CINCO NOCHES HELADAS

CINCO NOCHES HELADAS


NOCHE 1

 

Hace horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido aliento del invierno. Apuro el paso porque temo que se me congelen las mejillas antes de llegar a la puerta del bar. Quisiera sacar las manos de los bolsillos de mi gabardina y frotarme las orejas, y la nariz, y las mejillas, pero me contengo porque de camino a mi rostro puedo perder los dedos, por culpa del frío.

La luz que sale a través de los vidrios y el cúmulo de personas que se agrupan como pingüinos en el polo norte, alrededor de un mechero que encienda sus temblorosos cigarrillos, me anuncia la puerta del bar. El letrero de madera que cuelga sobre el umbral se tambalea con un estridente y chirriante crujido metálico. Un cuervo, o una especie de grajo* regordete y despeluchado, saluda a los parroquianos con un ademán de su ala, levantando un sombrero de copa, descbriendo su cabeza de plumas revueltas. Con ese vaivén del cartel parece que el animalillo vaya a echar a volar de un momento a otro, dejando un hueco sobre el fondo de madera. 

Cuando me he acercado lo suficiente a la puerta me ha bañado la luz anaranjada, tenue y cálida que sale de los ventanucos, y siento una hogareña bienvenida incluso en el desdén que encuentro en las miradas de los pobres allí arrejuntados contra las escaleras. Les saludo con un ademán de mi mentón y eso les consuela lo suficiente como para apartar de mí sus expresiones curiosas. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme. Una vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis articulaciones y me adelanto hasta la barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme de los clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre detrás del cuello de mi gabardina y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión, la misma con la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos encontramos el uno al otro en ese intercambio de favores, nos sonreímos.

—¿Qué se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia la barra donde me estoy apoyando y con la mirada persigue a un par de clientes a los que acaba de despachar y los otea dirigiéndose hasta la puerta.

—Un whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por seguir compartiendo abrigo conmigo.

—¿Quieres algo de picar? —Me ofrece, y sin necesidad de decirme qué es lo que puede ofrecerme, yo asiento con una sonrisa agradecida.

—Unos frutos secos estarían bien. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los hielos en el vaso de whiskey, desde el otro lado de la barra otro cliente reclama su atención, y no solo no tiene la deferencia de esperar, sino que desde lo lejos le lanza la comanda, esperando que la recuerde para cuando tenga un instante libre. El camarero le devuelve un sincero asentimiento, y yo me debato en si mirar al cliente con el ceño fruncido o ignorarlo por completo.

El whiskey ya está sobre la mesa y el camarero me pide el dinero. Ya tengo el monedero en mis manos y mientras cuento las monedas también cuento cada uno de los calambres llenos de resentimiento que abotargan mis dedos para poder pagar. Sé que no me merezco este pequeño descanso y que el poco dinero que gasto, es malgastado. Pero la idea de estar aquí me impide cualquier arrepentimiento y cuando poso el dinero sobre la barra sé que ya no hay vuelta atrás. Una vez tengo el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos me alejo lo más posible de la barra, así como de la puerta y de otros clientes y me refugio en una pequeña mesa, con dos sillas, contra una pared al fondo del local. He tenido el cuidado de alejarme de igual manera de los baños y las ventanas. De forma inconsciente me he puesto a calcular en mi mente cada una de las distancias que me separan del resto de seres con vida dentro del bar y puedo asegurar que he escogido, sin lugar a dudas, el sitio más aislado de todo el local.

No me deshago de mi abrigo, pero sí me descubro lo suficiente como para no tener que cubrirme el rostro, ya no hace tanto frío aunque tengo los miembros entumecidos y los dedos no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me recorre las rodillas y repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo luchase contra el frío por sí mismo. Mañana me dolerán todos los huesos. El vaso de whiskey en mis labios se siente como el beso de un viejo amigo, al que hace siglos que no veo. Me recibe al principio con cariño pero el impacto me deja sin aliento unos instantes. Tengo que fruncir el ceño pero una vez el licor ha desaparecido de mi boca y cae por mi garganta, todo mi cuerpo se caldea con el ardor propio del veneno.

Repentinamente caigo en el arrepentimiento, junto con la quemazón del alcohol y la soledad de la que me he dejado rodear. Miro a mi alrededor como si la bebida me hubiese despejado la mente y pudiese ver con claridad la situación en la que me encuentro, o tal vez solo he cambiado de gafas. Una venda por otra. Y dentro de unos minutos, otra diferente. Las paredes rezuman humedad desde las ventanas en lo alto de los muros, la madera está empapada y todo huele a humedad, y orín ácido. Los vapores del whiskey me reaniman un poco y doy otro trago mientras rebusco dentro de mi abrigo algún cigarrillo. Encuentro un par de ellos escondidos en el bolsillo interior de la gabardina y lo enciendo con una cerilla. La densidad del humo nubla unos instantes mí alrededor y la soledad, junto con el brillo de la punta de este cigarrillo, no parece tan sofocante. No estoy solo, solo estoy fumando.

Ante tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las llamadas. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la madera de la mesa y me recoloco en mi asiento. Miro con detenimiento el cuenco de frutos secos. Cacahuetes, almendras, pipas, avellanas. También unas finas láminas blancas, creo que es coco. Entre bocanada y bocanada el humo parece responder con voluptuosas sinuosidades a una conversación privada entre él y yo. Me pesa la espalda, las sillas nunca son cómodas. Me reclino y apoyo mi mano sobre mi sien, y entre los dedos, el cigarrillo se consume solo. Otro trago de whiskey, ya me siento algo más liviano y despreocupado.

Hay voces fuera, parece una discusión acalorada pero luego todos estallan en carcajadas, así que el ambiente se destensa de golpe. Entran dos personas nuevas que se dirigen sin pensarlo demasiado a una mesa cerca de la barra. Saludan al camarero con una confianza desmedida, y son correspondidos en los mismos términos. Dos cervezas, un cuenco con aceitunas y pepinillos en escabeche. He levantado una astilla de la madera donde la uña llevaba escarbando varios minutos. La tiro por alguna parte y sigo ahondando en el hueco. Los cuadros que me rodean están descoloridos, amarillentos y llenos de polvo. Un anuncio de un refresco, un cartel vintage, un pequeño paisaje marítimo y una mujer en ropa interior anunciando un licor blanco. Me froto los ojos y sigo bebiendo.

 

...

 

Cuando salgo tropiezo con uno de los escalones y un hombre que casualmente ascendía conmigo para salir del bar me sostiene por el brazo. Ambos nos miramos con sonrisas bobaliconas, la mía avergonzada, la suya preocupada. Pero tras escuchar una carcajada de mi parte, me deja marchar confiado. Cuando encaro la oscura, larga y fría acera para dirigirme a casa intento recordar el rostro del hombre que me ha sostenido, mediana edad, tal vez algo más. Tenía el pelo blanco pero no me he fijado en sus facciones, podía tener arrugas o no. Su rostro se desdibuja como una densa masa de carne neblinosa dentro de mi memoria, juntándose con otros tantos recuerdos recientes como la imagen del cuenco de frutos secos, los carteles de propaganda y los hielos tintineantes del whiskey, todo ello con fogonazos de las luces del interior aun rebotando detrás de mis retinas.

Mientras voy pensando en ello camino a ritmo constante como un autómata por la acera, preocupándome por si mis pasos son rectos o voy tambaleándome, asegurándome a cada instante de que aunque la imagen de la calle se retuerza, sigo hacia el frente y no me confundo al girar en la esquina equivocada, para no perderme. Los círculos de luz que dibujan como una impronta amarillenta las farolas de la calle me sirven como medio de mantener la mente ocupada en, al menos, algo empírico. Voy sobrepasándolas, una farola, dos farolas, tres farolas. En la quinta, o la sexta, veo la silueta de un gato atravesando a gran velocidad la carretera y deteniéndose un instante a contemplarme, con las orejas en alto. Me mira desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la expresión abatida, si no cadavérica. No se asusta, es más, puedo sentir que no tiene ningún respeto por mi persona, y decide ignorarme, o no tomarme importancia, y desaparecer por algún hueco que la sombra camufla.

Busco en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la soledad y la angustia. El silencio. No puedo evitar sentirme como un muerto que regresa a su tumba después de un dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con las sombras que me rodean y aunándome con el frío y lo tenebroso de una noche de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo falta convertirme yo también en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la última farola.

 

 


 


NOCHE 2

 

Hace horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido aliento del invierno. Me subo la bufanda hasta cubrirme la nariz, la calle está llena de nieve y mis pasos crujen a cada momento. Ese sonido acaba por enloquecerme. A cada paso mi cuerpo se debate entre el miedo a resbalarme y caer, y la impaciencia por llegar al bar. La nieve ralentiza mis pasos y mi prudencia me desespera.

La luz que sale a través de los vidrios me anuncia que he llegado al local, y la soledad que se divisa en la puerta es indicio de que la nieve no es amiga de nadie, solo de los niños revoltosos. Incluso las despedidas se realizan ya dentro del bar, por miedo a que la nieve los atrape sin remedio. Las conversaciones se finiquitan dentro, fuera no hay nadie con preámbulos. El letrero de madera que cuelga sobre el umbral se tambalea con un estridente y chirriante crujido metálico. ¡Bienvenido, de nuevo! Parece graznar ese cuervo o grajo que se bambolea de un lado a otro, mientras su chistera se levanta, mostrando esa cabeza escamochada de ave carroñera. El viento arrecia y temo que el cartel se me caiga encima una vez tenga que pasar por debajo, pero como siempre, se mantiene firmemente sujeto cuando me adelanto y me dispongo a cruzar el umbral. 

Cuando me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y cálida que sale de los ventanucos, y siento una hogareña bienvenida incluso cuando sé que allí dentro solo encontraré el tan conocido remordimiento, que me espera como siempre acompañado de la soledad y la angustia más punzante. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme.

Una vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis articulaciones y de la nieve que se ha aferrado a mis zapatos como lapas sobre el casco de un barco. La nieve cae justo en la entrada como pequeños bloques helados que poco a poco se funden sobre el suelo de madera. Me adelanto con decisión hasta la barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme de los clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre detrás de la bufanda y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión, la misma con la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos encontramos el uno al otro en ese intercambio de favores, nos sonreímos.

—¿Qué se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia la barra donde me estoy apoyando y con la mirada persigue a un par de clientes a los que acaba de despachar y los otea dirigiéndose hasta la puerta—. ¡Qué tengan buena noche!

—Un whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por seguir compartiendo abrigo conmigo.

—¿Quieres algo de picar? —Me ofrece, y sin necesidad de decirme qué es lo que puede ofrecerme, yo asiento con una sonrisa agradecida.

—Unos frutos secos estarían bien. —Al musitarl

o de esa manera él me devuelve una mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los hielos en el vaso de whiskey, atajo una desinteresada conversación—. ¡Vaya nevada ha caído!

—Sí, he tenido que barrer la entrada un par de veces ya hoy, y por lo que han dicho en el periódico, mañana nevará más. Puede que empiece esta noche.

—¡Vaya!

El whiskey ya está sobre la mesa y el camarero me pide el dinero. Ya tengo el monedero en mis manos y mientras cuento las monedas siento como todos mis resentimientos se cargan sobre mi espalda. Uno a uno empiezo a enumerarlos y a intentar apartarlos del camino, pero se empeñan en hacerse notar. Son unas pocas monedas, pero no tengo tantas como me gustaría, y aunque intento convencerme de que debo pagar, mi razón me dice, desde la sobriedad, que no debería hacerlo. Al poner sobre la barra el dinero me digo con toda la sinceridad de la que soy capaz, que solo son unas pocas monedas, y algo dentro de mí, tal vez las ganas de beber, me juega una mala pasada, engañándome con la idea de que esas pocas monedas reaparecerán de nuevo en mi hucha, cuando haya llegado casa. Como si la falta de ellas no fuese una gran pérdida, como si un poco de satisfacción compensase ese humilde gasto. Me lo merezco, me digo, pero ni eso es cierto. Antes de poder darme cuenta el camarero ya se ha llevado el dinero y yo me hago con la copa, lleno de ansiedad.

Una vez tengo el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos me alejo lo más posible de la barra, así como de la puerta y de otros clientes y me refugio en una pequeña mesa, con dos sillas, contra una pared al fondo del local. He tenido el cuidado de alejarme de igual manera de los baños y las ventanas. De forma inconsciente me he puesto a calcular en mi mente cada una de las distancias que me separan del resto de seres con vida dentro del bar y puedo asegurar que he escogido, sin lugar a dudas, el sitio más aislado de todo el local.

No me deshago de mi abrigo, pero sí me quito la bufanda y la dejo sobre la silla vacía que tengo enfrente. Así pareciera que espero a alguien allí, que mi acompañante ha ido al baño o ha salido a tomar el aire. Aun tengo los miembros entumecidos y los dedos no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me recorre las rodillas y repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo luchase contra el frío por sí mismo. Llevo días con dolor en los huesos. Cuando doy el primer trago de whiskey en mis labios se siente como el beso de un nuevo amante, al que he deseado besar fervientemente. Me recibe al principio con cariño pero el impacto me deja sin aliento unos instantes. Tengo que fruncir el ceño pero una vez el licor ha desaparecido de mi boca y cae por mi garganta, todo mi cuerpo se caldea con el ardor propio del veneno. Siento que me estoy matando.

Repentinamente caigo en el arrepentimiento, junto con la quemazón del alcohol y la soledad de la que me he dejado rodear. Es una caída libre a la que ya estoy acostumbrado, pero uno nunca llega a pensar que puede soportarlo una segunda vez, y sin embargo, como todo, es adictivo. Incluso el sufrimiento, puede resultar morbosamente adictivo. Siempre buscando una segunda dosis, que a alguien le haya sobrado, por si en algún momento vuelve a sentirse como la primera vez, aunque eso nunca sucede. Pero nunca se pierde la esperanza. ¿Cierto?

Las paredes rezuman humedad desde las ventanas en lo alto de los muros, la madera está empapada y todo huele a humedad, y orín ácido. La mesa está pegajosa y cojea, siento la nieve derretida de mi abrigo calarme hasta los huesos pero no tengo el valor de deshacerme de él, porque sería como arrancarme la piel. De las ventanas chorrea el agua. Todo está húmedo. Los vapores del whiskey me reaniman un poco y doy otro trago mientras rebusco dentro de mi abrigo algún cigarrillo. Tengo que inspeccionar varios bolsillos hasta que doy con un cigarrillo medio torcido. En un intento por buscar un mejor ejemplar me debato cinco minutos con mi abrigo pero como no encuentro nada mejor me llevo ese a los labios y tras encenderlo le doy una densa y profunda calada que me llegue hasta el último espacio limpio de mis helados pulmones. La densidad del humo nubla unos instantes mí alrededor y la soledad, junto con el brillo de la punta de este cigarrillo, no parece tan sofocante. No estoy solo, solo estoy fumando. Quiero pensar que desde fuera, no parezco algo tan patético como en mi mente se desdibuja mi aspecto. Quiero creer que el whiskey me da un aspecto más robusto y el cigarrillo, algo más distinguido.

Ante tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las llamadas. El correo se acumula en el buzón y aunque el ama de llaves me dice que volveré pronto, yo sé que no es cierto. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la madera de la mesa y me recoloco en mi asiento. Miro con detenimiento el cuenco de frutos secos. Cacahuetes, almendras, pipas, avellanas. También unas finas láminas blancas, creo que es coco. El cigarrillo no me sabe tan bien como otras veces y aunque hago un esfuerzo por disfrutarlo, la verdad es que el sabor que deja en mi boca no me reconforta, tampoco el humo siento que realmente cumpla una función necesaria, pero está encendido y tengo que fumarlo. Me gustaría poder apagarlo, pero la idea de no tener nada en que ocupar mis manos me aterroriza tanto como que me claven agujas debajo de las uñas. La sola idea me da escalofríos. Por eso lo aguanto, lo apuro, y cuando lo he terminado juego con la colilla en mis dedos a pesar de que deteste el olor que deja después en ellos. Otro trago de whiskey, ya me siento algo más liviano y despreocupado.

El local está calmado y en silencio, apenas hay clientes en él, pero el camarero parece entretenido, yendo de un lado a otro colocando vasos y platos, transportando el barril de cerveza y apurando las tareas que tuviera pendientes. Por lo que puedo ver tiene montones de copas sucias, por lo que supongo que antes de que yo llegase, tal vez el sitio no estuviese tan vacío como ahora, pero entre la nieve y la oscuridad, todos los clientes marcharon, acuciados, como ratoncillos ante el maullido de un gato. He levantado una astilla de la madera donde la uña llevaba escarbando varios minutos. La tiro por alguna parte y sigo ahondando en el hueco. Los cuadros que me rodean están más descoloridos que la última vez que los observé, o tal vez la luz esté más tenue y me cueste más distinguir sus colores. Un anuncio de un refresco, un cartel vintage, un pequeño paisaje marítimo y una mujer en ropa interior anunciando un licor blanco.

 

...

 

Cuando salgo al exterior la nieve sigue exactamente como la dejé al entrar a excepción de un par de hileras de pasos de un lado a otro de la calle, que se han acentuado. A excepción de eso, nada ha cambiado, la calle sigue oscura, vacía y silenciosa, y la nieve posada por doquier le da un aspecto mucho más dulce y melancólico. Parece recién colocada por un pintor experto, con una amplia espátula. Allí donde la luz cae sobre la nieve, esta brilla inmaculada, virgen. Sin embrago allí donde la han pisado, la nieve compacta se ha helado y resbalo, cayendo de bruces estrepitosamente contra el pavimento. Mientras aun asimilo la caída y el dolor comienza a llegar a mi cuerpo, adormecido por el alcohol, no me queda de otra que reírme para mí mismo, y para cualquier espectador fortuito que haya podido contemplarme. Pero me río para nadie, porque ni si quiera desde dentro del bar han recaído en mi traspié. El colmo del patetismo. Me incorporo, intentando aparentar que no ha pasado nada, y cuando comienzo a caminar hacia mi casa, alzo el mentón con normalidad. Ignorando la nieve que tengo pegada en la ropa, en la cara y en el cabello. Me lo voy quitando, con ademanes disimulados, interpretando un papel de carácter duro y orgulloso para un público invisible. Suelto una gran bocanada de vaho y me doy cuenta de que me he olvidado la bufanda dentro del bar. Pero aunque aun puedo regresar sin demasiado esfuerzo, mis pies no se detienen, orgullosos. Ya he emprendido mi camino de vuelta a casa y si regreso, temo no poder volver a salir. En realidad, me reconforta la idea de que se haya quedado algo mío allí, así la marcha no es tan dolorosa y punzante, así tengo una excusa para regresar algún otro día. Tengo una cuenta pendiente, un motivo para volver y algo nuevo en lo que pensar.

Mientras voy cavilando en silencio, camino a ritmo constante como un autómata por la acera, preocupándome por si mis pasos son rectos o voy tambaleándome, asegurándome a cada instante de que aunque la imagen de la calle se retuerza, sigo hacia el frente y no me confundo al girar en la esquina equivocada, para no perderme. Voy sobrepasando la luz de las farolas, una farola, dos farolas, tres farolas. En la quinta, o la sexta, veo la silueta de un gato atravesando a gran velocidad la carretera y deteniéndose un instante a contemplarme, con las orejas en alto. Me mira desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la expresión abatida, si no cadavérica. No se asusta, es más, puedo sentir que no tiene ningún respeto por mi persona, y decide ignorarme, o no tomarme importancia, y desaparece por algún hueco que la sombra camufla.

Busco en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la soledad y la angustia. El silencio. Las cartas del banco acumulándose en el buzón y las llamadas telefónicas en el contestador. El felpudo de la puerta, raído y con un irónico “bienvenido” que me pone los pelos de punta cada vez lo que veo. No puedo evitar sentirme como un muerto que regresa a su tumba después de un dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con las sombras que me rodean y aunándome con el frío y lo tenebroso de una noche de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo falta convertirme yo también en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la última farola.

 

 

 

NOCHE 3

 

Hace horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido aliento del invierno. Sin embrago a pesar del frío, no parece que las personas hayan podido aguantar en sus casas. Las calles están repletas desde hace horas de gente yendo de un lado a otro, con elegantes vestidos, todos con los rostros felices y ocupados, distraídos en conversaciones, en animadas charlas grupales o con la vista fija al frente, con una media mueca de angustia, porque llegan tarde a algún lado.

La luz que sale a través de los vidrios me anuncia que he llegado al local, y la verdad es que agradezco esas pequeñas muescas de luz sobre el pavimento oscuro porque el grupo de personas que hay delante no me deja ver la fachada del local. Los grupos son dispares, están dispersos, y ni si quiera parece que quisieran entrar o salir del local, no parecen tener relación con él más que la mera localización geográfica. Están completamente aparte, como si solo la casualidad los reuniese allí. Eso me pone de muy mal humor y tengo que hacerme paso entre codazos y pequeños murmullos para que me dejen paso hasta la puerta. Eso me ha costado un par de miradas desdeñosas y alguna que otra palabra malsonante que ha llegado hasta mis oídos como traída de alguna parte con el viento. El letrero de madera que cuelga sobre el umbral hoy no se mueve, no hay brisa que tiente al cuervo-grajo a volar. “¿Otra vez aquí?” Me pregunta su quietud, y su silencio me interroga con dardos de vaga angustia. “Aquí estoy, de nuevo”. Le contesto por lo bajo.

Cuando me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y cálida que sale de los ventanucos, y siendo una hogareña bienvenida incluso cuando sé que allí dentro solo encontraré el tan conocido remordimiento, acompañado de sus dos putas: la soledad y la melancolía. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme.

Pero una vez dentro no tengo tiempo ni si quiera de hacerme al sitio, porque todo está repleto de personas, y cada una de ellas porta un letrero, que con su sola presencia han pagado, donde me exhortan a marcharme de allí. Me cuesta incluso distinguir al camarero detrás del gentío de personas que atiborran la barra, y me pregunto a mi mismo si no sería más inteligente darme la vuelta y regresar a casa, que aun estoy a tiempo. Todo gira en mi contra, la cantidad de personas, el frío, la falta de dinero y el sentido común. Pero la idea de tener que pasar sobrio por debajo del cuervo-grajo y tener el valor de mirarle a los ojos para entregarle una despedida antes de tiempo, me hiere el orgullo. Antes de pensarlo una segunda vez ya me he hecho hueco entre las personas amontonadas en la barra y llamo la atención del camarero. Hoy está demasiado ocupado como para sonreírme.

—¿Qué se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con las manos prepara un par de copas de vino blanco que acaba dejando en algún punto de la barra mientras toma nota de mi comanda.

—Un whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por seguir compartiendo abrigo conmigo.

—¿Quieres algo de picar? —Me ofrece, pero con el ceño fruncido me lanza una mirada de advertencia—: Siempre dejas los frutos secos sin tocar.

—Hoy si me los comeré. —Suplico—. No he cenado. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los hielos en el vaso de whiskey, atajo una desinteresada conversación—. ¡Feliz navidad, por cierto! Veo que hoy estás atareado.

—Feliz navidad. —Deja el vaso sobre la mesa—. Sí, hoy estoy realmente ocupado.

—¡Vaya!

El whiskey ya está sobre la mesa y el camarero me pide el dinero. Ya tengo el monedero en mis manos y mientras cuento las monedas siento como todos mis demonios vuelven a mí y puede que por la presencia de tantas personas alrededor, la ansiedad sea doblemente cruel conmigo. Las prisas que tiene el camarero porque le dé el dinero parecen acuciantes y mis dedos tiemblan mientras reconteo las monedas. Los cálculos me fallan por la angustia y tengo que volver a empezar. Siento una gota de sudor recorriéndome la sien y las manos pegajosas. Lanzo una escueta mirada alrededor y mientras vacío mi monedero sobre la barra le pido al camarero que se haga con las monedas que le hagan falta. Parece que sobran un par de céntimos así que los regreso al monedero y esas dos monedas caen con estrépito dentro del cuero, como si hubiese lanzado allí dentro dos ladrillos pesados e inertes. No es tanto el peso de ellos, sino el sonido que provocan a causa del espacio que han encontrado alrededor.

Una vez tengo el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos no espero a encontrar un sitio, me llevo la bebida a los labios y mientras me lleno de su amargo sabor acallo las voces que comenzaban a invadir mis oídos. Deudas, deudas, deudas, deudas… Se siente como un bálsamo que entumece mis sentidos, todos y cada uno, como una pomada para una dolorosa quemadura que hasta ese momento me había estado volviendo loco. Los besos de amor han desaparecido para dejar paso a la pasión de la liberación contra mí mismo. Cuando he conseguido saciar la angustia miro alrededor y no consigo encontrar ninguna mesa libre así que la única opción es arrinconarme al lado de un barril de cerveza que sirve como decoración para el bar y posar allí mi copa y mi plato de frutos secos. Por hoy no puedo tener cuidado del aislamiento y sin embrago verme rodeado de tantas personas aumenta mi soledad, al verlos a todos allí reunidos, con un propósito y una compañía, se acentúa mi soledad y mi desorientación. Cada una de las voces que exhalan me manda de vuelta a casa y cada una de las miradas curiosas que recaen en mí, me obliga a marcharme. Siento sus presencias con vergüenza y me veo como una pieza sobrante, pervertida y desequilibrada que no tiene cabida en aquel sitio. Con pavor me vuelvo de cara a la pared y fijo mi vista en el vaso de whiskey. Suspiro y me sonrió a mi mismo con pena.

No me deshago de mi abrigo, ni tampoco de mi bufanda, lo que parece que da a entender que voy a marcharme de un momento a otro. Y si me paso el rato mirando de un lado a otro oteando el horizonte incluso puedo fingir que hay alguien que me acompaña y me ha abandonado un instante para ir al baño o a saludar a algún conocido. Pero me delata la copa solitaria que hay a mi lado.

Ella no puede hacerme tanta compañía. Aun tengo los miembros entumecidos y los dedos no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me recorre las rodillas y repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo luchase contra el frío por sí mismo. Llevo semanas con dolor en los huesos.

Las paredes rezuman humedad desde las ventanas en lo alto de los muros, la madera está empapada y todo huele a humedad, a orín ácido y sudor rancio. De las ventanas chorrea el vaho que se acumula por la presencia de tantas personas dentro del local. Todo está húmedo, ruidoso y pegajoso. Los vapores del whiskey me reaniman un poco y doy otro trago mientras rebusco dentro de mi abrigo algún cigarrillo. Tengo que inspeccionar varios bolsillos del abrigo pero como no encuentro nada empieza a ascenderme un cosquilleo desde la espalda. Busco en los bolsillos de mis pantalones y entre los pliegues de mi camisa. Ya visualizo la forma y el tacto de un cigarrillo, la presión que harán mis dedos sobre su forma cilíndrica. Pero no aparece nada, ni si quiera un par de fibras que llevarme a la boca. Nada. Me lleva varios minutos entrar en razón y darme cuenta de que hoy no hay tabaco. Se acabó. Intento hacerme a la idea pero para cuando quiero asumirlo mi mano ya tamborilea frenéticamente sobre la tapa del barril. En un intento de no pensar en ello me mentalizo de que no es nada grave y que mis manos se ocuparán jugueteando con el vaso de whiskey, pero sin poder evitarlo empiezo a juguetear con los hielos que sobresalen del líquido dorado. 

Ante tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las llamadas. El correo se acumula en el buzón, han desconectado el teléfono, y aunque el ama de llaves me dice que volveré pronto, yo sé que no es cierto. Incluso he empezado a faltar al trabajo. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la tapa del barril. Miro con detenimiento el cuenco de frutos secos y por primera vez parecen apetecibles. Comienzo a meterme en la boca los cacahuetes, primero de uno en uno y después a puñados. Luego las almendras, las pipas, y por último las avellanas. También hay unas finas láminas blancas, creo que es coco. Como no me gusta el coco, lo dejo ahí. Cuando he terminado con los frutos secos me llevo las yemas de los dedos a los labios, las tengo entumecidas.

El local está tan lleno que cada cinco minutos, alguien me roza el costado o la espalda, y pocas veces se vuelven para disculparse o preocuparse por la persona a la que han molestado. Yo por el contrario siempre vuelvo una mirada endemoniada sobre mi hombro para fulminar con ella a quien sea que se atreva a molestarme. En una de estas oteo el bar y me fijo en que al camarero se le acumulan montones de copas sucias. He levantado una astilla de la madera donde la uña llevaba escarbando varios minutos. La tiro por alguna parte y sigo ahondando en el hueco. Hay tantas personas aquí dentro que no puedo ver el decorado navideño que hay por doquier, pero recuerdo con nitidez todos los cuadros que tiene expuestos. Un anuncio de un refresco, un cartel vintage, un pequeño paisaje marítimo y una mujer en ropa interior anunciando un licor blanco. Extraño a esa mujer hoy.

 

...

 

Cuando salgo al exterior el local ya se ha despejado bastante pero siguen quedando restos de esos grupos de personas alrededor de la puerta del local, como si la noche los retuviese un poco más bajo su manto gélido, antes de libertarlos de nuevo hacia sus hogares. Igual que hace conmigo, igual que hace con todos. Me cuesta subir las escaleras porque todo me da vueltas pero cuando estoy en el último escalón, alguien bajando consigue interponerse y tropiezo con su hombro, llevándome un golpe que no consigo notar hasta unos segundos después, sin embrago el mero contacto me pone en tensión hasta el punto en que siento mi cuerpo en llamas. Al volverme y llevarme la sorpresa de que la persona que me ha empujado ni si quiera se ha inmutado, me arden las mejillas y en mi mente solo puedo desear una pelea. Deseo gritar y detenerlo. Deseo golpearle, pero mucho más que me golpee él a mí. Como ya he dicho, incluso el sufrimiento es objeto de adicción y lleno de coraje como me encuentro, siento que podría pelearme incluso con el cuervo-grajo del letrero.

—¡Ten más cuidado, hombre! —Le digo, y el sonido de mi voz consigue asustarme. No solo a mí, sino a todo el mundo, tanto que han silenciado sus conversaciones para volverse precipitadamente y observarme como animalillos curiosos. No intervendrán, pero tampoco se interpondrán.

—¿Me hablas a mí? —Pregunta el hombre que me había empujado, y por su expresión atónita me pregunto a mi mismo si realmente le habría golpeado o había sido producto de mi mente trastornada. Su acompañante le sujeta por el brazo y le sostiene con firmeza.

—¡Claro! ¡Tú! Me has empujado…

—¡Lo siento, hombre…! —Dice, realmente arrepentido. Parecía estar mil veces más sobrio que yo y en su expresión se muestra una sincera disculpa. Pero eso solo consigue enfurecerme aun más.

—¡Déjalo, ignóralo! —Le pide su acompañante, a lo que yo tiemblo de pies a cabeza ante la idea de irme sin más—. No es más que un borracho…

—¡Venga, joven… váyase a casa! —Me exhorta otro, justo a mi lado en las escaleras, sujetándome por el brazo para sacarme de allí con algo de condescendencia y protección paternal, conduciéndome hacia la acera. Yo no digo nada más pero como último acto de rebeldía me deshago del agarre de ese hombre con un tirón de mi brazo, esperando que ese gesto me deje en un buen lugar, dentro de la mente de todos los presentes que me han visto hacer el ridículo de aquella manera, y cuanto más me alejo de allí, más vergüenza me doy a mí mismo. El colmo del patetismo.

Mientras voy masticando en silencio esa perturbadora vergüenza, camino a ritmo constante como un autómata por la acera, preocupándome por si mis pasos son rectos o voy tambaleándome, asegurándome a cada instante de que aunque la imagen de la calle se retuerza, sigo hacia el frente y no me confundo al girar en la esquina equivocada, para no perderme. Voy sobrepasando la luz de las farolas, una farola, dos farolas, tres farolas. En la quinta, o la sexta, veo un grupo de cuatro personas atravesando a gran velocidad la carretera y deteniéndose un instante a contemplarme. Me miran desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la expresión abatida, si no cadavérica. No se asustan, es más, puedo sentir que no tienen ningún respeto por mi persona, y deciden ignorarme, o no tomarme importancia, y pasar a mi lado mientras se entrelazan los brazos los unos a los otros con risas hirientes y conversaciones vanas.

Busco en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la soledad y la angustia. El silencio. Las cartas del banco acumulándose en el buzón y las llamadas telefónicas en el contestador. Las deudas acumulándose en un cajón de la cocina, un cajón sin fondo que parece la boca de una fiera hambrienta y feroz. El felpudo de la puerta, raído y con un irónico “bienvenido” que me pone los pelos de punta cada vez lo que veo. No puedo evitar sentirme como un muerto que regresa a su tumba después de un dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con las sombras que me rodean y aunándome con el frío y lo tenebroso de una noche de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo falta convertirme yo también en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la última farola.

 

 

 

NOCHE 4

 

Hace horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido aliento del invierno. Ha vuelto a nevar, y esta vez se han creado grandes montañas de nieve a cada lado de la acera, de forma que las personas y coches han tenido de ir deslizando la nieve hacia los costados de manera que puedan transitar. Las pisadas de los transeúntes han ensuciado la impoluta nevada y entre charco y charco de barro y suciedad se encuentran remotos y extraordinarios montoncitos de algodón helado. 

La luz que sale a través de los vidrios y el cúmulo de personas que se agrupan como pingüinos en el polo norte, alrededor de un mechero que encienda sus temblorosos cigarrillos, me anuncian la puerta del bar. Alguno de ellos levanta la mirada de su cigarrillo para encontrarme encaminándome en su dirección, y entre los tambaleos y el temblor de mi cuerpo, su expresión se torna en alerta. No dice nada, pero se me queda mirando como si estuviese esperando algo de mi parte, algo que pueda involucrarle. Inevitablemente el resto de sus acompañantes levantan la mirada siguiendo la misma dirección y al encontrarme allí su conversación se vuelve silenciosa. El letrero de madera que cuelga sobre el umbral se tambalea con un estridente y chirriante crujido metálico, a lo que yo me cubro uno de los oídos con una mano helada, congelada, y arrugo el ceño evitando que ese taladro llegue hasta lo más hondo de mi cráneo. Siento que el chirrido baila a través de mis dientes hasta perforarme la mandíbula. “¡Largo, no eres bienvenido!” Parece graznar ese pajarraco mientras se bambolea de un lado a otro, moviendo agitadamente sus alas, en un intento por espantarme. Si me cubro la cabeza es para que no se me caiga encima ese animalejo endemoniado con la intención de sacarme los ojos de mis cuencas.

Cuando me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y cálida que sale de los ventanucos, y siento una hogareña bienvenida. Pero antes de entrar me dirijo con el rostro comprimido en una súplica hacia el gentío que se apelotonaba en la puerta y que no me han quitado los ojos de encima. Extiendo mis manos frías, blancas y temblorosas hacia ellos con una media sonrisa constreñida entre temblores y quejidos.

—¿No tendían un par de monedas? Solo necesito algo caliente que tomar…

—No tenemos nada. —Dice una mujer, antes de que nadie se le adelante, con la intención de disuadirme, pero alguno de sus acompañantes es mucho más caritativo, deteniéndome antes de que me marche con un gesto de su mano, mientras con la otra hurga dentro del bolsillo de su gabardina.

Su expresión está llena de pena y lástima, pero no soy capaz de darme cuenta de que esa lastima es por mí. Cuando me pone en la palma de las manos un par de monedas le quedo agradecido y me aprovecho un poco más de su buena voluntad, preguntándole si no tendrá un par de cigarrillos que pueda regalarme. Extiendo aún mas las manos, estirando todo lo que puedo su confianza y veo como esboza una mueca incómoda y al tiempo, resignada. Se saca un paquete de tabaco y me extiende dos cigarrillos mentolados, impolutos, blancos y resplandecientes bajo la luz que sale de la puerta del local.

Una vez me he cargado de provisiones me atrevo a entrar dentro del bar, incluso cuando sé que allí dentro solo encontraré lástima en cada una de las miradas que me alcancen, pena y caridad. Ese cúmulo de misericordia en otro momento me habría hecho sentir resentido y avergonzado, pero verme en la obligación de interactuar con otras personas me permite sentirme acompañado, incluso cuando es solo por compasión. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme.

Una vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis articulaciones y de la nieve que se ha aferrado a mis zapatos como lapas sobre el casco de un barco. La nieve cae justo en la entrada como pequeños bloques helados que poco a poco se funden sobre el suelo de madera dejando pequeños charcos de agua pantanosa y emponzoñada. Me adelanto con decisión hasta la barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme de los clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre detrás de la bufanda y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión, la misma con la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos encontramos el uno al otro en ese intercambio de favores, nos sonreímos.

—¿Qué se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia la barra donde me estoy apoyando y con la mirada persigue a un par de clientes que acaban de entrar y esperan a mi lado para ser atendidos—. ¡Ahora mismo estoy con ustedes!

—Un whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por seguir compartiendo abrigo conmigo.

—¿Tienes para pagar? —Me pregunta receloso, con una mueca de incomodidad mientras tiene que lidiar con las miradas que los recién llegados me han lanzado, espantados de la indirecta del camarero.

—¡Claro! —Suelto, con una radiante sonrisa y dejo las monedas que acaban de darme, junto con algunos centavos que tenía escondidos en el bolsillo de la gabardina encima de la barra, con estrépito metálico. El camarero cuenta de reojo la calderilla que acabo de darle y aunque los dos sabemos que no es suficiente él hace la vista gorda con la misma resignación con la que yo he ignorado que falta dinero. Tal vez por hacerme un favor, o por no espantar a los nuevos clientes. Estos cuchichean, sé lo que están diciendo y sé que están mirándome con suspicacia porque siento sus retinas quemarme el cuello, pero los ignoro.

—¿Quieres algo de picar? —Me ofrece, y sin necesidad de decirme qué es lo que puede ofrecerme, yo asiento con una sonrisa agradecida.

—Unos frutos secos estarían bien. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una mirada llena de preocupada diversión. Antes de que pueda poner los hielos en el vaso de whiskey, atajo una desinteresada conversación—. ¡Vaya nevada ha caído de nuevo!

—Sí, he tenido que barrer la entrada un par de veces ya hoy, y por lo que han dicho en el periódico, mañana nevará más. Puede que empiece esta noche de nuevo.

—¡Vaya!

Una vez el camarero deja el vaso de licor sobre la barra y lo alcanzo, me digo a mi mismo: me lo merezco. Pero ya no tengo claro cuál es la vara para medir mis méritos y cuáles son los premios que se deben obtener por ellos. Hace mucho tiempo que no tengo un propósito y por lo tanto, tampoco tengo forma de medir mis éxitos, por lo que sin metas ni resultados, tampoco hay permisiones y sin las permisiones, todo lo que hago carece de sentido. Ante la falta de sentido, ¿qué importa si me lo merezco o no? Solo lo quiero, lo necesito, y como nada me refrena, haberlo conseguido es ya un logro. Humilde, triste e irrisorio. Pero mi pequeño logro diario. 

Cuando me encuentro de pie con el vaso de whiskey y el cuenco con frutos secos en las manos me alejo lo más posible de la barra, así como de la puerta y de otros clientes y me refugio en una pequeña mesa, con dos sillas, contra una pared al fondo del local. He tenido el cuidado de alejarme de igual manera de los baños y las ventanas. De forma inconsciente me he puesto a calcular en mi mente cada una de las distancias que me separan del resto de seres con vida dentro del bar y puedo asegurar que he escogido, sin lugar a dudas, el sitio más aislado de todo el local.

No me deshago de mi abrigo, pero mucho menos de la bufanda, sintiéndome mucho más protegido con ella, tanto del frío como de la mirada de los demás, y me hago espacio entre ella, desahogando mi boca, para poder llevarme la copa a los labios. Aun tengo los miembros entumecidos y los dedos no se me calentarán hasta mañana. Un cosquilleo me recorre las rodillas y repentinamente las siento ardiendo, como si mi cuerpo luchase contra el frío por sí mismo. Llevo meses con dolor en los huesos. Cuando doy el primer trago de whiskey en mis labios se siente… se siente… No se siente bien. Ya no hay besos de amor, ni tampoco un dulce bálsamo para las heridas. Lo único que se siente es decepción y vacío. Un vacío tan profundo que yo mismo llego a sentir vértigo al asomarme dentro. Este nuevo descubrimiento me deja un instante aturdido y no consigo encontrar la forma de regresar a esas buenas sensaciones en las que antes me encontraba con un paraíso. Ahora se ha convertido en un candente infierno. Siento como mi estómago se resiente ante la entrada del licor y mi mandíbula se contrae con violencia, obligándome a apartar momentáneamente la copa de licor. Tal vez ha sido mucho por hoy, me digo, o tal vez he perdido el hilo que me unía con el licor, y de alguna manera, tengo que encontrar la manera de retomar esas buenas sensaciones. Esos besos. Pero todo mi cuerpo está rechazándolas como si me hubiese envenenado y luchase por sobrevivir, mientras yo me desplomo hacia el vacío.

Recuerdo las emociones pasadas con un suspiro evocador. Esa romántica melancolía y la bohemia soledad que en un comienzo me parecieron tan estéticas, ahora yo mismo soy la soledad. Se ha agarrado a mí como una sombra y la conduzco allá donde voy, como si se me hubiese pegado un parásito. Tal vez soy yo el parásito que vaga por ahí pegado a una idea que solo estaba en mi mente. Tal vez ahora se ha muerto esa idea, y el veneno que mamo es la sangre contaminada de un cadáver. Ya no tiene sentido seguir aquí, pero es demasiado tarde. Ya estoy enganchado. ¿Era realmente adictivo el sufrimiento? ¿O acaso no puedo despegarme de aquello que me causa dolor, porque es a mi debilidad a lo que me aferro, como si eso fuese honorable? Porque es lo que nos han enseñado, que sufrir está bien, nos limpia y nos purifica.

Las paredes rezuman humedad. ¡Están convirtiéndose en agua! Se deshacen como si estuviesen en descomposición y gotean, gotean por todas partes. La madera de la mesa está empapada y pegajosa, me atrapa como la tela de una araña y no consigo moverme ni un solo milímetro. Me debato en entre levantarme o cerrar los ojos, pero cualquier de las dos opciones solo consigue volver el espacio en una centrifugadora. Todo se mueve y yo me agarro con las uñas a la madera de la mesa. Me siento como si estuviese dentro del camarote de un barco y el agua estuviese colándose a través de cada una de las rendijas, lloviendo sobre mí una especie de masa negruzca, como chapapote, que me atrapa e impide que me escape.

Los vapores del whiskey no consiguen reanimarme, y cuando me acerco de nuevo la copa a los labios, no puedo despegarlos. Todo mi cuerpo clama por un respiro, una bocanada de aire fresco que me consuele y me temple el cuerpo. Y sin embargo, casi de forma inconsciente, me he tragado medio vaso de un solo golpe. El arrepentimiento es instantáneo. Repentinamente recuerdo los dos cigarrillos que me había guardado en el abrigo y los rescato con una angustia acuciante. Me llevo uno de ellos a mis labios y me cuesta atinar con las distancias porque mis dedos tiemblan, y mis labios no consiguen abrirse con propiedad. Gasto más de cinco cerillas para conseguir encenderlo y cuando lo logro y la primera calada llega hasta el último espacio limpio de mis helados pulmones, consigo hallar una pequeña estela de paz. Fugaz, nimia y vaga. Desaparece tan rápido como ha aparecido y una vez se ha marchado, me pregunto si ha sido real, o una ilusión de mi mente a causa de la ansiedad que tenía por probar un cigarrillo. Llego a esa conclusión porque una vez me ha abandonado el placer, solo queda el denso arrepentimiento.

Una vez completado el ritual se establece el silencio. Ante tal presión me devano los sesos para encontrar una forma de entretenerme mientras el trago me hace efecto. Pienso en mantener una conversación conmigo mismo pero hace días que no me encuentro en casa, así que nadie responde a las llamadas. El correo se acumula en el buzón y aunque el ama de llaves me dice que volveré pronto, yo sé que no es cierto. Me han dicho que he muerto. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la madera de la mesa y me recoloco en mi asiento. Miro con detenimiento el cuenco de frutos secos. Cacahuetes, almendras, pipas, avellanas. También unas finas láminas blancas, creo que es coco.

La presencia del cigarrillo ya no me reconforta, y mientras lo miro allí colgando de mis dedos, me pregunto en qué momento he decidió que esto es necesario en mi vida. Pero como la mayoría de las cosas que se encuentran ella, no las he elegido yo. O tal vez sí, pero en algún punto me he deshecho de la responsabilidad que acarrean. Aunque hago un esfuerzo por disfrutarlo, la verdad es que el sabor que deja en mi boca no me reconforta, tampoco el humo siento que realmente cumpla una función necesaria, pero está encendido y tengo que fumarlo. ¿O tal vez no? A medio terminar lo estampo contra el cenicero y lo acribillo, retorciéndolo en todas direcciones, disfrutando de cómo el último hilo de humo que emite, consigue extinguirse. El placer que eso me produce es, como todo, momentáneo. Rápidamente me arrepiento y soy consciente de que ya no soy capaz de hacer nada que me reconforte de forma permanente, todo me produce miedo y arrepentimiento. Haga lo que haga, no concuerda con mis necesidades, que se han vuelto tan adictivas y caprichosas. Tan dependientes.

El local está calmado y en silencio, apenas hay clientes en él pero el camarero parece entretenido, yendo de un lado a otro colocando vasos y platos, transportando el barril de cerveza y apurando las tareas que tuviera pendientes. Sin embrago en un momento en que siento que se ve algo más desahogado encuentro el valor para levantarme de mi asiento, llevándome conmigo la copa y el cuenco de frutos secos, y me siento en algún punto de la barra. Tan vez pueda superar mi miedo y entablar alguna clase de conversación con él, aunque si soy sincero, con un par de miradas lastimeras que me dirija me sentiré algo más consolado. Con una uña rasco sobre una muesca que tiene la madera de la barra y me recoloco en mi asiento.

—¿Una noche tranquila? —Le pregunto en un momento en que pasa delante de mí. Él parece sorprendido de verme allí sentado y al mismo tiempo incómodo de tener que lidiar conmigo.

—Un poco. Estamos a martes, seguro que durante el fin de semana mejorará la cosa.

—Seguro que sí. —Digo, y temiendo que la conversación se esfumase, me atrevo con algo más divertido—. Esos cuadros que tienes por ahí, ¿no has pensado en cambiarlos y poner algo más decente? El cartel de la tía en ropa interior no es muy agradable.

—No soy el dueño. Solo soy el camarero… —Dice, humildemente y al mismo tiempo molesto por mi comentario. Sonrío con pena y vergüenza ante su expresión y él relaja su ceño—. No tienes buen aspecto…

—¿Yo? —Pregunto, sorprendido—. Estoy como una rosa. —Digo, orgulloso, intentando fingir algo de falso coraje y él muestra una sonrisa incómoda. Segundos después se aleja de mí a propósito, terminando con la conversación.

 

...

 

Cuando salgo al exterior la nieve sigue exactamente como la dejé al entrar a excepción de un par de hileras de pasos de un lado a otro de la calle, que se han acentuado. A pesar de eso, nada ha cambiado, la calle sigue oscura, vacía y silenciosa, dando vueltas como el camarote de un barco a la deriva. Ni si quiera el aire fresco consigue desentumecerme el pensamiento y mientras que mis miembros siguen abotagados, mi cabeza vuela libre, de un lado a otro y no sé si voy a ser capaz de rescatarla. La nieve brilla allí donde cae la luz, provocando un hermoso juego de luces blancas, azules y negras, que todo lo baña como un torbellino a punto de tomar tierra.

Un escalofrío me recorre la espina dorsal y se me humedecen las palmas de las manos y las axilas. Siento el vello de mi nuca erizado y todo mi interior intoxicado. El aire fresco llenándome los pulmones no hace sino confundirme y aunque cada bocanada es como un respiro, todo el tiempo que tardo en volver a tomar el aire se siente como una densa agonía. No sé cuantas respiraciones tardaré en desmayarme, pero las cuento hasta perderme entre el desfile de números. El sonido de la nieve bajo mis pies tampoco es reconfortante, aunque mirar hacia el suelo es una forma de evitar el vértigo. Intento seguir las huellas que ha dejado alguien delante de mí, pero no consigo enfocarlas con propiedad, y ni siquiera sé hacia dónde voy.

Mientras voy lidiando con mis demonios en silencio, intento adecuar mis pasos a un ritmo constante, como un autómata por la acera, pero no me preocupo en si voy o no tambaleándome. Tengo que ir pegado a la pared para no desplomarme, o de lo contrario no podría dar un par de pasos antes de caer de bruces contra la nieve. Voy sobrepasando la luz de las farolas, una farola, dos farolas, tres farolas. En la quinta, o la sexta, veo la silueta de un gato atravesando a gran velocidad la carretera y deteniéndose un instante a contemplarme, con las orejas en alto. Me mira desde la distancia con el rostro vuelto hacia lo que debe ver una sombra negra, temblorosa y atontada que vaga por la acera con la expresión abatida, si no cadavérica. Una arcada me sorprende y no puedo evitar retorcerme hacia adelante y soltar todo el licor que tenía dentro. No lo veo, pero de seguro el gato se asusta y con un respingo y el pelo erizado, se escabulle por algún hueco que la sombra camufla. Vomito estrepitosamente, y el agudo dolor que me acomete el esfuerzo me dobla las rodillas. Aun con la mano en la pared intento agarrarme con las uñas para no caerme, exhausto, contra el suelo. He bañado la nieve con un vómito caliente y denso, lleno de tropezones, que desprende la misma sofocante peste que el whiskey.

Hinco las rodillas en la nieve y las fuerzas me fallan. Me desplomo sobre una pequeña montaña de nieve e intento acompasar mi respiración con el ascenso del vaho que se escapa de mis pulmones. Creí que me sentiría reconfortado pero el dolor no desaparece solo con vomitar el veneno, aun me estremezco de mi propia imagen y soy incapaz de reencontrarme en la situación en la que me encuentro. No puedo creerme donde estoy, pero no quiero moverme, no al menos hasta haberlo asumido por completo. Ni si quiera hago un esfuerzo por encontrar un motivo que me levante de la nieve y me conduzca de nuevo al hogar, ni el frío, ni la nieve, ni el vómito. Al contrario, todo esto me resulta tan real y palpable que estar aquí unos segundos más no me hará ningún daño. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la basura acumulándose por días…

No puedo evitar sentirme como un muerto que ha encontrado su tumba después de un dulce garbeo a media noche. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con la nieve que me abraza. Ya la siento calándome los huesos, y con dulce resignación me dejo acunar por el frío a la espera de que el sueño me venza para convertirme en niebla, y desaparecer tras sortear el brillo de la última farola.

 

 

NOCHE 5

 

Hace horas que se ha escondido el sol, puede notarse en el frío que se ha colado por cada uno de los rincones de la ciudad. Incluso cuando había sol, todo estaba helado como ahora. Pero la falta de luz al menos hace que el frío se note como algo propio de la noche y no quede otro camino que la resignación al gélido aliento del invierno. Apuro el paso porque temo que se me congelen las mejillas antes de llegar a la puerta del bar. Saco las manos de los bolsillos de la gabardina y me froto las mejillas y las orejas, sintiendo como se me entumecen los dedos. Cuando los regreso dentro de los bolsillos, ya no consigo templarlos. 

La luz que sale a través de los vidrios y el cúmulo de personas que se agrupan charlando animadamente, con risas estridentes y conversaciones particulares, a la entrada del bar, me revelan su entrada. Pero no los necesitaba, mis pies se han dirigido hasta aquí por sí mismos. El letrero de madera que cuelga sobre el umbral permanece quieto, estático, inamovible. Y la bestia infernal que se desdibuja sobre la madera está en una quietud perturbadora. Me detengo justo a sus pies, esperando que mi presencia despierte viejos fantasmas en su expresión endemoniada, pero no sucede nada. Se ha cansado de reprenderme, y ahora solo me ignora. Eso es lo más doloroso que podía hacerme.

Cuando me he acercado lo suficiente a la puerta me baña a luz anaranjada, tenue y cálida que sale de los ventanucos, y siento una incomodidad naciente en mi estómago. No deseo entrar, lo tengo claro, y nadie de allí dentro quiere verme. Pero ya no tengo otro remedio. Al bajar las escaleras lo hago con estruendo, más que de mis botas, de mis labios, temblorosos, quejándome del frío que se queda afuera, y agradeciendo el templado ambiente en el que estoy a punto de bañarme. Una vez dentro me deshago con un par de puntapiés del frío que atenazaba mis articulaciones y me adelanto hasta la barra, buscando alguna pequeña y alejada mesa donde poder refugiarme de los clientes. Cuando llego a la altura del camarero me descubre detrás del cuello de mi gabardina y me saluda con una mirada atenta. Se acerca con decisión, la misma con la que yo me he apoyado sobre la madera de la barra, y cuando nos encontramos el uno al otro en ese intercambio de favores, no nos sonreímos.

—¿Qué se le ofrece? —Me pregunta, con amabilidad fingida mientras con una mano limpia la barra donde me estoy apoyando y con la mirada me fulmina, esperando que esta vez sí vaya a pagar.

 

—Un whiskey, con hielo. —Contesto y en mi voz hago evidente el frío que aun siento recorriéndome el cuerpo, aferrándose a mis extremidades, debatiéndose por seguir compartiendo abrigo conmigo.

—¿Tienes dinero? —Me pregunta, decidido y por lo que dilucida su lenguaje corporal, ya ha dado por hecho de que no, porque ni si quiera hace el amago de ponerse a llenar un vaso con hielo.

—Unos frutos secos estarían bien. —Al musitarlo de esa manera él me devuelve una mirada llena de preocupación.

—Te he preguntado que si tienes dinero. —Su tono es más fuerte, como si realmente le preocupase el que yo no le hubiese querido escuchar.

—Yo… no. Pero si tú…

—Lo siento mucho. —Me corta, en medio de mi agitada declaración—. Ya no puedo seguir invitándote. Si no tienes dinero, tengo que pedirte que te marches.

Su voz es tan firme y autoritaria que, aunque veo algo de compasión en su mirada, no puedo evitar sentirme tremendamente avergonzado y cada uno de los poros de mi piel supura pavor. Me siento como si en medio de unas escaleras uno de los escalones falla y caigo estrepitosamente hacia el vacío. Asiento, bajo la cabeza, miro a todas partes por el rabillo del ojo y vuelvo a asentir, retrocediendo paso a paso hacia la puerta.

 

...

 

Cuando salgo me doy cuenta de que no me siento mareado o febril, simplemente aturdido. Completamente desorientado encaro la oscura, larga y fría acera para dirigirme a casa y mientras camino por primera vez no voy pensando en el ritmo de mis pasos sino en todo lo que me falta y echo de menos. El tintineo de los hielos, el olor del licor, los cacahuetes, las almendras, las pipas, las avellanas, las finas láminas blancas que siempre he creído que era coco. La humedad rezumando por las paredes, la ansiedad, la madera agujereada, y cada uno de los carteles y cuadros. Y sin embargo, a pesar de no haber bebido, me siento doblemente exhausto. No llego a sobrepasar más que un par de farolas. Me detengo bajo la luz de la cuarta o quinta farola y me siento en el bordillo de la acera, con los pies sumergidos en un charco de nieve derretida y el rostro apoyado sobre el metal de la farola. La gente pasa a mi alrededor, caminando de un lado a otro, vuelven sus rostros y algunos de ellos se detienen un instante para ver lo que debe ser una sombra negra, temblorosa y atontada que medita en silencio con la expresión abatida, si no cadavérica. No se asustan o se intrigan, es más, puedo sentir que no tienen ningún respeto por mi persona, y deciden ignorarme, o no tomarme importancia, y desaparecer por algún lugar entre las sombras que los camuflen.

 

Busco en mi mente alguna justificación que me lleve a casa, la cama caliente o tal vez algo de seguridad. Pienso en las paredes llenas de moho y las sábanas frías. La pintura desconchada y la nevera vacía. La luz titilante del baño y la basura acumulándose por días. Las sombras que se recortan a través de las paredes, cada uno de los muebles y el olor, el húmedo olor del vacío, la soledad y la angustia. El silencio. No puedo evitar sentirme como un muerto que está a punto de encontrar su tumba en el delirium tremens*. Y al pensarlo, me reconforto, fundiéndome con las sombras que me rodean y aunándome con el frío y lo tenebroso de una noche de niebla. Ya me ha calado hasta los huesos, solo falta convertirme yo también en niebla, y desaparecer bajo el brillo de esta farola.

 

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 La graja​ o grajo (Corvus frugilegus): es una especie de ave paseriforme de la familia Corvidae, una de las diez especies europeas de córvidos. Es posible confundirla con los cuervos grandes (que son más grandes) y con las cornejas (de similar tamaño); sin embargo, es posible diferenciarlas de estas últimas atendiendo al color más claro del pico y a la forma más apuntada del píleo (parte superior de la cabeza).

Se denomina delirium tremens​ —locución en latín que significa "delirio tembloroso"— al síndrome de abstinencia del alcohol; propiamente se trata de la tercera fase, la más aguda de este síndrome. Al parecer, también puede darse como complicación en una intoxicación por benzodiacepinas o barbitúricos.




Comentarios

  1. Hola! Después de tantos días en pensar a retomar mis lecturas hoy he tenido el coraje de volver a aquí. Lo siento, pero ya te imaginarás que ser adulto está del asco jajajja y ¡aquí está esta obra corta! Hahahah quise deleitarme con algo corto, algo que pudiera abrirme el apetito de tus obras y no me arrepiento de empezar por aquí (Además que el resumen de la portada me dio curiosidad).

    ¿Qué os puedo decir? Siento que la vida adulta puede plasmarse en este pequeño relato, es decir, la soledad, la monotonía, la sensación de estarse ahogando en una misma rutina que no quieres dejar porque es tu zona de confort, es algo que pude identificarme en cierto grado con el personaje de esta historia.

    ¿Un poco de ansiedad sentí? Jajaj tal vez, no me atreví a pensar tan profundamente los motivos por los que el personaje tuvo que pasar para llegar a ese punto de descuido, de necesidad de alejarse de su casa y de hundirse en alcohol y tabaco para tratar de sentirse un poco más aliviado.

    Lo compadezco, tal vez hasta tú o el personaje odiaría eso pero es algo que no puedo evitar sentir, porque quisiera que fuera por lo que haya pasado, pudiera encontrar una forma de salir de esa rutina tóxica y o que incluso, si soy más osado y bulgar, acabará con su vida llega de desgano y autocompasion... no creo que tenga "las agallas" para hacerlo, pero tampoco creo que pueda seguir viviendo de esa forma tan dependiente de algo que no puede pagar.

    Me dejas rebanandome los sesos para saber como puedo mejorar una situación así ahahhaa perdona mis comentarios carentes de lucidez.

    Te quiere, Usagi.

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    Respuestas
    1. Usagi! Me alegro de que retomes mis escritos, lo cierto es que yo también estoy algo perdida en esta vida de adulto y tampoco encuentro mucho tiempo para dedicarle a este blog, así que tengo que ir un poco por temporadas que me permitan tener un poco de tiempo.
      Me alegro mucho de tenerte de vuelta y me alegro de que no te halla decepcionado este relato corto. Lo cierto es que no estoy realmente satisfecha con él, fue una tontería que escribí un día y no sabía muy bien qué clase de acogida tendría, pero por lo que veo conseguí transmitir la ansiedad y la rutina que devoran al personaje. Yo tampoco sé como él podría salir de ello, pero, ¿qué importa? ahahaha

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