaraciones. Esto no es más que un escrito ficticio, inventado. No es una biografía ni nada de lo escrito tiene relación con mi vida o mi infancia. Gracias por leer.

 

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*Sicilia es una de las veinte regiones que conforman la República Italiana. Su capital y ciudad más poblada es Palermo. Está ubicada en Italia insular, limitando al norte con el mar Tirreno, al este con el estrecho de Mesina que la separa de Calabria, al sureste con el mar Jónico y al sur y oeste con el mar Mediterráneo. Con 5 088 889 habitantes en 2013 es la cuarta región más poblada del país —tras Lombardía, Lacio y Campania— y con 25 711 km², la más extensa. Es además la isla más poblada del Mediterráneo. Es una de las cinco regiones con estatuto especial.

*La provincia de Trápani (en italiano provincia regionale di Trapani) es una provincia de la región del extremo occidental de Sicilia, en Italia. Limita al este con la provincia de Palermo, al sudeste con la de Agrigento, al oeste y sur linda con el Canal de Sicilia y al norte con el mar Tirreno.Tiene un área de 2.460 km2, y una población total de 436.459 habitantes.

*Sexto Propercio (en latín, Sextus Propertius) fue un poeta lírico latino de origen umbro. Propercio fue contemporáneo de Tibulo.  Su fecha de nacimiento se sitúa entre los años 54 y 43 a. C. Debió nacer en Asís, en la Umbría, pero también se han propuesto otras ciudades como Spello y Bevagna. Escribió unos noventa poemas repartidos en cuatro libros de Elegías, de los cuales los tres primeros se dedican a Cintia, cuyo nombre real, métricamente equivalente, sería Hostia; el cuarto se ocupa de viejas leyendas religiosas paganas y de temas patrióticos en línea con el programa regenerador del emperador Augusto.

*Ámsterdam o Amsterdam, es la capital oficial de los Países Bajos. La ciudad está situada entre la bahía del IJ, al norte, y a las orillas del río Amstel, al sureste. Fundada en el siglo XII como un pequeño pueblo pesquero, en la actualidad es la ciudad más grande del país y un gran centro financiero y cultural de proyección internacional.

*Bretaña es una de las trece regiones que, junto con los territorios de Ultramar, conforman la República Francesa. Su capital y ciudad más poblada es Rennes. Está ubicada en el extremo oeste del país, limitando al norte con el canal de la Mancha, al noreste con Normandía, al este con Países del Loira, al sur con el golfo de Vizcaya (océano Atlántico) y al oeste con el océano Atlántico. Con 27 208 km² es la tercera región menos extensa —por delante de Isla de Francia y Córcega, la menos extensa—, con 3 218 000 habs. en 2012, la cuarta menos poblada —por delante de Borgoña-Franco Condado, Centro-Valle de Loira y Córcega, la menos poblada— y con 118 hab/km², la cuarta más densamente poblada, por detrás de Isla de Francia, Alta Francia y Provenza-Alpes-Costa Azul.

*Vannes es una localidad y comuna francesa, capital del departamento de Morbihan, en la región de Bretaña. Sus habitantes son denominados, en francés, Vannetais. 

*Una masía es un tipo de construcción rural, llamada también masada o simplemente mas existente en todo el este de la península ibérica y sur de Francia, concretamente en la antigua Corona de Aragón y la Provenza que tiene sus orígenes en las antiguas villas romanas. Se trata de construcciones aisladas, ligadas siempre a una explotación agraria y ganadera de tipo familiar llamada mas.

*Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 7 de noviembre de 1598 – Madrid, 27 de agosto de 1664) fue un pintor del Siglo de Oro español. Contemporáneo y amigo de Velázquez, Zurbarán destacó en la pintura religiosa, en la que su arte revela una gran fuerza visual y un profundo misticismo. Fue un artista representativo de la Contrarreforma. Influido en sus comienzos por Caravaggio, su estilo fue evolucionando para aproximarse a los maestros manieristas italianos. Sus representaciones se alejan del realismo de Velázquez y sus composiciones se caracterizan por un modelado claroscuro con tonos más ácidos.

*Charles Aznavour (París, 22 de mayo de 1924-Mouriès, Bocas del Ródano, 1 de octubre de 2018), fue un cantante, compositor y actor francés de origen armenio,  considerado en todo el planeta como «el embajador de la chanson –canción francesa–». Aún activo hasta los 95 años, cuando falleció, era uno de los cantantes franceses más populares y de carrera más extensa en la historia de la música universal, el más conocido del mundo, llegó a vender doscientos millones de discos.

*Édith Piaf (París, Francia, 19 de diciembre de 1915-Plascassier, Grasse, Alpes Marítimos, 10 de octubre de 1963), cuyo verdadero nombre era Édith Giovanna Gassion, fue una de las cantantes francesas más célebres del siglo XX.

*AC/DC es un grupo de hard rock australiano formado en 1973 en Sídney, Australia, por los hermanos de origen escocés Malcolm y Angus Young.

*Iron Maiden es una banda británica de heavy metal fundada en 1975 por el bajista Steve Harris. Es considerada una de las bandas de heavy metal más importantes de todos los tiempos. Ha vendido más de 100 millones de discos en todo el mundo, a pesar de haber contado con poco apoyo de la radio y la televisión comercial durante la mayor parte de su carrera. Sin embargo, la banda basó su éxito en llegar directamente a los aficionados, grabando discos de alta calidad y realizando actuaciones en vivo consideradas de las mejores del género.

*Kiss (estilizado KISS) es una banda estadounidense de rock formada en Nueva York en enero de 1973 por el bajista Gene Simmons y el guitarrista Paul Stanley, a los que más tarde se unirían el batería Peter Criss y el guitarrista Ace Frehley. Conocidos por su maquillaje facial y sus extravagantes trajes.

*The Rolling Stones es una banda británica de rock originaria de Londres. La banda se formó en abril de 1962 por Brian Jones, Mick Jagger, Keith Richards, Bill Wyman, Ian Stewart y Charlie Watts.  Brian Jones fue despedido en junio de 1969, falleciendo tres semanas después, siendo reemplazado por el guitarrista Mick Taylor, que dejaría el grupo en 1975 y sería a su vez reemplazado por Ron Wood. Con el retiro de Bill Wyman en 1993 se incluyó al bajista Darryl Jones que, aunque toca con la banda desde la grabación del álbum Voodoo Lounge en 1994, no es un miembro oficial.

*Franz Joseph Haydn  (Rohrau, cerca de Viena; 31 de marzo de 1732 - Viena; 31 de mayo de 1809), conocido como Joseph Haydn, fue un compositor austriaco. Es uno de los máximos representantes del periodo clásico, además de ser conocido como el «padre de la sinfonía» y el «padre del cuarteto de cuerda» gracias a sus importantes contribuciones a ambos géneros. También contribuyó en el desarrollo instrumental del trío con piano y en la evolución de la forma sonata.

*Johann Sebastian Bach (Eisenach, en la actual Turingia, Sacro Imperio Romano Germánico, 21 de marzo/ 31 de marzo de 1685 - Leipzig, en la actual Sajonia, Sacro Imperio Romano Germánico, 17 de julio/ 28 de julio de 1750) fue un compositor, organista, clavecinista, violinista, violista, maestro de capilla y cantor alemán del periodo barroco.

*Quinto Horacio Flaco (Venusia, hoy Venosa, Basilicata, 8 de diciembre de 65 a. C.-Roma, 27 de noviembre de 8 a. C.), conocido como Horacio, fue el principal poeta lírico y satírico en lengua latina. Fue un poeta reflexivo, que expresaba aquello que desea con una perfección casi absoluta. Los principales temas que trató en su poesía son el elogio de una vida retirada («beatus ille») y la invitación de gozar de la juventud («carpe diem»), temas retomados posteriormente por poetas españoles como Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León. Escribió, además, epístolas (cartas), las últimas de las cuales, dirigida «A los Pisones», es conocida como Arte poética.

*Auguste Vinchon, (París, 5 de agosto de 1789-Ems, 16 de agosto de 1855) fue un impresor y pintor histórico francés. En 1814ganó el Premio de Roma. A su regreso de Italia, se encargó de pintar los frescos de San Mauricio y San Cándido en la capilla de San Mauricio y de Santa Juana de Arco de la Iglesia de San Sulpicio en París.

*Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (Charenton-Saint-Maurice, Francia, 26 de abril de 1798-París, 13 de agosto de 1863) fue un pintor y litógrafo francés.

*Joseph Mallord William Turner (Covent Garden, Londres, 23 de abril de 1775 - Chelsea, Londres, 19 de diciembre de 1851), pintor inglés especializado en paisajes. Fue considerado una figura controvertida en su tiempo, pero hoy en día es visto como el artista que elevó el arte de paisajes a la altura de la pintura de historia.  Aunque es renombrado por sus pinturas al óleo, Turner también es uno de los grandes maestros de la pintura paisajista británica en acuarela. Es, junto a autores como Joaquín Sorolla, Johannes Vermeer o Armando Reverón entre otros, considerado comúnmente como "el pintor de la luz".

*Francisco José de Goya y Lucientes (Fuendetodos, España; 30 de marzo de 1746-Burdeos, Francia; 16 de abril de 1828)a fue un pintor y grabador español. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. Su estilo evolucionó desde el rococó, pasando por el neoclasicismo, hasta el prerromanticismo, siempre interpretados de una forma personal y original,  y siempre con un rasgo subyacente de naturalismo, del reflejo de la realidad sin una visión idealista que la edulcore ni desvirtúe, donde es igualmente importante el mensaje ético. Para Goya la pintura es un vehículo de instrucción moral, no un simple objeto estético. Sus referentes más contemporáneos fueron Giambattista Tiepolo y Anton Raphael Mengs, aunque también recibió la influencia de Diego Velázquez y Rembrandt.  El arte goyesco supone uno de los puntos de inflexión que entre los siglos XVIII y XIX anuncian la pintura contemporánea y es precursor de algunas de las vanguardias pictóricas del siglo XX, especialmente el expresionismo; por todo ello, se le considera uno de los artistas españoles más relevantes y uno de los grandes maestros de la historia del arte mundial.

*Alberto Durero (en alemán Albrecht Dürer; Núremberg, 21 de mayo de 1471-Núremberg, 6 de abril de 1528) es el artista más famoso del Renacimiento alemán, conocido en todo el mundo por sus pinturas, dibujos, grabados y escritos teóricos sobre arte.

*Francesco Hayez (Venecia, 10 de febrero de 1791 - Milán, 12 de febrero de 1882) fue un pintor italiano, considerado el máximo exponente del romanticismo histórico.

*Raffaello Sanzio (Urbino, 6 de abril de 1483-Roma, 6 de abril de 1520), también conocido como Rafael de Urbino o, simplemente, como Rafael fue un pintor y arquitecto italiano del Renacimiento. Además de su labor pictórica, que sería admirada e imitada durante siglos, realizó importantes aportes en la arquitectura y, como inspector de antigüedades, se interesó en el estudio y conservación de los vestigios grecorromanos.

*El Efebo de Antequera es una escultura en bronce, fundida en el siglo I, en época del Imperio romano, y está considerada una de las más bellas esculturas del arte romano de las halladas en Hispania. Se expone en el Museo de la Ciudad de Antequera, situado en el Palacio de Nájera.

*La Venus Capitolina es un tipo de estatua de Venus, específicamente uno de los varios tipos de Venus Púdica (entre los que se incluye también la Venus de Médici), del que existen varios ejemplos. El tipo deriva en última instancia de la Venus de Cnido. Es reconocible por la posición de los brazos: de pie tras un baño, Venus empieza a cubrir sus pechos con la mano derecha y su pubis con la izquierda.

*Una ánfora (del gr.: ἀμφορεύς /ámphoreus/ "portar por ambos lados") es un recipiente cerámico de gran tamaño con dos asas y un largo cuello estrecho.

*Un cadalso (Cadafalc, echafaud, scaffold, Schaffot, con derivados del latín cadafalcum, en muchas otras lenguas románicas) era una estructura, un tablado que se levantaba para actos solemnes en medio de una iglesia con fines religiosos o en la plaza principal de una población (por ejemplo, para recibir al Rey). Una aplicación popular del término cadalso se refería a una plataforma provisional, construida generalmente de madera, en la plaza principal de una ciudad para ejecutar públicamente una pena de muerte como escarmiento.

*Narciso es el último cuadro de la segunda etapa de Caravaggio, que data de 1597-1599 y se conserva en Roma. Si bien el mito de Narciso tuvo mucho auge en la literatura italiana, no fue así en la pintura. Es pues, esta la representación más famosa del vanidoso joven enamorado de sí mismo que muere ahogado, pero es convertido en una flor. El modelo tiene una complexión mediana y es bastante atractivo, lo que reitera el gusto de Caravaggio por la belleza masculina. Aunque si se mira el reflejo, el joven ya no es el mismo, al contrario, es un hombre menos atractivo. Caravaggio emplea una composición sencilla para plasmar el tema, con esas típicas figuras enormes que parecen desbordar los propios límites del marco del cuadro. Esta técnica proporciona una gran cercanía al personaje así como un aspecto espontáneo, como de fotografía, que corta a veces el cuerpo retratado por estar demasiado próximo el espectador.

*Sigmund Freud (Príbor, 6 de mayo de 1856-Londres, 23 de septiembre de 1939) fue un médico neurólogo austriaco de origen judío, padre del psicoanálisis y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX.

*Friedrich Wilhelm Nietzsche (Röcken, 15 de octubre de 1844-Weimar, 25 de agosto de 1900) fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán del siglo XIX, considerado uno de los filósofos más importantes de la filosofía occidental, cuya obra ha ejercido una profunda influencia tanto en la historia como en la cultura occidental.

*Antínoo o Antinoo (en griego Aντίνοος, latinizado como Antinous; Bitinio-Claudiópolis, Bitinia, 27 de noviembre de entre 110 y 115-río Nilo, junto a Besa, 30 de octubre de 130, o poco antes) fue un joven de gran belleza, favorito y amante del emperador romanoAdriano. Tras su muerte fue deificado y se le rindió culto. Muchos de los retratos que se hicieron de él se han conservado hasta nuestros días. Desde el Renacimiento hasta la actualidad, Antínoo ha sido muy representado en el arte, especialmente en la escultura, y su enigmática figura ha captado la atención de numerosos artistas.

*Safo de Mitilene, también conocida como Safo de Lesbos o simplemente Safo, (en griego, Σαπφώ; en eolio, Ψάπφω) (Mitilene, Lesbos, ca. 650/610-Léucade, 580 a. C.) fue una poetisa griega. Más tarde los comentaristas griegos la incluyeron en la lista de los «nueve poetas líricos». Platón la catalogó como "la décima Musa".

 



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