GÉNESIS
GÉNESIS
Camino despacio, intentando sortear las pequeñas margaritas que hay en el camino. Mis pies descalzos se muestran muy sensibles ante cualquier pequeña caricia de los pétalos de las flores que crecen tímidas a ras de suelo. Una de ellas, más atrevida que las demás, osa hacerme sutiles cosquilleos en uno de mis dedos y esbozo una sonrisa que me hace ver mucho más vulnerable. A lo lejos consigo ver a un pequeño cervatillo que alza su mentón con su instinto al oírme y se vuelve a mí mientras yo le miro con la misma incertidumbre con la que él me devuelve la mirada. Gira sus orejas hacia varias direcciones diferentes en las que puedo apreciar como intenta captar sonidos que vienen de varias ubicaciones. Olfatea el aire y cuando se siente satisfecho vuelve a bajar el mentón llevándolo de nuevo al terreno para pastar en silencio, sumido en sus pensamientos. Yo sigo caminando, pasando mis manos por el pasto que crece hasta llegar a mi cadera y acaricio con mis yemas las pequeñas hierbas, tal como si acariciarse el pelaje de un animal. Acaricio el prado como si un ser mucho más grande que yo abarcase lo largo de las praderas y yo pudiera acariciar con amor y concordia su lomo fatigado. El cervatillo vuelve a levantar el hocico y cuando huele algo que le pone en alerta, de un salto se vuelve a donde su madre pasta, metros alejada de él, y cabalga hasta encontrarse bajo la seguridad de su regazo.
De nuevo vuelvo a mirar al frente y me guío por el pequeño camino a través de la alta hierba que crece a ambos lados de mi cuerpo. Me vuelvo a mi esposo, a lo lejos, buscando algo que comer que nos satisfaga. Hoy se ha sentido mucho más dichoso que otros días y ha decidido recolectar gran cantidad de comida para almorzar copiosamente. Ha decidido que ambos recolectemos y en eso me hallo, recolectando comida con la que poder llenar nuestros estómagos insaciables, nuestras almas incansables. Apenas llevo un par de grosellas en una de mis manos, cerrada, ya manchada con el tinte que estas producen mientras que intento hacerme con algo más de comida. Siento un terrible deseo de aprender a cazar para poder recompensar a mi marido con la carne de un buen ciervo, o pescar, para alimentarnos con algo de salmón, pero él jamás osaría dejarme obrar en esas circunstancias. Eso es un trabajo de hombres. Yo solo puedo recolectar inofensiva fruta.
Por entre mis pies, perturbando el hilo de mis pensamientos, pasa corriendo una juguetona ardilla esquivando mis tobillos y alejándose por el mismo camino en el que yo me encuentro, pero se desvía unos metros más adelante para salir de este pequeño recorrido y surcar parte del terreno de hierba alta y sumergirse entre las raíces de un gran árbol. La veo trepar, con su cola parda en movimiento, a través de toda la altura del tronco, agarrándose con sus pequeñas zarpas entre las vetas de la madera. Sube uno, dos, tres metros hasta que se oculta por las ramas envueltas en hojas verdosas y desaparece. Juraría que aún puedo oírla recorrer una de las gruesas ramas que nacen del tronco hasta hallarse a salvo en su pequeño hogar, en donde recolecta la comida, tal como yo hago ahora. Me siento tan identificada con su labor que estoy a punto de seguirla y entretenerme con tan solo observarla, hasta que soy consciente de en qué árbol acaba de ocultarse. Tras distinguir tras esas grandes y espesas hojas verdosas un dulce fruto de color rojizo me detengo. Detengo en seco mis pasos con la sensación de sentirme culpable con tan solo osarme a mirar ese hermoso y robusto árbol.
Cuando quiero retomar el camino en busca de más comida no encuentro la fuerza ni la voluntad para moverme. Me he quedado absorta mirando con detenimiento y admiración, que no sin recelo, cada una de las hojas de ese árbol, su tupida copa de gruesas ramas. Tiene una apariencia muy parecida a un robusto y centenario roble, pero no es un roble. Me arriesgaría incluso a decir, por la caída de las ramas sobre su propia envergadura, que tal vez sea algo parecido a un sauce. Dios nos ha dotado de los nombres de cada uno de los árboles que siembran su Edén, pero este en concreto tiene un nombre tan extraño y tan peligroso como el veneno de su dulce fruto. Con el ceño fruncido y la mandíbula apretada de forma inconsciente, no me desvío del camino y sigo andando a grandes pasos sorteando el gran tronco del árbol para no caer en la tentación de verme recogida por las grandes ramas de este robusto ser.
Pero no es hasta que no he pasado de largo que no oigo un leve siseo procedente de su presencia. Me vuelvo agitada, con el corazón temblando y las manos sudorosas ante ese extraño ruido que me ha sido tan peligroso. Me veo a mi misma como ese cervatillo que oteaba el horizonte con un mal augurio penetrando en su ser. Con una sensación de peligro surcando mi piel. Me quedo en completo silencio, incluso detengo la respiración para que no sea nada más que el viento aquello que suene a mi alrededor. Con el sonido de este consigo hallar el descanso moral que buscaba y cuando me vuelvo al camino de nuevo ya no puedo avanzar. No sin antes saber qué ha sido ese susurro. Desconozco qué es esta sensación de curiosidad insana que crece dentro de mí con un ardor que me paraliza. Me sella los pies al suelo y aun vuelta de espaldas al árbol acabo asimilando que no daré un solo paso más sin acércame, aunque sea solo un segundo. Si me interno aunque sea por un momento bajo las ramas de ese árbol, nadie tiene porqué verme. Me digo–. Es lo suficientemente espesa su copa como para no ser descubierta.
Cuando me vuelvo al árbol suelto un largo suspiro, intimidada por su altura, su robustez, su porte elegante y sabio. Comienzo a caminar en su dirección y una mariposa blanca sale de entre una de sus ramas. Cruza el aire con un batir excelente y rodea ligeramente la copa hasta que decide partir el vuelo hacia un lugar algo más lejos. Suenan, sin no estoy errada, algunos jilgueros por alguna parte, o tal vez sea tan solo mi imaginación. Ahora mis pies suenan mucho más sobre el pasto simplemente porque yo me siento traidora por mis actos. Nadie dijo que no pudiésemos al menos refugiarnos bajo sus ramas, aunque sea tan solo por una mera necesidad banal, pero hemos temido durante tanto tiempo a las palabras de nuestro Dios que, aunque nimias, se nos han impuesto de una forma muy autoritaria. Lo sufriente como para atemorizarnos por unas meras indicaciones. Cavilando acabo llegando al borde que delimita la sombra de la copa sobre el suelo. Me atreveré a cruzar, me digo, y comprobaré que no ocurre nada. Nada hay en este árbol más interesante que la propia prohibición de su disfrute, por lo que tras permanecer en él, me marcharé a finalizar mi cometido.
Cuando pongo un pie sobre la sombra que proyecta este árbol, apenas siento nada que no sea una profunda decepción. No siento nada extraño, no me hallo indispuesta ni adolorida. Nada. No ocurre nada, por lo que sigo avanzando buscando con la mirada el lugar de procedencia de aquel siseo, y con los oídos, intento volver a escucharlo, todo en vano. No vuelvo a oír ese extraño sonido que se ha reproducido antes y aunque intente pensar en él de nuevo para asegurarme que de oírlo nuevamente podría reconocerlo, no consigo dar con la forma exacta de su sonido. Se desdibuja dentro de mi mente y antes de poder pensar en nada más que no sea ese sonido, vuelve a reproducirse en alguna parte. Suena cerca de las raíces. Gruesas raíces que salen como jorobas de entre la tierra, como protuberancias de la propia tierra, pero no, son las gruesas raíces de este hermoso árbol. Comienzo a rodear el árbol aun bajo el manto de sus hojas buscando la fuente de ese ruido. Intento yo misma reproducirlo para que aquello que ha sondado, de ser un ser consciente, me responda, pero no lo hace. Ha sido un sonido muy parecido al viento atravesando unos labios de dientes apretados. Ha sido como el filo de una daga contra el metal. Un sonido rápido, frío, doloroso.
Inclinada como estoy con la mirada hacia el suelo, caen frente a mí unos pies. Doy un tremendo respingo y alzo la mirada hacia el ser portador de esas piernas. Pálidas piernas de suelas cubiertas de barro como las mías. Le recorro con la mirada, una mirada recelosa. Piel bronceada, casi acaramelada, oscurecida por la propia sombra que proyecta el árbol sobre él, sobre la rama en la que tan jovialmente sentado se encuentra. Se mece sobre la rama con un vaivén divertido, infantil. Cuando consigo dar con su rostro me topo con la explicación, no es más que un niño. Es un dulce niño de aproximadamente doce años, con la cara bañada en pecas y ojos de color miel. Una miel como la más dulce de todo nuestro Edén. Cabello oscuro, castaño, pero en los lugares en donde el sol se cuela por las hojas sobre nosotros, incluso rojizo. Un rojo brillante como el más caliente acero puesto sobre el fuego. Las puntas de este están levemente enroscadas, algo despeinadas. Sus ojos son grandes, de tupidas pestañas oscuras mirándome con una sonrisa que solo se refleja en su mirada. No hallo sonrisa ninguna en su expresión. Sus labios recortados en un dulce color ocre me muestran una expresión de hieratismo que me espanta, pero al mismo tiempo, en toda la forma en que su cuerpo se mece tan despreocupadamente sobre esta rama por encima de mi cabeza, me hace apiadarme de él como si fuese el más desvalido cervatillo.
–Ho–Hola… –Digo no muy segura de que hablar con él sea lo correcto, pero una parte de mí desea hacerlo, desea protegerlo.
–Hola. –Me contesta con voz infantil, con tintes melodramáticos y con una expresión sonora. Ha dicho demasiado en muy poco tiempo. Acaba de mostrarme su voz con una armoniosa sinfonía limitada a una mera palabra convencional. No me aparta la mirada. Es demasiado intimidatorio, casi tanto como todo este árbol.
–¿Qué haces ahí subido? –Le pregunto con connotaciones preocupadas.
–No me caeré. –Me advierte casi ofendido, como si yo fuese su madre que le advierte del peligro.
–Ya supongo que sí. Pero, ¿No sabes qué árbol es este? –Le pregunto y mi voz decae a medida que le hablo, como si estuviese contándole un terrible secreto.
–Sí. –Afirma, consciente–. El árbol del conocimiento del bien y del mal. –Dice, rotundo.
–Sí. –Le digo, sorprendida por su osadía–. ¿Y qué haces ahí subido?
–Te he dicho que no me caeré… –Me repite esta vez más obstinado que la vez anterior y yo suelto un largo suspiro mientras que miro a través de las ramas intentando divisar a Adán, sin resultado.
–¿Cómo te llamas? –Le pregunto, curiosa–. No te había visto nunca antes aquí…
–Tengo muchos nombres. –Dice encogiéndose de hombros, como obviando que no va a decirme su nombre pero yo insisto.
–¿Qué nombre te puso tu mamá cuando naciste?
–Yo no tengo mamá. –Me dice, con un puchero indescifrable y yo frunzo el ceño, pensativa.
–¿Eso puede ser? –Le pregunto.
–¿Acaso tú tienes mamá? –Me pregunta pero tampoco sé qué contestare a eso por lo que me muerdo el labio inferior y él acaba levantando una de sus cejas morenas como incriminándome mi silencio.
–¿Qué nombre te otorgó Dios, pues?
–Samael. –Dice–. Uno entre muchos.
–Samael. –Lo repito, y sin querer, me deja un amargo regusto en mis labios.
–Tienes un pelo precioso. –Me halaga y cuando vuelvo la mirada a él me sorprende con una enternecedora sonrisa que me hacer ruborizarme. Sonrío de lado mientras atuso mi pelo, del cual cae un mechón por mis hombros descubiertos. Lo acaricio comprobando su suavidad y escondo mi mirada de él. Junto con una sonrisa, su expresión es mucho más intimidatoria.
–Muchas gracias.
–Es rubio. –Dice él, remarcando algo evidente.
–Sí. –Asiento.
–Tú eres nueva aquí. –Dice pensativo, casi como si aunque me mirase, leyese algo que está detrás de mí.
–¿Nueva? Yo no te había visto a ti antes…
Yo tampoco te he visto antes por este lugar. –Suspira y yo frunzo el ceño, pensativa–. Y eso que llevo más tiempo que tú.
–Eso no es posible, soy mayor que tú, seguro. –Digo, pero él se encoge de hombros no dándole importancia a mis palabras y comienza a balancearse de nuevo sobre la rama, con sus manos a cada lado de su cuerpo mientras puedo ver como su vientre se abomba con la postura y cómo sus pies valían, colgando de la rama.
–He oído hablar de ti. –Suspira–. Eva, ¿verdad?
–En efecto. –Sonrío y él mira directo a mi mano manchada con las grosellas que he cogido antes. Ante su mirada deduzco que puede tener hambre o curiosidad y le extiendo la palma de mi mano abierta con frutos sobre ella–. ¿Quieres? He recolectado unas cuantas. Son muy dulces…
–¿Grosellas aplastadas y sucias? –Niega con el rostro y se agarra con una mano a la parte posterior del tronco de donde nace la rama en la que está apoyado–. No quiero, gracias. ¿Vas a comerte eso?
–Sí. –Digo, un poco decepcionada y cuando le devuelvo la mirada me encuentro una expresión sonriente, tanto que roza el ser macabra mientras descubre de nuevo su mano y porta en ella una roja y brillante manzana, fruto de este árbol, que acaba de ser recién arrancada. Yo doy un respingo y retrocedo mi mano mientras él se inclina en la rama y me la extiende. Su olor es dulce y afrutado, mucho más tentador que el roce de una jugosa fresa sobre mis labios. Yo retrocedo un paso y Samael me devuelve una mirada un tanto divertida.
–¿No prefieres comer algo como esto? Estoy seguro de que será mucho más apetitoso y nutricional…
–N–No, muchas gracias… –Suspiro, cavilando la idea de marcharme de un momento a otro si él no ceja de soltar esa fruta. No parece ser esa su intención, pero al menos la aleja de mí y se la queda mirando como quien observa una nube surcando el cielo o el riachuelo, lleno de peces coleteando. Parece incluso pensativo.
–Es una pena, se desperdiciará el fruto tan delicioso que este árbol os proporciona con toda su buena voluntad.
–Dios nos ha prohibido comer de este árbol…
–¿Sí? –Pregunta mientras mira alrededor–. ¿Y eso por qué? –Me mira interrogante pero como yo no tengo respuesta para ello, él parece contestar por mí–. Este árbol os proporcionará conocimiento sobre el bien y el mal, y eso os convertirá en dioses.
–Nosotros no debemos ser dioses. Somos humanos.
–¿Qué importa lo que seáis? Dioses o humanos todos tenemos limitaciones.
–Dios es omnipotente.
–La omnipotencia es un límite. Solo puede ser omnipotente, y nada más. Le limitan sus capacidades…
–No blasfemes. –Le digo, ofendida, casi como si yo fuese su madre reprochándole una actitud demasiado descortés–. Se–será mejor que me vaya. –Le digo, consciente de que esta conversación está exaltándome y probablemente mi marido me esté buscando ya, pero cuando doy dos pasos, su voz resuena a través del aire surcando mi contorno.
–Hubo otra, antes que tú. –Me dice, cortante, frío, distante. Cuando me vuelvo a él vuelve a mirar la manzana con esa expresión ausente.
–¿Otra? ¿Otra qué?
–Otra mujer. En este mismo Edén.
–Eso no es posible. –Digo, con una endeble sonrisa que intenta mostrarse firme–. Yo soy la primera mujer sobre esta tierra.
–¿Quién te ha dicho eso? –Me pregunta, con una sonrisa cínica, la cual se la ha dotado el conocimiento.
–Dios, y Adán… Ellos me lo dijeron cuando nací de… –Él no me deja terminar.
–¿De su costilla? Ya, lo sé. Pero las palabras no convierten la mentira en verdad, ni las creencias, ni la fiel sumisión. Es muy diferente la realidad ajena al cuento que tienes dentro de tu cabeza.
–¿Cómo vas a saber que había otra? Tú eres posterior a mí.
–Tú eres posterior a mí, tú, Adán, y este maldito Edén. –Escupe con palabras gruesas–. Yo asistí en primera fila a la creación de tu marido. Pero antes de él, se creó esta tierra, se separó la luz de la oscuridad y la tierra del mar. Se crearon cientos de animales y como Dios creyó que iba a ser todo muy aburrido se deleitó en una obra maestra. Un hombre, y una mujer. Ambos nacieron del barro de este Edén y con sus manos se modelaron ambas criaturas. Ambas, nacidas de la misma esencia, de la misma repugnante materia y con la misma fortaleza. Y por ende, con los mismos derechos. Pero esto fue algo que ni Dios ni Adán comprendieron.
–¿Quién fue? –Digo, algo turbada por sus sinceras y crueles palabras para conmigo y para todas mis creencias. No le creo, pero tampoco tengo argumentos para desmentirle–. ¿La conociste?
–Sí, y aún la conozco. –Dice, asintiendo–. Su nombre, Lilith. Su cabello es como el fuego, ardiente como su mirada. Su alma es tan fiera como mordaces son sus palabras y afilada su lengua. Que dulce es su lengua… –Dice, y se relame los labios mientras yo frunzo el ceño, confusa.
–¿Y dónde está? –Le pregunto, a lo que él se recuesta del tronco del árbol y posa poco un soñador, cavilando.
–Mucho tiempo ha que abandonó el Edén.
–¿Abandonarlo? –Le pregunto, casi asustada–. ¿Cómo es posible?
–Ella nació de la intención de Dios por crear una pareja para Adán. Fue creada a imagen y semejanza de Dios, tal como Adán había sido creado, pero cometió el error de creer que al crearlos en igualdad de condiciones, ella se sometería después a Adán. Ella no era esclava del deseo por su hombre, ella no era esclava de los apetitos sexuales de su esposo. Cuando él quería poseerla, ella renegaba de su presencia y alegaba que no albergaba placer en hallarse sumisa en el acto. Se preguntaba cómo era posible que habiendo sido creada de la misma materia, ella tuviera que verse sumisa ante él. ¿Cómo es posible? –Se pregunta en alto–. Ella no era esclava de los deseos de Dios porque fuese madre de hijos de Adán y ninguno de los dos consiguió aplacar sus ansias de aprender, de vivir, y de ser libre.
–¿Cómo fue expulsada del Edén?
–¿Expulsada? Yo no he osado decir tal vulgaridad. Ella no fue expulsada. Ella se marchó por propia voluntad. –Yo doy un respingo con sus palabras–. Adán, devorado por su apetito sexual y ciego por la ira que él provocaba no verse satisfecho con su esposa, un día la forzó a mantener relaciones con ella y esta, furiosa y herida proclamó el nombre de Dios en vano y se marchó por propia voluntad fuera del Edén. –Sentencia con ojos brillantes. La miel en sus ojos parece correr por su iris.
–¿A dónde se marchó? –Le pregunto, curiosa. Herida por que sus palabras sean verdad, pero sobre todo, herida por Adán.
–A mi lado, por su puesto. –Dice, posando una de sus manos sobre su pecho–. Se instaló junto al mar Rojo conmigo y con los de mi especie. Nosotros jamás osaríamos hacer lo que tu Dios hizo, crearla en igualdad de condiciones y después intentar doblegarla. –Sentencia y vuelve a colocarse sentado en la rama con las piernas colgando–. Pero Dios es más inteligente que los humanos, y no comete el mismo error dos veces. –Me señala con una mirada entre atrevida y levemente cínica–. Delante de mí está la prueba del aprendizaje a través de sus errores.
–¿Yo?
–Eres el ejemplo de los errores enmendados. No te ha creado en igualdad. Has nacido del hombre y gracias a él existes, y con ello, apelando a tu naturaleza, justifican el hecho de que debas someterte a él. No has de someterte a él ni aunque seas enteramente hombre. –Dice apretando los dientes e inclinándose hacia mí. Comienza a susurrar. A sisear. Era él–. Tu marido es el elegido de Dios, su maravillosa creación y todo este mundo es para él. Tú no eres más que ese pequeño juguete que pone entre sus piernas para desfogar su más instinto animal. Dios te ha creado a través de las súplicas de Adán por tener algo caliente en lo que meter su miembro erecto. –Yo le miro, temblando–. ¿Acaso crees que no fue Adán quién le suplicó a Dios por una mujer que se doblegase a él? Quiero una mujer que me obedezca, quiero una mujer a la que someter. No importa si es aquí, en el Edén, o fuera. Tú siempre serás posesión de tu hombre, siempre le pertenecerás y te poseerá sin replicar. Has de hacerlo, eres parte de él, y por lo tanto, de su propiedad.
–Eso…no es cierto. –Suspiro, pero él ríe.
–¿Aún esperas una relación de igualdad? No te ha contado que hubo otra mujer antes de ti. No te ha contado que amaba a esa mujer tanto como te ama a ti: nada. No te ha revelado aun que solo eres fruto de un capricho sexual. Solo eres un vientre para hijos y una vagina para el placer. Él no necesita nada más, no tiene cerebro para conversar ni la necesidad de cazar. Vive en una mentira tan grande como la tuya, pero al menos él te tiene como posesión indiscutible.
–Cállate. –Le suplico, pero no quiero dejar de escuchar.
–Por eso Dios no quería que te acercases aquí, a este árbol. Acabas de descubrir la verdad sobre el bien y el mal, y eso puede ser peligroso. ¿Duele la verdad? Pues esta es solo la verdad del presente. Tú no serás más que la primera mujer, la primera de muchas. Tus hijas se someterán a sus maridos tal como tú lo haces, y no podrán negarse. Ellas se desvivirán para que sus maridos, un día más, no las maltrate. Tus hijas serán violadas, a tus nietas las matarán, desgarrarán sus vírgenes vaginas, mutilaran sus cuerpos, humillaran su sexo solo porque tú te sometiste a tu hombre por la mera excusa de que formas parte indispensable de su cuerpo, su costilla.
Yo trago en seco y me vuelvo, para ver a lo lejos, a través de las ramas ondeando del árbol a mi marido, aun merodeando por ahí. El sonido de mi respiración me hace sentir inquieta y mi pecho duele.
–¿Quién ha dicho que someterse sea lo correcto? ¿Quién ha dicho que la soledad sea mala? Aquellos que desean que la mujer no sea más que un mero objeto, porque de ser adversario, pueden hallarse en un problema. ¿Quién pudiera ser mujer? ¡Quién pudiera tener esa malvada inteligencia, esa sublime belleza! ¿Acaso la suerte de tu sexo te condena? ¿Acaso no son tus actos los que deben sobresalir por tu cuerpo? ¿Quién decide que ese sexo es el malvado? –Señala mi pubis–. ¿Quién decide que esa sea la mala parte de la mujer? –Señala mi cabeza–. ¿Quién osa atreverse a ocultar la parte más bella de una mujer, que es su inteligencia? Yo no. Yo amo a la mujer. La amo, como a una igual, como a una rival con la que enfrentarme, como a una compañera y una inspiración. Sois musas, pero también artistas. Sois Diosas.
Vuelvo a mirar a mi marido. Parece que me busca con la mirada. Eso me inquieta.
Una mano sujeta con fuerza mi mandíbula y me vuelve. Es Samael, atrayéndome de muevo a su atención.
–Quien hace diferenciación en respecto al sexo, solo intenta discriminar para sobresalir por el contrario. Quien osa decir que la mujer es inferior, eso es porque no desea batirse en duelo con ella. No eres de él. –Señala con la mirada a mi marido–. No le perteneces. Libérate de él, deja que sea otra la que ocupe tu lugar y toma el modelo, sé el ejemplo. No permitas que nadie decida a quien debes pertenecer, dónde has de hallarte o en qué lugar has de colocarte respecto al sexo del hombre. –Suelta mi mentón, con aire entusiasmado–. Ve. –Me anima–. Ve y llévale esto. –Me extiende la fruta en su mano mientras que yo la miro, aun temblorosa, pero mis actos me dominan y ya no tomo decisión alguna. Cojo la manzana en mi mano rozando con mis dedos los suyos. Son suaves, cálidos. Podría haber disfrutado antes de ese cálido roce, pero la manzana en mi mano pesa demasiado como para poder pensar en algo más que nos sea eso.
–Yo… sigo confiando en mi Dios. –Digo, apurada por el peso de la manzana.
–Pero él no en ti. Por eso me ha enviado. Para tentarte. –Frunzo los labios–. Pensó que al ser mujer, caerías fácilmente en la tentación de comerte esta manzana. Pero… shhh –Susurra–. … Le haremos pagar su desconfianza condenando a su mejor obra.
Señala de nuevo con la mirada a mi marido mientras que yo esbozo una siniestra sonrisa y él me imita, divertido y entusiasmado mientras se posa el dedo índice sobre los labios, en señal de que debe ser vuestro pequeño secreto. Yo asiento y me desembarazo de las ramas que caen en torno al árbol y salgo de nuevo al exterior seguido del sonido de mis pasos pisando el pasto verdoso. Cuando la luz cae al fin sobre mí, mi marido me divisa a lo lejos, posa una mano sobre sus ojos en forma de visera para taparse del sol y me mira con una expresión decepcionada y confusa. Casi preocupada por haber desaparecido durante tanto tiempo. Cuando recae en mí y ve que estoy bien vuelve a su tarea, olvidando que he desaparecido y que no vuelvo con mucha comida.
–Pensé que te habrías perdido. –Dice él, entre aburrido y enfadado mientras deja unas cuantas naranjas por el suelo tiradas. Se pone las manos en las caderas y suspira satisfecho con la comida que ha recolectado. Yo le miro con aire divertido y cuando él recae en mí, me mira con una ceja en alto–. ¿No has encontrado comida?
–He encontrado un manzano, a unos metros por ahí… –Señaló a ninguna parte y él me mira con una expresión preocupada. Está a punto de preguntarme dónde traigo las manzanas hasta que descubro tras mi espalda una roja y brillante manzana roja, tan pura e impoluta que incluso yo siento tentación de probarla. Al principio, ante la nimia cantidad que traigo muestra una tez decepcionada, pero el propio aspecto de la fruta le hace cambiar su semblante a uno mucho más animado y curioso.
–¿De dónde dices que has sacado esto? –Pregunta
–Un manzano. Casi a cien metros tras esos arbustos. –Él se queda pensativo unos segundos y acaba encogiéndose de hombros.
–Ponla por ahí… –Señala el montón de comida pero yo chasqueo la lengua, fingiendo decepción.
–Oh, Adán, la he traído especialmente para ti. Estarás cansado de recolectar. Pruébala… –Suspiro, amable. Él me mira al principio receloso pero acaba sonriéndome con diversión por mostrarme amable con él y en su mirada solo alcanzo a ver qué hace tiempo a otra mujer también la miró de esa manera tan asquerosa y vulgar. Repentinamente siento pena por aquella que haya tenido que estar en mi lugar y yo mismo me identifico con ella, por verme ahora en esta posición. Le extiendo a Adán la manzana y se la queda mirando con una expresión pensativa. Se relame los labios y lo último que escucho antes de su inmediata condena es el sonido de sus dientes hincándose sobre la piel de esa aterciopelada fruta que desprende un cálido aroma tan dulce casi como esta venganza.
FIN
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*Portada: Cuadro de John Collier*. Lilith (1892)
*John Maler Collier (27 de enero de 1850 — 11 de abril de 1934) fue un escritor y pintor británico de estilo prerrafaelita, uno de los retratistas más destacados de su generación. Se casó con dos de las hijas de Thomas Huxley.
*Lilith (del hebreo: לילית) es una figura legendaria del folclore judío, de origen mesopotámico. Se le considera la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Según la leyenda (que no aparece en la Biblia), abandonó el Edén por propia iniciativa y se instaló junto al mar Rojo, uniéndose allí con Samael o Satanás, que llegó a ser su amante, y con otros demonios. Más tarde, se convirtió en un demonio que rapta a los niños en sus cunas por la noche y se une a los hombres como un súcubo, engendrando hijos (los lilim) con el semen que los varones derraman involuntariamente cuando están durmiendo (polución nocturna). Se le representa con el aspecto de una mujer muy hermosa, a veces alada.
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