CINCO NOCHES HELADAS
CINCO NOCHES HELADAS
NOCHE
1
Hace
horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por
cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba
helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como
algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido
aliento del invierno. Apuro el paso porque temo que se me congelen las mejillas
antes de llegar a la puerta del bar. Quisiera sacar las manos de los bolsillos
de mi gabardina y frotarme las orejas, y la nariz, y las mejillas, pero me
contengo porque de camino a mi rostro puedo perder los dedos, por culpa del
frío.
La
luz que sale a través de los vidrios y el cúmulo de personas que se agrupan
como pingüinos en el polo norte, alrededor de un mechero que encienda sus
temblorosos cigarrillos, me anuncia la puerta del bar. El letrero de madera que
cuelga sobre el umbral se tambalea con un estridente y chirriante crujido
metálico. Un cuervo, o una especie de grajo* regordete y despeluchado, saluda a
los parroquianos con un ademán de su ala, levantando un sombrero de copa, descbriendo
su cabeza de plumas revueltas. Con ese vaivén del cartel parece que el
animalillo vaya a echar a volar de un momento a otro, dejando un hueco sobre el
fondo de madera.
Cuando
me he acercado lo suficiente a la puerta me ha bañado la luz anaranjada, tenue
y cálida que sale de los ventanucos, y siento una hogareña bienvenida incluso
en el desdén que encuentro en las miradas de los pobres allí arrejuntados
contra las escaleras. Les saludo con un ademán de mi mentón y eso les consuela
lo suficiente como para apartar de mí sus expresiones curiosas. Al bajar las
escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios,
temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el
templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme. Una vez dentro me deshago
con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis articulaciones y me adelanto
hasta la barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme
de los clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre detrás del
cuello de mi gabardina y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con
decisión, la misma con la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y
cuando nos encontramos el uno al otro en ese intercambio de favores, nos
sonreímos.
—¿Qué
se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia
la barra donde me estoy apoyando y con la mirada persigue a un par de clientes
a los que acaba de despachar y los otea dirigiéndose hasta la puerta.
—Un
whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento
recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por
seguir compartiendo abrigo conmigo.
—¿Quieres
algo de picar? —Me ofrece, y sin necesidad de decirme qué es lo que puede
ofrecerme, yo asiento con una sonrisa agradecida.
—Unos
frutos secos estarían bien. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una
mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los hielos en el
vaso de whiskey, desde el otro lado de la barra otro cliente reclama su
atención, y no solo no tiene la deferencia de esperar, sino que desde lo lejos
le lanza la comanda, esperando que la recuerde para cuando tenga un instante
libre. El camarero le devuelve un sincero asentimiento, y yo me debato en si mirar
al cliente con el ceño fruncido o ignorarlo por completo.
El
whiskey ya está sobre la mesa y el camarero me pide el dinero. Ya tengo el
monedero en mis manos y mientras cuento las monedas también cuento cada uno de
los calambres llenos de resentimiento que abotargan mis dedos para poder pagar.
Sé que no me merezco este pequeño descanso y que el poco dinero que gasto, es
malgastado. Pero la idea de estar aquí me impide cualquier arrepentimiento y
cuando poso el dinero sobre la barra sé que ya no hay vuelta atrás. Una vez
tengo el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos me alejo lo
más posible de la barra, así como de la puerta y de otros clientes y me refugio
en una pequeña mesa, con dos sillas, contra una pared al fondo del local. He
tenido el cuidado de alejarme de igual manera de los baños y las ventanas. De
forma inconsciente me he puesto a calcular en mi mente cada una de las
distancias que me separan del resto de seres con vida dentro del bar y puedo
asegurar que he escogido, sin lugar a dudas, el sitio más aislado de todo el
local.
No
me deshago de mi abrigo, pero sí me descubro lo suficiente como para no tener
que cubrirme el rostro, ya no hace tanto frío aunque tengo los miembros
entumecidos y los dedos no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me
recorre las rodillas y repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo
luchase contra el frío por sí mismo. Mañana me dolerán todos los huesos. El
vaso de whiskey en mis labios se siente como el beso de un viejo amigo, al que
hace siglos que no veo. Me recibe al principio con cariño pero el impacto me
deja sin aliento unos instantes. Tengo que fruncir el ceño pero una vez el
licor ha desaparecido de mi boca y cae por mi garganta, todo mi cuerpo se
caldea con el ardor propio del veneno.
Repentinamente
caigo en el arrepentimiento, junto con la quemazón del alcohol y la soledad de
la que me he dejado rodear. Miro a mi alrededor como si la bebida me hubiese
despejado la mente y pudiese ver con claridad la situación en la que me
encuentro, o tal vez solo he cambiado de gafas. Una venda por otra. Y dentro de
unos minutos, otra diferente. Las paredes rezuman humedad desde las ventanas en
lo alto de los muros, la madera está empapada y todo huele a humedad, y orín
ácido. Los vapores del whiskey me reaniman un poco y doy otro trago mientras
rebusco dentro de mi abrigo algún cigarrillo. Encuentro un par de ellos
escondidos en el bolsillo interior de la gabardina y lo enciendo con una
cerilla. La densidad del humo nubla unos instantes mí alrededor y la soledad,
junto con el brillo de la punta de este cigarrillo, no parece tan sofocante. No
estoy solo, solo estoy fumando.
Ante
tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme
mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo
mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las
llamadas. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la madera de la mesa y
me recoloco en mi asiento. Miro con detenimiento el cuenco de frutos secos.
Cacahuetes, almendras, pipas, avellanas. También unas finas láminas blancas,
creo que es coco. Entre bocanada y bocanada el humo parece responder con
voluptuosas sinuosidades a una conversación privada entre él y yo. Me pesa la
espalda, las sillas nunca son cómodas. Me reclino y apoyo mi mano sobre mi
sien, y entre los dedos, el cigarrillo se consume solo. Otro trago de whiskey,
ya me siento algo más liviano y despreocupado.
Hay
voces fuera, parece una discusión acalorada pero luego todos estallan en carcajadas,
así que el ambiente se destensa de golpe. Entran dos personas nuevas que se
dirigen sin pensarlo demasiado a una mesa cerca de la barra. Saludan al
camarero con una confianza desmedida, y son correspondidos en los mismos
términos. Dos cervezas, un cuenco con aceitunas y pepinillos en escabeche. He
levantado una astilla de la madera donde la uña llevaba escarbando varios
minutos. La tiro por alguna parte y sigo ahondando en el hueco. Los cuadros que
me rodean están descoloridos, amarillentos y llenos de polvo. Un anuncio de un
refresco, un cartel vintage, un pequeño paisaje marítimo y una mujer en ropa
interior anunciando un licor blanco. Me froto los ojos y sigo bebiendo.
...
Cuando
salgo tropiezo con uno de los escalones y un hombre que casualmente ascendía
conmigo para salir del bar me sostiene por el brazo. Ambos nos miramos con
sonrisas bobaliconas, la mía avergonzada, la suya preocupada. Pero tras
escuchar una carcajada de mi parte, me deja marchar confiado. Cuando encaro la
oscura, larga y fría acera para dirigirme a casa intento recordar el rostro del
hombre que me ha sostenido, mediana edad, tal vez algo más. Tenía el pelo
blanco pero no me he fijado en sus facciones, podía tener arrugas o no. Su
rostro se desdibuja como una densa masa de carne neblinosa dentro de mi
memoria, juntándose con otros tantos recuerdos recientes como la imagen del
cuenco de frutos secos, los carteles de propaganda y los hielos tintineantes
del whiskey, todo ello con fogonazos de las luces del interior aun rebotando
detrás de mis retinas.
Mientras
voy pensando en ello camino a ritmo constante como un autómata por la acera,
preocupándome por si mis pasos son rectos o voy tambaleándome, asegurándome a
cada instante de que aunque la imagen de la calle se retuerza, sigo hacia el
frente y no me confundo al girar en la esquina equivocada, para no perderme.
Los círculos de luz que dibujan como una impronta amarillenta las farolas de la
calle me sirven como medio de mantener la mente ocupada en, al menos, algo
empírico. Voy sobrepasándolas, una farola, dos farolas, tres farolas. En la
quinta, o la sexta, veo la silueta de un gato atravesando a gran velocidad la
carretera y deteniéndose un instante a contemplarme, con las orejas en alto. Me
mira desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que debe ver una sombra
negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la expresión abatida, si
no cadavérica. No se asusta, es más, puedo sentir que no tiene ningún respeto
por mi persona, y decide ignorarme, o no tomarme importancia, y desaparecer por
algún hueco que la sombra camufla.
Busco
en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal
vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas
frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la
basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las
paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la
soledad y la angustia. El silencio. No puedo evitar sentirme como un muerto que
regresa a su tumba después de un dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me
reconforto, fundiéndome con las sombras que me rodean y aunándome con el frío y
lo tenebroso de una noche de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo falta
convertirme yo también en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la
última farola.
NOCHE
2
Hace
horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por
cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba
helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como
algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido
aliento del invierno. Me subo la bufanda hasta cubrirme la nariz, la calle está
llena de nieve y mis pasos crujen a cada momento. Ese sonido acaba por
enloquecerme. A cada paso mi cuerpo se debate entre el miedo a resbalarme y
caer, y la impaciencia por llegar al bar. La nieve ralentiza mis pasos y mi
prudencia me desespera.
La
luz que sale a través de los vidrios me anuncia que he llegado al local, y la
soledad que se divisa en la puerta es indicio de que la nieve no es amiga de
nadie, solo de los niños revoltosos. Incluso las despedidas se realizan ya
dentro del bar, por miedo a que la nieve los atrape sin remedio. Las
conversaciones se finiquitan dentro, fuera no hay nadie con preámbulos. El
letrero de madera que cuelga sobre el umbral se tambalea con un estridente y
chirriante crujido metálico. ¡Bienvenido, de nuevo! Parece graznar ese cuervo o
grajo que se bambolea de un lado a otro, mientras su chistera se levanta, mostrando
esa cabeza escamochada de ave carroñera. El viento arrecia y temo que el cartel
se me caiga encima una vez tenga que pasar por debajo, pero como siempre, se
mantiene firmemente sujeto cuando me adelanto y me dispongo a cruzar el umbral.
Cuando
me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y
cálida que sale de los ventanucos, y siento una hogareña bienvenida incluso
cuando sé que allí dentro solo encontraré el tan conocido remordimiento, que me
espera como siempre acompañado de la soledad y la angustia más punzante. Al
bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios,
temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el
templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme.
Una
vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis
articulaciones y de la nieve que se ha aferrado a mis zapatos como lapas sobre
el casco de un barco. La nieve cae justo en la entrada como pequeños bloques
helados que poco a poco se funden sobre el suelo de madera. Me adelanto con
decisión hasta la barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder
refugiarme de los clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre
detrás de la bufanda y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión,
la misma con la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos
encontramos el uno al otro en ese intercambio de favores, nos sonreímos.
—¿Qué
se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia
la barra donde me estoy apoyando y con la mirada persigue a un par de clientes
a los que acaba de despachar y los otea dirigiéndose hasta la puerta—. ¡Qué
tengan buena noche!
—Un
whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento
recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por
seguir compartiendo abrigo conmigo.
—¿Quieres
algo de picar? —Me ofrece, y sin necesidad de decirme qué es lo que puede
ofrecerme, yo asiento con una sonrisa agradecida.
—Unos
frutos secos estarían bien. —Al musitarl
o de
esa manera él me devuelve una mirada llena de preocupada diversión. Antes de
que pueda poner los hielos en el vaso de whiskey, atajo una desinteresada
conversación—. ¡Vaya nevada ha caído!
—Sí,
he tenido que barrer la entrada un par de veces ya hoy, y por lo que han dicho
en el periódico, mañana nevará más. Puede que empiece esta noche.
—¡Vaya!
El
whiskey ya está sobre la mesa y el camarero me pide el dinero. Ya tengo el
monedero en mis manos y mientras cuento las monedas siento como todos mis
resentimientos se cargan sobre mi espalda. Uno a uno empiezo a enumerarlos y a
intentar apartarlos del camino, pero se empeñan en hacerse notar. Son unas
pocas monedas, pero no tengo tantas como me gustaría, y aunque intento
convencerme de que debo pagar, mi razón me dice, desde la sobriedad, que no
debería hacerlo. Al poner sobre la barra el dinero me digo con toda la
sinceridad de la que soy capaz, que solo son unas pocas monedas, y algo dentro
de mí, tal vez las ganas de beber, me juega una mala pasada, engañándome con la
idea de que esas pocas monedas reaparecerán de nuevo en mi hucha, cuando haya
llegado casa. Como si la falta de ellas no fuese una gran pérdida, como si un
poco de satisfacción compensase ese humilde gasto. Me lo merezco, me digo, pero
ni eso es cierto. Antes de poder darme cuenta el camarero ya se ha llevado el
dinero y yo me hago con la copa, lleno de ansiedad.
Una
vez tengo el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos me alejo
lo más posible de la barra, así como de la puerta y de otros clientes y me
refugio en una pequeña mesa, con dos sillas, contra una pared al fondo del
local. He tenido el cuidado de alejarme de igual manera de los baños y las
ventanas. De forma inconsciente me he puesto a calcular en mi mente cada una de
las distancias que me separan del resto de seres con vida dentro del bar y
puedo asegurar que he escogido, sin lugar a dudas, el sitio más aislado de todo
el local.
No
me deshago de mi abrigo, pero sí me quito la bufanda y la dejo sobre la silla
vacía que tengo enfrente. Así pareciera que espero a alguien allí, que mi
acompañante ha ido al baño o ha salido a tomar el aire. Aun tengo los miembros
entumecidos y los dedos no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me
recorre las rodillas y repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo
luchase contra el frío por sí mismo. Llevo días con dolor en los huesos. Cuando
doy el primer trago de whiskey en mis labios se siente como el beso de un nuevo
amante, al que he deseado besar fervientemente. Me recibe al principio con
cariño pero el impacto me deja sin aliento unos instantes. Tengo que fruncir el
ceño pero una vez el licor ha desaparecido de mi boca y cae por mi garganta,
todo mi cuerpo se caldea con el ardor propio del veneno. Siento que me estoy
matando.
Repentinamente
caigo en el arrepentimiento, junto con la quemazón del alcohol y la soledad de
la que me he dejado rodear. Es una caída libre a la que ya estoy acostumbrado,
pero uno nunca llega a pensar que puede soportarlo una segunda vez, y sin
embargo, como todo, es adictivo. Incluso el sufrimiento, puede resultar
morbosamente adictivo. Siempre buscando una segunda dosis, que a alguien le
haya sobrado, por si en algún momento vuelve a sentirse como la primera vez,
aunque eso nunca sucede. Pero nunca se pierde la esperanza. ¿Cierto?
Las
paredes rezuman humedad desde las ventanas en lo alto de los muros, la madera
está empapada y todo huele a humedad, y orín ácido. La mesa está pegajosa y
cojea, siento la nieve derretida de mi abrigo calarme hasta los huesos pero no
tengo el valor de deshacerme de él, porque sería como arrancarme la piel. De
las ventanas chorrea el agua. Todo está húmedo. Los vapores del whiskey me
reaniman un poco y doy otro trago mientras rebusco dentro de mi abrigo algún
cigarrillo. Tengo que inspeccionar varios bolsillos hasta que doy con un
cigarrillo medio torcido. En un intento por buscar un mejor ejemplar me debato
cinco minutos con mi abrigo pero como no encuentro nada mejor me llevo ese a
los labios y tras encenderlo le doy una densa y profunda calada que me llegue
hasta el último espacio limpio de mis helados pulmones. La densidad del humo
nubla unos instantes mí alrededor y la soledad, junto con el brillo de la punta
de este cigarrillo, no parece tan sofocante. No estoy solo, solo estoy fumando.
Quiero pensar que desde fuera, no parezco algo tan patético como en mi mente se
desdibuja mi aspecto. Quiero creer que el whiskey me da un aspecto más robusto y
el cigarrillo, algo más distinguido.
Ante
tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme
mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo
mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las
llamadas. El correo se acumula en el buzón y aunque el ama de llaves me dice
que volveré pronto, yo sé que no es cierto. Con una uña rasco sobre una muesca
que tiene la madera de la mesa y me recoloco en mi asiento. Miro con
detenimiento el cuenco de frutos secos. Cacahuetes, almendras, pipas,
avellanas. También unas finas láminas blancas, creo que es coco. El cigarrillo
no me sabe tan bien como otras veces y aunque hago un esfuerzo por disfrutarlo,
la verdad es que el sabor que deja en mi boca no me reconforta, tampoco el humo
siento que realmente cumpla una función necesaria, pero está encendido y tengo
que fumarlo. Me gustaría poder apagarlo, pero la idea de no tener nada en que
ocupar mis manos me aterroriza tanto como que me claven agujas debajo de las
uñas. La sola idea me da escalofríos. Por eso lo aguanto, lo apuro, y cuando lo
he terminado juego con la colilla en mis dedos a pesar de que deteste el olor
que deja después en ellos. Otro trago de whiskey, ya me siento algo más liviano
y despreocupado.
El
local está calmado y en silencio, apenas hay clientes en él, pero el camarero
parece entretenido, yendo de un lado a otro colocando vasos y platos,
transportando el barril de cerveza y apurando las tareas que tuviera
pendientes. Por lo que puedo ver tiene montones de copas sucias, por lo que
supongo que antes de que yo llegase, tal vez el sitio no estuviese tan vacío
como ahora, pero entre la nieve y la oscuridad, todos los clientes marcharon,
acuciados, como ratoncillos ante el maullido de un gato. He levantado una astilla
de la madera donde la uña llevaba escarbando varios minutos. La tiro por alguna
parte y sigo ahondando en el hueco. Los cuadros que me rodean están más
descoloridos que la última vez que los observé, o tal vez la luz esté más tenue
y me cueste más distinguir sus colores. Un anuncio de un refresco, un cartel
vintage, un pequeño paisaje marítimo y una mujer en ropa interior anunciando un
licor blanco.
...
Cuando
salgo al exterior la nieve sigue exactamente como la dejé al entrar a excepción
de un par de hileras de pasos de un lado a otro de la calle, que se han
acentuado. A excepción de eso, nada ha cambiado, la calle sigue oscura, vacía y
silenciosa, y la nieve posada por doquier le da un aspecto mucho más dulce y
melancólico. Parece recién colocada por un pintor experto, con una amplia
espátula. Allí donde la luz cae sobre la nieve, esta brilla inmaculada, virgen.
Sin embrago allí donde la han pisado, la nieve compacta se ha helado y resbalo,
cayendo de bruces estrepitosamente contra el pavimento. Mientras aun asimilo la
caída y el dolor comienza a llegar a mi cuerpo, adormecido por el alcohol, no
me queda de otra que reírme para mí mismo, y para cualquier espectador fortuito
que haya podido contemplarme. Pero me río para nadie, porque ni si quiera desde
dentro del bar han recaído en mi traspié. El colmo del patetismo. Me incorporo,
intentando aparentar que no ha pasado nada, y cuando comienzo a caminar hacia
mi casa, alzo el mentón con normalidad. Ignorando la nieve que tengo pegada en
la ropa, en la cara y en el cabello. Me lo voy quitando, con ademanes
disimulados, interpretando un papel de carácter duro y orgulloso para un
público invisible. Suelto una gran bocanada de vaho y me doy cuenta de que me
he olvidado la bufanda dentro del bar. Pero aunque aun puedo regresar sin
demasiado esfuerzo, mis pies no se detienen, orgullosos. Ya he emprendido mi
camino de vuelta a casa y si regreso, temo no poder volver a salir. En
realidad, me reconforta la idea de que se haya quedado algo mío allí, así la
marcha no es tan dolorosa y punzante, así tengo una excusa para regresar algún
otro día. Tengo una cuenta pendiente, un motivo para volver y algo nuevo en lo
que pensar.
Mientras
voy cavilando en silencio, camino a ritmo constante como un autómata por la
acera, preocupándome por si mis pasos son rectos o voy tambaleándome,
asegurándome a cada instante de que aunque la imagen de la calle se retuerza,
sigo hacia el frente y no me confundo al girar en la esquina equivocada, para
no perderme. Voy sobrepasando la luz de las farolas, una farola, dos farolas,
tres farolas. En la quinta, o la sexta, veo la silueta de un gato atravesando a
gran velocidad la carretera y deteniéndose un instante a contemplarme, con las
orejas en alto. Me mira desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que
debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la
expresión abatida, si no cadavérica. No se asusta, es más, puedo sentir que no
tiene ningún respeto por mi persona, y decide ignorarme, o no tomarme
importancia, y desaparece por algún hueco que la sombra camufla.
Busco
en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal
vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas
frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la
basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las
paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la
soledad y la angustia. El silencio. Las cartas del banco acumulándose en el
buzón y las llamadas telefónicas en el contestador. El felpudo de la puerta,
raído y con un irónico “bienvenido” que me pone los pelos de punta cada vez lo
que veo. No puedo evitar sentirme como un muerto que regresa a su tumba después
de un dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con
las sombras que me rodean y aunándome con el frío y lo tenebroso de una noche
de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo falta convertirme yo también
en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la última farola.
NOCHE
3
Hace
horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por
cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba
helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como
algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido
aliento del invierno. Sin embrago a pesar del frío, no parece que las personas
hayan podido aguantar en sus casas. Las calles están repletas desde hace horas
de gente yendo de un lado a otro, con elegantes vestidos, todos con los rostros
felices y ocupados, distraídos en conversaciones, en animadas charlas grupales
o con la vista fija al frente, con una media mueca de angustia, porque llegan
tarde a algún lado.
La
luz que sale a través de los vidrios me anuncia que he llegado al local, y la
verdad es que agradezco esas pequeñas muescas de luz sobre el pavimento oscuro
porque el grupo de personas que hay delante no me deja ver la fachada del
local. Los grupos son dispares, están dispersos, y ni si quiera parece que
quisieran entrar o salir del local, no parecen tener relación con él más que la
mera localización geográfica. Están completamente aparte, como si solo la
casualidad los reuniese allí. Eso me pone de muy mal humor y tengo que hacerme
paso entre codazos y pequeños murmullos para que me dejen paso hasta la puerta.
Eso me ha costado un par de miradas desdeñosas y alguna que otra palabra
malsonante que ha llegado hasta mis oídos como traída de alguna parte con el
viento. El letrero de madera que cuelga sobre el umbral hoy no se mueve, no hay
brisa que tiente al cuervo-grajo a volar. “¿Otra vez aquí?” Me pregunta su
quietud, y su silencio me interroga con dardos de vaga angustia. “Aquí estoy,
de nuevo”. Le contesto por lo bajo.
Cuando
me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y
cálida que sale de los ventanucos, y siendo una hogareña bienvenida incluso
cuando sé que allí dentro solo encontraré el tan conocido remordimiento,
acompañado de sus dos putas: la soledad y la melancolía. Al bajar las escaleras
lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios, temblorosos,
quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en
el que estoy a punto de bañarme.
Pero
una vez dentro no tengo tiempo ni si quiera de hacerme al sitio, porque todo
está repleto de personas, y cada una de ellas porta un letrero, que con su sola
presencia han pagado, donde me exhortan a marcharme de allí. Me cuesta incluso
distinguir al camarero detrás del gentío de personas que atiborran la barra, y
me pregunto a mi mismo si no sería más inteligente darme la vuelta y regresar a
casa, que aun estoy a tiempo. Todo gira en mi contra, la cantidad de personas,
el frío, la falta de dinero y el sentido común. Pero la idea de tener que pasar
sobrio por debajo del cuervo-grajo y tener el valor de mirarle a los ojos para
entregarle una despedida antes de tiempo, me hiere el orgullo. Antes de
pensarlo una segunda vez ya me he hecho hueco entre las personas amontonadas en
la barra y llamo la atención del camarero. Hoy está demasiado ocupado como para
sonreírme.
—¿Qué
se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con las manos
prepara un par de copas de vino blanco que acaba dejando en algún punto de la
barra mientras toma nota de mi comanda.
—Un
whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento
recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por
seguir compartiendo abrigo conmigo.
—¿Quieres
algo de picar? —Me ofrece, pero con el ceño fruncido me lanza una mirada de
advertencia—: Siempre dejas los frutos secos sin tocar.
—Hoy
si me los comeré. —Suplico—. No he cenado. —Al musitarlo de esa manera él me
devuelve una mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los
hielos en el vaso de whiskey, atajo una desinteresada conversación—. ¡Feliz
navidad, por cierto! Veo que hoy estás atareado.
—Feliz
navidad. —Deja el vaso sobre la mesa—. Sí, hoy estoy realmente ocupado.
—¡Vaya!
El
whiskey ya está sobre la mesa y el camarero me pide el dinero. Ya tengo el
monedero en mis manos y mientras cuento las monedas siento como todos mis
demonios vuelven a mí y puede que por la presencia de tantas personas
alrededor, la ansiedad sea doblemente cruel conmigo. Las prisas que tiene el
camarero porque le dé el dinero parecen acuciantes y mis dedos tiemblan
mientras reconteo las monedas. Los cálculos me fallan por la angustia y tengo
que volver a empezar. Siento una gota de sudor recorriéndome la sien y las
manos pegajosas. Lanzo una escueta mirada alrededor y mientras vacío mi
monedero sobre la barra le pido al camarero que se haga con las monedas que le
hagan falta. Parece que sobran un par de céntimos así que los regreso al
monedero y esas dos monedas caen con estrépito dentro del cuero, como si
hubiese lanzado allí dentro dos ladrillos pesados e inertes. No es tanto el
peso de ellos, sino el sonido que provocan a causa del espacio que han
encontrado alrededor.
Una
vez tengo el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos no espero
a encontrar un sitio, me llevo la bebida a los labios y mientras me lleno de su
amargo sabor acallo las voces que comenzaban a invadir mis oídos. Deudas,
deudas, deudas, deudas… Se siente como un bálsamo que entumece mis sentidos,
todos y cada uno, como una pomada para una dolorosa quemadura que hasta ese
momento me había estado volviendo loco. Los besos de amor han desaparecido para
dejar paso a la pasión de la liberación contra mí mismo. Cuando he conseguido
saciar la angustia miro alrededor y no consigo encontrar ninguna mesa libre así
que la única opción es arrinconarme al lado de un barril de cerveza que sirve
como decoración para el bar y posar allí mi copa y mi plato de frutos secos.
Por hoy no puedo tener cuidado del aislamiento y sin embrago verme rodeado de
tantas personas aumenta mi soledad, al verlos a todos allí reunidos, con un
propósito y una compañía, se acentúa mi soledad y mi desorientación. Cada una
de las voces que exhalan me manda de vuelta a casa y cada una de las miradas
curiosas que recaen en mí, me obliga a marcharme. Siento sus presencias con
vergüenza y me veo como una pieza sobrante, pervertida y desequilibrada que no
tiene cabida en aquel sitio. Con pavor me vuelvo de cara a la pared y fijo mi
vista en el vaso de whiskey. Suspiro y me sonrió a mi mismo con pena.
No
me deshago de mi abrigo, ni tampoco de mi bufanda, lo que parece que da a
entender que voy a marcharme de un momento a otro. Y si me paso el rato mirando
de un lado a otro oteando el horizonte incluso puedo fingir que hay alguien que
me acompaña y me ha abandonado un instante para ir al baño o a saludar a algún
conocido. Pero me delata la copa solitaria que hay a mi lado.
Ella
no puede hacerme tanta compañía. Aun tengo los miembros entumecidos y los dedos
no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me recorre las rodillas y
repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo luchase contra el frío
por sí mismo. Llevo semanas con dolor en los huesos.
Las
paredes rezuman humedad desde las ventanas en lo alto de los muros, la madera
está empapada y todo huele a humedad, a orín ácido y sudor rancio. De las
ventanas chorrea el vaho que se acumula por la presencia de tantas personas
dentro del local. Todo está húmedo, ruidoso y pegajoso. Los vapores del whiskey
me reaniman un poco y doy otro trago mientras rebusco dentro de mi abrigo algún
cigarrillo. Tengo que inspeccionar varios bolsillos del abrigo pero como no
encuentro nada empieza a ascenderme un cosquilleo desde la espalda. Busco en
los bolsillos de mis pantalones y entre los pliegues de mi camisa. Ya visualizo
la forma y el tacto de un cigarrillo, la presión que harán mis dedos sobre su
forma cilíndrica. Pero no aparece nada, ni si quiera un par de fibras que
llevarme a la boca. Nada. Me lleva varios minutos entrar en razón y darme
cuenta de que hoy no hay tabaco. Se acabó. Intento hacerme a la idea pero para
cuando quiero asumirlo mi mano ya tamborilea frenéticamente sobre la tapa del
barril. En un intento de no pensar en ello me mentalizo de que no es nada grave
y que mis manos se ocuparán jugueteando con el vaso de whiskey, pero sin poder
evitarlo empiezo a juguetear con los hielos que sobresalen del líquido
dorado.
Ante
tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme
mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo
mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las
llamadas. El correo se acumula en el buzón, han desconectado el teléfono, y
aunque el ama de llaves me dice que volveré pronto, yo sé que no es cierto.
Incluso he empezado a faltar al trabajo. Con una uña rasco sobre una muesca que
tiene la tapa del barril. Miro con detenimiento el cuenco de frutos secos y por
primera vez parecen apetecibles. Comienzo a meterme en la boca los cacahuetes,
primero de uno en uno y después a puñados. Luego las almendras, las pipas, y
por último las avellanas. También hay unas finas láminas blancas, creo que es
coco. Como no me gusta el coco, lo dejo ahí. Cuando he terminado con los frutos
secos me llevo las yemas de los dedos a los labios, las tengo entumecidas.
El
local está tan lleno que cada cinco minutos, alguien me roza el costado o la
espalda, y pocas veces se vuelven para disculparse o preocuparse por la persona
a la que han molestado. Yo por el contrario siempre vuelvo una mirada
endemoniada sobre mi hombro para fulminar con ella a quien sea que se atreva a
molestarme. En una de estas oteo el bar y me fijo en que al camarero se le
acumulan montones de copas sucias. He levantado una astilla de la madera donde
la uña llevaba escarbando varios minutos. La tiro por alguna parte y sigo
ahondando en el hueco. Hay tantas personas aquí dentro que no puedo ver el
decorado navideño que hay por doquier, pero recuerdo con nitidez todos los cuadros
que tiene expuestos. Un anuncio de un refresco, un cartel vintage, un pequeño
paisaje marítimo y una mujer en ropa interior anunciando un licor blanco.
Extraño a esa mujer hoy.
...
Cuando
salgo al exterior el local ya se ha despejado bastante pero siguen quedando
restos de esos grupos de personas alrededor de la puerta del local, como si la
noche los retuviese un poco más bajo su manto gélido, antes de libertarlos de
nuevo hacia sus hogares. Igual que hace conmigo, igual que hace con todos. Me
cuesta subir las escaleras porque todo me da vueltas pero cuando estoy en el
último escalón, alguien bajando consigue interponerse y tropiezo con su hombro,
llevándome un golpe que no consigo notar hasta unos segundos después, sin
embrago el mero contacto me pone en tensión hasta el punto en que siento mi
cuerpo en llamas. Al volverme y llevarme la sorpresa de que la persona que me
ha empujado ni si quiera se ha inmutado, me arden las mejillas y en mi mente
solo puedo desear una pelea. Deseo gritar y detenerlo. Deseo golpearle, pero
mucho más que me golpee él a mí. Como ya he dicho, incluso el sufrimiento es
objeto de adicción y lleno de coraje como me encuentro, siento que podría
pelearme incluso con el cuervo-grajo del letrero.
—¡Ten
más cuidado, hombre! —Le digo, y el sonido de mi voz consigue asustarme. No
solo a mí, sino a todo el mundo, tanto que han silenciado sus conversaciones
para volverse precipitadamente y observarme como animalillos curiosos. No
intervendrán, pero tampoco se interpondrán.
—¿Me
hablas a mí? —Pregunta el hombre que me había empujado, y por su expresión
atónita me pregunto a mi mismo si realmente le habría golpeado o había sido
producto de mi mente trastornada. Su acompañante le sujeta por el brazo y le
sostiene con firmeza.
—¡Claro!
¡Tú! Me has empujado…
—¡Lo
siento, hombre…! —Dice, realmente arrepentido. Parecía estar mil veces más
sobrio que yo y en su expresión se muestra una sincera disculpa. Pero eso solo
consigue enfurecerme aun más.
—¡Déjalo,
ignóralo! —Le pide su acompañante, a lo que yo tiemblo de pies a cabeza ante la
idea de irme sin más—. No es más que un borracho…
—¡Venga,
joven… váyase a casa! —Me exhorta otro, justo a mi lado en las escaleras,
sujetándome por el brazo para sacarme de allí con algo de condescendencia y
protección paternal, conduciéndome hacia la acera. Yo no digo nada más pero
como último acto de rebeldía me deshago del agarre de ese hombre con un tirón
de mi brazo, esperando que ese gesto me deje en un buen lugar, dentro de la
mente de todos los presentes que me han visto hacer el ridículo de aquella
manera, y cuanto más me alejo de allí, más vergüenza me doy a mí mismo. El
colmo del patetismo.
Mientras
voy masticando en silencio esa perturbadora vergüenza, camino a ritmo constante
como un autómata por la acera, preocupándome por si mis pasos son rectos o voy
tambaleándome, asegurándome a cada instante de que aunque la imagen de la calle
se retuerza, sigo hacia el frente y no me confundo al girar en la esquina
equivocada, para no perderme. Voy sobrepasando la luz de las farolas, una
farola, dos farolas, tres farolas. En la quinta, o la sexta, veo un grupo de
cuatro personas atravesando a gran velocidad la carretera y deteniéndose un
instante a contemplarme. Me miran desde la distancia con el rostro vuelto hacia
lo que debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera
con la expresión abatida, si no cadavérica. No se asustan, es más, puedo sentir
que no tienen ningún respeto por mi persona, y deciden ignorarme, o no tomarme
importancia, y pasar a mi lado mientras se entrelazan los brazos los unos a los
otros con risas hirientes y conversaciones vanas.
Busco
en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal
vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas
frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la
basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las
paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la
soledad y la angustia. El silencio. Las cartas del banco acumulándose en el
buzón y las llamadas telefónicas en el contestador. Las deudas acumulándose en
un cajón de la cocina, un cajón sin fondo que parece la boca de una fiera
hambrienta y feroz. El felpudo de la puerta, raído y con un irónico
“bienvenido” que me pone los pelos de punta cada vez lo que veo. No puedo
evitar sentirme como un muerto que regresa a su tumba después de un dulce
garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con las sombras
que me rodean y aunándome con el frío y lo tenebroso de una noche de niebla. Ya
me ha calado hasta los huesos, solo falta convertirme yo también en niebla, y
desaparecer tras sortear el brillo de la última farola.
NOCHE
4
Hace
horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por
cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba
helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como
algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido
aliento del invierno. Ha vuelto a nevar, y esta vez se han creado grandes
montañas de nieve a cada lado de la acera, de forma que las personas y coches
han tenido de ir deslizando la nieve hacia los costados de manera que puedan
transitar. Las pisadas de los transeúntes han ensuciado la impoluta nevada y
entre charco y charco de barro y suciedad se encuentran remotos y
extraordinarios montoncitos de algodón helado.
La
luz que sale a través de los vidrios y el cúmulo de personas que se agrupan
como pingüinos en el polo norte, alrededor de un mechero que encienda sus
temblorosos cigarrillos, me anuncian la puerta del bar. Alguno de ellos levanta
la mirada de su cigarrillo para encontrarme encaminándome en su dirección, y
entre los tambaleos y el temblor de mi cuerpo, su expresión se torna en alerta.
No dice nada, pero se me queda mirando como si estuviese esperando algo de mi
parte, algo que pueda involucrarle. Inevitablemente el resto de sus acompañantes
levantan la mirada siguiendo la misma dirección y al encontrarme allí su
conversación se vuelve silenciosa. El letrero de madera que cuelga sobre el
umbral se tambalea con un estridente y chirriante crujido metálico, a lo que yo
me cubro uno de los oídos con una mano helada, congelada, y arrugo el ceño
evitando que ese taladro llegue hasta lo más hondo de mi cráneo. Siento que el
chirrido baila a través de mis dientes hasta perforarme la mandíbula. “¡Largo,
no eres bienvenido!” Parece graznar ese pajarraco mientras se bambolea de un
lado a otro, moviendo agitadamente sus alas, en un intento por espantarme. Si
me cubro la cabeza es para que no se me caiga encima ese animalejo endemoniado
con la intención de sacarme los ojos de mis cuencas.
Cuando
me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y
cálida que sale de los ventanucos, y siento una hogareña bienvenida. Pero antes
de entrar me dirijo con el rostro comprimido en una súplica hacia el gentío que
se apelotonaba en la puerta y que no me han quitado los ojos de encima.
Extiendo mis manos frías, blancas y temblorosas hacia ellos con una media
sonrisa constreñida entre temblores y quejidos.
—¿No
tendían un par de monedas? Solo necesito algo caliente que tomar…
—No
tenemos nada. —Dice una mujer, antes de que nadie se le adelante, con la
intención de disuadirme, pero alguno de sus acompañantes es mucho más
caritativo, deteniéndome antes de que me marche con un gesto de su mano,
mientras con la otra hurga dentro del bolsillo de su gabardina.
Su
expresión está llena de pena y lástima, pero no soy capaz de darme cuenta de
que esa lastima es por mí. Cuando me pone en la palma de las manos un par de
monedas le quedo agradecido y me aprovecho un poco más de su buena voluntad,
preguntándole si no tendrá un par de cigarrillos que pueda regalarme. Extiendo
aún mas las manos, estirando todo lo que puedo su confianza y veo como esboza
una mueca incómoda y al tiempo, resignada. Se saca un paquete de tabaco y me
extiende dos cigarrillos mentolados, impolutos, blancos y resplandecientes bajo
la luz que sale de la puerta del local.
Una
vez me he cargado de provisiones me atrevo a entrar dentro del bar, incluso
cuando sé que allí dentro solo encontraré lástima en cada una de las miradas
que me alcancen, pena y caridad. Ese cúmulo de misericordia en otro momento me
habría hecho sentir resentido y avergonzado, pero verme en la obligación de
interactuar con otras personas me permite sentirme acompañado, incluso cuando
es solo por compasión. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de
mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera,
y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme.
Una
vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis
articulaciones y de la nieve que se ha aferrado a mis zapatos como lapas sobre
el casco de un barco. La nieve cae justo en la entrada como pequeños bloques
helados que poco a poco se funden sobre el suelo de madera dejando pequeños
charcos de agua pantanosa y emponzoñada. Me adelanto con decisión hasta la
barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme de los
clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre detrás de la
bufanda y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión, la misma con
la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos encontramos
el uno al otro en ese intercambio de favores, nos sonreímos.
—¿Qué
se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia
la barra donde me estoy apoyando y con la mirada persigue a un par de clientes
que acaban de entrar y esperan a mi lado para ser atendidos—. ¡Ahora mismo
estoy con ustedes!
—Un
whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento
recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por
seguir compartiendo abrigo conmigo.
—¿Tienes
para pagar? —Me pregunta receloso, con una mueca de incomodidad mientras tiene
que lidiar con las miradas que los recién llegados me han lanzado, espantados
de la indirecta del camarero.
—¡Claro!
—Suelto, con una radiante sonrisa y dejo las monedas que acaban de darme, junto
con algunos centavos que tenía escondidos en el bolsillo de la gabardina encima
de la barra, con estrépito metálico. El camarero cuenta de reojo la calderilla
que acabo de darle y aunque los dos sabemos que no es suficiente él hace la
vista gorda con la misma resignación con la que yo he ignorado que falta
dinero. Tal vez por hacerme un favor, o por no espantar a los nuevos clientes.
Estos cuchichean, sé lo que están diciendo y sé que están mirándome con
suspicacia porque siento sus retinas quemarme el cuello, pero los ignoro.
—¿Quieres
algo de picar? —Me ofrece, y sin necesidad de decirme qué es lo que puede
ofrecerme, yo asiento con una sonrisa agradecida.
—Unos
frutos secos estarían bien. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una
mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los hielos en el
vaso de whiskey, atajo una desinteresada conversación—. ¡Vaya nevada ha caído
de nuevo!
—Sí,
he tenido que barrer la entrada un par de veces ya hoy, y por lo que han dicho
en el periódico, mañana nevará más. Puede que empiece esta noche de nuevo.
—¡Vaya!
Una
vez el camarero deja el vaso de licor sobre la barra y lo alcanzo, me digo a mi
mismo: me lo merezco. Pero ya no tengo claro cuál es la vara para medir mis
méritos y cuáles son los premios que se deben obtener por ellos. Hace mucho
tiempo que no tengo un propósito y por lo tanto, tampoco tengo forma de medir
mis éxitos, por lo que sin metas ni resultados, tampoco hay permisiones y sin
las permisiones, todo lo que hago carece de sentido. Ante la falta de sentido,
¿qué importa si me lo merezco o no? Solo lo quiero, lo necesito, y como nada me
refrena, haberlo conseguido es ya un logro. Humilde, triste e irrisorio. Pero
mi pequeño logro diario.
Cuando
me encuentro de pie con el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las
manos me alejo lo más posible de la barra, así como de la puerta y de otros
clientes y me refugio en una pequeña mesa, con dos sillas, contra una pared al
fondo del local. He tenido el cuidado de alejarme de igual manera de los baños
y las ventanas. De forma inconsciente me he puesto a calcular en mi mente cada
una de las distancias que me separan del resto de seres con vida dentro del bar
y puedo asegurar que he escogido, sin lugar a dudas, el sitio más aislado de
todo el local.
No
me deshago de mi abrigo, pero mucho menos de la bufanda, sintiéndome mucho más
protegido con ella, tanto del frío como de la mirada de los demás, y me hago
espacio entre ella, desahogando mi boca, para poder llevarme la copa a los
labios. Aun tengo los miembros entumecidos y los dedos no se me calentarán
hasta mañana. Un cosquilleo me recorre las rodillas y repentinamente las siento
ardiendo, como si mi cuerpo luchase contra el frío por sí mismo. Llevo meses
con dolor en los huesos. Cuando doy el primer trago de whiskey en mis labios se
siente… se siente… No se siente bien. Ya no hay besos de amor, ni tampoco un
dulce bálsamo para las heridas. Lo único que se siente es decepción y vacío. Un
vacío tan profundo que yo mismo llego a sentir vértigo al asomarme dentro. Este
nuevo descubrimiento me deja un instante aturdido y no consigo encontrar la
forma de regresar a esas buenas sensaciones en las que antes me encontraba con
un paraíso. Ahora se ha convertido en un candente infierno. Siento como mi
estómago se resiente ante la entrada del licor y mi mandíbula se contrae con
violencia, obligándome a apartar momentáneamente la copa de licor. Tal vez ha
sido mucho por hoy, me digo, o tal vez he perdido el hilo que me unía con el
licor, y de alguna manera, tengo que encontrar la manera de retomar esas buenas
sensaciones. Esos besos. Pero todo mi cuerpo está rechazándolas como si me
hubiese envenenado y luchase por sobrevivir, mientras yo me desplomo hacia el
vacío.
Recuerdo
las emociones pasadas con un suspiro evocador. Esa romántica melancolía y la
bohemia soledad que en un comienzo me parecieron tan estéticas, ahora yo mismo
soy la soledad. Se ha agarrado a mí como una sombra y la conduzco allá donde
voy, como si se me hubiese pegado un parásito. Tal vez soy yo el parásito que
vaga por ahí pegado a una idea que solo estaba en mi mente. Tal vez ahora se ha
muerto esa idea, y el veneno que mamo es la sangre contaminada de un cadáver.
Ya no tiene sentido seguir aquí, pero es demasiado tarde. Ya estoy enganchado.
¿Era realmente adictivo el sufrimiento? ¿O acaso no puedo despegarme de aquello
que me causa dolor, porque es a mi debilidad a lo que me aferro, como si eso
fuese honorable? Porque es lo que nos han enseñado, que sufrir está bien, nos
limpia y nos purifica.
Las
paredes rezuman humedad. ¡Están convirtiéndose en agua! Se deshacen como si
estuviesen en descomposición y gotean, gotean por todas partes. La madera de la
mesa está empapada y pegajosa, me atrapa como la tela de una araña y no consigo
moverme ni un solo milímetro. Me debato en entre levantarme o cerrar los ojos,
pero cualquier de las dos opciones solo consigue volver el espacio en una
centrifugadora. Todo se mueve y yo me agarro con las uñas a la madera de la
mesa. Me siento como si estuviese dentro del camarote de un barco y el agua
estuviese colándose a través de cada una de las rendijas, lloviendo sobre mí
una especie de masa negruzca, como chapapote, que me atrapa e impide que me
escape.
Los
vapores del whiskey no consiguen reanimarme, y cuando me acerco de nuevo la
copa a los labios, no puedo despegarlos. Todo mi cuerpo clama por un respiro,
una bocanada de aire fresco que me consuele y me temple el cuerpo. Y sin
embargo, casi de forma inconsciente, me he tragado medio vaso de un solo golpe.
El arrepentimiento es instantáneo. Repentinamente recuerdo los dos cigarrillos
que me había guardado en el abrigo y los rescato con una angustia acuciante. Me
llevo uno de ellos a mis labios y me cuesta atinar con las distancias porque
mis dedos tiemblan, y mis labios no consiguen abrirse con propiedad. Gasto más
de cinco cerillas para conseguir encenderlo y cuando lo logro y la primera
calada llega hasta el último espacio limpio de mis helados pulmones, consigo hallar
una pequeña estela de paz. Fugaz, nimia y vaga. Desaparece tan rápido como ha
aparecido y una vez se ha marchado, me pregunto si ha sido real, o una ilusión
de mi mente a causa de la ansiedad que tenía por probar un cigarrillo. Llego a
esa conclusión porque una vez me ha abandonado el placer, solo queda el denso
arrepentimiento.
Una
vez completado el ritual se establece el silencio. Ante tal presión me devano
los sesos para encontrar una forma de entretenerme mientras el trago me hace
efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo mismo pero hace días que no
me encuentro en casa, así que nadie responde a las llamadas. El correo se
acumula en el buzón y aunque el ama de llaves me dice que volveré pronto, yo sé
que no es cierto. Me han dicho que he muerto. Con una uña rasco sobre una
muesca que tiene la madera de la mesa y me recoloco en mi asiento. Miro con
detenimiento el cuenco de frutos secos. Cacahuetes, almendras, pipas,
avellanas. También unas finas láminas blancas, creo que es coco.
La
presencia del cigarrillo ya no me reconforta, y mientras lo miro allí colgando
de mis dedos, me pregunto en qué momento he decidió que esto es necesario en mi
vida. Pero como la mayoría de las cosas que se encuentran ella, no las he
elegido yo. O tal vez sí, pero en algún punto me he deshecho de la
responsabilidad que acarrean. Aunque hago un esfuerzo por disfrutarlo, la
verdad es que el sabor que deja en mi boca no me reconforta, tampoco el humo
siento que realmente cumpla una función necesaria, pero está encendido y tengo
que fumarlo. ¿O tal vez no? A medio terminar lo estampo contra el cenicero y lo
acribillo, retorciéndolo en todas direcciones, disfrutando de cómo el último
hilo de humo que emite, consigue extinguirse. El placer que eso me produce es,
como todo, momentáneo. Rápidamente me arrepiento y soy consciente de que ya no
soy capaz de hacer nada que me reconforte de forma permanente, todo me produce
miedo y arrepentimiento. Haga lo que haga, no concuerda con mis necesidades,
que se han vuelto tan adictivas y caprichosas. Tan dependientes.
El
local está calmado y en silencio, apenas hay clientes en él pero el camarero
parece entretenido, yendo de un lado a otro colocando vasos y platos,
transportando el barril de cerveza y apurando las tareas que tuviera
pendientes. Sin embrago en un momento en que siento que se ve algo más
desahogado encuentro el valor para levantarme de mi asiento, llevándome conmigo
la copa y el cuenco de frutos secos, y me siento en algún punto de la barra.
Tan vez pueda superar mi miedo y entablar alguna clase de conversación con él,
aunque si soy sincero, con un par de miradas lastimeras que me dirija me
sentiré algo más consolado. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la
madera de la barra y me recoloco en mi asiento.
—¿Una
noche tranquila? —Le pregunto en un momento en que pasa delante de mí. Él
parece sorprendido de verme allí sentado y al mismo tiempo incómodo de tener
que lidiar conmigo.
—Un
poco. Estamos a martes, seguro que durante el fin de semana mejorará la cosa.
—Seguro
que sí. —Digo, y temiendo que la conversación se esfumase, me atrevo con algo
más divertido—. Esos cuadros que tienes por ahí, ¿no has pensado en cambiarlos
y poner algo más decente? El cartel de la tía en ropa interior no es muy
agradable.
—No
soy el dueño. Solo soy el camarero… —Dice, humildemente y al mismo tiempo
molesto por mi comentario. Sonrío con pena y vergüenza ante su expresión y él
relaja su ceño—. No tienes buen aspecto…
—¿Yo?
—Pregunto, sorprendido—. Estoy como una rosa. —Digo, orgulloso, intentando
fingir algo de falso coraje y él muestra una sonrisa incómoda. Segundos después
se aleja de mí a propósito, terminando con la conversación.
...
Cuando
salgo al exterior la nieve sigue exactamente como la dejé al entrar a excepción
de un par de hileras de pasos de un lado a otro de la calle, que se han
acentuado. A pesar de eso, nada ha cambiado, la calle sigue oscura, vacía y
silenciosa, dando vueltas como el camarote de un barco a la deriva. Ni si
quiera el aire fresco consigue desentumecerme el pensamiento y mientras que mis
miembros siguen abotagados, mi cabeza vuela libre, de un lado a otro y no sé si
voy a ser capaz de rescatarla. La nieve brilla allí donde cae la luz,
provocando un hermoso juego de luces blancas, azules y negras, que todo lo baña
como un torbellino a punto de tomar tierra.
Un
escalofrío me recorre la espina dorsal y se me humedecen las palmas de las
manos y las axilas. Siento el vello de mi nuca erizado y todo mi interior
intoxicado. El aire fresco llenándome los pulmones no hace sino confundirme y
aunque cada bocanada es como un respiro, todo el tiempo que tardo en volver a
tomar el aire se siente como una densa agonía. No sé cuantas respiraciones
tardaré en desmayarme, pero las cuento hasta perderme entre el desfile de
números. El sonido de la nieve bajo mis pies tampoco es reconfortante, aunque
mirar hacia el suelo es una forma de evitar el vértigo. Intento seguir las
huellas que ha dejado alguien delante de mí, pero no consigo enfocarlas con
propiedad, y ni siquiera sé hacia dónde voy.
Mientras
voy lidiando con mis demonios en silencio, intento adecuar mis pasos a un ritmo
constante, como un autómata por la acera, pero no me preocupo en si voy o no
tambaleándome. Tengo que ir pegado a la pared para no desplomarme, o de lo
contrario no podría dar un par de pasos antes de caer de bruces contra la
nieve. Voy sobrepasando la luz de las farolas, una farola, dos farolas, tres
farolas. En la quinta, o la sexta, veo la silueta de un gato atravesando a gran
velocidad la carretera y deteniéndose un instante a contemplarme, con las
orejas en alto. Me mira desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que
debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la
expresión abatida, si no cadavérica. Una arcada me sorprende y no puedo evitar
retorcerme hacia adelante y soltar todo el licor que tenía dentro. No lo veo,
pero de seguro el gato se asusta y con un respingo y el pelo erizado, se
escabulle por algún hueco que la sombra camufla. Vomito estrepitosamente, y el
agudo dolor que me acomete el esfuerzo me dobla las rodillas. Aun con la mano
en la pared intento agarrarme con las uñas para no caerme, exhausto, contra el
suelo. He bañado la nieve con un vómito caliente y denso, lleno de tropezones,
que desprende la misma sofocante peste que el whiskey.
Hinco
las rodillas en la nieve y las fuerzas me fallan. Me desplomo sobre una pequeña
montaña de nieve e intento acompasar mi respiración con el ascenso del vaho que
se escapa de mis pulmones. Creí que me sentiría reconfortado pero el dolor no
desaparece solo con vomitar el veneno, aun me estremezco de mi propia imagen y
soy incapaz de reencontrarme en la situación en la que me encuentro. No puedo
creerme donde estoy, pero no quiero moverme, no al menos hasta haberlo asumido
por completo. Ni si quiera hago un esfuerzo por encontrar un motivo que me
levante de la nieve y me conduzca de nuevo al hogar, ni el frío, ni la nieve,
ni el vómito. Al contrario, todo esto me resulta tan real y palpable que estar
aquí unos segundos más no me hará ningún daño. Pienso en las paredes llenas de
moho y las sábanas frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz
titilante del baño y la basura acumulándose por días…
No
puedo evitar sentirme como un muerto que ha encontrado su tumba después de un
dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con la
nieve que me abraza. Ya la siento calándome los huesos, y con dulce resignación
me dejo acunar por el frío a la espera de que el sueño me venza para
convertirme en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la última
farola.
NOCHE
5
Hace
horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por
cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba
helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como
algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido
aliento del invierno. Apuro el paso porque temo que se me congelen las mejillas
antes de llegar a la puerta del bar. Saco las manos de los bolsillos de la
gabardina y me froto las mejillas y las orejas, sintiendo como se me entumecen
los dedos. Cuando los regreso dentro de los bolsillos, ya no consigo
templarlos.
La
luz que sale a través de los vidrios y el cúmulo de personas que se agrupan
charlando animadamente, con risas estridentes y conversaciones particulares, a
la entrada del bar, me revelan su entrada. Pero no los necesitaba, mis pies se
han dirigido hasta aquí por sí mismos. El letrero de madera que cuelga sobre el
umbral permanece quieto, estático, inamovible. Y la bestia infernal que se
desdibuja sobre la madera está en una quietud perturbadora. Me detengo justo a
sus pies, esperando que mi presencia despierte viejos fantasmas en su expresión
endemoniada, pero no sucede nada. Se ha cansado de reprenderme, y ahora solo me
ignora. Eso es lo más doloroso que podía hacerme.
Cuando
me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y
cálida que sale de los ventanucos, y siento una incomodidad naciente en mi
estómago. No deseo entrar, lo tengo claro, y nadie de allí dentro quiere verme.
Pero ya no tengo otro remedio. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo,
más que de mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se
queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de
bañarme. Una vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que
atenazaba mis articulaciones y me adelanto hasta la barra, buscando alguna
pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme de los clientes. Cuando llego a
la altura del camarero me descubre detrás del cuello de mi gabardina y me
saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión, la misma con la que yo me
he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos encontramos el uno al otro
en ese intercambio de favores, no nos sonreímos.
—¿Qué
se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia
la barra donde me estoy apoyando y con la mirada me fulmina, esperando que esta
vez sí vaya a pagar.
—Un
whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento
recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por
seguir compartiendo abrigo conmigo.
—¿Tienes
dinero? —Me pregunta, decidido y por lo que dilucida su lenguaje corporal, ya
ha dado por hecho de que no, porque ni si quiera hace el amago de ponerse a
llenar un vaso con hielo.
—Unos
frutos secos estarían bien. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una
mirada llena de preocupación.
—Te
he preguntado que si tienes dinero. —Su tono es más fuerte, como si realmente
le preocupase el que yo no le hubiese querido escuchar.
—Yo…
no. Pero si tú…
—Lo
siento mucho. —Me corta, en medio de mi agitada declaración—. Ya no puedo
seguir invitándote. Si no tienes dinero, tengo que pedirte que te marches.
Su
voz es tan firme y autoritaria que, aunque veo algo de compasión en su mirada,
no puedo evitar sentirme tremendamente avergonzado y cada uno de los poros de
mi piel supura pavor. Me siento como si en medio de unas escaleras uno de los
escalones falla y caigo estrepitosamente hacia el vacío. Asiento, bajo la
cabeza, miro a todas partes por el rabillo del ojo y vuelvo a asentir,
retrocediendo paso a paso hacia la puerta.
...
Cuando
salgo me doy cuenta de que no me siento mareado o febril, simplemente aturdido.
Completamente desorientado encaro la oscura, larga y fría acera para dirigirme
a casa y mientras camino por primera vez no voy pensando en el ritmo de mis
pasos sino en todo lo que me falta y echo de menos. El tintineo de los hielos,
el olor del licor, los cacahuetes, las almendras, las pipas, las avellanas, las
finas láminas blancas que siempre he creído que era coco. La humedad rezumando
por las paredes, la ansiedad, la madera agujereada, y cada uno de los carteles
y cuadros. Y sin embargo, a pesar de no haber bebido, me siento doblemente
exhausto. No llego a sobrepasar más que un par de farolas. Me detengo bajo la
luz de la cuarta o quinta farola y me siento en el bordillo de la acera, con
los pies sumergidos en un charco de nieve derretida y el rostro apoyado sobre
el metal de la farola. La gente pasa a mi alrededor, caminando de un lado a
otro, vuelven sus rostros y algunos de ellos se detienen un instante para ver
lo que debe ser una sombra negra, temblorosa y atontada que medita en silencio
con la expresión abatida, si no cadavérica. No se asustan o se intrigan, es
más, puedo sentir que no tienen ningún respeto por mi persona, y deciden
ignorarme, o no tomarme importancia, y desaparecer por algún lugar entre las
sombras que los camuflen.
Busco
en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal
vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas
frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la
basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las
paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la
soledad y la angustia. El silencio. No puedo evitar sentirme como un muerto que
está a punto de encontrar su tumba en el delirium tremens*. Y al pensarlo, me
reconforto, fundiéndome con las sombras que me rodean y aunándome con el frío y
lo tenebroso de una noche de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo
falta convertirme yo también en niebla, y desaparecer bajo el brillo de esta
farola.
———.———
Se
denomina delirium tremens —locución en latín que significa
"delirio tembloroso"— al síndrome de abstinencia del alcohol;
propiamente se trata de la tercera fase, la más aguda de este síndrome. Al
parecer, también puede darse como complicación en una intoxicación por
benzodiacepinas o barbitúricos.
Hola! Después de tantos días en pensar a retomar mis lecturas hoy he tenido el coraje de volver a aquí. Lo siento, pero ya te imaginarás que ser adulto está del asco jajajja y ¡aquí está esta obra corta! Hahahah quise deleitarme con algo corto, algo que pudiera abrirme el apetito de tus obras y no me arrepiento de empezar por aquí (Además que el resumen de la portada me dio curiosidad).
ResponderEliminar¿Qué os puedo decir? Siento que la vida adulta puede plasmarse en este pequeño relato, es decir, la soledad, la monotonía, la sensación de estarse ahogando en una misma rutina que no quieres dejar porque es tu zona de confort, es algo que pude identificarme en cierto grado con el personaje de esta historia.
¿Un poco de ansiedad sentí? Jajaj tal vez, no me atreví a pensar tan profundamente los motivos por los que el personaje tuvo que pasar para llegar a ese punto de descuido, de necesidad de alejarse de su casa y de hundirse en alcohol y tabaco para tratar de sentirse un poco más aliviado.
Lo compadezco, tal vez hasta tú o el personaje odiaría eso pero es algo que no puedo evitar sentir, porque quisiera que fuera por lo que haya pasado, pudiera encontrar una forma de salir de esa rutina tóxica y o que incluso, si soy más osado y bulgar, acabará con su vida llega de desgano y autocompasion... no creo que tenga "las agallas" para hacerlo, pero tampoco creo que pueda seguir viviendo de esa forma tan dependiente de algo que no puede pagar.
Me dejas rebanandome los sesos para saber como puedo mejorar una situación así ahahhaa perdona mis comentarios carentes de lucidez.
Te quiere, Usagi.
Usagi! Me alegro de que retomes mis escritos, lo cierto es que yo también estoy algo perdida en esta vida de adulto y tampoco encuentro mucho tiempo para dedicarle a este blog, así que tengo que ir un poco por temporadas que me permitan tener un poco de tiempo.
EliminarMe alegro mucho de tenerte de vuelta y me alegro de que no te halla decepcionado este relato corto. Lo cierto es que no estoy realmente satisfecha con él, fue una tontería que escribí un día y no sabía muy bien qué clase de acogida tendría, pero por lo que veo conseguí transmitir la ansiedad y la rutina que devoran al personaje. Yo tampoco sé como él podría salir de ello, pero, ¿qué importa? ahahaha