EL MARQUÉS DE DETMOLD Y MONTÉLIMAR

EL MARQUÉS DE DETMOLD Y MONTÉLIMAR

 

Alrededor de 1850, en una pequeña localidad llamada Valence, al sur de Lyón, Francia.

Narra nuestro protagonista, el conde Jerome de Fiesole.

 

 

El carruaje vuelve a dar un leve salto a culpa de un bache en el terreno. Yo doy un respingo junto con el resto del coche y con los nervios a flor de piel me asomo por la pequeña apertura a mi lado y golpeo la madera del carruaje con mi palma, haciendo que el anillo en esta resuene por cada uno de los listones, llamando la atención del cochero.

–¡Ve más despacio! ¿Quieres que volquemos? –Le pregunto a lo que el cochero enmudece y tira levemente de las riendas en su mano para hacer que los caballos a su mando suavicen un poco más el paso, asustado por mi tono de voz. Cuando vuelvo a meterme dentro del carruaje mi mujer a mi lado se muestra también algo preocupada y exasperada por mi propio nerviosismo y roza sutilmente su mano enfundada en un corto guante de encaje blanco sobre mi rodilla, palmeando mi pantalón con suavidad.

–No te exaltes, amor. El cochero no tiene la culpa. Es este terreno, falto de cuidado.

–No sé por qué tenemos que ir a ninguna parte. –Digo apartando su mano de mi rodilla ocupando mi regazo con mi sombrero de copa negro, a juego con mi frac*.

–Ya sabes por qué. –Dice ella soltando un suspiro, tan poco entusiasmada como yo por ir allí–. Hace ya un mes que hemos regresado de nuestro viaje a Florencia y tenemos que dejarnos ver de nuevo.

–Exacto. Hace solo un mes que hemos regresado. –Suspiro sintiendo como otro pequeño bache hace botar todo el carruaje–. Creo que los empleados de hogar ni siquiera han terminado de deshacer mis maletas.

–No vayas con esa actitud, o pasará lo de siempre. –Me dice ella con angustia y leve preocupación en su mirada. Esa mirada de tristeza siempre consigue apenarme–. Te pasarás dos horas fustigándote por tu presencia en el salón y acabarás con un grave dolor de cabeza que será la perfecta excusa para marcharnos.

–Algo bueno tienen que tener unas migrañas.

–Nunca son buenas. –Suspira ella, mordiéndose sutilmente el labio inferior. Hoy no se ha puesto carmín rosáceo, como suele hacer, pero se ha teñido las mejillas con un agitado color rosáceo que la vuelve mucho más viva de lo que estoy acostumbrado a verla. Cuando ella recae en mi mirada me regala una avergonzada expresión y su rubor se vuelve natural. Su cabello hoy permanece recogido con dos trenzas que nacen a cada lado de su cabeza y la rodean, como una corona. Algunas perlas engarzadas en horquillas se muestran, disimuladas, entre sus mechones castaños y sobre su regazo descansa una pamela que se pondrá nada más salgamos a la calle. Siempre mantiene la misma postura cuando vamos en carruaje, esta incómoda posición medio curvada para que el esqueleto de su vestido le permita al menos parecer estar sentada. Con una de sus manos se presiona ligeramente el vientre y suelta un gran respiro.

–¿Nelli ha vuelto a apretarte demasiado el corsé? –Le pregunto, levemente preocupado y ella me sonríe, tímida.

–Dice que ante carencia de una bonita cintura, el corsé me hará ver mucho más esbelta.

–Muerta es como quiere verte. –Le digo y respiro aliviado de no ser yo quien tenga que portar esa terrible prenda, a lo que ella se encoge de hombros, alisándose la tela de color beige que cae desde su cintura–. Si hoy no nos salvan tus migrañas, tal vez se quiebre alguna de mis costillas.

–No lo mientes ni en broma. –Suspiro, asomándome a la ventanilla para asegurarme de que estamos llegando, y con un gran pesar e indignación me vuelvo en dirección al rostro de mi mujer–. Margot, a una palabra tuya, pido al cochero dar media vuelta y podremos disfrutar de una velada de intimidad en nuestro hogar… –Le ruego, pero ella con una mirada cargada de picardía y una sonrisa condescendiente niega con el rostro, a punto de reprenderme.

–Eres peor que nuestro hijo, Jerome. –Yo ruedo los ojos con una sensación de orgullo herido por sus palabras pero al mismo tiempo, defraudado conmigo mismo por verme tan frágil ante una circunstancia tan convencional.

Afuera ya es de noche. Queda poco para que el invierno nos sorprenda con sus vendavales pero hasta entonces el frío simplemente se hace notar como un ligero rumor que aparece siempre que el sol se esconde tras las nubes, tras las tierras del precioso horizonte. De camino a casa de la Duquesa de Valence, nos espera una larga noche de charlas vacías que intentar llegar a ser pedantes y de fondo las risas de mujeres que, con lenguas afiladas, se relamen en su propia carroña.

Me paso la mano por las piernas, enfundadas en unos pantalones de color café y de tacto sedoso intentando tranquilizarme y pensar que en unas cuantas horas estaremos de regreso a nuestra casa al norte de la ciudad, pero no puedo evitar sentirme engañado por mi mismo mientras que nos acercamos poco a poco a los terrenos de la duquesa y mi mujer comienza a ponerse cada vez más excitada con la reunión. Aunque ella intente aparentar que se siente tan aburrida de estas convenciones, sé que ella disfruta de exponerse frente al público, y de cualquier modo, a mí me hace feliz que ella se sienta bien. Por ella vengo, y por ella permanezco horas en aburridas conversaciones.

–Creo que tú ya lo has supuesto, pero dentro de poco tendremos que hacer nosotros una de estas fiestas. –Dice Margot mientras intenta llamar mi atención, perdida mi mirada fuera en el terreno arbolado–. Jerome…

–Lo siento. –Me excuso–. Pero aún es pronto. Tenemos aún que hacernos a estar en Francia de nuevo. –Le digo y ella toma mis palabras como una vaga excusa, pero desiste de intentar convencerme. Cuando el cochero se detiene a las puertas de la mansión ya me llega el olor de otros caballos por ahí aparcados con sus respectivos carruajes y el sonido lejano de la presencia de personas en el interior de la casa. Detrás de esas voces también puedo oír el sonido de un par de violines, algún contrabajo, y lo que parece una pianola. Mi mujer a mi lado sonríe con entusiasmo. Al parecer, la noche promete.

El cochero llega hasta la puerta en la que yo estoy sentado y me abre, esperando que yo bajo por mi cuenta y después agarra la mano de mi mujer para que ella baje segundos después de mí y se coloca a mi lado, engarzando su brazo con el mío de forma que interpretemos la mejor entrada que hayan estos invitados presenciado. Yo me pongo mi sombrero de copa y ella se coloca su pamela, que se ha visto obligada a quitarse una vez hemos entrado en el coche, pues si ellas dos entraban, a mí me dejaban fuera.

–Vamos. –Me dice ella alentándome a entrar. Yo sonrío con calidez, pues frente a personas no se me está permitido resoplar y mostrar muecas de desacuerdo y poco a poco subimos las escaleras de la entrada, con su brazo sujeto al mío y con su vestido estorbando en cada escalón mientras subimos. Antes de llegar a la entrada donde un mayordomo ya espera a que crucemos, me dirijo a ella con la mejor de mis sonrisas.

–¿Cómo osas prometer delante de un sacerdote que mantendrás mi felicidad y me traes a estas estúpidas veladas? –Ella me mira sonriendo.

–Desobedecería a mis votos si te dejase marchitar en nuestro hogar. Si fuera por ti, te pasarías horas encerrado en tu despacho. Sabe Dios cuantos días sin salir harían falta para que cayeses en manos de la locura.

–¿No he respirado suficiente aire en Florencia? –Le pregunto, ofendido–. ¿No me he paseado durante horas bajo los estupendos naranjos que allí tenemos?

–Con un libro en tus manos. –Me recrimina–. No es aire libre lo que necesitas, es contacto humano.

–Que innecesario. –Sentencio mientras cruzamos la puerta y uno de los mayordomos nos acompaña hasta el salón donde el barullo de las personas es ya evidente y de fondo, la música entrando y regulando el nivel de sonido de toda la estancia. No consigo hallar nada en ella que me haga sentir verdaderos deseos de permanecer en ese lugar por más de un par de minutos. Con un gran resoplido de mi parte el mayordomo a la entrada del salón nos presenta con voz fuerte y un tono llamativo.

–El conde y la condesa de Fiesole. –Nos anuncia y varias personas en torno al salón se vuelven disimuladamente hacia nosotros pero solo un par de ellos mantiene la atención sobre nosotros y acabamos siendo de su interés. Uno de ellos es la duquesa, dueña de la casa y anfitriona de esta sublime y maravillosa, tan excéntrica como necesaria fiesta. Una mujer ya entrada en años y con el pelo naciente cano se acerca con la viveza de una mujer de veinte a saludarnos como si fuésemos el mayor acontecimiento y el mejor reclamo de su fiesta. Caer en brazos de mi esposa como si de su madre se tratase y la estrecha en sus brazos con añoranza.

–¡Cuánto tiempo ha que no nos vemos! –Exclama–. ¿Puede saberse por qué no he recibido una sola carta vuestra en todo este tiempo que lleváis en Valence? –Pregunta en un intento por hacerse la ofendida y mientras que mi mujer busca palabras para excusarse, la duquesa me extiende la mano y yo la sujeto entre mis dedos para dejar un sutil beso sobre su dorso–. Que buen color trae vuestra alteza. –Me dice, con una sonrisa agradable–. La última vez que nos vimos parecíais al borde de enfermar.

–Tal sutil como siempre, Duquesa. –Le digo y mi esposa me da un sutil codazo en señal de que no debo ser descortés. Ella toma la palabra por mí, y cuánto se lo agradezco.

–Sí, ya se encuentra completamente recuperado. Unos meses en Florencia le han devuelto el color.

–¿El aire de Florencia es mejor que el de Valence? –Pregunta, levemente escéptica y mi mujer asiente mientras coge sus manos, entusiasmada.

–¡Un día debería venir con nosotros a Florencia! En Fiesole tenemos unos naranjos y unos limoneros que con solo respirar cerca de ellos le devuelve a uno el color en el rostro.

–Naranjos mágicos. –Dice ella, mirándome con picardía. Sus manos plagadas de arrugas aprietan los dedos rosáceos de mi esposa–. Un día tendréis que traerme una de esas naranjas, tal vez se lleve con ella unos cuantos de mis años.

–O tal vez se lleven su escepticismo. –Le digo con la misma malicia y mientras que mi esposa me mira temerosa, la duquesa me señala el salón, plagado de personas.

–Pasen a mi fiesta. –Nos invita con cortesía–. Disfruten de la maravillosa música y de las buenas conversaciones. En una hora serviremos algo de cenar y después disfrutaremos de una maravillosa interpretación a piano del reciente fallecido Paganini* por uno de nuestros invitados. –Mi esposa se emociona frente a sus palabras y comienza a mirar hacia todas partes en el salón.

–¿Quién de todos sus invitados va a deleitarnos de esa melodía?

–No puedo desvelaros eso, –insiste ella–, pero su excitación es unánime por todos y cada uno de los presentes. –Ante sus palabras me mira a mí–. Excepto su marido.

–Paganini no me entusiasma. –Digo volviendo el rostro, a disgusto–. Prefiero autores del Barroco.

–Váyase al Barroco pues. –Me dice ella, frunciendo los labios en una malvada sonrisa–. Donde se ha quedado su maravillosa Italia. Mientras, aquí en Francia nos gusta mirar hacia el futuro. Y el futuro comienza con nuestro presente.

–No sabía que disfrutaba ensalzando nacionalismos… –Digo y miro alrededor–. Creo necesitar una copa para continuar con esta conversación.

–Una copa solo es la excusa para marcharse de la conversación.

–Como soléis decir aquí, tou ché. –Digo y me marcho dejando a mi mujer con la anfitriona que se la lleva consigo a uno de los grandes sofás donde sentarse con ella y con otras invitadas que disfrutan de verse sentadas al lado de la duquesa y yo busco con la mirada a alguno de los camareros que pueda proporcionarme una de las copas de vino que veo en las manos de algunos de los invitados a mi alrededor. Deseo refugiarme en una de ellas antes de que alguno de los invitados me avasalle con saludos convencionalistas y me atrape, entre sus redes, lejos de la posibilidad de tener una copa de vino en la que refugiarme. A lo lejos veo a uno de los camareros y camino a prisa con él hasta que lo tengo enfrente y consigo asir una de las copas de vino entre mis dedos, pero mi decepción viene al catarlo. El sabor no es nada comparado al vino de mis viñedos en Florencia. Es mucho más amargo, y con un ligero toque aguado. Con el ceño fruncido intento hacerme a la idea de que esta es la única alternativa al alcoholismo en esta sala y suelto un largo suspiro mientras miro alrededor con un desinterés mucho menos disimulado del que quisiera mostrar. Detrás de mí, los músicos entonan una chapucera pieza de Vivaldi mientras que intentan hacerse notar por encima de las voces de las personas, pero no lo logran, pues estas voces sobresalen sobre cada nota con la sola intención de proclamarse victoriosos frente a una música que desconocen, y que reconocer, fardan sobre su conocimiento como pedantes ensimismados.

A la derecha los sofás repletos de mujeres sonrientes y cándidas. Mi mujer me divisa desde la lejanía y con mi copa alzo el brillo del vino para llamar su atención en forma de saludo, a lo que ella me responde con una dulce sonrisa y un ligero rubor. Sentadas sobre el sofá, el resto de mujeres hablan entre ellas con un dulce timbre de voz agudo que me recuerdan a las más excéntricas de las melodías de Vivaldi, mientras que en el otro lado del salón, los hombres ríen con esas rasposas voces que me sientan tan guturales como los más graves acordes de Beethoven. Sentados a una mesa, el marido medio moribundo de la duquesa con una pipa en su mano, expulsando humo de sus fosas nasales como una chimenea y con la mirada perdida en algún punto del centro de la mesa. A su lado el sacerdote, tan centenario como el propio anfitrión, y con la misma expresión demacrada. Frente a ambos el alcalde de la ciudad y a sus flancos, ministros y algunos alguaciles. Puedo verlos, apenas sin reconocerlos. Solo por la forma en que se soban el bigote y se atusan la barba o el pañuelo de seda que enrolla su cuello como sogas en su último día de vida. De pie están los menos afortunados, aquellos que no son dignos de la compañía de aquellos que disfrutan del suave tacto de sus ropajes almidonados y de sus sedas importadas. Hombres como yo, que asisten a estas fiestas por la misma convencionalidad, por la misma necesidad de presencia. ¿Por qué es tan necesaria la presencia cuando existen las cartas y los correos? En lo que alguien recibe una carta alcanzan a comprender mis palabras aunque sea en persona.

La estridente música de Vivaldi degenera en una mal improvisada de Schubert y el hombre sentado al piano intenta hacer su mejor esfuerzo por sacar algo de sentimiento sin pensar en el dinero que ha de cobrar tras su actuación. La sala se llena con un ambiente mucho más melancólico, las velas hacen que la luz sea hogareña y cálida pero solo alcanzo a ver frialdad en los rostros de los presentes. Los vestidos de las damas, de colores pastel, alegran como flores recién arrancadas la sala con su presencia, mientras que los oscuros fracs de los hombres dotan a este lugar de la mano dura y el respeto que se merecen. Ellas, jugueteando como niñas y ellos fingiendo tener conversaciones serias mientras se regodean en sus títulos y linajes.

–París se está llenando de pecadores. –Oigo decir al padre de la parroquia, ataviado con su rosario en la mano–. Hace unas semanas me pasé por uno de los museos nacionales y me sorprendí al verme usurpado por el pudor de mis ojos ante aquél aquelarre de desnudos femeninos. –Dice mientras yo escondo mi sonrisa tras el cristal de mi copa y el resto de acompañantes en la mesa exclaman un sonoro bochorno–. Como les digo, caballeros, mujeres con sus senos al descubierto, en posturas nada pudendas y exhibiendo con libertad sus… –Se atraganta con sus propias palabras, tan malsonantes que de sus labios creyentes no pueden salir mas–. Sus partes… tan al aire… –Todos los allí sentados comienzan a murmurar mientras se miran unos a otros, con escepticismo y orgullo herido–. Como les cuento. Pero el mayor de todos los pecados, una mujer con el pecho al descubierto enarbolando una bandera francesa. La libertad guiando al pueblo*, se llamaba. Representado la revuelta de 1830 cuando el pueblo de París se reveló contra el sistema… –Sentencia y todos los de la mesa comienza a mostrar las mismas facciones contrarias a la idea del nacionalismo napoleónico.

Yo camino alejándome de esa escena mientras me río internamente de la ignorancia de aquellos que no han comprendido el valor de esa pintura y me acerco disimuladamente a otro grupo de hombres conversando mientras que estos no caen en mi presencia. Uno de ellos comienza su discurso chasqueando la lengua.

–Aunque no me crean, caballeros, es la verdad. Las mujeres más hermosas que vuestros ojos puedan llegar a ver. Todas ellas, se encuentran en la localidad de Fontaineblau. –Dice uno de ellos ante el escepticismo del resto, excepto uno que parece estar de acuerdo.

–Son los perfumes parisinos, que las hace parecer más finas.

–¡No! –Dice otro, exaltado–. Son los vestidos. Dicen que allí los corsés son varias tallas más apretados.

–Es el maquillaje. –Dice el primero–. Las hace parecer mucho más jóvenes. Las mujeres de provincias no se saben maquillar tan bien. He oído decir que en París, las mujeres más adineradas tienen a una criada experta en maquillajes.

–Qué gasto tan innecesario. –Dice otro, que no ha intervenido hasta ese momento, con un gran bigote pardo que oculta sus labios.

–¿Acaso tú no tienes a un chiquillo que se dedica exclusivamente a limpiarte los zapatos cada mañana? –Le pregunta el primero y este hombre de gran bigote le retira la mirada, ofendido–. ¿Ves? Gastos innecesarios tenemos tanto hombres como mujeres.

–He oído decir que las parisinas se pierden por hombres desaliñados. –Dice uno mientras baja el tono de su voz–. Con el pelo largo y las ropas rotas.

–Eso no son más que chismes. –Dice uno de ellos, ofendido, mientras se atusa el alfiler que ajusta el pañuelo de seda a su cuello.

–Yo también he oído decir eso. –Dice otro, el más joven de todos–. Esos pintores o poetas que van de bar en bar gastando el poco dinero que ganan en absenta y enamorando a las muchachas vírgenes con sus versos y tocando la bandurria o el violín…

–¡Pamplinas! –Dice el mismo hombre ofendido de antes.

–¡Es cierto! ¡La bohemia! –Dice un tercero y todo el mundo se carcajea mientras yo desisto de intervenir en esta absurda conversación y mi mejor opción es acercarme a uno de los ventanales que dan al jardín trasero en donde la duquesa tiene grandes laureles plantados alrededor de los límites del terreno. Si pudiese abrir la ventana olería desde aquí ese intenso olor pero no puedo, y de hacerlo, me tiraría por ella tras apreciar el aroma de los laureles.

No sé cuánto tiempo puedo permanecer así, absorto en el oscuro paisaje exterior. Lo suficiente como para haberme terminado la amarga copa de vino en mis manos pues cuando hago el amago de darle otro sorbo, me sorprendo con el fondo tintado de un color amoratado, pero sin una sola gota de vino que llevarme a los labios. Repentinamente siento el incontrolable deseo de hacerme con más, el suficiente como para sentirme con un motivo para permanecer en este lugar.

Cuando me decido a darme media vuelta, la mano de mi esposa cayendo sobre mi hombro me hace dar un respingo y al girarme hacia ella, esta me sonríe con una amable expresión comprensiva y mira la copa de vino vacía en mis manos. Yo la miro a ella con las mejillas levemente coloreadas con su propio rubor.

–¿Ocurre algo? –Le pregunto mientras señalo en dirección al sofá donde estaba antes sentada–. ¿Te has cansado de las banalidades que suelta la duquesa por su boca? –Le pregunto y ella se exalta por mis palabras.

–No seas tan desagradable. –Me pide, mirando a ambos lados temerosa de que alguien me haya podido oír. Tras un largo suspiro acaba volviendo al tema–. He venido a decirte que ha llegado el Marquesito de Detmold y Montélimar. –Dice ella señalando a alguien en la estancia.

–¿Quién? –Le pregunto.

–El hijo del Marqués de Montélimar y la marquesa de Detmold, la alemana. –Me dice y yo sigo frunciendo el ceño. Ella resopla, exasperada y vuelve a señalar con discreción a un joven veinteañero de cabellos rubios y grandes bucles sobre su rostro que saluda con cordialidad a uno de los invitados. Porta un extravagante frac marrón con unos pantalones beige a juego, y en su mano un bastón negro a juego con el pañuelo que rodea su cuello. El puño de este es de oro, igual que el alfiler que ajusta su pañuelo. Es un joven que por su apariencia destaca de entre todas las personas en esta sala, pero no es su ropa, es la viveza en sus ojos azules y el risueño y rojizo rubor natural de sus mejillas. Y cuando sonríe, llena toda la estancia de esa luminosidad que necesitaban estos rostros grises y moribundos.

–Ya sé quién es su padre. –Digo, recordando vagamente su título–. Vinieron a nuestra boda.

–Sí. –Dice mi esposa mirando con el mismo rostro de idolatría que yo tengo a ese joven que se presenta con tanta naturalidad frente a las personas–. Deberías ir y presentarte. –Me aconseja–. En unos meses, he oído decir, va a contraer matrimonio con una dama de Marsella, muy adinerada ella y muy conocida por ser hija de un propietario de grandes viñedos.

–Si es el propietario de los viñedos de este vino, –alzó la copa–, compadezco al muchacho que ha de beber siempre este vino en la mesa.

–No seas así. –Dice ella, ofendida–. Él acaba de regresar hace unas semanas de Londres, ve a presentarte, seguro que ni se acuerda de ti.

–¿Cómo ha de hacerlo? Apenas tenía diez años cuando vino a nuestra boda.

–Por eso, ve. Su padre hace meses que no asiste a ninguna fiesta ni reunión social. La duquesa me ha dicho que está enfermo de tuberculosis*, pero quién sabe… a lo mejor solo es un ermitaño como tú.

–No seas insolente. –Le digo frunciendo el ceño, mientras miro cómo el muchacho se coloca el bastón bajo el brazo mientras sonríe con una hermosa expresión de dominio de la conversación que esté teniendo. Yo ruedo los ojos, pensando en que se ha convertido en uno más de este circo mediático que son los grupos sociales–. ¿Cuánto hace que está aquí? –Le pregunto no sabiendo  muy bien cuanto tiempo llevo yo absorto.

–Media hora. –Me dice ella–. ¿Cuánto tiempo llevas tú ahí plantado en la ventana?

–Tal vez más. Quien sabe…

–Anda, ve. Felicítale por su enlace y pregúntale por la salud de su padre.

–Eso suena a que me estoy interesando por su patrimonio, más que por él…

–Así es. –Me dice ella y con un leve empujón en mi brazo me anima a buscar compañía. Repentinamente me siento como si ella fuese mi madre y me animase a hacer amagos en este parque infantil. Y así es. Ella vuelve al sofá y yo busco con la mirada una nueva copa de vino en cuanto diviso que sus ojos ya no me vigilan. Cuando al fin hallo, otro camarero que tiene una suculenta copa de vino en una bandeja cojo una de ellas y la llevo a mis labios, pero cuando me vuelvo al muchacho en frac marrón, lo veo rodeado de varias personas, intrigadas por algo que esté contando. Estoy titubeando en si acercarme o no por dos o tres largos minutos, pero acabo desistiendo mientras me doy media vuelta en dirección al ventanal de donde provengo. Miro disimuladamente a mi esposa que se ha sumergido en otra apasionante conversación con la duquesa y puedo ver que el chico recién llegado es el tema principal de conversación por como algunas de las más jóvenes allí presentes lo está mirando disimuladamente y con labios cubiertos por sus manos enguantadas cubriendo su aniñadas sonrisas pueriles.

Con el cuerpo cansado y la mente dolorida apoyo la copa en el dintel de la ventana y me dejo sumergir de nuevo por la oscuridad del exterior. Lo hago durante largos minutos hasta que una voz a mi espalda me sobresalta.

–¿Son interesantes los laureles? –Pregunta una melosa voz detrás de mí y me giro con sorpresa al encontrarme dos cristalinos ojos azules mirándome con recelo infantil, con picardía juvenil. Yo tartamudeo unos segundos, seducido por la intensa luz que sus ojos reflejan. Son de cristal, me digo, sus iris son de cristal, de hielo quebradizo. Son dos diamantes que junto con los bucles rubios que caen sobre su frente me hacen sentir mucho más intimidado.

–Sí, lo son. –Digo, al fin, tras un largo tartamudeo. Él se sonroja por mi miedo y acaba señalando los laureles con un vulgar gesto de cabeza.

–¿Lo son? A mí no me lo parecen, pero en contraposición con el interior de esta sala seguro que se ven como la mejor tragedia griega. –Dice con una malvada sonrisa y yo trago en seco, aliviado por su compresión y por su grosería.

–Mi esposa me reprendería por decir algo como eso.

–Y mi madre también lo haría. Pero ninguna de las dos puede oírnos. –Dice divertido y esconde el bastón debajo de su brazo como le he visto hacer antes e inclina la cabeza en forma de saludo. Lo hace con un sutil gesto de su mano fingiendo retirarse un sombrero que no tiene y yo le miro ensimismado. Los bucles de sus cabellos se mueven con melodiosa sutileza–. Encantado de volver a verle, Conde de Fiesole.

–¿Se acuerda de mí? –Le pregunto sorprendido y miro de lejos a mi esposa–. ¿O ha intervenido mi esposa para este encuentro?

–He reconocido a su esposa, pero ella no ha alentado mi presentación. –Me dice con una sonrisa–. ¿Usted se acuerda de mí? –Me pregunta y yo asiento mientras miro al exterior, levemente avergonzado por la intensidad de su mirada.

–Claro, usted y sus padres estuvieron en mi boda.

–Sí, es cierto. –Dice, poniéndose a mi lado y mirando al exterior como yo hago–. Recuerdo también su casa aquí en Valence, y la mansión en Fiesole.

–¿Estuvo allí?

–Sí. –Dice, divertido–. Su esposa nos invitó a mis padres y a mí a su casa en Florencia cuando yo tan solo tenía siete años. –Dice y con sus palabras llegan los recuerdos–. No tengo muchos recuerdos de aquello, pero sí me acuerdo de los naranjos del jardín, y de la alfombra árabe del salón. Recuerdo tirar allí un jarrón de rosas sin querer.

–¡Sí! –Digo, y esbozo una sonrisa de añoranza–. Mi esposa se puso muy furiosa. Era un jarrón de porcelana china.

–Sí. –Dice, con una mueca de culpabilidad–. También recuerdo verle a usted a través de la ventana de su biblioteca privada. –Dice, sin mirarme–. Yo me paseaba por entre las macetas de los naranjos mirando hacia la ventana del primer piso. Le veía pasearse frente a ella con un libro en las manos, con esa expresión concentrada. Cuando desviaba la mirada a mí, rápidamente me escondía detrás de una de las macetas, pero apenas prestaba atención a mis tonterías…

–Sí… –digo–. Siento no haber estado muy presente.

–No tiene que disculparse, conde. –Dice mientras se gira de espaldas a la ventana y se queda mirando el horizonte dentro de la sala. Yo aprovecho su silencio para beber algo de vino y repentinamente siento que tengo la boca y la garganta secas. Son sus ojos, estoy seguro de ello.

–He oído que ha viajado a Londres. ¿Qué le lleva a irse tan lejos?

–Los estudios, conde. –Dice, divertido–. He terminado mis estudios de economía.

–¿Sois de esos que disfrutan con los números? –Le pregunto–. Yo soy incapaz de llevar las cuentas de mi propia casa.

–Tendré que hacerme con muchos terrenos cuando herede los títulos de mis padres, señor. –Me dice, y algún día los de mi esposa, cuando me case con ella.

–Se me olvidaba felicitarle por su enlace.

–¿No es irónico? –Me pregunta–. Heredaré cientos de hectáreas de viñedos y ni siquiera disfruto del sabor del vino. –Dice divertido señalando la copa en mi mano y yo sonrío, pero no por sus palabras, sino por su sonrisa, contagiosa.

–Dígame, ¿el cielo de Londres es tan gris como se cuenta?

–Mucho más gris del que pueda imaginar. Las personas incluso son grises. Las casas son grises.

–¿Por el humo de las fábricas?

–Tal vez. Pero creo que es por el alma de las personas. Una ciudad es como las personas que lo habitan. No hay nada comparado con las costas italianas, ¿verdad? –Yo asiento con sus palabras y ante ellas, siento una ligera brisa del olor marítimo de las costas de Sicilia golpeando mis mejillas. Que maravillosa magia, sus palabras.

–¿Cómo ha sido su estancia en Londres?

–Maravillosa, a pesar de las expectativas. –Sonríe–. A mi madre casi le da un paro cardiovascular cuando se percató de las ínfimas dimensiones del pisó que alquilé en Londres. –Dice y contiene una gran carcajada–. Le dije que había alquilado una gran casa a las afueras, pero cuando fue a visitarme pensó que yo estaba viviendo en una de las habitaciones de los criados. Cuando le conté que había prescindido de ellos y que ese espacio era todo mi hogar, le faltó tiempo para hacerse las maletas y volverse a Montélimar, con mi padre.

–Ya me imagino. ¿Cómo está su padre?

–De salud débil, como ha podido oír de seguro.

–¿Tuberculosis? –Niega con el rostro.

–Problemas con el hígado. Pero yo creo que lo que le gusta es quedarse en cama hasta tarde… –Dice con media sonrisa y yo sonrío con él.

–Espero que se recupere pronto. –Él asiente.

–Gracias.

–¿Cuándo es su boda? –Le pregunto–. ¿Nos invitará a su enlace?

–Así que es cierto… –Me dice con arrogancia–. Lo que he oído de usted esta noche es cierto…

–¿Qué ha oído de mí aquí? –Le pregunto, temeroso.

–Su cortesía y delicadeza destacan por su ausencia… –Yo frunzo el ceño en su dirección mientras que él me sonríe ladino–. ¿No es demasiado violento preguntar con tal descaro si será invitado a mi enlace?

–¿Un muchacho de veinte años va a darme lecciones de modales? –Le pregunto y él se ofende.

–Tengo veintidós años. –Musita y yo sonrío más ladino que él.

–Y yo treinta y tres. –Digo y él asiente–. Yo con tu edad ya estaba casado y ocupándome de los terrenos…

–Lo sé. –Dice cortándome, siendo ahora él el que parece grosero–. ¿Quiere que le invite a mi boda? –Me pegunta–. Pensé que usted odiaba esa clase de convenciones sociales.

–¿Quién le ha dicho eso?

–Aquí todo se sabe... –Dice encogiéndose de hombros y volviendo el rostro a la ventana–. Si quiere ir, yo le invito. Pero primero he de conocer a mi esposa.

–¿Aún no la conoce?

–No. La semana que viene nuestros padres nos presentarán. Marsella está cerca de Italia. Si algún día me sobrecogiese el tedio, ¿cree que tendría lugar en su mansión de Florencia para visitarle?

–Ahora es usted el atrevido, Marquesito…

–Pero yo tengo excusa. Solo tengo veintidós años. –Dice guiñándome un ojo y yo me ruborizo, apartando la mirada mientras él sonríe por mi reacción. Se mantiene un rato en silencio y al cabo de varios minutos entran en el salón varios camareros con bandejas repletas de pequeños canapés para los invitados. La cena debe ser esta nimiedad y yo niego con el rostro de un camarero que me ofrece la bandeja mientras que el marquesito acepta uno de los canapés. Puedo verle degustar con una sonrisa algo que parece una rodaja de pan de trigo con tomate y aceite. Come en silencio mientras yo degusto un poco de la copa de vino. Frunzo el ceño por el amargor y cuando el marqués termina de comer, me vuelvo a él y él se vuelve a mí con curiosidad.

–¿Qué tiene este lugar tan llamativo que le ha negado la palabra a todos los presentes para regodearse en su soledad?

–No me regodeo en ella. Simplemente me hace compañía hasta que mi mujer crea oportuno marcharnos.

–¿Ninguna de las maravillosas conversaciones que se disputan en esta estancia le hace querer ser partícipe de ella? –Niego con el rostro, sonriendo al notar su sarcasmo en sus palabras–. No me extraña. –Dice, divertido–. He oído parafrasear varias veces a san Lucas de la boca de ese cura tan solo porque uno de sus acompañantes estaba hablando de las nuevas obras de Delacroix*.

–¿Siguen hablando de eso? –Pregunto sorprendido.

–Al parecer. –Dice–. El padre agarraba con tanta fuerza su rosario al ver como uno de los presentes describía a la perfección los senos de una de las modelos de sus cuadros que pensé que sus dedos se gangrenaban por momentos. –Yo río con sus palabras y él ríe con mi risa–. Quiero pensar que era el culto a Dios lo que le hacía exaltarse tanto, o tal vez la excitación ascendiendo bajo su toga. –Yo enmudezco mientras me exalto por sus palabras pero él se ríe de su grosería mientras yo me ruborizo, ante la imagen que acaba de mostrarme.

–Qué desvergonzado. –Suspiro y él se ríe aún más.

–Y aquellos, –señala otro grupo de hombres–, estaban parafraseando erróneamente a varios filósofos clásicos. Casi palidezco al oír como en latín intentaban parafrasear a Séneca. Se me ha puesto el vello de punta.

–¿Ha estudiado latín?

–Y griego. –Asiente–. He recibido las mejores clases de lenguas muertas desde que nací. Mi madre se encargó de que así fuese. Aparte de idiomas como el alemán, el inglés, y el italiano.

–¿Dónde nació usted, marqués?

–En Montélimar, de donde es mi padre, pero mi madre, como sabe es de Detmold, Alemania. Me he pasado la vida estudiando, ¿y para qué? No puedo exhibir mis conocimientos pues puedo parecer un pedante frente a estos despojos de la sociedad. –Dice y yo me exalto–. Pero ellos se hacen los pedantes con datos falsos y rumores supersticiosos. –Asiento–. La conversación más valiosa de toda esta sala, después de la que usted y yo estamos manteniendo, es la de las mujeres.

–¿De qué hablan? –Le pregunto.

–Cuando me he acercado a saludar hace un rato estaban elogiando a autores actuales y nacionales como Stendhal o Flaubert. –Dice, asintiendo con el rostro–. Podrían leer algo más clásico pero creo que son las únicas que tienen el tiempo y la inteligencia para leer algo que no sea el periódico.

–No me gustan esos autores. –Le digo y él se vuelve a mí, divertido–. Solo ensalzan a la mujer para que desprecie a su marido y se vaya con amantes jóvenes como… –Me detengo antes de cometer una imprudencia pero él encara una ceja, astuto.

–¿Jóvenes como yo? –Pregunta y yo aparto la mirada–. Estoy de acuerdo. Por eso yo también leo a esos autores. Ensalzan la figura del joven ambicioso. –Estoy a punto de decirle algo más pero me quedo en el intento cuando le veo marcharse de mi lado con el bastón moviéndose en su mano como si fuese un juguete en manos de un niño y camina hasta el camarero más cercano, coge otro canapé y se lo lleva a los labios mientras regresa a donde yo estoy apoyado en la ventana. Cuando quiero volver a beber de mi copa me la encuentro vacía y trago en seco. Angustiado, levanto la vista y el rostro del chico ha desaparecido. Busco su cabellera rubia por toda la sala y no lo hallo hasta que no regresa con medio canapé en su mano, bastón bajo el brazo, y una copa de vino en la otra. Cuando regresa a mi lado me extiende la copa de vino y yo la acepto mucho más sorprendido por su grosera amabilidad que por su atención para conmigo.

–Gracias… –Le digo mientras bebo del vino y él se encoge de hombros y muerde el canapé.

–Créame cuando el digo que he viajado a muchos lugares, he vivido en muchos sitios. Alemania, Inglaterra, Italia, Francia, incluso en Holanda y Dinamarca, y puedo decirle que hay un común denominador que nos define a todos los hombres.

–¿Cuál es?

–Que todos, pobres y ricos, jóvenes o adultos, tenemos vicios indispensables en nuestras vidas. Para usted pueden ser el alcohol y los libros, para otros las mujeres y la música. Quien sabe…

–¿Cuáles son sus vicios?

–Otra vez vuelve a ser indiscreto…

–Usted acaba de llamarme alcohólico.

–¿Acaso no usa el vino como escape de este lugar? –No digo nada–. También he aprendido que todo hombre es libre. Libre de tomar las decisiones que más desee.

–No estoy de acuerdo.

–¡Claro que es cierto! Si desea marcharse de aquí, solo tiene que hacerlo. –Dice pero yo niego con el rostro.

–Me atan mi mujer y mi título.

–Solo le ata su conciencia. Cuando aprenda a dejarla de lado, vivirá mucho mejor.

–Dios no vería con buenos ojos… –Él se carcajea de mí, con medio canapé en la boca. Yo alzo las cejas incrédulo.

–Dios… –Dice, divertido–. Disculpe mi reacción pero pensé que usted no era de esos…

–¿De esos?

–Creyente, señor. Mi recuerdo de usted es de verle enfrascado siempre en libros. Pensé que era demasiado inteligente como para creer en Dios. –Yo alzo la mirada en dirección al sacerdote que hay en la sala con la esperanza de que no nos haya oído–. Soy ateo. –Me explica y yo le miro con horror, con devoción, con admiración y con pánico a la vez.

–¿Ateo?

–Sí, señor. –Me dice–. ¿Por qué habría de creer en algo que se me impone? ¿Usted cree que en la China hay dragones que vuelan por el cielo de las ciudades? ¿Usted los ha visto? ¿Cómo puede creer en algo que no ve? –No me deja terminar–. No importa, respeto toda clase de creencias, así que si usted es creyente, disculpe mi mal comportamiento.

–Lo soy. –Digo–. Pero no tengo nada que perdonarle. También respeto el libre pensamiento.

Él asiente con mis palabras pero no dice nada más. Termina su segundo canapé y se queda mirando alrededor mientras paladea con disgusto. Frunce el ceño y puedo ver como su expresión se vuelve dulce como la de un niño curioso y triste como un bebé sediento.

–¿No sabrá dónde puedo encontrar algo dulce que llevarme a la boca y quitarme este sabor?

–Lo más dulce que hay aquí es el perfume de las damas. –Señalo a las señoras–. Si quieres acurrucarte en sus vestidos…

–No soy un bebé para lamer sus senos… –Dice ofendido.

–No solo un bebé hace eso. –Le digo pero él chasquea la lengua, disgustado.

–¿Podría beber de su vino? –Me pregunta y yo me quedo mudo mientras señala la copa en mis manos.

–Puede hacerlo, pero no es muy dulce…

–No importa. –Dice y coge con sus manos sobre las mías la copa y su cálido roce me deja el vello erizado. Cuando tiene la copa en sus manos bebe un poco, paladea en silencio con ojos brillantes y vuelve a beber un poco más. En sus ojos azules se refleja el magenta del vino y crea una visión extraordinaria de confusión cromática–. No, no es muy dulce. –Dice, triste y me devuelve la copa mientras que se apoya de espaldas a la ventana como estoy yo. Mira directo  hacia los músicos que tocan una interpretación muy melancólica de la Gaza Ladra de Rossini*, cuando debería ser algo mucho más alegre y divertido. El marqués a mi lado habla–. ¿Lo están haciendo bien? –Me pregunta señalando con el mentón a los músicos–. Tengo la sensación de que están pisoteando a Rossini. –Asiento.

–Y antes han matado a Schubert y escupido a Vivaldi. –Él ríe con mis palabras y asiente.

–Esa es la sensación que llevo teniendo toda la noche. Que desperdicio de instrumentos.

–Dicen que van a traer a un músico experto para tocar a Paganini. ¿Sabe usted quién es?

–No tengo idea. Dicen que toca como los ángeles. Incluso mejor que el propio Paganini.

–¿De veras? –Se encoge de hombros.

–Eso dicen. La verdad es que ya me gustaría a mí verle interpretando a Beethoven. Si sabes interpretar a Beethoven y suena a Beethoven, sabe hacer cualquier cosa. –Yo asiento mientras que me mira, interesado–. No sabía que entendiese usted de música.

–Sí. Algo…

–¿Toca algún instrumento?

–No. Solo soy un mero oyente. –Asiente mientras se agarra al bastón y comienza a golpearlo sutilmente en el suelo entre sus pies cruzados, como marcando un ritmo para la música que suena. Frunce el ceño. Al parecer, no llevan el ritmo correcto.

–Esta misma composición la he oído tocar hace unos años en la ópera de Orleáns. Salí de allí con ganas de arrancarle un caballo al primer carruaje que pasase por delante de la puerta de la ópera y cabalgar hasta que el caballo desfalleciese. Esa es la sensación que debe transmitirte la Gazza Ladra, y no que parece esto un funeral…

–Qué melodramático.

–Es la pasión de la música, señor conde.

–Llámame Jerome. –Le pido y al mostrarle confianza él me sonríe ladino.

–Que osado…

–Odio las normas de etiqueta. ¿Qué importa cómo se dirijan a ti si las palabras que te dirigen son insolentes? ¿Dónde queda entonces el respeto?

–¿Lo dice por mí? –Asiento y él sonríe mucho más feliz que antes.

–Llámeme pues Francesco. –Asiento–. Cecco para abreviar.

–Francesco está bien. Me gusta el nombre, italiano…

–Sí, nombre italiano y apellidos francés y alemán.

–Qué cosmopolita… –Digo y él asiente en el momento en que el violinista sentencia a Rossini y la duquesa sube al pequeño estrado donde estaban los músicos y llama la atención de todos los presentes mientras hace sutiles gestos con las manos, emocionada por que ya viene el momento de la presentación del audaz músico.

–Damas y caballeros, es un honor para mí, y para mi hogar presentarles al tan esperado pianista que va a deleitarnos con su Campanella de Paganini. –La duquesa señala en mi dirección, pero no es a mí a quien señala, sino al muchacho que aún paladea con su lengua y una expresión descontenta el amargo sabor del vino en sus labios–. Francesco, Marqués de Detmold y Montélimar. Yo me quedo estático con mi copa de vino sujeta de mi mano temblorosa y la garganta repentinamente seca. Con un respingo el chico a mi lado parece despertar de un gran letargo y se vuelve hacia las personas, da un paso al frente y se inclina, jugando con el bastón en su mano, como muestra de respecto al público. Sus cabellos se mueven bailando con él y cuando se yergue bebe de los aplausos del sorprendido público. Un segundo después se vuelve a mí y me extiende su bastón con la expresión más sonriente que he visto jamás.

–¿Me sujetais el bastón? –Me dice y yo asiento mientras lo alcanzo con mi mano y él se vuelve de nuevo al público, juguetea con sus emociones unos minutos más inclinándose como un actor al final de su escena y sube el escalón para dirigirse a la pianola que le recibe con los brazos abiertos. Se sienta con teatralidad más que con naturalidad y se ajusta el asiento a su estatura. Toquetea un par de teclas al azar y yo camino un par de pasos hasta quedar en oblicuo a él, de forma que él pueda verme pero yo no puedo ver bien sus dedos. Si alza la mirada, me encontrará ahí mirándole con el rostro de estupefacción que se me ha quedado desde que he oído pronunciar su nombre.

Yo miro por un instante al público del que ahora formo parte y descubro como las personas, emocionadas y eufóricas se lanzan a la parte delantera del salón para estar cerca de aquél que va a deleitarles con una canción. Sin más miramientos, Francesco comienza a pulsar las notas siguiendo la canción y repentinamente me sumerjo en esa aura fantástica y melodiosa característica de Paganini. Tan cambiante, tan exuberante y característica, pero también puedo vislumbrar por entre las notas su propia personalidad. Tiene ese toque personal que el propio autor no puede mostrar y es él mismo interpretando con sus dedos una obra de renombre. No es una pieza que yo personalmente admire, ni tampoco es algo que me emocione, pero lo logra sin entenderlo. No consigo hallar entre ese sonido nada de lo que quejarme y me quedo absorto viendo como su cuerpo se mueve con excentricidad, la misma que la propia pieza contiene y le exige. Cuando bruscamente cambia de registro a uno más lento, como es la propia obra, las mujeres en la sala exclaman un suspiro y yo trago en seco cuando los ojos de Francesco se alzan para mirarme y su mirada impacta con la mía. Me siento levemente aturdido mientras que siento la música entre ambos y él, su mirada, hace de puente entre ambos para que la emoción me embargue de igual manera. Me consume el deseo por poder acercarme, pero no puedo moverme, me siento paralizado.

Vuelve a bajar la mirada a las teclas y yo suelto un largo suspiro como si me hubiesen liberado de un yugo que ya no poseo. La pieza se desarrolla con naturalidad hasta que regresa de nuevo un giro en el tono y se vuelve melódica y animada y las más jóvenes de la sala gritan emocionadas, aplaudiendo, ante las súplicas de otros por que se mantengan en silencio. Francesco parece demasiado concentrado como para caer en ello pero sé que puede oído, tanto como puedo oír que mi corazón se desboca. Por una vez en toda la velada alguien parece tener interés por la música, por algo, en general, y me siento extasiado por la forma en que sus dedos consiguen hacer que todo el mundo aquí desfallezca, yo incluido.

Cuando la pieza termina con un par de notas fuertemente pulsadas todo el mundo estalla en gritos y aplausos mientras las manos de Francesco se alzan como seña de que ha sentenciado la obra y se levanta, ávido de los aplausos y el reconocimiento social que se merece. Aplaudiría si no tuviera las manos ocupadas, pero mi estupefacción es suficiente muestra de emoción por lo sucedido. Cuando se levanta del asiento se vuelve a inclinar frente a su público con entusiasmo, con la más ferviente necesidad de esos aplausos. Interpreta el papel de niño prodigio mientras sonríe con ese cinismo de conciencia de su don.

Baja de la tarima besando las manos de las mujeres que desean el mínimo contacto con él y cuando se ha despejado todo el salón Francesco regresa a mí y me extiende la mano para pedirme el bastón. Yo lo hago helado, ensimismado y mudo. Completamente atontado aun por lo ocurrido.

–Tocais el piano… –Digo casi embobado.

–¿Sois de esos que recalcan lo evidente? –Me pregunta y yo no sé qué decir a lo que él se encoge de hombros–. Soy licenciado en economía, señor. Y la música es matemáticas. Todo es matemáticas. Incluso el amor y el odio son matemáticamente cuantificables…

–Usted, señor, tiene un don. –Le digo y él se encoge de hombros y se golpea suavemente la sien con el bastón.

–Su dios me ha otorgado de una inteligencia maravillosa. Y a mi público de una ignorancia que me hace ver mucho mejor de lo que soy. –Se encoge de hombros y yo no sé si sentirme insultado o admirado por sus palabras. Apuro la copa de vino y la dejo por alguna parte mientras él recobra la compostura y se llena los pulmones de aire y lo deja salir, como renovado–. Me siento exuberante. ¿Usted no? –Me pregunta y yo no sé qué decir a ello a lo que él se coge de mi brazo y me mira con ojos brillantes–. ¿Le gustaban los laureles? ¿Por qué no salimos fuera? Aquí el aire está muy cargado y después de mi Paganini no creo que estos músicos puedan mejorarlo…

Yo asiento un poco cohibido por el contacto pero él parece sentirse del todo natural con ello, por lo que yo no digo nada y me encamino con él, pero él tira de mí en otra dirección que no es la puerta, en dirección a la mesa en donde el duque y compañía se han sentado a charlar.

–¿A dónde vais? –Le pregunto en un susurro pero él me mira como un cachorro a punto de morderme solo por diversión.

–A ver cuán de inocente puede ser el escepticismo humano, conde. –Me dice mientras nos acercamos a paso amable alrededor de la mesa haciéndonos notar entre los presentes. El sacerdote deja sus palabras a la mitad cuando recae en Francesco a mi lado y muestra una expresión iluminada y maravillada.

–¡Querido mío! –Exclama el sacerdote haciendo un amago para ponerse en pie pero con un gesto de la mano de Francesco consigue retenerlo en su sitio y este le sonríe con amabilidad–. ¡Nuestro querido Francesco! Se te extraña en tierras francesas.

–Y yo las extrañaba a ellas, padre. –Dice el muchacho a mi lado.

–Todos estaremos de acuerdo, –dice el sacerdote mirando a sus acompañantes de mesa–, en que hoy el marqués nos ha deleitado con una maravillosa pieza de música. ¿No es así? –Todo el mundo rompe en halagos para nuestro gran protagonista mientras que yo me quedo al margen con una sonrisa amable–. Y tan hermoso que es nuestro joven… Su futura esposa tiene mucha suerte.

–Estoy de acuerdo. –Dice él, orgulloso.

–¡Que rostro tan angelical… –Le alaba, pero nuestro anfitrión frunce el ceño con una expresión algo sorprendida por el reciente apelativo y yo me quedo mirando con preocupación su tez, que se ha vuelto sobresaltada pero al mismo tiempo, feliz. Como alentado a algo que desconozco.

–¿Angelical, padre? –Le pregunta y el sacerdote asiente–. ¿Por qué soy rubio de ojos azules, padre? –Le pregunta de nuevo pero este se vuelve mucho más curioso y escéptico por las palabras de Francesco–. Eso es un estereotipo racial, padre, y eso es pecado, ¿no será usted racista? No se preocupe, su dios le perdonará, no puede ir al infierno, es sacerdote. Pero tenga cuidado, no se le caiga el alzacuellos cuando se presente frente a san Pedro, o le confundirán con un impío. –El sacerdote da un respingo en la mesa, palideciendo con las palabras del joven delante de él y yo me cubro los labios con la mano, extasiado y asombrado por su frialdad en ese rostro tan ruboroso.

–Su talento no perdona su desvergüenza. –Susurra el sacerdote cuando ha recobrado la voz.

–Mi talento perdona cualquiera de mis desvergonzadas palabras, pero no les hace falta. Mis palabras no necesitan del poder de ningún ser omnipotente. –El duque, sentado con los ojos inyectados en sangre por tal desvergonzado gesto frunce los labios con palabras que no quieren salir de sus labios y el resto de acompañantes en la mesa se mantienen en un perpetuo sobresalto–. ¿He tenido oportunidad, padre, de hablarle del filósofo del siglo? Del mileno me atrevería a decirle yo. Ludwig Feuerbach. Hace unos años asistí a una de sus conferencias en Berlín y mostró al público entusiasmado, como dios es una contradicción en sí misma. Dijo algo así como: Así como se disuelve la esencia objetiva de la religión, la esencia de dios, así se disuelve, por razones fáciles de comprender, la esencia subjetiva de la religión en una serie de contradicciones.

El padre comienza a colerizar y Francesco se muestra sonriente mientras se vuelve al resto de los allí presentes, intentando buscar más de esas expresiones de vergüenza y rubor mientras que se regodea en sus palabras. Yo, estático detrás de él me encojo en mí mismo, aturdido y algo avergonzado por su actitud para con los asistentes pero no paso desapercibido, pues cuando Francesco se gira a mí vuelve a cogerme del brazo y sonríe con amabilidad a todos aquellos que aún le miran con esa expresión de ojos desorbitados.

–Espero que disfruten de la velada y de los invitados. Los dos mejores, se marchan ya. –Dice y tira de mí para que camine a su lado de nuevo, hacia otro punto de la sala. Por la dirección de sus pasos puedo ver que se dirige al sofá donde está sentada mi esposa, pero antes de llegar, le susurro con voz entrecortada por el susto.

–¿Cómo puede ser tan desvergonzado?

–¿He sido maleducado? Creo que me he expresado con propiedad.

–No ha sido el tono, sino las palabras.

–¿Demasiado hirientes? –Me pregunta con un sonrisa sádica y sus ojos brillando por el reflejo de las velas del salón me hacen sentir mucho más intimidado de lo que me esperaba de ellos por lo que vuelvo el rostro y él suelta una risa nasal por mi respuesta inexistente. Cuando hemos llegado al sofá donde la duquesa se encuentra sentada, mi esposa a su vera y alrededor todo el conjunto de mujeres enfundadas en amplios vestidos de colores pastel, el muchacho suelta mi brazo y se dirige sin ápice de duda al brazo de la duquesa y besa con gracilidad el dorso de su mano, apenas rozando sus labios con la piel de esta. Las chicas alrededor exclaman suspiros de admiración y alguna se abanica con una mano enguantada en un sutil guante de encaje blanco–. Mi Duquesa. –Dice–. Está siendo esta una de las mejores fiestas que ha organizado. Una comida excelente, el mejor entretenimiento y las damas más hermosas de toda Francia. –Las chicas se ríen, coquetas–. La compañía esta noche es inmejorable y su belleza es exuberante. Cuanto echaba en falta vuestra presencia.

–Mi joven marquesito… –Suspira ella enamorada, de ojos brillantes y sonrisa cándida en dirección a Francesco–. No me digas que ya te marchas… –Ella entristece su faz.

–¡Ni pensarlo! Solo me acercaba a admirar más de cerca su presencia. –Dice él, adulador, y pasa su mirada esta vez al rostro de mi esposa que enrojece violentamente. Yo siento una ligera punzada de celos pero más me preocupa que dirija para ella más que su mirada, el resultado de su lengua afilada–. Aunque también quería hacerme con el permiso de esta hermosa joven para llevarme por unos minutos a su marido fuera, para admirar más exhaustivamente los laureles que la duquesa ha plantado recientemente en el jardín.

Mi esposa, roja y de ojos vidrioso, no encuentra las palabras con las que darle el permiso de sustraerme del salón por un momento, y en medio de ese confuso momento para ella, él coge su rosácea mano y besa sobre su dorso con una cálido gesto y un sonoro chasquido que me hace temblar.

–Por… por su puesto. –Acaba diciendo ella y cuando suelta la mano de Francesco, acerca su propia mano hacia su pecho, queriendo guardarse ese beso para siempre. Jamás la había visto tan ilusionada con nada, y menos con nadie. El resto de mujeres alrededor exclama suspiros de amarga envidia y Francesco vuelve a cogerme del brazo y me lleva lejos del sofá, en dirección a la puerta con un paso ágil y armonioso. Su sonrisa es la de un chico travieso a la par que victorioso. Ha conseguido escandalizar a todo el salón en menos de unos segundos y solo ha necesitado de un par de palabras bien seleccionadas y sutiles gestos faciales para dotarle de una apariencia extremadamente inocente y pura. Aunque no sea más que una estrategia para que se vea el contraste con la maldad de sus palabras.

Cuando salimos del salón nos conducimos por el pasillo hasta la puerta de salida al jardín trasero y con su mano sobre mi brazo le llamo la atención.

–Si le hablas así a mi esposa no volverá  a pensar en mí cuando estemos en el lecho. –Le digo y él se ríe divertido mientras niega con el rostro.

–¡Sabe Dios en qué piensan las mujeres en el lecho! Nunca he yacido con ninguna pero de seguro que en lo último en lo que quieren pensar es en el hombre que las posee. –Dice entre sonriente y melancólico–. ¿En qué piensa un hombre cuando yace con una mujer? –Me pregunta y mi boca se seca por su rotundidad.

–¿Un hombre? –Pregunto no muy seguro de saber responderle. Y de hallar las palabras, no sabría cómo expresarlas con cuidado–. Piensa en la mujer, desde luego. Ha de pensar en ella.

–Permítame la pregunta, tal vez no he sido demasiado conciso. ¿En qué piensa usted? –Me pregunta y yo le retiro la mirada, avergonzado mientras salimos por una de las aberturas exteriores al jardín trasero y el aire frío golpea mi rostro. Él se agarra con más fuerza a mí y comenzamos a caminar a través del jardín perfectamente recortado que deleita la casa.

–Eso es muy descarado. Y si yo le respondiese, demasiado imprudente.

–Dígame, ¿el matrimonio es fácil? –Puedo leer en sus palabras la verdadera curiosidad e interés por la vida en matrimonio.

–Nunca nada es fácil. –Le digo pero él no parece desanimado. Más bien parece feliz de haber escuchado lo que deseaba oír–. Y menos si no amas a la mujer con la que has contraído matrimonio. –Él asiente, seguro de mis palabras–. Pero toda mujer es bella y toda mujer es buena madre. Solo hay que darle paciencia.

–¿Una mujer solo es belleza y maternidad? ¿Dónde está la inteligencia de la que tanto los hombres pedantes como usted hacen alarde?

–También hay de eso, no lo dude. Mi mujer es extremadamente inteligente. Recita con soltura los más hermosos versos de Shakespeare. Pero ha de descubrirlo con el tiempo. No creo que antes de casarse con su esposa vaya a verla recitar nada ni a mantener una larga conversación con ella en la cual pueda usted ser consciente de que su alarde de inteligencia es mucho más elocuente que la de usted.

–¡Oh si existiera esa mujer! Una en la que verme retratado. –Exclama, divertido–. Entonces me casaría con gusto.

–¿Acaso no se casa usted muy convencido?

–No soy de esa clase de personas, conde.

–¿Cómo es usted, pues?

–De aquellos que en el último instante sale corriendo en busca de una oferta mejor. –Ambos reímos con sus palabras pero en su tono puedo notar que no ha sido una mera gracia–. Diría incluso que ni me presentaría en el altar. ¿Qué le parece?

–Me parece que su prometida se quedaría francamente decepcionada.

–¿Solo ella? Mis padres están ávidos de poder económico, y los de ella, mucho más. Créame cuando le digo que en esta boda los únicos que no queremos casarnos somos los novios. No al menos por mi parte. Ni siquiera creo poder cumplir con mi esposa en el lecho. –Sentencia con tristeza cínica y yo desvío la mirada a través de los laureles que nos rodean. Huele francamente fresco y el ambiente húmedo en el exterior es mucho más agradable de lo que me esperaba en un principio. Dentro de la mansión el ambiente se había caldeado demasiado y aquí, con las luces de leves faroles alumbrando nuestros pasos, nuestros pies rompiendo hojas en el suelo, el silencio roto por su voz–. Yo no soy de esos que cumplen compromisos y que alcanza las expectativas que las personas tienen puestas sobre ellos.

–He podido comprobarlo. Y ya entiendo su juego. –Él me mira intrigado–. Primero se presenta como uno más, después hace una exuberante demostración de poderío intelectual, y sentencia la velada con gruesas palabras para demostrar que tras la inteligencia se halla el malvado sentido del humor que usted gasta. –Él asiente con mis palabras–. Déjeme decirle que lo único que hace con su grosería es desprestigiar a la inteligencia. –Él se ofende.

–¿Eso cree? Yo prefiero pensar que la maldad es la única forma en la que mostrar la inteligencia, de lo contrario no sería muy diferente a ustedes, pedantes aburridos, que dan datos absurdos sobre detalles sin importancia para mostrar su capacidad de retención.

–¿Cuándo me has visto mostrar mi pedantería?

–No lo he visto, y gracias a ello he acudido en su presencia para buscar conversación. Era usted el único que no hablaba de perfumes franceses, de cuadros de ideología napoleónica o desvergonzados versos de artículos policíacos.

–¿Qué ha visto en mí entonces? –Él se suelta de mi brazo y se posa delante de mí, deteniendo mis pasos, el de ambos, en este camino de laureles. Su cabello se ilumina por las luces de los pequeños farolillos y sus ojos cristalinos están ardiendo. Arden, y el hielo en ellos se ha convertido en un espeso mar.

–Usted era el único que reflejaba en su mirada el mismo deseo que yo por desaparecer de esa escena.

–Vos adoráis ser el centro de atención.

–Tou ché. –Suspira y se queda ahí parado mientras mira alrededor con una expresión aburrida y meditabunda. Cuando se inclina hacia el suelo, con una de sus pálidas manos alcanza una de las hojas caídas en el suelo y se la queda mirando con delicadeza. Admiro su mano por ser tan hermosa y envidio a esa hoja de laurel por tener el honor de caer con tanta facilidad sobre su fuerza, y sin embargo, él parece mucho más liviano que esa hoja–. En la antigua Roma coronaban a los ganadores de grandes batallas con coronas de hojas de laurel. –Dice y acaricia la hoja.

–Ahora vos estáis siendo el pedante de nuevo…

–Tou ché, de nuevo. –Suspira y se coloca la hoja justo encima de su oreja, escondiendo parte de la hoja por uno de sus mechones y haciendo que quede ahí sujeta mientras que me mira con una sonrisa infantil y amable. Con un golpe seco de su bastón en el suelo nos anima a ambos a retomar camino adelante y se vuelve a sujetar de mi brazo pero apenas hemos dado el primer paso él se pone ligeramente de puntillas y alcanza a besar la comisura de mis labios. Doy un respingo y antes siquiera de poder pensar en qué sucede, ya camina de nuevo a mi lado y me ha dejado la dulce sensación de sus labios apegados a los míos. Me siento febril por momentos y tembloroso, pero él, seguro de sus pasos, me conduce adelante y con una sonrisa victoriosa me mira de reojo por la sensación que ha causado en mí. Ese es su juego. Y yo soy la guerra que está ganando.

 


FIN


–––.–––

 

*El frac es un traje masculino de tipo formal que constituye el tipo de vestuario más formal para el hombre en celebraciones nocturnas; para el día (hasta las 19:00 aproximadamente) se luce chaqué. Solo el traje nacional tiene la misma consideración que el frac para los actos nocturnos. Al igual que el chaqué, el protocolo indica que la invitación lo especifique con frases del tipo "frac o traje nacional".

*La Libertad guiando al pueblo es un cuadro pintado por Eugène Delacroix en 1830 y conservado en el Museo del Louvre de París. El lienzo representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas. El rey Carlos X de Francia había suprimido el parlamento por decreto y tenía la intención de restringir la libertad de prensa. Los disturbios iniciales se convirtieron en un levantamiento que desembocó en una revolución seguida por ciudadanos enojados de todas las clases sociales. No existió un único cabecilla. Por eso Delacroix representa a la Libertad como guía que conduce al pueblo. Tampoco está representada de una forma abstracta, sino que es una figura alegórica muy sensual y real.

*Niccolò Paganini (Génova, 27 de octubre de 1782–Niza, 27 de mayo de 1840) fue violinista, violista, guitarrista y compositoritaliano. Está considerado uno de los violinistas más virtuosos de todos los tiempos, y contribuyó con sus aportaciones al desarrollo de la moderna técnica violinística. Sus 24 caprichos para violín Op. 1, son una de sus obras más conocidas y han servido de inspiración a numerosos compositores posteriores.

*La tuberculosis (abreviada TBC o TB), llamada alternativa e históricamente tisis (del griego φθίσις, a través del latín phthisis), es una infección bacteriana contagiosa que compromete principalmente a los pulmones, pero puede propagarse a otros órganos. La especie de bacteria más importante y representativa causante de la tuberculosis es Mycobacterium tuberculosis o bacilo de Koch, perteneciente al complejo Mycobacterium tuberculosis.

*Ferdinand–Victor–Eugène Delacroix (Charenton–Saint–Maurice, Francia, 26 de abril de 1798–París, 13 de agosto de 1863) fue un pintor francés.

*Gioachino Antonio Rossini (Pésaro, Estados Pontificios; 29 de febrero de 1792–Passy, París, Francia; 13 de noviembre de 1868), más conocido como Gioacchino Rossini o Gioachino Rossini, fue un compositor italiano. Su popularidad le hizo asumir el «trono» de la ópera italiana en la estética del bel canto de principios del siglo XIX, género que realza la belleza de la línea melódica vocal sin descuidar los demás aspectos musicales.



 


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