CUANDO EL PASADO REGRESA
CUANDO EL PASADO REGRESA.
A un viejo amigo, que vuelve a ser nuevo,
y que será muchas veces más un buen amigo.
Pasado. Siempre me
ha parecido una palabra muy grande Pasado. Casi habría que subrayarla y
enmarcarla entre mayúsculas. PASADO. Para alguien de mi edad, apenas veintiún
años, el pasado es casi el presente que se ha alargado demasiado. No tengo esa
precisión kilométrica para definir algo que ha sucedido hace un año como
pasado, como algo lejano. Y sin embargo siento que en mis veintiún años de vida
he vivido demasiadas experiencias, he conocido a demasiada gente y he
evolucionado unas dos o tres veces, cuatro a lo sumo, hasta llegar a donde me
encuentro hoy en día.
Sin embargo la palabra pasado se
vuelve raquítica y nimia en comparación con la grandiosidad de la expresión
FUTURO. Para alguien de mi edad, viviendo en un país donde la tasa de muerte
supera ya los ochenta años y para ser alguien que aún no se ha abierto a la
vida laboral, la palabra futuro aún resuena muy lejana. Hacía apenas un
año temblaba cuando tenía que oír hablar de alquiler, o hipoteca, o préstamos
bancarios… Muchos adultos tiemblan igual que yo, pero seguro que por diferentes
motivos, al recordarse lo que supone la responsabilidad adulta.
En este momento de mi vida me hallo en el
preciso instante de transición en donde ya he dejado de ser una niña, una
adolescente incluso, y paso poco a poco, igual que la lentitud de una mariposa
para salir de su crisálida, a exponerme a los diferentes accidentes geográficos
que suponen la vida adulta. Yo sola hago el pago de las tasas de la
universidad, yo recibo las becas por mis estudios, yo me encargo de lidiar con
mis profesores y de organizar mi propia agenda semanal. Ya no tengo hora de
regresar a casa y puedo tomar decisiones de alto calibre como irme sola de
vacaciones a otro país o decidir no obtener el permiso de conducir. “Poco a
poco”, dice mi madre. “Siempre serás mi niña”, dice mi padre.
Algunos reconocen el momento exacto en
donde sus vidas se truncaron y maduraron de una vez, pero yo sería incapaz de
precisar un momento determinado. Creo que de niña no era del todo infantil y
siempre solía ser más madura que el resto, y me temo que en la madurez, no
podré ser del todo adulta, pues parte de mí sigue necesitando esas pequeñas
infantilidades de cría. Pero en general, creo que han habido varios segmentos
de lo que entiendo como una línea temporal de mi vida que me han cambiado
inevitablemente. Tras chocar de frente con un impase, he tenido que tomar
ciertas decisiones que para bien o para mal, me han conducido por el sendero de
la madurez.
El primer corte en el segmento fue el
nacimiento de mi hermano cuando yo tenía cinco años. Fue más el adoctrinamiento
verbal de mis padres por hacerme a mí responsable de él, más que las verdaderas
responsabilidades que me dejaron tener. Recuerdo aún la frase que se le dice a
todo hermano mayor “Este es tu hermano, y tendrás que cuidarle a partir de
ahora”. Desde esta experiencia crecí como persona y me enseñó algo muy valioso:
yo no valgo para tener hijos, y mucho menos hermanos.
El siguiente impase ocurrió a los trece.
La entrada en el instituto, junto con una relación tóxica entre amigos y
relación amorosa me condenó a una depresión de largo alcance. Mis padres lo
notaron a pesar de que yo hice mi mejor esfuerzo por disimularlo. Tomé ciertas
decisiones equivocadas que todos tomamos a los quince años, hubo varios cambios
de look, varios cambios de ser, hubo un remolino de emociones propios de
la edad. Pero al final, de todo se sale.
La penúltima bifurcación en mi camino de
vida fue alrededor de los 17 años cuando me incorporé a un grupo de amigos con
los que los vicios y los excesos estaban a la orden del día. Buenos amigos
algunos, otros tóxicos y peligrosos. Yo era la peor de todas. De nuevo, con un
cambio más, también yo cambié. Fui más lanzada, más experimental, más sincera
con mi persona y mucho más egoísta. Después de una derrota, ya no me dejo ganar
tan fácilmente.
El último cambio se debe a la universidad.
Es inevitable que esto te cambie, o al menos así lo veo. La universidad me
proporcionó una nueva forma de verlo todo, unos nuevos prismáticos por los que
ver a través. Y qué desgracia descubrirme tan terriblemente derrotada. De nuevo
el cambio se produce. Nuevos amigos, nuevas amistades y experiencias. Nuevos
excesos, nuevas drogas. Y nueva autoestima. Más excentricidad y mucha más
confianza.
Y si algo me ha dejado claro, –sí, ya
termino con mis penas–, es que nada es imperecedero. Nada es eterno, solo el
hecho de que todo evoluciona. Nunca los amigos son para siempre. Jamás. Ni los
buenos amigos duran siempre ni los malos amigos tampoco. Ni siquiera tú mismo
eres eterno. Jamás serás como eres hoy de nuevo y mañana, tal vez, ya no te
veas con los mismos ojos con los que hoy te observas. Es una verdad difícil, y
si lo piensas, dura y cruel, pero es la verdad más absoluta. Siempre es el
mismo procedimiento. Nuevas amistades, nuevos desfases, nuevas peleas y siempre
la ruptura final. Pero jamás nada dura para siempre, nada más que la monotonía
del sistema. Con los que un día te besaste, ya no te besarás más, y a los que
un día odiaste, ya no les odias más. Es triste, pero es así.
¿Y a qué viene toda esta pedante y
pretenciosa introducción? Pues al título del escrito. Hoy me reencuentro con mi
pasado. Un pasado que tengo por norma no tocar más. Cuando paso página no me
gusta regresar al punto de inicio, y mucho menos mucho más atrás de eso. Pero
siempre se puede hacer una excepción, y más aún cuando esa página de mi línea
temporal se halla rota, arrugada y pintarrajeada tras muchas veladas de
discusiones y cicuta. Mi norma de no regresar es por el temor de perderme yo
misma en mis recuerdos, en mi pasado, y perder el esfuerzo madurado por tanto
tiempo. No me gusta pedir perdón si por ello tengo que dar un paso atrás, y
mucho menos perdonar, si con ello hago avanzar a alguien que no se lo merece.
Pero hoy fue la excepción. Hoy perdono, y pido perdón. Porque en este caso, es
la única forma de avanzar.
El día es cálido. Odio los días cálidos
como hoy porque no me veo igual de cómoda. Ni con el calor ni con la ropa, pero
no hay sol. Eso es incluso agradable y sé que por su desaparición, dentro de
unas horas refrescará, pero no puedo evitar pensar que si esto hubiera sucedido
hace unos meses, en la estación de frío, todo habría sido mucho más agradable.
Al menos para mí. No puedo evitar pensar en las cosas que podrían estar mejor
en la situación, y dado que ha sido todo tan precipitado, ni siquiera me he acordado
de echarme del perfume que me gusta. Ese con olor tan dulzón que todos me dicen
“Hum, que bien hueles”. Me he perfumado con la primera colonia que he
encontrado, pero mirándolo en perspectiva, él me ha visto mucho peor que
ahora.
Me paro en medio de la acera y reviso mi
teléfono. Me ha dicho que en cinco minutos llegaba, pero eso ha sido hace
cuatro. Miro por todas partes. Diviso a la gente alrededor y me muerdo el labio
inferior intentando aparentar serenidad y sosiego. Meto el teléfono en el bolso
que llevo colgado y me coloco la pequeña chaqueta del antebrazo. Es incómoda,
pero luego voy a agradecerla. No sé qué haremos, no sé a dónde iremos, ni
siquiera sé si podré reconocerle. ¡Claro que le reconoceré! Vaya tonterías
digo. ¿Y él? ¿Me reconocerá a mí? Me retoco un poco el pelo y me recoloco las
gafas sobre el puente de la nariz. Él no me ha visto jamás con gafas. Y tampoco
con el pelo cortado como lo tengo ahora. Tampoco con la ropa que porto. Pero me
reconocería entre mil personas. Aunque sea por mi altura raquítica.
Vuelvo a mirar al horizonte. Nadie
reconocible. Me tiemblan las manos. Cosa impropia en mí. Hace al menos un año
que no le veo, cuando en otros tiempos nos veíamos casi todos los días. O al
menos todas las semanas nos encontrábamos en su casa a solas. Recuerdo el
sonido de las risas de aquellas tardes mientras encendía un cigarrillo y tiraba
el mechero a la mesa del salón. El maullido de sus dos gatas y el sonido de la
televisión. Recuerdo aquellas largas jornadas de fuertes risotadas y de gritos
en plena cocina, él con la sartén en el fuego y yo fingiendo buscar algo
mientras probaba el postre. Su mirada sorprendida y mi sonrisa cómplice. Pero
también recuerdo los gritos. Las lágrimas. Todos reunidos en su casa a punto de
matarnos y aquellas discusiones tan tóxicas que a más de uno nos hizo
replantearnos las consecuencias de continuar con aquellas amistades. Yo me
marché a tiempo de aquello. Él acaba de salir.
Un silbido me hace dar un respingo cuando
estaba a punto de mirar por cuadragésima vez el móvil. Me giro inmediatamente
hacia aquel sonido. Irreconocible a pesar de los años, a pesar del tiempo
perdido. Él camina hacia mí y lo reconozco como si fuese la luz del alba que le
alumbra con el suave rumor de la madrugada. Camino hacia él, atraída por el
pasado, atraída por él y por su persona. Por los recuerdos, por el tiempo. Está
más delgado, y más moreno. Ha estado trabajando mucho, desde luego. Camisa sin
mangas, pantalones vaqueros. Cuando llego a él, le abrazo. Su olor no ha cambiado,
y fundirme con él en sus brazos es mucho más reconfortante que las últimas
veces que nos hablamos. ¿Qué habrá pensado él de mí al verme caminar? Él se
está riendo, y me hace reír a mí. Es la incomodidad del tiempo transcurrido,
pero también la ilusión del momento. ¿Quién iba a decirme a mí que después de
más de un año sin tener nada de contacto el uno con el otro, nos abrazaríamos
con tanta naturalidad? Ha sido algo natural. Necesitado. Ha sido deseado.
–Te veo cambiado. –Le digo a él, después
de tanto tiempo y al instante me arrepiento porque él frunce los labios en un
intento de sonrisa forzada y comprendo que su cambio no se debe a algo
deseado.
–Tú estás igual. –Le digo, y ahora la que
hace el gesto soy yo. Con su brazo sobre mis hombros me conduce calle abajo y
sin decirlo, sin nombrarlo, ya sé a dónde vamos–. ¿Un café? –Me pregunta y yo
asiento, energéticamente.
–Y después un billar. –Digo y él sonríe
con entusiasmo. Una antigua rutina para un antiguo recuerdo que queremos
revivir.
…
Ya en la cafetería él se desenvuelve como
lo ha hecho siempre, con las mismas manías que le recordaba y con las mismas
costumbres que tanto me gustan de él. Primero, nada más entrar, me hace escoger
mesa y siempre escojo la que sé que necesitamos, la más alejada y arrinconada,
para hablar en absoluta intimidad. El café es el lugar de siempre, el olor es
el de siempre. Es un viaje al pasado no del todo pasado. Cuando hemos accedido
al local nos dirigimos sin titubeos a la mesa y él deja en primer lugar su pequeña
riñonera en la mesa y después el móvil que saca de los pantalones. Después me
siento yo y él, aún de pie, va a pedirnos a la barra dos cafés con leche y
doble de azúcar. Los dos tenemos el mismo gusto en gastronomía, eso siempre
simplifica las cosas.
Aún no nos hemos contado nada importante.
Todo han sido nimiedades que en otro tiempo se convirtieron en nuestro todo por
carencia de cosas importantes que decirnos. Y ahora, tras tanto tiempo, somos
incapaces de centrarnos en lo importante, de poner cara seria y decirnos dos o
tres realidades. Han sido muchos años de engañarnos, ambos, y demasiadas
realidades explotadas sin querer. Somos soldados, que tras una gran guerra,
temen a un arma aunque no esté empuñada.
Él tarda demasiado. Cuando me giro a verle
está apoyado en la barra esperando a que alguna camarera se digne a atenderle.
Me mira porque siente mi mirada cuando chocamos, él sonríe y yo le sonrío de
vuelta con entusiasmo. Vuelvo a girarme hacia la mesa y el asiento delante de
mí, ahora vacío, parece un recordatorio de lo que he podido perder, si las
cosas no hubieran salido tal como ha sido. Ahora me veo frente a mi error:
haber sido demasiado orgullosa. Cuando regresa deja primero mi café a mi lado,
después el suyo y por último se sienta. Estoy a punto de sacar el monedero pero
él niega con el rostro.
–A este invito yo. He sido yo quien te lo
ha propuesto. –Dice y con una media sonrisa triste remueve el café con la
cuchara. No le gusta el café muy caliente.
–Me alegro de que lo hayas hecho. –Suelto–.
Yo no habría tenido el valor de contactar contigo si no eres tú el primero que
das el paso. –Tras decir esto soy consciente de que puede que sea la primera y
gran verdad que le digo a la cara. Eso me reafirma en mi madurez, pero él me
regala una mirada comprensiva, y ahí veo entonces la suya.
–Me costó hacerlo, pero pensé: No puedo
perderte…
–Yo tampoco quiero perderte.
Después de eso ambos bajamos, sonrojados,
la mirada a nuestros respectivos cafés y nos mantenernos en humilde silencio.
Ya no hay nada que contar. Hemos agotado los temas triviales de camino al café.
Él ha acabado la carrera de medicina, yo he sacado la mejor nota de mi clase en
mi segundo año de universidad, él se ha sacado el permiso de conducir y su
madre le ha regalado su antiguo coche, yo he estado viajando por Portugal…
cosas nimias sin importancia que bien habrían valido cinco minutos de
conversación pero que hemos alargado a posta. Es una tradición nuestra. Las
cosas importantes se hablan delante de un café, nunca en plena calle.
Recuerdo como nos conocimos. Yo tenía
dieciséis años, y él era el novio de mi mejor amiga. Una buena amiga a la que
yo admiraba desde los catorce años. Ella nos presentó, pues recién acababan de
iniciar una relación y no nos caímos bien. Casi diría que nos odiamos por un
momento. Él era el novio que me quitaría a mi mejor amiga y yo era la mejor
amiga que influenciaría a su novia contra él. No sé cómo ocurrió, que de un
momento a otro él trajo a unos amigos, nosotras llevamos a una amiga y puf,
se formó un grupo de seis inseparables. Durante años fuimos los mejores nos
quisimos como hermanos, y él y yo, nos tornamos necesarios el uno para el otro.
Al principio, todo estaba bien. Fiestas, alcohol, droga, besos, pasión, algunos
leves delitos y días enteros de resaca. Pero no nos dimos cuenta. Estábamos
infectados de toxicidad. Nos fuimos a juntar el grupo de seis más tóxicos, de
gente más tóxica que jamás haya conocido. Éramos buenas personas, pero sacamos
lo peor de nosotros con nosotros mismos incluso. Nos autodestruimos y todo se
fue a la mierda. En resumen: Mi mejor amiga ya no es mi mejor amiga. Su novia,
ya no es su novia. Y ahora, solos y perdidos en una realidad que no buscábamos,
nos hemos reencontrado.
–Hay mucho que contar. –Dice él, pero no
se refiere ya a la universidad–. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste
del grupo hace un año.
–Ya lo sé todo. –Digo–. Me he enterado por
M.
–No. –Dice, negando con rotundidad. Una
abnegación que a mí me da escalofríos–. No te has enterado de todo.
El café se está enfriando con tanto
removerlo. El café no es más que un mero engranaje para ayudarnos a soltarnos
en la conversación. No es más que un mero objeto, algo banal, pero necesario
para ambos. Bebo un poco de café. La verdad es que nunca me ha gustado el café
de este local, pero no es sino la compañía la que endulza el café. La compañía
y los dos terrones de azúcar. Tras una larga hora de ponernos al día, le
descubro derrotado, hundido en una miseria de la que lucha por salir. Es
valiente, pero ingenuo. No podrá salir de la miseria con tanta facilidad. No
puede ponerse en pie, sacudirse los pantalones y hacer como si nada mientras
camina en una dirección cualquiera.
–¿Y tú qué harías? –Me pregunta, sujetando
con ambas manos la taza de café.
–Yo no estoy en tu situación, y tampoco la
entiendo del todo porque una relación tan larga, ahora rota, a tu edad, es casi
mortal. Intenta quedarte con lo bueno, aprende de lo malo, y poco a poco cambia
tu rutina para que no dependa todo de ella. Busca la libertad que te da no
estar con ella y piensa en lo que ganarás de ahora en adelante.
–Desde que te fuiste, ya no hubo nada
bueno. –Dice mirándome directamente a los ojos. Antes no habría tenido el valor
de hacerlo. Yo doy un respingo y le retiro la mirada.
–Tú y yo somos iguales. –Le digo y acerco
mi mano a la suya. Él suelta el café y me estrecha la mano. La suya es más
grande, más fuerte y dura que la mía. Pero se siente bien el cálido roce–. Y sé
que eres fuerte para superar esto y más. Yo estaré a tu lado como estuve antes.
Las hemos pasado peores, los dos. –Asiente.
–No me habría perdonado perderte.
–Aunque no nos hubiéramos vuelto a hablar,
no me has perdido. Nunca me perderás, porque tus errores también son los míos y
los comprendo. –Su agarre se vuelve más fuerte. Cualquiera que pueda vernos
fuera del contexto, pensaría que somos algo más que amigos. Yo también lo
pensaría. A veces lo he deseado. Y él también. Pero fuimos leales a nuestros
compromisos. Nos soltamos y al perder el contacto siento que parte de mí se ha
ido con él.
–¿Recuerdas cuando nos conocimos? –Me
pregunta. Yo sé qué él no lo recuerda, pero me sorprende con una contestación
casi cómica–. Tenías el ceño fruncido todo el tiempo. Ahí parada, toda vestida
de negro y con esas gafas de Yoko Ono…
–¿Te acuerdas de eso? –Pregunto, con una
expresión de sorpresa–. Pensé que no te acordarías.
–Claro que sí. Pensé. “Qué amiga más rara
tiene mi novia”.
–Yo pensé lo mismo de ti. –Digo y él se
desternilla de risa. Tras este pequeño lapsus de comedia volvemos a ensombrecer
nuestras expresiones pero no tanto como antes. Ahora la tragedia ya no parece
tan tremenda.
–Quería pedirte perdón por todo lo que…
–No pidas perdón. –Le detengo–. Ya lo has
hecho, y yo también me he disculpado.
–Tú no tienes nada de lo que disculparte.
Fui yo el que fui injusto contigo. Tú me advertiste de todo, y no te
creí.
–Yo no me esforcé por repetírtelo. Eso fue
error mío. –De nuevo el sepulcral silencio. Él lo rompe con una sonrisa
bobalicona como las que he puesto yo todo el camino hasta aquí y se restriega
la mano con la frente, negando con el rostro.
–Qué idiotas hemos sido…
–Y que lo digas.
–Estaba ciego, hasta que te marchaste.
Cuando te marchaste y nos dejaste… –Toma aire, no encuentra las palabras o el
valor–. No podía creerlo. Pensé que nos habías traicionado. Pensé…
–Debí hacerlo de otra forma…
–No es eso. Yo estaba tan ciego… –Remueve
el café. No. Solo la cuchara, ya no tiene café. No creo que se haya dado cuenta–.
Y el resto, una vez ya no estabas, te criticaron a la espalda. –Le miro, seria–.
Hubo un tiempo en que incluso yo…
–¿Tú?
–Sí. Yo también pensé que me habías
fallado. Ellos me hicieron creer que tú eras la mala de la historia, para que
me entiendas…
Eso me ha dolido.
–¿Dudaste de mí? –Le pregunto con una
sonrisa bobalicona, al borde del llanto.
–Sí. Y no me perdonaré por eso…
–Yo lo hago. –Digo, tragándome las
lágrimas–. Yo te perdono. –Está a punto de decir algo, pero el labio le tiembla
y solo sonríe, agarrándome de nuevo la mano con fuerza. Juraría que me habría
abrazado si no hubiera una mesa de por medio–. Perdonarte no es algo solo
unidireccional. Quiero que sea algo recíproco. Quiero que tú también me
perdones a mí y te perdones a ti, igual que yo me redimo hablando contigo. Si
me llegan a decir ayer que íbamos a estar aquí, juntos, otra vez, probablemente
no me lo hubiera creído. Nos separaban años de luchas, meses de silencio
absoluto. Y sin más, un mensaje es suficiente para juntarnos de nuevo.
–Eso demuestra que los buenos amigos
siempre quedan.
–No. –Niego, en rotundo–. Nadie queda,
nadie permanece para siempre a tu lado. Solo tú mismo. Lo que demuestra esta
experiencia es que las buenas voluntades mueven montañas y que si hay
predisposición por ambas partes, se puede lograr lo impensable. –Él asiente,
convencido y casi asombrado de lo que acabo de soltar, a lo que sonríe y me
suelta la mano de nuevo. Alguien nos ha mirado extraño porque él ha mirado a la
lejanía con un fruncimiento de ceño. A mí no me importa que piense nadie lo que
quiera. Nadie sabe lo importante que es para mí que sus dedos rocen los míos de
nuevo. La misma confianza que teníamos el uno con el otro, ahí sigue. Sigue el
sentimiento de fraternidad. Cuando le he visto llorar, cuando me ha visto
tragarme mis emociones. Nuestras miradas cómplices.
Yo me termino mi café y nos quedamos largo
rato mirándonos el uno al otro como si fuésemos para el otro una escultura bien
lograda y conseguida tras una eterna lucha.
–Fuiste la primera que lo vio. –Dice, sin
poderse sacar el tema de la cabeza–. Fuiste la primera que lo dijo. “Somos
tóxicos y esto, un día va a explotar”. Recuerdo que yo lo negué rotundamente.
¿Cómo lo pudiste ver?
–Cuando en un grupo empezamos a callarnos
las cosas, a no contarnos nuestros problemas, a discutir por tonterías… es
porque nuestro final está a la vuelta de la esquina. –Suspiro largamente–. ¿No
te diste cuenta? Cuando quedábamos entre nosotros por separado éramos nosotros
mismos, más adultos, más responsables, más sinceros. Pero cuando nos juntábamos
todos volvíamos al instante en que nos encontramos, a los dieciséis años. Creo
que se mezcló el miedo a madurar y las ganas de regresar a aquella diversión
insana. Fue cuestión de ir acumulando mierda y rencor. Yo me marché a tiempo
para que no me salpicase, pero a ti te golpeó de lleno.
–Cierto. –Dice–. Hablé con C. y
también me dijo que debía haberse ido mucho antes, cuando tú te fuiste…
–Siento que hayas tenido que pasar por
todo esto, sin que yo pudiera hacer nada. Pero no quería enfrentarme a
vosotros. Tenía miedo de explotar también y bañaros a todo de mi bilis. Ese es
el problema de los grupos tóxicos como nosotros, que cuando algo explota,
nuestro mayor temor es enfrentarnos a nosotros mismos. –Él asiente y mira a
otro lado, pensativo–. Hace poco me encontré con M. en el pub al que
suelo ir. Lo vi bien. –Me mira curioso–. Le pregunté por ti. Me dijo que
estabas bien pero que te hablase, que no me impedirías volver a mantener el
contacto.
–¿Por qué no lo hiciste?
–Tenía miedo.
–¿De qué? –Me encojo de hombros. Me
planteo no contestarle, pero eso era lo que había la antigua yo, no la
nueva.
–No podría superar que me dieses de lado.
No lo habría soportado. –Está a punto de decir algo pero la camarera llega,
recoge la cuenta y se marcha. Cuando se ha ido, él ya no tiene nada que decime
y tampoco tiene café que beber. Por hoy es suficiente sinceridad. Demasiado
dolor reabierto.
–¿Qué es lo que más echas en falta de
estar con nosotros?
–Estar contigo. –Suspiro–. Añoro cuando
quedábamos a solas en tu casa, hablábamos durante horas, después cocinábamos
algo rico de cena, aunque nunca quedaba como queríamos y aun así siempre estaba
delicioso, ver una película en el sofá y saber de ti algo más de lo que me
contaban los demás.
–Pues ya sé lo que vamos a hacer luego en
la noche. –Dice y me guiña un ojo. Yo me entusiasmo como una idiota. Él se
levanta y yo me levanto a la par mientras que recogemos nuestras cosas y
salimos al exterior. Ya refresca un poco pero no lo suficiente. Mientras me
pongo de nuevo el bolso alrededor del pecho y la chaqueta sobre el antebrazo,
él saca un paquete de tabaco y me lo extiende, con una sonrisa. Yo niego con un
gesto de mi mano y él se sorprende.
–Ya no fumo. –Le digo a lo que él abre sus
ojos, mezclando el temor con la sorpresa–. Lo dejé en mayo.
–¡Me alegro mucho! –Dice, pero sé que en
verdad no es cierto–. ¿Incluso la maría?
–No, eso no. –Digo y él pone los ojos en
blanco.
–¡Ah! Ya me parecía a mí… –Ambos sonreímos
y él se enciende un cigarrillo en silencio mientras yo me muerdo el labio
inferior y frunzo el ceño, pensativa.
–No es el único gran cambio. –Suspiro–. En
dos meses me mudo a otra ciudad. –Él da un respingo–. Me voy a L.
–¿De verdad? –Pregunta, pero su entusiasmo
no encaja con la respuesta que yo me aventuraba. Tras asentir él se ríe–. No
puedo creerlo. Yo estoy buscando trabajo allí. Tienen buenos centros médicos y
los alquileres son baratos. –Nos miramos sorprendidos el uno con el otro, como
descubriendo una nueva oportunidad que se nos abre de ahora en adelante.
Me confundía yo, desde un principio. El
futuro no queda tan lejos, no es tan remoto como yo me imaginaba. No estoy
viviendo en el presente, sino en el final de un presente que se cierra poco a
poco para dar paso a un futuro mucho más prometedor de lo que nos esperábamos.
Una nueva vida, un nuevo comienzo, tal vez juntos. Como ambos nos merecemos.
FIN
Comentarios
Publicar un comentario